Roberto Murcia
Una mañana Daniel
se despertó con la visión de los pájaros que, aunque lejanos, podían apreciarse
cerca de su ventana. La luz del sol apenas se insinuaba a través del cristal.
Los muebles se adivinaban en borrosos contornos grises. Pronto el cielo tomó su
natural color azul y las pocas nubes esparcidas sobre ese telón de fondo se
movían con lentitud, tomando formas a las que intentaba encontrar parecido a
objetos y situaciones comunes. Sus padres, Hellen y Greg, habían colocado su
lecho de tal manera que lograra ver el patio sin dificultad. Sobre este
descansaba una burbuja plástica de unos cuantos pies cúbicos de espacio dentro
de la cual vivía y cuyas paredes le impedían tener interacción directa con el
exterior. Observaba a través de ellas como si fuera el vidrio de un auto que
separa al pasajero del entorno. Las horas pasaban interminables hasta que
volvía a anochecer. Su cosmos se reducía a lo que había dentro de la esfera de
plástico, el resto era una quimera.
Solía pensar
acerca de aquello a lo que no tenía acceso. ¿Cómo sería la experiencia de vivir
del otro lado? La sensación de palpar la hierba, las hojas de los árboles y el
terreno aledaño. Un gato que pasaba en el tejado adyacente parecía tener un
pelaje hermoso, al parecer suave al tacto. Jamás tuvo contacto ni abrazó a otro
ser viviente. Algo tan fundamental para un ser humano le era negado. Debía
conformarse con ver las cosas desde su diminuto espacio. Daniel nació en 1970
con Inmunodeficiencia Combinada Severa (IDCS), trastorno genético que lo hacía
susceptible a enfermarse ante la exposición a cualquier microorganismo
patógeno. Los linfocitos T y B, que defienden a las personas normales de estos
agentes nocivos, eran defectuosos en su cuerpo.
Debido a su rara
afección, prevalente en uno de cada cien mil nacimientos, las expectativas de
vida para él eran de menos de un año, por lo que el equipo médico a su cargo
encabezado por el doctor Frankl tomó la medida desesperada de aislarlo de su
medioambiente en un intento por evitar las infecciones que de otra manera
ocurrirían indefectiblemente y le ocasionarían la muerte. Para ello lo
colocaron en una cámara de plástico estéril y trasparente —cuyo omnipresente
olor sintético lo acompañaba de día y de noche— que permitiría prevenir las
enfermedades y al mismo tiempo posibilitaría el acceso visual de y hacia el
exterior. La intención, según afirmaron, era la de asegurar su subsistencia por
un período corto mientras se descubría una cura, pero esta espera se dilató
mucho más allá de lo supuesto y en el presente tenía doce años. Ellos habían
creado una serie de protocolos de atención clínica específicos para su caso,
pues era el único en los anales de la ciencia colocado en tan singulares
circunstancias. Tampoco habría otro después.
El procedimiento,
que era riesgoso y cuestionable desde un punto de vista ético, lo convirtió en
un sujeto de investigación permanente. Con posterioridad, se intentó justificar
su confinamiento afirmando que su sufrimiento había ayudado al avance
científico. Tanto la atmósfera que lo rodeaba, así como todo lo que entrara en
contacto con él, debían ser rigurosamente esterilizados, para lo cual se
utilizaba un purificador de aire y una segunda cámara que se llenaba con óxido
de etileno en la que se colocaban la ropa, agua, alimentos e instrumentos
médicos, o cualquier otro objeto, por cuatro horas a 60 Celsius. Luego eran
ventilados por siete días antes de introducirlos en el ámbito principal. Toda
su comida estaba envasada o enlatada y se removían las etiquetas, ya que podían
contener agentes patógenos. Su plato preferido era la pasta con albóndigas de carne.
Siempre deseó probar el helado, pero no fue posible, pues no hay forma de
esterilizarlo. Su esperanza de supervivencia se encontraba supeditada a la
asepsia total de su entorno.
