martes, 28 de julio de 2015

Gabriel y Lucien

Teresa Kohrs


¡Jala el hilo! ¡Ahora Gabriel! ¡Tira de él! Gritaba esa parte traviesa dentro de mí. Lo tenía entre los dedos, todavía no lo había tensado. Emocionado pero inseguro, pensando que tal vez sería divertido, planeé cuidadosamente una broma para uno de mis vecinos.

En ese tiempo, vivía junto con mis padres en un edificio de departamentos cerca del centro de la ciudad. La construcción era antigua y se notaba en los elegantes acabados de madera que hoy en día se mostraban decaídos por falta de mantenimiento. Constaba de cinco pisos y la única forma de llegar a ellos era a través de pasillos comunes unidos por una escalera que formaba una espiral. Para evitar accidentes, tanto el pasillo como las escaleras estaban resguardados por un alto barandal.

Desde muy chico destaqué por mi inteligencia. Con frecuencia me sentía aburrido pues todo parecía demasiado fácil. Dentro de mis juegos mentales, solía pasar el tiempo clasificando pensamientos. Un día decidí que todos los que catalogaba como “dañinos”, se los atribuiría a un personaje imaginario al que llamé Lucien, aludiendo al concepto del ángel caído y a mi propio nombre: Gabriel, el ángel de Dios.

Amarré el hilo en la parte baja del barandal y me escondí detrás de la gruesa columna al otro lado del pasillo. Desde ahí tenía la vista perfecta. El sonido de una puerta golpeándose fue lo primero que escuché. Después los pasos firmes del señor Pierre, conocido carpintero de la colonia, quien cargaba con sus pesadas herramientas a todas partes. La madera del piso crujía conforme se iba acercando. El olor a tabaco lo acompañaba.

Por un instante dudé. Desde que tengo memoria, Lucien tenía ideas descabelladas. Siempre animando a hacer alguna travesura, jalarle el pelo a la niña del pupitre de enfrente, pegarle un chicle al profesor, cosas así. Tan sólo visualizarlas hacía que muriera de risa. En doce años nunca le había hecho caso, tachando las ideas de locas, pero me gustaba el desafío que estas presentaban. En esos días de vacaciones, sin hermanos ni amigos, Lucien era lo único entretenido. En algún punto entre la ociosidad y la curiosidad, acepté el reto. No era momento de echarse para atrás.

Después de esa pequeña vacilación le di el tirón al hilo. El señor Pierre tropezó con él perdiendo el paso. Salió volando por los aires. Sus herramientas escaparon hacia todas direcciones en cámara lenta, como si fueran gotas de agua saliendo de un rehilete. Una de ellas cayó fuertemente sobre su cabeza produciendo un ruido de roca partiéndose en dos, al tiempo que su voluminoso cuerpo azotó en el suelo como saco de patatas. La escena fue escalofriante. Mi corazón se detuvo, la sangre se me heló en las venas. Yo había causado esto. El hombre estaba tirado, inconsciente, quizás muerto, y yo lo provoqué.

Solté el hilo como si estuviera caliente y lo aventé tratando de esconderlo. Corrí hacia el lado contrario con la vista nublada, entre pasillos y escaleras, llegando justo a tiempo a la puerta de mi departamento para correr al baño y perder toda mi comida en el escusado. No recuerdo haber sentido esto jamás. La culpa me comía por dentro y esa noche no pude dormir. Cada que cerraba los ojos visualizaba la caída y las náuseas volvían.

Al día siguiente regresé al lugar del crimen. Desde mi escondite recé para que apareciera el señor Pierre. Se escuchó el portazo y el alivio que sentí fue liberador. El buen carpintero estaba vivo, sólo que ahora, no se escuchaban pasos sólidos, sino el sonido de un pie arrastrándose y los quejidos de dolor. La culpa retornó como el golpe de un mazo en el pecho. No pude más. Con sigilo le di vuelta a la columna e hice parecer que andaba por ahí. Cuando lo vi batallando para cargar sus herramientas al tiempo que utilizaba las muletas, ofrecí ayudarlo. Repetí la acción cada vez que el señor Pierre entraba y salía del edificio durante dos meses. Tiempo que tardó en recuperase.

