viernes, 21 de julio de 2023

El chico que vivía dentro de una burbuja

Roberto Murcia

 

Una mañana Daniel se despertó con la visión de los pájaros que, aunque lejanos, podían apreciarse cerca de su ventana. La luz del sol apenas se insinuaba a través del cristal. Los muebles se adivinaban en borrosos contornos grises. Pronto el cielo tomó su natural color azul y las pocas nubes esparcidas sobre ese telón de fondo se movían con lentitud, tomando formas a las que intentaba encontrar parecido a objetos y situaciones comunes. Sus padres, Hellen y Greg, habían colocado su lecho de tal manera que lograra ver el patio sin dificultad. Sobre este descansaba una burbuja plástica de unos cuantos pies cúbicos de espacio dentro de la cual vivía y cuyas paredes le impedían tener interacción directa con el exterior. Observaba a través de ellas como si fuera el vidrio de un auto que separa al pasajero del entorno. Las horas pasaban interminables hasta que volvía a anochecer. Su cosmos se reducía a lo que había dentro de la esfera de plástico, el resto era una quimera.

Solía pensar acerca de aquello a lo que no tenía acceso. ¿Cómo sería la experiencia de vivir del otro lado? La sensación de palpar la hierba, las hojas de los árboles y el terreno aledaño. Un gato que pasaba en el tejado adyacente parecía tener un pelaje hermoso, al parecer suave al tacto. Jamás tuvo contacto ni abrazó a otro ser viviente. Algo tan fundamental para un ser humano le era negado. Debía conformarse con ver las cosas desde su diminuto espacio. Daniel nació en 1970 con Inmunodeficiencia Combinada Severa (IDCS), trastorno genético que lo hacía susceptible a enfermarse ante la exposición a cualquier microorganismo patógeno. Los linfocitos T y B, que defienden a las personas normales de estos agentes nocivos, eran defectuosos en su cuerpo.

Debido a su rara afección, prevalente en uno de cada cien mil nacimientos, las expectativas de vida para él eran de menos de un año, por lo que el equipo médico a su cargo encabezado por el doctor Frankl tomó la medida desesperada de aislarlo de su medioambiente en un intento por evitar las infecciones que de otra manera ocurrirían indefectiblemente y le ocasionarían la muerte. Para ello lo colocaron en una cámara de plástico estéril y trasparente —cuyo omnipresente olor sintético lo acompañaba de día y de noche— que permitiría prevenir las enfermedades y al mismo tiempo posibilitaría el acceso visual de y hacia el exterior. La intención, según afirmaron, era la de asegurar su subsistencia por un período corto mientras se descubría una cura, pero esta espera se dilató mucho más allá de lo supuesto y en el presente tenía doce años. Ellos habían creado una serie de protocolos de atención clínica específicos para su caso, pues era el único en los anales de la ciencia colocado en tan singulares circunstancias. Tampoco habría otro después.

El procedimiento, que era riesgoso y cuestionable desde un punto de vista ético, lo convirtió en un sujeto de investigación permanente. Con posterioridad, se intentó justificar su confinamiento afirmando que su sufrimiento había ayudado al avance científico. Tanto la atmósfera que lo rodeaba, así como todo lo que entrara en contacto con él, debían ser rigurosamente esterilizados, para lo cual se utilizaba un purificador de aire y una segunda cámara que se llenaba con óxido de etileno en la que se colocaban la ropa, agua, alimentos e instrumentos médicos, o cualquier otro objeto, por cuatro horas a 60 Celsius. Luego eran ventilados por siete días antes de introducirlos en el ámbito principal. Toda su comida estaba envasada o enlatada y se removían las etiquetas, ya que podían contener agentes patógenos. Su plato preferido era la pasta con albóndigas de carne. Siempre deseó probar el helado, pero no fue posible, pues no hay forma de esterilizarlo. Su esperanza de supervivencia se encontraba supeditada a la asepsia total de su entorno.