La única
interacción física permitida con otros seres humanos, se realizaba por medio de
guantes plásticos de neopreno ubicados para ese propósito sobre agujeros
circulares que sobresalían del compartimento. Estos permitían al personal
sanitario aplicarle tratamientos o servían para su aseo. Cuando era un bebé,
toda actividad de limpieza, alimentación y cuidados médicos debía ejecutarse
con estos accesorios y únicamente utilizando los utensilios que se encontraban
dentro de la recámara. Si iban a realizar un procedimiento, debían planearlo
con días de anticipación, dado el tiempo que llevaba la esterilización. A su
vez, él podía usar los guantes para tocar objetos y personas de manera
indirecta.
La enfermedad es
producida por un gen recesivo ligado al cromosoma X y afecta casi con
exclusividad a los hombres. Los médicos habían dicho a sus padres que, si
tenían un varón, la probabilidad de que este naciera con inmunodeficiencia era
de un cincuenta por ciento. Con anterioridad tuvieron un hijo que murió en el
primer año de vida. Ellos eran católicos practicantes, por lo que no usaban
métodos anticonceptivos ni consideraban la opción de abortar. Cuando Hellen
salió embarazada de nuevo, ellos aceptaron el riesgo y él vino al mundo con el
padecimiento. Sus primeros tres años trascurrieron en el sanatorio. Luego se
construyó una burbuja para trasportarlo y otra en el hogar familiar, donde
pasaba períodos de varias semanas. Los facultativos deseaban realizar un
trasplante de médula ósea a partir de un donante compatible, el único
tratamiento disponible, pero no se había encontrado uno hasta ese momento. Se
afirmaba que algún día, en un futuro no muy lejano, se encontraría una cura
para su mal, mientras tanto debía mantenerse aislado a la espera de que esta
llegara.
Mostraba delgadez,
talla inferior al promedio; fuerza y masa muscular reducidas por falta de
actividad física. Sus inteligentes ojos negros sobresalían en su pequeño rostro
enmarcado por una abundante cabellera marrón. No recibía la luz solar, su piel
lucía pálida y amarillenta. Los otros niños tenían el cutis rosado o bronceado.
Con frecuencia escuchaba frases como: «¡Hoy el sol está tan fuerte! ¡He sudado
a mares!». No comprendía lo que esto significaba, ya que nunca recibió los
rayos solares durante suficiente tiempo. El área donde permanecía en el
hospital y su casa, contaban con acondicionadores de aire, por lo que la
temperatura era siempre similar. No conocía lo que era degustar una bebida o
comida caliente o helada, pues cuando llegaban a él su estado inicial había
cambiado. Únicamente podía apreciar los cambios propios del clima a través de
su ventana: tormentas, vendavales, la nieve que cae en invierno. Según le
dijeron esta última era fría, no obstante, no lo entendía, para él solo era
blanca como el algodón que había tocado. Así que imaginaba que llovía algodón
sobre el paisaje, aunque le explicaron que su textura era diferente.
Le intrigaba saber
por qué no existían más niños como él en todo el planeta. Se sabía único en su
especie y ese conocimiento ahondaba su soledad. Para otros no pasaba de ser una
curiosidad de circo a la cual se la mira con admiración una vez y pronto se
olvida por su falta de novedad. No sabía lo que era hacer ejercicio físico,
correr, cansarse hasta perder el aliento. Jamás se había sumergido en el agua,
recibido el viento o la lluvia sobre su piel, apreciado la mayoría de los
aromas cotidianos, actividades que damos por descontadas. Nada de esto le era
dado experimentar y no lograba comprenderlo por completo. ¿Qué habría pasado si
hubiera nacido ciego? Su entorno sería un lugar incognoscible y remoto. Era
incapaz de comprender el espacio en tres dimensiones y la perspectiva espacial,
lo cercano de lo alejado. En vista que desde chico le inculcaron que el
exterior representaba un peligro para él, tenía pesadillas en las que gérmenes
que adoptaban formas amenazantes y monstruosas lo perseguían para matarlo.
Él se esforzaba
por llevar una existencia normal dentro de lo posible dadas sus condiciones.
Leía libros y se comunicaba con la maestra de su escuela por medio de un
intercomunicador. Miraba televisión en un pequeño receptor introducido para tal
propósito, en el que veía películas, dramas, comedias y muchas cosas más, que
no hubiera conocido, de haber nacido unas décadas atrás. Le gustaba escribir
sobre aquello que pensaba o soñaba en hojas de papel con lápices de grafito.