Ese día juré que jamás le volvería hacer caso a Lucien. Esos pensamientos negros seguían en mi mente, incitando acciones negativas, buscando convencerme de hacer locuras. Yo aprendí la lección. Jamás lo volví a tomar en serio.

Conforme fui creciendo, Lucien se volvió más atrevido. Cuando cumplí dieciocho años estuve a punto de caer de nuevo en su encantamiento. Me sentía ya un adulto pues había conseguido mi identificación que lo certificaba. Una noche, entré a un bar y pedí alcohol mostrándola con orgullo. Iba por la segunda bebida cuando una mujer mayor se acercó. Vestía de esas faldas pequeñitas con altos tacones y su blusa tan abierta que con cada movimiento parecía que un seno se iba a salir. No había duda de sus intenciones. Platicaba con su cálido aliento en mi oído, acariciando mis muslos, rozando en ocasiones otra parte más sensible. Empecé a sentir como mi cuerpo reaccionaba a las sutiles caricias, pero al mismo tiempo su perfume y sudor me causaban una cierta repulsión.

Lucien estaba conmigo, incitando, estimulando más mi imaginación con sus palabras eróticas, animándome a tocarla y llevarla a un lugar sombrío para tener sexo con ella. Mi cabeza se nubló entre las necesidades del cuerpo y las palabras de “mi amigo”. Estuve a punto de caer, pero ese olor a rancio que ella trataba de disimular con la fragancia dulzona, ayudó a que recordara lo que pasó la última vez que le hice caso. Gracias a eso pude separarme de la neblina que borraba mi juicio. Me di cuenta que en realidad yo no deseaba tener relaciones con esa mujer. Salí de aquel bar sintiéndome vencedor.

Tres años más viví con aquella batalla en mi cabeza, constantemente luchando contra los pensamientos negativos, reprimiéndolos. En esa época yo empezaba a trabajar en un hospital como enfermero. La primera ocasión que visité uno fue cuando tenía alrededor de quince años y lo que más recuerdo de aquella experiencia fue el olor a limpio, la predominancia del color blanco y las diferentes emociones expresadas por las personas que deambulaban el lugar. Quedé fascinado. No tenía interés de convertirme en doctor, lo mío era ayudar de cerca, en las labores más difíciles, contactando las necesidades del paciente.

Durante una de mis rondas nocturnas, mientras checaba el respirador de una anciana, Lucien sugirió que la desconectara y la dejara morir. El simple hecho de haber considerado la idea me dejó helado.

Furioso, apretando la quijada y murmurando entre dientes, salí corriendo del hospital por la parte de atrás, hacia los basureros de material orgánico. Un lugar que la gente evitaba a toda costa pues había riesgo de contagio, además de que el olor putrefacto que salía de los quemadores era insoportable. Entre el crujir de las flamas calentando el hierro, el sofocante calor y los humores que nublaban mi vista, busqué la concentración necesaria. Reuní toda la voluntad de la que era capaz, y con un grito mental que contenía la fuerza de una bomba atómica hice callar a Lucien.

El esfuerzo me dejó drenado, caí de rodillas sobre el cemento humedecido por el vapor que salía de los incineradores, con la respiración laboriosa como si hubiera corrido por varios kilómetros, atragantándome aquel asqueroso aire.

Supe que había sido exitoso porque de inmediato sentí un vacío. Regresé a mi trabajo y a la normalidad. Desde que tengo memoria, él siempre estuvo ahí, pero ahora sólo había un silencio. Dormía esperándolo, despertaba hablando con él. Lo buscaba en todo momento, pero ya no estaba. La depresión me asaltó.

