lunes, 19 de octubre de 2015

La casa

 Camilo Gil Ostria


“Vieja madera para arder,
viejo vino para beber,
viejos amigos en quien confiar,
 y viejos autores para leer.”
Sir Francis Bacon


Debo aclarar que aunque soy joven, siento una clase de madurez que alguien de dieciséis años no tiene; pero hay algo que despierta ese lado de adolescente que inevitablemente debo tener, al final sí tengo esa edad. Desde que me mudé aquí con todas mis cosas, libros y familia, hace dos o tres meses, la gente del lugar empezó a hablarme de esa casa, totalmente abandonada, con paredes que me hacen pensar en la noche, pero no en cualquier noche, sino una fría, en esas en las que deben ponerte mil colchas encima para poder dormir bien. También tiene unas ventanas con vidrios rotos, que según yo, son la ruptura de la vida en ese lugar. Jardines podridos, olor a muerte y, por sobre todo, en esa morada hay espíritus, que, según dicen, son totalmente malignos; está repleta de ellos lo que hace que una vejez se sienta en el aire. Un toque de máquina del tiempo se puede sentir al pasar por su acera, con una fachada antigua, casi ancestral. Sinceramente muero de ganas por ir, pero mi madre…

Yo jamás dejaría que mi hijo se acerque ni a diez metros de ese antro ubicado en la esquina de la veintiocho, es tan horrible que solo pensar en ello me pone los pelos de puntas… Tengo que pasar por ahí, sin otra opción, todos los días para llegar al mercado, desearía deslizarme por otra calle, dar un rodeo, incluso recorrer mil kilómetros más, ¡lo que sea!, pero quisiera no tener que transitar por ahí. Es mi sufrimiento diario, creo que tengo suerte de ir en auto, si tuviera que ir a pie, pasar tan cerca me haría vomitar.

Es una sobre protectora.

Es un simple niño.

Dicen que ahí fue asesinada una mujer por su propio esposo. Pero no de cualquier forma, hay diferentes versiones del hecho, pero solo hay una en la que yo creo.

Mi hijo, además, está obsesionado con esas historias, se pasa el día entero hablando de eso con su padre y si no fuera por mí, él ya habría entrado a esa casucha llena de violadores, putas, borrachos y toda clase de pecadores, lujuriosos, condenados sin remedio alguno a las llamas eternas del infierno, y no estoy segura de las miles de cosas horribles que le podrían hacer.

Murió decapitada, mi compañero de colegio –y mejor amigo– Carlos, me contó que el esposo se volvió loco y consiguió, de camino a su hogar, un hacha bien afilada. Según me dijeron, la robó de uno de esos que talan árboles. Por eso no tardaron mucho en detectarlo y descubrir el crimen. Algunos detalles no los conozco, Carlos sí, él se las sabe todas.

Aparte, es un irresponsable mi hijito. Le tengo que hacer recuerdo de ponerse su abrigo, de apagar las luces, de lavarse los dientes, de hacer sus tareas, de limpiarse las manos antes de comer, y de mil otras cosas que hacen que me pregunte: ¿qué será de él cuando no esté para cuidarlo?

Eso fue después de una pelea que tuvieron, seguramente de esas que todas las parejas tienen. Él llegó, empezó a gritar el nombre de su esposa –ahora no lo recuerdo muy bien– ¡Lisa! –creo– ¡Sal de dónde estés Lisa! Ella ha debido estar muriéndose de miedo, ya me imagino…

Me acuerdo de una vez, él –la wawita– cumplía nueve años –ahora tiene dieciséis– y a mi pobre hijo le aterraban los payasos en aquella época –y lo siguen haciendo–. Contraté un mago; pero gran mago ese que llegó con su nariz roja y su pelo verde, para colmo ese dis’ que mago lo empujó a la torta a mi hijito y justo era de almendras. Le empezó a sangrar la nariz a mi hijito, tuve que cancelar la fiesta y ocuparme de él, ¿qué me quedaba?

Entonces, el asesino subió las escaleras lentamente, golpeando suavemente las paredes mientras avanzaba y gritaba: “¡Ven aquí Lisa!, ¡ven mi amor!” Aunque era claro –por lo menos para mí– que amor entre ellos no había.

Pero desde ese cumpleaños, mi hijito, se cree todo un hombre, ya no quiere que le haga recuerdo de las cosas que debe o que no debe hacer, no se da cuenta de lo frágil que es; o de lo peligrosa que, en realidad, llega a ser la vida. Por eso me obligó a responder de forma un poquito más estricta. Cuando la plebe trata de revelarse lo mejor es sacar al ejército, ¿o no?