Las palabras escritas le permitían expresar por escrito sus sentimientos
íntimos y emociones, encerrarlos en cápsulas de tiempo que después podía
releer. Lo que le acontecía, lo que visualizaba, sus sueños nocturnos y sus
ensoñaciones diurnas. La impresión imaginaria de tocar los objetos, los seres
vivos, las estrellas, las ramas de los árboles que se agitaban y silbaban con
el viento. Solía concebir que tenía largas conversaciones con diversos
interlocutores, sin percibirse limitado espacial ni temporalmente. Se imaginaba
viviendo toda clase de aventuras, como las que observaba en la televisión.
Con frecuencia
expresaba que él no pidió que preservaran su vida en esas condiciones y
preferiría haber muerto después de su alumbramiento. En esos momentos de
desesperación lanzaba los objetos de que disponía, lloraba, golpeaba las
paredes de su burbuja y gritaba. Quería ser libre, correr y jugar como los
demás niños. Sus progenitores y cuidadores intentaban calmarlo hasta que por
fin estos accesos mermaban. Ellos estaban conscientes de la precariedad de su
existencia y compartían su impotencia ante su destino funesto. Hellen y Greg
tenían discusiones sobre si tomaron la decisión correcta al aceptar que Daniel
fuera preservado en tales circunstancias, pues verlo así les causaba mucha
angustia.
De pequeño solía
considerar la posibilidad de que sus padres no regresaran. Si sufrían un
percance que les impidiera volver, ¿cómo sabría qué les había ocurrido? ¿Qué
pasaría con él? Estaba consciente de que las personas pueden fallecer de
improviso, sin que se sepa de antemano la causa. Tenía terrores nocturnos al
contemplar la eventualidad de que esto ocurriera y quedar atrapado en su
contenedor. Otro de sus temores era que el purificador de aire se averiara y
morir asfixiado. Miraba con envidia a quienes caminan con libertad, seres
humanos, perros, gatos, insectos. Quizá él nunca podría ir a un lugar por
voluntad propia. El único aspecto positivo de su confinamiento era que jamás
había padecido una infección de ninguna clase, intestinal, gripe, amigdalitis;
pero no se sabe apreciar la ausencia de aquello que no se ha experimentado. En
lo que a él concernía, estas no existían.
Aunque sus padres
intentaron mantenerlo fuera de los medios de comunicación, cuando cumplió nueve
años esto fue imposible. Apareció en la portada del diario local. Al darse
cuenta dijo:
—¡Soy una
estrella! —Sus ojos abiertos reflejaban alegría y asombro.
—Claro que lo eres
—dijo su madre— tú iluminas mi vida.
—¡Soy famoso! Las
estrellas no tienen que hacer la limpieza —insistió, con sonrisa juguetona.
—Bueno, eso fue en
el diario de ayer. Tu retrato no aparece en el de hoy, así que este día debes
limpiar tu burbuja.
Posteriormente
salió en los programas televisivos de noticias cuando lo filmaron mientras
jugaba y realizaba diversas actividades, lo que lo convirtió en una celebridad
nacional. Los editores mostraron únicamente los aspectos positivos y tuvieron
el cuidado de eliminar las escenas en que actuaba con violencia o lloraba. La atención mediática atrajo algunos niños de
la escuela o del vecindario que iban a visitarlo. Inicialmente se acercaron por
curiosidad, entablaron amistad y ahora lo visitaban con regularidad. Jugaban y
conversaban con él, aunque no pudieran tener contacto físico. El ruidoso
purificador de aire dificultaba la comunicación con el exterior, por lo que
escuchaba sus voces amortiguadas por el sonido que este producía y por la
barrera artificial que los separaba.
Sentía mucho
cariño por los amigos que llegaban a verlo, en particular por Dalia, por quien
desarrollo un interés romántico. Él se enamoró de sus ojos negros que lo
miraban con ternura, del dulce óvalo de su rostro. Compartían un vínculo más
íntimo que solamente ellos comprendían y los separaba de los demás. Esperaba
con impaciencia a que llegara por las tardes después que ella atendiera sus
clases e hiciera sus labores escolares. Aquellos instantes le parecían cortos y
lo llenaban de felicidad. Dejaba de sentirse limitado por sus precarias
condiciones y le parecía que lo mejor estaba por ocurrir. A diferencia de
cuando escribía, le resultaba difícil encontrar las palabras apropiadas para
hablar con ella, pero que, aunque faltaran, por lo general estaban de más. Él
escribió en un papel: «Te amo». Dalia hizo lo mismo en un cuaderno que sacó de
su bolso. Lo sostuvo sobre su pecho, decía: «yo también». Ese había sido el
momento más feliz de su corta existencia.