Un día, terminando mi turno en el hospital, salí de madrugada. Parecía que el cielo se caía de golpe. No iba preparado para la tormenta, pero no tuve la paciencia de esperar. Corrí bajo la lluvia sintiendo los golpes de las gotas como si fueran pequeñas piedras. El viento me empujaba y batallaba para caminar. Decidí ir por el callejón pensando que las paredes altas servirían de protección contra el viento helado. No había dado ni dos pasos dentro de él cuando resbalé y caí de espaldas golpeando mi cabeza.

Me levanté a tientas, estaba obscuro. Seguí caminando hasta el fondo donde había una hendidura entre dos edificios que acortaba la distancia hacia el departamento. Al llegar a ese punto me sentí desorientado. La hendidura no aparecía. Estiré mis manos en la penumbra para tratar de encontrarla. Las puntas de mis dedos chocaron con una textura lisa y fría. Mi reacción fue retraerlos. La luz de un rayo iluminó el tiempo suficiente para ver de qué se trataba. Era un gran espejo.

Otro rayo se escuchó volteé hacia atrás asustado, pues con él se encendió la única bombilla del alumbrado público. Me recuperé relativamente rápido del sobresalto. Giré hacia el espejo y entonces supe lo que era sentirse paralizado por el miedo.

El joven que se veía reflejado tenía un gran parecido conmigo. Sentía el corazón palpitando en mis oídos y por un instante dejé de respirar. La figura del otro lado no se movía. También me observaba. Tragué bilis e inhalé tomando valor. Di pasos tentativos hacia él. Sus movimientos eran iguales a los míos. Noté que el otro hombre estaba tan asombrado como yo. Toqué el espejo con la mano derecha. Él también colocó una mano frente a la mía separadas sólo por aquella capa fría. Mis ojos claros se clavaron en los suyos que eran tan negros que parecían violetas. No pude evitar notar las diferencias. Cabello negro en lugar de rubio, tez color sepia, en vez de rosada. Daba la impresión de estar viendo un negativo de mí mismo. Moviendo solamente los labios dije mi nombre: Gabriel. Al mismo tiempo él pronunció en silencio: Lucien. En ese segundo entendí, el espejo mostraba una fotografía de mi interior.

Otro relámpago cayó y el espejo se rompió en mil pedazos. Cubrí mi rostro con el brazo para evitar los afilados cachos y cuando levanté la vista el paso estaba despejado. Del otro lado del espejo ya no estaba Lucien, sino un amplio valle, completamente nublado, en cuyo centro había un gran árbol. La curiosidad me atrapó. Con cuidado para no cortarme levanté primero una pierna y luego la otra al cruzar. La suavidad de la hierba fue inesperada, casi una invitación a marchar sobre ella. Al principio avancé con cautela. Más adelante sentí el impulso de ir más rápido.

El sonido de mis pies sobre un tapete de hojas secas rompió el absoluto silencio. La falta de viento y la neblina emulaban la sensación de estar dentro de un baño sauna. Pequeñas gotas se adhirieron a mi piel mojando la ropa. Los pasos me llevaron poco a poco más cerca del árbol. Levanté la vista hacia él y los escasos rayos del sol que atravesaban el espeso follaje lastimaron mis ojos. Al cerrarlos, diminutos puntos de luz bailaron ante mí. Parpadeé varias veces antes de dar el siguiente paso. Tropecé ligeramente con algunas raíces que salían de la tierra las cuales dibujaban un complicado y hermoso grabado. Conforme avanzaba la brisa se hacía presente y secaba la humedad en mi piel. El ambiente se volvía cada vez más agradable. Era como si al aproximarme al centro del valle, el clima buscara también un balance.

Con cautela estudié el gran árbol. Estaba tan cerca que podía tocarlo con tan sólo estirar la mano. El tronco era muy grueso, la corteza antigua y en ciertos puntos lloraba resina. Olía a madera y a hierba fresca. La cantidad de ramas y hojas que salían de él eran alucinantes y la sensación de estar frente a un gigante fue abrumadora. Dando vueltas a su alrededor noté que bajo las hojas secas había algo. Me agaché para investigar. Curiosamente descubrí un camino de pequeñas piedras negras. Algo blanco captó mi atención más adelante. Emocionado limpié sobre esa zona… otro camino, este construido con piedras grandes.