La única interacción física permitida con otros seres humanos, se realizaba por medio de guantes plásticos de neopreno ubicados para ese propósito sobre agujeros circulares que sobresalían del compartimento. Estos permitían al personal sanitario aplicarle tratamientos o servían para su aseo. Cuando era un bebé, toda actividad de limpieza, alimentación y cuidados médicos debía ejecutarse con estos accesorios y únicamente utilizando los utensilios que se encontraban dentro de la recámara. Si iban a realizar un procedimiento, debían planearlo con días de anticipación, dado el tiempo que llevaba la esterilización. A su vez, él podía usar los guantes para tocar objetos y personas de manera indirecta.

La enfermedad es producida por un gen recesivo ligado al cromosoma X y afecta casi con exclusividad a los hombres. Los médicos habían dicho a sus padres que, si tenían un varón, la probabilidad de que este naciera con inmunodeficiencia era de un cincuenta por ciento. Con anterioridad tuvieron un hijo que murió en el primer año de vida. Ellos eran católicos practicantes, por lo que no usaban métodos anticonceptivos ni consideraban la opción de abortar. Cuando Hellen salió embarazada de nuevo, ellos aceptaron el riesgo y él vino al mundo con el padecimiento. Sus primeros tres años trascurrieron en el sanatorio. Luego se construyó una burbuja para trasportarlo y otra en el hogar familiar, donde pasaba períodos de varias semanas. Los facultativos deseaban realizar un trasplante de médula ósea a partir de un donante compatible, el único tratamiento disponible, pero no se había encontrado uno hasta ese momento. Se afirmaba que algún día, en un futuro no muy lejano, se encontraría una cura para su mal, mientras tanto debía mantenerse aislado a la espera de que esta llegara.

Mostraba delgadez, talla inferior al promedio; fuerza y masa muscular reducidas por falta de actividad física. Sus inteligentes ojos negros sobresalían en su pequeño rostro enmarcado por una abundante cabellera marrón. No recibía la luz solar, su piel lucía pálida y amarillenta. Los otros niños tenían el cutis rosado o bronceado. Con frecuencia escuchaba frases como: «¡Hoy el sol está tan fuerte! ¡He sudado a mares!». No comprendía lo que esto significaba, ya que nunca recibió los rayos solares durante suficiente tiempo. El área donde permanecía en el hospital y su casa, contaban con acondicionadores de aire, por lo que la temperatura era siempre similar. No conocía lo que era degustar una bebida o comida caliente o helada, pues cuando llegaban a él su estado inicial había cambiado. Únicamente podía apreciar los cambios propios del clima a través de su ventana: tormentas, vendavales, la nieve que cae en invierno. Según le dijeron esta última era fría, no obstante, no lo entendía, para él solo era blanca como el algodón que había tocado. Así que imaginaba que llovía algodón sobre el paisaje, aunque le explicaron que su textura era diferente.

Le intrigaba saber por qué no existían más niños como él en todo el planeta. Se sabía único en su especie y ese conocimiento ahondaba su soledad. Para otros no pasaba de ser una curiosidad de circo a la cual se la mira con admiración una vez y pronto se olvida por su falta de novedad. No sabía lo que era hacer ejercicio físico, correr, cansarse hasta perder el aliento. Jamás se había sumergido en el agua, recibido el viento o la lluvia sobre su piel, apreciado la mayoría de los aromas cotidianos, actividades que damos por descontadas. Nada de esto le era dado experimentar y no lograba comprenderlo por completo. ¿Qué habría pasado si hubiera nacido ciego? Su entorno sería un lugar incognoscible y remoto. Era incapaz de comprender el espacio en tres dimensiones y la perspectiva espacial, lo cercano de lo alejado. En vista que desde chico le inculcaron que el exterior representaba un peligro para él, tenía pesadillas en las que gérmenes que adoptaban formas amenazantes y monstruosas lo perseguían para matarlo.