En Halloween
decoraron su dormitorio con telarañas, figuras fantasmagóricas y esqueletos.
Daniel se vistió con un disfraz de bruja y repartió dulces a los demás chicos.
En medio de la oscuridad iluminada por luces parpadeantes los sostenía en sus
guantes de goma, en tanto que les preguntaba: «¿truco o trato?». Los pequeños,
que se habían vestido con los atuendos más terroríficos que pudieron encontrar,
pasaron cada cual por sus golosinas. Andy, uno de los invitados, dijo: «¡Tu
fiesta es la mejor en la que he estado, Daniel!». Los demás asintieron.
Esa tarde llegaría
Dalia. Una sensación inefable de bienestar lo abrumaba. Por lo general se
presentaba alrededor de las tres, pasaron las horas, sin embargo, no acudió. En
más de una ocasión faltó a su cita habitual. Una vez no llegó, pues se enfermó
de influenza, otra porque sus progenitores debieron marcharse por una situación
no prevista y ella no pudo salir. Su madre subió a su habitación y él le dijo
con gesto de preocupación:
—Mamá, Dalia me
dijo que vendría hoy a las tres, y no vino.
—¿Te mencionó si
tenía algún problema o estaba enferma?
—No, para nada.
—Entonces dale
tiempo, si no vino hoy, con seguridad vendrá mañana.
—Está bien —dijo,
mas la apreciación de su madre no consiguió tranquilizarlo.
La esperó el
siguiente día, no obstante, tampoco se presentó. Hellen habló a su casa para
consultar si estaba enferma, a lo que le contestaron que no, que vendría el día
próximo.
—Hola, ¿Cómo
estás? —preguntó Dalia al llegar.
—Estoy bien de
salud, pero estaba preocupado por ti. Porque no viniste ayer ni anteayer.
—Disculpa que no
te haya avisado. Salí con mis amigos a un cumpleaños ayer.
—Pensé que algo te
había pasado.
—No pasa nada. No
quiero que te preocupes —expresó ella, restándole importancia al asunto.
De pronto, todo
volvió a la normalidad. Hablaron como solían hacerlo por un buen rato. Él
dibujó una casa grande con árboles en el exterior y un sol brillante en la que
vivían los dos. Ella lucía complacida, «me encanta» expresó, mientras en sus
delicados labios se dibujaba una sonrisa; no obstante, le entristeció que
Daniel se representó a sí mismo dentro de una burbuja. Con el paso de los meses
las visitas de Dalia se volvieron más espaciadas. Una cada dos días, luego una
a la semana. Siempre, situaciones imprevistas le impedían asistir a sus citas,
surgían múltiples excusas. Él la esperaba aun cuando ella le decía que no
vendría. Imaginaba que por causa de un milagro aparecería en el umbral de la
puerta y le diría: «Creí que no podría venir, pero aquí estoy». Hasta que por
fin dejó de acudir. Insistió muchas veces con su madre para que la llamara, sin
embargo, no regresó. No supo más de ella.
Lo que escribía se
tornó pesimista, como si la atmósfera en que se desarrollaba la acción se
oscureciera. Desaparecieron los sueños con un futuro mejor. Casi no comía y
dejó de hacer lo que antes le provocaba placer. Apenas se movía, pasaba horas
en posición fetal, no tenía motivación para lavarse o cambiarse la ropa. En su
mente repetía de forma constante una canción que había escuchado en la
televisión: «Que si de amor ya no se muere algo en mí se morirá…». Ante la
insistencia de sus padres los médicos manifestaron que poco o nada se podía
hacer para mitigar su pena. Solo cabía esperar. Hellen le dijo a su esposo mientras
se mesaba el cabello:
—¡Ya no soporto el
dolor de verlo así! ¡No sé qué hacer!
—¡Es una
desgracia! No podemos hacer nada —respondió él al borde de las lágrimas.