Busqué si había más, pero sólo encontré esos dos, los cuales parecían girar alrededor del tronco en forma de espiral perdiéndose a la distancia. Me pregunté qué querría decir todo eso. No descarté que fuera alguno de los juegos de mi imaginación con los que solía entretenerme. Evidentemente estas dos vías tenían que ver una vez más con el concepto del bien y del mal. Lo lógico sería pensar que el negro conduciría al mal… sin embargo recordé que una compañera del hospital, siempre hacia limpiezas energéticas clandestinas a las habitaciones antes de admitir un paciente. Ella utilizaba una piedra negra llamada turmalina. Bajo ese principio, el negro sería entonces el del bien.

Supongo que tendré que elegir dije suspirando. ¿Negro o blanco?

Empecé a respirar agitadamente. A pesar del buen tiempo, gotitas de sudor empaparon mi frente.

Cerré los párpados buscando inspiración. Cavando en lo profundo de mi memoria, traté de encontrar alguna clave. Curiosamente mi cerebro viajó a un tiempo no muy lejano. La pequeña Elionore de siete años, una prima a la casi nunca veía, jugaba rayando el patio de su casa con gises de colores. Yo estaba ahí por encargo de mi madre recogiendo un paquete.

Mientras mi tía iba por él, Elionore me llamó.

Ven dijo con una suave voz moviendo su manita.

A pesar de ser mi prima la conocía poco, pero no pude decir que no a unos ojos brillantes que miraban con expectación. Me acerqué a ella tocando ligeramente sus suaves rizos.

Hola le dije tentativamente ¿a qué juegas?

Viéndome como si fuera el tonto más grande del mundo señala con desesperación aquellos dibujos hechos de gis en el piso.

A los caminos —contestó frunciendo el entrecejo. No sabes jugar afirmó desilusionada.

Algo en su mirada avivó mi nerviosismo. Yo no sabía nada de niños. Sólo porque que era mi pariente hice un esfuerzo. Intenté sonreír mientras me hincaba para quedar a su altura.

Pues no, pero si me enseñas…

Reapareció esa luz en sus ojitos y el nerviosismo volvió.

Este es mío dijo señalando unas extrañas rayas que yo supuse eran un camino y ese de allá es el tuyo añadió sonriendo de oreja a oreja con su dedo apuntando otro conjunto de extrañas culebras y líneas rectas.

Vamos exclamó tomando mi mano.

Comenzamos a transitar sobre sus raros dibujos. Cuando llegamos al otro lado del patio se giró y levantó su cara buscando la mía. Volvió a fruncir el entrecejo. Su expresión parecía decir: este pobre idiota no entiende nada. Me resultó divertido que una niña tan pequeña pudiera hacerme sentir así.

No, no, no. Mm mm dijo regañándome no es así —aseguró soltando mi mano. Imitándome se movió como un orangután alrededor mío.

Es así… —añadió. Avanzó dando pasos fuertes con la columna recta y la mirada al frente, exagerando su sonrisa.

Ahora tú me dijo mirándome fijamente.

Suspiré profundo queriendo de verdad hacerlo bien. Copié su postura erguida, los pasos de soldado y su gran sonrisa. La volteé a ver con la pregunta en los ojos, elevando mis cejas. De pronto la niña soltó una carcajada y no pude evitar reír con ella. Se acercó y extendió los brazos. Con un poco de trepidación la alce torpemente y quedamos frente a frente. Se inclinó hacia mi oído para hablarme en secreto.

—Tú caminas… así no es.

¿No? pregunté.

Mm mm me dijo cantarina moviendo sus rizos de lado a lado.

¿Entonces cómo? —volví a preguntar.

Se acercó de nuevo a mi oído.

—El camino eres tú —dijo tan bajito que sentí la piel de gallina.

—¡Elionore! —exclamó su mamá divertida desde la puerta del patiobájate del pobre Gabriel que ya pesas mucho.