Una vez terminó de subir las escaleras, ese hijo de puta abrió la puerta de su cuarto, esperando encontrar a su esposa ahí, con sed de venganza, y con los ojos inyectados de sangre. Pero ahí no encontró a nadie.

Ya no lo puedo dejar salir con cualquier amigo. Algunos pueden ser muy mala influencia, de hecho, hay uno que me parece en especial terrible,  siempre quiere llevarlo a lugares solitarios donde, seguramente, se dedican a tomar y divertirse con mujeres –putas– o, Dios no lo quiera, abusar de sustancias ilegales. Su nombre es Carlos, él siempre está hablando de chicas e incluso de historias de miedo, se cree muy adelantadito el chico, porque cuando me habla lo hace de una forma tan dis’ que madura: hace que me duela la cabeza. Lo peor es que mi hijito lo adora. La verdad es un mocoso, y si sigue ese camino de oscuridad y pecado va a terminar en la cárcel el maleante. Hay algunas personas para las cuales ya no hay esperanza, aquellas que se ganarán el fuego infernal hagan lo que hagan, estoy segura que él es uno de esos.

De pronto, sumido en la desesperación de encontrar a su esposa, se sentó a ver por la ventana de la habitación, la leyenda dice que en ese momento vio el reflejo del monstruo en el que se había convertido, y justo antes de poder reflexionar un poco más ¡bum! Escucha el ruido de alguien correr hacia abajo por las escaleras: su esposa. Él ni siquiera se molestó en correr, se levantó de una manera solemne y en un paso tranquilo siguió el rumbo de Lisa, seguro de alcanzarla. Yo creo que en ese momento él sonreía al caminar, consciente de ya haber ganado y de poder calmar su sed de sangre, venganza, odio...

Y realmente me preocupa el futuro de mi hijito, no quiero que termine como un vago, sin ninguna profesión, con hambre en la calle, o peor aún, trabajando como cajero en una de esas enfermizas franquicias de comida rápida –otra cosa que siempre le prohibí incluso comer–: son puro cáncer, y yo solo doy lo mejor a mi wawa.

La alcanzó, sin dificultad, en el sótano y apenas la vio, con una sonrisa amplia y desquiciada le dijo de una forma lenta, calmada, enfermiza: “Ya veremos quién lleva los pantalones en esta relación”. La mujer –obviamente– intentó protegerse, pelear un poco antes de morir, pero él no tuvo piedad.

Sería bueno que él pueda ser un abogado, quizás un médico, talvez diputado o incluso canciller.

Le cortó la cabeza.

Pero para que mi wawita pueda ser una gran persona, debo evitar que exista cualquier trauma. Mantenerlo sano, física y mentalmente y las historias de terror no ayudan para nada.

Dicen que luego él se suicidó, “ambos fantasmas continúan y continuarán en su morada, por toda la eternidad” me dijo mi mejor amigo Carlos y él –siempre tan valiente– piensa ir ahí hoy a media noche, me encantaría acompañarlo y averiguar si la historia es verdadera.

Acercarse a esa cueva sería lo peor para él, su compañero, el despreciable Carlos, lo quiere obligar a ir hoy en la noche, le dije que no podría hacerlo y debo ser fuerte con mi decisión, no debo, por ningún motivo, dar mi brazo a torcer. Creo que el futuro de mi hijo depende de ello. Además, se nota a metros que él no quiere ir, en su mirada veo que desea algo mejor, quiere alejarse de Carlos, es mi deber, como su mamá, ayudarlo.

Mi madre no me dio permiso para ir –como era de esperarse– pero pienso escapar. Ella duerme a eso de las diez de la noche, su energía no da para más y parece un tronco hasta las siete de la mañana siguiente, por lo que me da tiempo de sobra para colarme por mi ventana y volver antes que, si quiera, note que salí.

Solo porque creo que ese niño despreciable vendrá a buscarlo, me quedaré despierta. Mi hijo no puede ir por ninguna razón, su padre me reprocha que estoy exagerando las cosas, pero a él no le preocupa su dulce retoño. Esa casa estará repleta de borrachos y drogadictos, no es el ambiente adecuado para mi wawa.

Solo me queda esperar…

–Hijo, baja a cenar –siempre me agradó mi cocina y siempre pensé que; recubierta con esos pedazos de cerámica crema y ese olor a frutas que le da un toque no solo hogareño, sino también, mágico; es un bonito lugar.