Si era necesario,
el personal que lo cuidaba introducía una bandeja con instrumentos, jeringas y
medicamentos para hacerle exámenes o tratamientos. Esa mañana dejaron olvidada
una pequeña tijera adentro. La ocultó, no supo el porqué. Cuando los demás se
fueron la contempló durante largo rato. La tomó y se preguntó qué sentiría al
ver fluir su propia sangre. El púrpura surgiría cual caudal que apremia su
libertad del rigor restrictivo de las arterias. La colocó sobre la vena que se
encuentra en la porción interior del codo, lugar del que la extraían si se
requerían exámenes sanguíneos. Hizo presión y sintió dolor. La retiró y la
dirigió contra las paredes de la burbuja con lentitud. Era la barrera que lo
separaba del peligro, de los gérmenes que amenazaban su salud. Al mismo tiempo,
era la cárcel que lo retenía cautivo, ignorante del universo al cual no podría
acceder quizá nunca.
A veces dudaba de
que en realidad existiera un mundo externo. Esta vez volvió a cavilar sobre el
tema. Qué tal si su situación fuera una proyección deliberada, una película
como las de la televisión creada con alguna finalidad que no alcanzaba a
entender. Un recurso de la piedad de un ser misericordioso para atenuar su
soledad. No obstante, de ser así, ¿por qué razón desearían mantenerlo en
aislamiento? Crear un espejismo como el que vivía no le pareció propio del proceder
de un ente bondadoso.
Se le ocurrió una
idea más siniestra: ¿Podría su entorno haber sido preparado para engañarlo y
mantenerlo confinado? Había escuchado la palabra experimento referida a su
situación en los noticieros de la televisión. Se visualizó a sí mismo como una
rata de laboratorio andando sobre una rueda giratoria. ¿Cabría la posibilidad
de que su condición actual fuera una investigación perversa? ¿Qué tal si los
que suponía eran sus progenitores en verdad no lo fueran y los médicos
cumplieran el rol de carceleros? No existía manera de saberlo, pues todo cuanto
le era dado conocer se encontraba en su reducido espacio vital. Se imaginó que
cuando salían de su habitación se quitaban el disfraz y retornaban a su vida
real de padres, esposos, hijos.
Empujó la tijera
contra el revestimiento plástico, pero al principio no logró penetrarlo. Hizo
más presión y se abrió un minúsculo agujero, luego otro. Dejó pasar los
minutos. Nada grave ocurrió, quizá no era cierto lo que le dijeron del peligro
que enfrentaría al tener contacto con el exterior. Agrandó el hueco y pudo
sacar los dedos, la mano, después el antebrazo. Observó la palma de su mano con
irrealidad. Palpó el colchón, el frío metal de la cabecera de la cama, las
asperezas de la pared que no podían distinguirse a simple vista. Ya había
comenzado, no existía la opción de dar marcha atrás. Siguió agrandándolo hasta
que fue lo suficientemente grande para permitir el paso de su cuerpo. Sacó la
cabeza, sus piernas. El aire se apreciaba diferente, acostumbrado como estaba
al del interior. Lo invadió un sentimiento de incomodidad, como si estuviera
desnudo. Sintió el frío de las baldosas al afirmar sus pies en el suelo.
Contempló el
escenario circundante cual si fuera un bebé que sale del seno materno y vislumbra
la luz por primera vez. Percibió aromas que no pudo identificar, el moho
producto de la humedad, la distintiva fragancia del desinfectante para pisos,
ambos desconocidos para él. Caminó por el aposento y palpó las paredes y los
enseres. Una silla de madera con respaldar de cuerina. La puerta contrachapada.
El piso de granito. Todo le parecía extraño. Al abrir la mini nevera recibió
una ráfaga de frescor que salía de esta.
Observó varios envases sellados en el refrigerador y en el congelador un
bote de helado de fresa. Lo sostuvo y sus manos le dolieron. Nunca antes
experimentó esa sensación. Atemorizado lo colocó sobre una mesa. Lo abrió y con
el dedo se llevó un poco a los labios y lo probó. Extrajo una botella de
Coca-Cola. Jamás la había probado. La destapó con el abrebotellas como había
visto hacer y tomó un trago. Un ligero ardor en la garganta al tragar.
Su madre llegó en
ese instante y al verlo extendió sus brazos hacia él y comenzó a gritar.
