viernes, 23 de octubre de 2015

Asombro

Cristina Navarrete


Violeta está parada junto a la puerta de la estación de autobuses. Sus ojos, azules y profundos; el cabello rizado, color negro azabache, mojado por la lluvia; una esbelta y delgada silueta arrimada a la barandilla; hacen que todos los transeúntes la noten.

A pesar del fuerte aguacero ella no se ha movido en más de veinte minutos, su suéter de colores, los jeans desteñidos estilo campana y las sandalias de cuero están empapadas, sin embargo sigue mirando el reloj y no hace ningún esfuerzo por marcharse.

Un hombre alto, delgado, de facciones muy finas y una piel como de porcelana, cruza la calle corriendo. Avanza rápidamente hacia la puerta de la estación buscando a alguien, mira a Violeta, ella responde con una sonrisa, se incorpora, acomoda el bolso tejido con figuras tribales en su hombro, se acerca a él y sin decir una palabra dan media vuelta y caminan juntos, alejándose poco a poco de la terminal.

Mientras las dos siluetas se pierden en la oscuridad de la noche, se puede ver que aún sin mirarse, ella toma su mano y él le corresponde.

Luego de un largo rato, la lluvia cesó, y ellos seguían caminando, ella lo miró, le brindó una gran sonrisa y por fin dijo:

—Entonces... ¿Para qué querías verme?, ha pasado mucho tiempo.

—Te he extrañado muchísimo, no tengo más argumento —respondió en voz muy baja; luego de un corto silencio, él, se acercó lentamente a su rostro, acarició su cabello y le dio un beso suave y delicado.

En ese instante, Augusta, se levantó inesperadamente del mullido sillón que la abrigaba, tomó el control remoto, apagó la televisión y lo lanzó al piso.

—¡Tonterías! Eso solo pasa en las películas —dijo para sí misma, mientras sus pies descalzos y ágiles la guiaban hacia la cocina.

Se acercó al mesón donde tenía una pequeña y antigua radio color naranja con una extraña textura que simulaba la madera, la encendió, buscó esa emisora que la acompañó durante su adolescencia con música continua y variada, cuando al fin la encontró se dirigió al refrigerador, sacó algunos ingredientes y empezó a cocinar, al tiempo que tarareaba la canción que al sonar traía con ella hermosos recuerdos de infancia y de la dueña original del anticuado artefacto: su abuela.

Mientras sus rápidas manos cortaban con mucha facilidad los vegetales, el agua empezaba a hervir en la estufa, el ambiente se calentaba poco a poco. Una vez troceados, los echó en el agua, fue por las especias; mientras los ingredientes se fusionaban, un olor a comida hecha en casa inundó el lugar. Tomó una cuchareta y le dio un sorbo al potaje. Su rostro cambió de pronto, el ceño fruncido y la notable tensión mandibular se relajaron, en sus ojos se distinguía un brillo antes inexistente y en su boca se esbozó una sonrisa.

—¡Comer! Qué gran placer, siempre anima el corazón —decía mientras servía un gran plato de humeante sopa caliente— seguro sería aún más deliciosa si fuese compartida, pero de todas formas calienta el alma.

Retiró su computador de la mesa y una pila de documentos que lo acompañaban, pero justo cuando iba a sentarse en su pequeño y rústico comedor de madera vista, el timbre de la puerta sonó.

—¿Quién podrá ser a esta hora? —dijo mientras se asomaba por el filo de la ventana casi sin mover las cortinas; sus ojos se abrían cada vez más.

—¡No lo puedo creer! ¿Ahora qué voy a hacer?... Y yo en estas fachas —exclamaba mientras subía y bajaba las escaleras, entraba y salía de la cocina; hasta que por fin respiró profundo, se tranquilizó, corrió al baño, tomó un buen trago de enjuague bucal, lo escupió, recogió su desordenado cabello con una liga de colores, arregló su pijama y abrió la puerta.

Allí estaba él, tan sencillo, con su ropa para ir al gimnasio, sin excusas, de pie frente al pórtico; sus miradas se cruzaron por algunos segundos. Los mismos que fueron suficientes para recordar su olor, el sonido de su estrepitosa risa, los viajes realizados en esa vieja y ruidosa motocicleta y por supuesto el dolor de dejarlo ir cuando ganó aquella beca para estudiar arquitectura en Inglaterra.

—Han pasado ya cuatro años ¿Qué te trajo por aquí? —dijo Augusta tratando de ocultar la emoción profunda que la inundaba.

Miguel se movió muy despacio hacia ella como en cámara lenta, y cuando estaba tan cerca como para sentir su respiración, susurró: simplemente… te he extrañado muchísimo, no tengo más argumento.

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