–Ya voy… –respondí de mala gana, no tenía hambre, ni quería bajar a esa cocina, a tener que hablar con mi madre.

Mi lindo hijo bajó las escaleras, vestido de manera indecente con unos jeans negros –pegados al cuerpo para provocar a las putas–   y una polera con una inscripción tan burda, que me daba vergüenza leer y seguro a Jesús también. Solo ahí, uno podía notar la influencia de Carlos, porque antes de conocerlo él solía vestirse con bonitas camisitas y pantaloncitos de tela, pero ahora cambió. Únicamente porque no saldría más ese día, decidí no decirle nada sobre su forma de vestir. La guerra se gana batalla a batalla, especialmente aquellas que son contra los demonios. Y mi hijo no solo sería grande en la vida y ganaría todas las guerras con mi ayuda, sino que también llegaría al cielo y compartiríamos la vida eterna, una inmortalidad en el paraíso, junto al Señor.

Mi madre me miraba de arriba abajo mil y un veces, ya era algo bastante molesto, y estaba a punto de decirle algo cuando de pronto dejó de hacerlo, preferí no crear más problemas. Me senté en la mesa sin decir nada, en esos momentos estaba pidiendo a Dios o lo que sea que rija el universo –destino, karma, azar– que por favor lo de la casa no salga a conversación, pero que tampoco intente mencionar a su iglesia de tradiciones racistas.

Serví un plato de lasaña, esperé que se enfríe un poco –para que mi hijito no se queme– y se lo di, su mirada me decía que estaba molesto, aunque esos días yo ya no sabía en realidad, todo había cambiado entre nosotros, pero seguramente así era, y a causa de no dejarle ir con el pillo de Carlos. Ese demonio había entrado profundo en mi hijito.

Empecé a devorar mi comida, quería irme de ahí lo antes posible. El solo hecho de ver a mi madre en esos instantes significaba molestia para mí, siempre había sido una mujer absurda.

–Calma campeón, la comida no se va a escapar, debemos hacer la oración antes de comer, ¿dónde quedaron tus modales? –le dije, esperé un momento y agregué–: Igual no debes ir a ningún lugar.

–Quiero ir a dormir. –Mentí con cinismo, ¡cómo se atrevía a decirme campeón!, ¿¡por qué no entiende que ya no soy un niño de tres años!? Me desesperaba estar en ese lugar donde lo superficial era lo que más valía, esa cocina en la que se gastó tanto dinero solo para que esté “bonita” ¡Joder!, mi madre hace que pierda la fe en la humanidad y pisotea la ya muerta que tengo por un Dios cristiano.

–Y yo quiero ser millonaria y tener tres hombres –reí un poco, él jamás pudo mentirme, y jamás podrá hacerlo– pero creo que ambos somos unos mentecatos que no saben decir la verdad, y no somos muy buenos pecando de la mentira mi amorcito. Lo siento, pero hoy no irás con Carlos.

–¡Joder!, ¡solo quiero ir a dormir mamá! –me levanté de golpe, totalmente enojado, y posiblemente rojo por la furia, y me marché a mi habitación. Apagué las luces y, a oscuras, preparé mi mochila para mi aventura de esa noche. Puse una linterna, una chamarra, algunas golosinas y a las once y media partí para dar encuentro a Carlos en la casa. Mi madre ni siquiera sospechó.

Oí, a las once y media más o menos, la ventana del cuarto de mi hijo y ese momento supe lo que se proponía –escapar bajo la influencia del ratero de Carlos, para luego ir a ese antro satánico–. Vi a través de la ventana de mi cuarto como mi hijo corría, y pude suponer la ruta que seguiría. Inmediatamente salí tras él, no podía permitir que se rompan mis reglas o que mi hijito quede traumado.

Llegué y Carlos estaba sentado en la acera, esperándome bajo el único poste de luz en la cuadra, cuando grité su nombre él levantó la mirada y sonrió al verme. Estaba usando esa polera blanca que, según yo, le quedaba muy bien. Me acerqué, chocamos los puños en forma de saludo y sin perder más tiempo entramos, la puerta estaba abierta.

Los vi entrar y pensé que no me quedaba otra opción que internarme en esa horrible caverna, reprimí mis ganas de vomitar, y, con toda mi voluntad, entré a rescatar a mi wawita. Lo peor es que seguro ese Carlos lo haría tomar para divertirse o acercarse a los drogadictos y hablarles, como si todo fuera normal. Debía apurarme.