«¡Regresa a la burbuja!». Lo observaba con ojos desorbitados, la boca abierta
con un rictus de dolor. Dirigió sus manos temblorosas hacia él como si fuera a
introducirlo de nuevo, sin embargo, no se atrevía a tocarlo. La botella cayó de
sus manos y el líquido se desparramó por el piso. Obedeció, retornó al contenedor
y se reintrodujo en él. Su padre, quien se encontraba en ropas de dormir,
acudió alertado por los gritos y al entrar en la habitación quedó congelado por
la impresión. Ella le gritó: «¡Haz algo!». Él salió deprisa y al poco tiempo
regresó con un rollo de cinta adhesiva de embalaje. Juntos intentaron tapar la
abertura como pudieron.
Su padre apenas
balbuceaba y salió a llamar por teléfono por ayuda. Su mamá no cesaba de
chillar, por un momento creyó que se iba a desmayar. Después de un rato llegaron
los paramédicos, lo subieron a una ambulancia, lo trasportaron al hospital.
Percibía los movimientos y giros que realizaba el vehículo al desplazarse.
Podía escuchar la sirena durante el trayecto y ver los destellos de color rojo
de las luces intermitentes que se reflejaban en la calle. Sorprendentemente, se
sentía tranquilo, como si nada malo ocurriera. Hasta le parecía que lo que
sucedía era consecuencia natural de lo que vivió con anterioridad. Recordó sus
primeros años, las visitas de Dalia y los demás chicos.
Al llegar al
servicio de urgencias lo condujeron por los pasillos donde médicos y
enfermeras, vestidos con uniformes, corrían de un lado a otro, pacientes en
camillas y otros en ropas de civil observaban con asombro. Escuchaba múltiples
voces cuyo sentido no siempre lograba determinar. En su recorrido, el
resplandor de las lámparas en el techo se sucedía a intervalos regulares y
percibía las vibraciones que producían en la camilla las irregularidades del
piso. Mientras miraba el pandemónium a su alrededor, pensó: «¿Qué tal si mi
situación no fuera real?, y ¿si todo esto no consistiera más que un teatro o
una ilusión?».
Lo llevaron a la
sala habitual. Lo mudaron del compartimento estropeado al que había allí. Como
la situación fue inesperada, no hicieron los preparativos de esterilización
acostumbrados. En los días siguientes se enfermó por primera vez en su vida.
Vomitó y tuvo diarrea constante. Su temperatura subió hasta cuarenta grados
Celsius. Se temía que muriera por deshidratación. Los facultativos debatieron
sobre la decisión de sacarlo. Su papá le preguntó si quería salir y él dijo:
«Acepto lo que consideren necesario». Fue trasportado a una sala desinfectada
por completo. Se arrepintió por la aflicción que les causó a sus progenitores
al abandonar su entorno seguro en casa, aunque a la vez se sentía liberado.
El tratamiento fue
infructuoso, su condición empeoró. Sus órganos vitales comenzaron a fallar y
fue desahuciado. El médico a cargo llamó a Hellen y Greg a la habitación de
Daniel cuando supo que se acercaba el final. Ellos habían permanecido en el
hospital casi todo el tiempo que duró su agonía. Ingresaron con ropas
estériles. La recámara, cuyas paredes y piso estaban revestidos por material
aislante especial que facilitaba su desinfección, carecía de ventanas y contaba
solo con iluminación artificial. Postrado sobre la cama, apenas era
reconocible; notablemente delgado, las mejillas y los ojos hundidos. A sus
costados había varios monitores y equipo quirúrgico.
Por la tarde
recibió la extremaunción. Durante el rito mencionó, con voz entrecortada, que
Dalia y sus amigos habían venido a verlo. Los presentes comprendieron que
deliraba. Preguntó cuándo podría regresar a casa. Sus progenitores
intercambiaron miradas con el doctor Frankl. Este sin inmutarse contestó:
«Pronto». Sus padres estaban a su lado y pudo abrazarlos. Manifestó que sentía
mucho frío. Respiraba con dificultad. «Me siento muy cansado» expresó. Ella lo
tomó de la mano y la estrechó contra su pecho mientras intentaba contener las
lágrimas sin lograrlo. En el momento último ambos se quitaron las máscaras para
poder besarlo por primera y única vez. «Los amo» dijo. Su cabeza se volvió
hacia su costado izquierdo y sus ojos se cerraron.
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