Ella se deslizó hasta el suelo, tomé el paquete de mi tía todavía intrigado por sus palabras, di las gracias y partí. No había vuelto a pensar en ellas y sin embargo, cuando necesitaba con urgencia una guía para salir de este insólito lugar, lo único que llegaba a mi mente era la frase de Elionore “el camino eres tú”. Todavía concentrado busqué más detalles de aquel día al tiempo que esas cuatro palabras se repetían en mi cabeza como un mantra. La insistencia de la niña en la forma de andar… de pronto lo entendí.

El camino soy yo dije en voz alta no, no, no, no soy yo… Soy Yo. Expresé con mayor fuerza, interrumpiendo el silencio del valle.

Observé con detenimiento el camino negro e inmediatamente lo descarté, lo mismo hice con el blanco. Me acerqué al tronco desde el cual nacían estas dos rutas y lo toqué sin pensarlo mucho. La emoción que sentí indicaba que estaba en lo correcto. ¡Debía subir! Tomar cualquiera de ellos significaría una separación. No se trataba de elegir. Si quería caminar el sendero, tenía que Ser el sendero.

Una energía empezó a circular por mis venas y músculos. Inicié el ascenso apoyando firmemente mis pies y manos en las ramas, las cuales estaban distribuidas de tal manera que parecían construidas especialmente para trepar. Subí con determinación. El árbol parecía no tener fin. Cansado, recargué mi peso en el tronco. No resistí la tentación y miré hacia abajo. Desde esa altura se podía observar la trayectoria de los dos caminos. En un principio ambos giraban alrededor del árbol pero después, cada uno tomaba vías distintas, uno al este y el otro al oeste. Por lo que se alcanzaba a ver, estos se entrecruzaban más adelante y se volvían a separar. No pude evitar pensar en todas las personas que andamos inconscientes por la vida, entrecruzándonos por temporadas para luego volvernos a alejar unos de otros.

Seguí escalando mientras meditaba las palabras de mi pequeña prima, hasta que tuve que parar, pues el espacio entre rama y rama era muy grande. Alargué el brazo estirando el cuerpo desde la punta de los pies. No fue suficiente. Desesperado, después de varios intentos, me sobresalté al ver aparecer delante de mí una mano. Era una que yo conocía bien… Lucien. Al elevar la mirada me cegó la brillante luz que lo envolvía. Su postura claramente invitaba a confiar.

Dudé por tan solo unos segundos, pero finalmente extendí la mía tomándolo con seguridad. Al momento del contacto ese vacío que aún continuaba dentro de mí, se llenó. Desde que le grité que se callara y saliera de mi vida me sentía mutilado. Ahora comprendía que al rechazar los pensamientos que Lucien representaba lo único que logré fue vivir a medias, odiando una importante parte de mí.

Lucien jaló con sorprendente fuerza y logre subir. Esa misma luz que lo cubría me rodeó. Juntos, iluminados, llegamos a la cima. Desde ahí, abrazados como los mejores amigos del mundo, disfrutamos del paisaje. Ninguno habló. No hacía falta, pues elevados a esa altura, completamente bañados por el sol, ni él ni yo teníamos necesidad de dominar al otro. Estábamos unidos.

La imagen se desvaneció de pronto y desperté tirado en la calle. Un dolor agudo hizo que tocara mi cabeza. Los dedos se deslizaron en sangre que salía de la herida. Permanecí unos minutos más recostado en el piso encharcado de aquel callejón, entre el lodo y el ruido lejano de la ciudad. Todo fue una alucinación. A pesar del malestar y el frío, una sonrisa me tomó por sorpresa. Había sido el mejor sueño de mi vida.


A partir de ese día mis pensamientos negativos dejaron de llamarse Lucien. Ahora simplemente los aceptaba como míos. Sabía que si yo quería, tenía el poder de transformarlos en algo positivo. Durante el sueño, al reunirme con él en la luz, recuperé el balance que había perdido al rechazar mi obscuridad. La sensación de bienestar con la que desperté aquel día permanecía conmigo, a veces muy clara, otras no tanto, pero siempre a mi alcance.

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