El primer cuarto era una acogedora sala que olía a galletitas de avena, había una mecedora al centro del lugar, algunos retratos colgados en las paredes de color café, ya desteñido por el paso del tiempo. Pero aunque todo parecía tan común, se empezaba a sentir una atmósfera más pesada, como si alguien estuviera observándonos. Carlos me jaló del hombro para que sigamos por ese enredo de pasillos. Así lo hicimos. Todo parecía viejo, pero una ancianidad conservada, casi romántica, con capas de polvo encima de los muebles, con esa antigüedad que parecía viva.

La puerta ya estaba abierta, entré enojada, si en ese momento veía a Carlos lo más probable es que le sacaba los dientes de una bofetada. Yo esperaba encontrar habitaciones sin muebles, llenas de drogadictos o borrachos, pero lo que encontré era totalmente diferente: Había una señora, de unos ochenta años –talvez más– balanceándose, de una manera casi imperceptible, en una mecedora que parecía tan vieja que seguramente ya se rompería. Apenas me vio, rompió el silencio.

Carlos subía las escaleras con gracia natural, en sus diecisiete años era alto, moreno, pelo negro y lacio, siempre bien peinado. Su sonrisa eternamente espectacular hacía que todas las chicas del colegio se derritan al verlo. Simplemente quería ser como él. Pero yo; media cabeza más bajo, piel tan blanca como la leche, pelo rubio y ondulado; casi desordenado se podría decir; sin ningún don físico; era, y soy, tan diferente de Carlos que lo envidiaba un poco, pero era tan buena persona que siempre me gustó andar con él.

–¿Qué haces en mi casa? –su tono de voz no demostraba enojo, la anciana estaba un poco ronca, más bien sonaba a diversión, y su sonrisa de gran tamaño la delataba, era como si en realidad le gustará tener una visita. Lo que más me sorprendía; aparte del hecho que alguien viva ahí; era la vestimenta de la señora, era como de hace un siglo. Y esos ojos celestes, eran tan suaves, pero en su cara, tan delgada y huesuda, hacían una mirada que ponía a mi corazón a latir un poco más rápido.

Al final de las escaleras había un amplio pasillo que apestaba a antigüedad y el polvo recargado; en cada mueble, en cada cuadro, en cada esquina; solo aumentaba la sensación de estar en un lugar que no había sido habitado desde el siglo XX; pero se sentía algo anormal, todo estaba en perfectas condiciones –considerando la edad que debían tener esas cosas– como en museo. A los lados tenía miles de retratos, todos de hombres a la derecha y de mujeres a la izquierda, lo curioso de estos, es que parecían sonreír de oreja a oreja de una forma tan amplia que me perturbó por días. El lugar se sentía cada vez más pesado. Una rata pasó rozando mis pies, hizo que salte hacia adelante, entonces choqué con Carlos, quien, a su vez, miró hacia atrás y con una leve sonrisa –de esas que siempre me reconfortaban– me hizo sentir mejor.

–Perdóneme señora, pero no sabía que alguien vivía aquí y mis hijos entraron hace… –la puerta se cerró de golpe a mis espaldas, cortando mis palabras e incluso sentí por un momento que no podía expulsar el aire de mi interior, la piel se me puso de gallina. La señora me seguía mirando plácidamente, con una sonrisa que parecía haber crecido de tamaño y, por un momento, me dio la impresión que se mecía a mayor velocidad que antes.

Llegamos al final del pasillo donde había una puerta cerrada, yo intentaba no separarme mucho de Carlos. Su simple presencia parecía infundirme valor. Le dije que, talvez, sería mejor que volvamos afuera, pero él negó con la cabeza y abrió la puerta. Era el cuarto.

–¿Alguien vive aquí? –sonrió la señora, yo estaba cada vez más confundida así como asustada– tampoco lo sabía, este era mi hogar hace varios años, pero según mi conocimiento ya nadie “vive” aquí, “habitamos” el lugar… Pero en el sentido estricto de la palabra, nosotros dos… bueno… No vivimos. –Sentí como un grito se ahogaba en mi interior, la señora siguió hablando luego de reír levemente, lo hizo con una voz dulce que me molestaba. Cada vez sentía que el lugar estaba más oscuro. Ella se mecía con mayor rapidez–. En cuanto a su hijo, y a su amigo… ¿sabes? Planeaba divertirme con ellos, casi siempre viene gente joven y yo me divierto mu-u-u-u-ucho con ellos –la abuela rió nuevamente– pero pocas veces viene una persona de tu edad. Y me pareció que a veces hay que divertirse con alguien que esté… más a tu altura, ¿sabes? Por lo que hoy me divertiré un poco contigo, ¿te imaginas cómo me divierto? –negué con la cabeza, como un perro que acaba de ser pateado por su propio amo– ¡ASUSTANDO!

Era el lugar donde Lisa y su esposo habían dormido por tantos años, para luego darse muerte. Carlos se acercó al vidrio, donde –según la leyenda– el desquiciado había visto su reflejo, caminé lentamente hacia Carlos y en ese momento lo vi: Era él, con una gran sonrisa en su rostro, mirándonos. En un momento dado, la figura sacó su hacha, yo estaba a punto de irme corriendo, cuando esa aparición atacó. Grité, pero luego me di cuenta que solo era una ilusión y no algo real, Carlos se acercó a mí y en un abrazo cubrió mi cabeza y la acercó a su pecho, donde yo claramente podía sentir su corazón. Y latía de una forma tan rápida que sabía que él también estaba asustado –o nervioso– pero por alguna razón no lo demostraba, talvez ese era el mayor acto de valentía. “Cálmate” me dijo luego de unos momentos de tranquilo silencio. Luego hizo que lo vea directamente a sus ojos.

En ese momento la señora empezó a reírse de una forma frenética, sin parar ni para respirar –posiblemente porque no necesitaba hacerlo– y unas extrañas manos; que salían de entre las sombras, como demonios del inframundo; empezaron a agarrar mi cuerpo, eran demasiadas, y yo intentaba hacer que me suelten, pero tenían una fuerza sobrenatural que estaba a punto de desgarrar mi piel. Yo me escuchaba gritar, pero no sentía como si en realidad lo estuviera haciendo, porque las risas de la señora eran más fuertes que cualquier grito, mi memoria no está del todo clara en este punto, fue demasiado confuso. Entonces vi como la mecedora se movía frenéticamente de adelante hacia atrás y la piel de la abuela se volvía más verdosa. Cada vez más cubierta de moho.

En ese instante sentí algo extraño en mi estómago, algo como… mariposas. Y Carlos me besó, a decir verdad no entendía qué estaba pasando, pero mi corazón volvió a agitarse, e incluso empecé a temblar. El beso fue en realidad corto pero para mí fue como una eternidad. Carlos se alejó de mí y al ver mi súper estúpida cara dijo: “Perdón”, ese momento quería decirle que él me gustaba, que no tenía por qué disculparse. Cuando escuchamos gritos, eran de mi madre. Por suerte él entendió lo que quería decir, gracias a que luego le dediqué una sonrisa y bajé las gradas agarrándole el hombro, deseando jamás separarme de él.

La cabeza de la señora cayó justo a mis pies, seguía riendo. Las manos me obligaron a caer de rodillas y pensé en la única forma de salvarme: empecé a orar y cuando iba en: “No nos dejes caer en la tentación” todo desapareció, y dejé de sentir el lugar como algo oscuro o pesado. Dios me había salvado.

Apenas llegamos al primer cuarto vimos a mi madre de rodillas, rezando el Padre Nuestro, me acerqué a ella, que parecía como en un trance, y le toqué el hombro. Me miró y dijo:

–Gracias –mi hijo y su amigo me habían salvado la vida por obra del Señor, yo no podía creerlo, besé sus rostros, les dije que desde entonces podían salir cuando quisieran y que ya no iba a seguirlos.

Mi madre me avergonzaba besándome y besando a Carlos mil veces, quien reía con cada tontería que a ella se le ocurría. Pero, para ser sincero, desde ese día ella fue mi madre de nuevo.


Talvez me equivoqué, él sí era un hombre. Lo dejé ser más libre y salió más con Carlitos. Además cada día lo veía más responsable, maduro. Ya lo podía ver casado con la mujer de sus sueños, con dos o tres hijos. Siempre me encantaron los nietos.

6 comentarios:

  1. Hola, muchas felicidades al autor, su relato es interesante, entretenido, sus saltos de puntos de vista son la clave, a mi gusto, para salpimentar este cuento, me encantó, creo que no puedo imaginar otro final.

    Margarita Moreno

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  2. Muy interesante tu relato, gracias por compartirlo en Google+
    Si deseas dedicarte a esto, te recomiendo que leas "confesiones de un joven novelista" de Umberto Eco. Seguro que serán muy útiles para ti, que tienes un gran talento.

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  3. Camilooo!! Me encantó absolutamente tooodoo! Felicidades y sigue escribiendo amiguín <3 Tienes un graaan futuro por delante y espero leer cada una de tus ocurrencias! Felicidades Camilitoo! =) <3

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