Él se esforzaba por llevar una existencia normal dentro de lo posible dadas sus condiciones. Leía libros y se comunicaba con la maestra de su escuela por medio de un intercomunicador. Miraba televisión en un pequeño receptor introducido para tal propósito, en el que veía películas, dramas, comedias y muchas cosas más, que no hubiera conocido, de haber nacido unas décadas atrás. Le gustaba escribir sobre aquello que pensaba o soñaba en hojas de papel con lápices de grafito. Las palabras escritas le permitían expresar por escrito sus sentimientos íntimos y emociones, encerrarlos en cápsulas de tiempo que después podía releer. Lo que le acontecía, lo que visualizaba, sus sueños nocturnos y sus ensoñaciones diurnas. La impresión imaginaria de tocar los objetos, los seres vivos, las estrellas, las ramas de los árboles que se agitaban y silbaban con el viento. Solía concebir que tenía largas conversaciones con diversos interlocutores, sin percibirse limitado espacial ni temporalmente. Se imaginaba viviendo toda clase de aventuras, como las que observaba en la televisión.

Con frecuencia expresaba que él no pidió que preservaran su vida en esas condiciones y preferiría haber muerto después de su alumbramiento. En esos momentos de desesperación lanzaba los objetos de que disponía, lloraba, golpeaba las paredes de su burbuja y gritaba. Quería ser libre, correr y jugar como los demás niños. Sus progenitores y cuidadores intentaban calmarlo hasta que por fin estos accesos mermaban. Ellos estaban conscientes de la precariedad de su existencia y compartían su impotencia ante su destino funesto. Hellen y Greg tenían discusiones sobre si tomaron la decisión correcta al aceptar que Daniel fuera preservado en tales circunstancias, pues verlo así les causaba mucha angustia.

De pequeño solía considerar la posibilidad de que sus padres no regresaran. Si sufrían un percance que les impidiera volver, ¿cómo sabría qué les había ocurrido? ¿Qué pasaría con él? Estaba consciente de que las personas pueden fallecer de improviso, sin que se sepa de antemano la causa. Tenía terrores nocturnos al contemplar la eventualidad de que esto ocurriera y quedar atrapado en su contenedor. Otro de sus temores era que el purificador de aire se averiara y morir asfixiado. Miraba con envidia a quienes caminan con libertad, seres humanos, perros, gatos, insectos. Quizá él nunca podría ir a un lugar por voluntad propia. El único aspecto positivo de su confinamiento era que jamás había padecido una infección de ninguna clase, intestinal, gripe, amigdalitis; pero no se sabe apreciar la ausencia de aquello que no se ha experimentado. En lo que a él concernía, estas no existían.

Aunque sus padres intentaron mantenerlo fuera de los medios de comunicación, cuando cumplió nueve años esto fue imposible. Apareció en la portada del diario local. Al darse cuenta dijo:

—¡Soy una estrella! —Sus ojos abiertos reflejaban alegría y asombro.

—Claro que lo eres —dijo su madre— tú iluminas mi vida.

—¡Soy famoso! Las estrellas no tienen que hacer la limpieza —insistió, con sonrisa juguetona.

—Bueno, eso fue en el diario de ayer. Tu retrato no aparece en el de hoy, así que este día debes limpiar tu burbuja.

Posteriormente salió en los programas televisivos de noticias cuando lo filmaron mientras jugaba y realizaba diversas actividades, lo que lo convirtió en una celebridad nacional. Los editores mostraron únicamente los aspectos positivos y tuvieron el cuidado de eliminar las escenas en que actuaba con violencia o lloraba.  La atención mediática atrajo algunos niños de la escuela o del vecindario que iban a visitarlo. Inicialmente se acercaron por curiosidad, entablaron amistad y ahora lo visitaban con regularidad. Jugaban y conversaban con él, aunque no pudieran tener contacto físico. El ruidoso purificador de aire dificultaba la comunicación con el exterior, por lo que escuchaba sus voces amortiguadas por el sonido que este producía y por la barrera artificial que los separaba.

Sentía mucho cariño por los amigos que llegaban a verlo, en particular por Dalia, por quien desarrollo un interés romántico. Él se enamoró de sus ojos negros que lo miraban con ternura, del dulce óvalo de su rostro. Compartían un vínculo más íntimo que solamente ellos comprendían y los separaba de los demás. Esperaba con impaciencia a que llegara por las tardes después que ella atendiera sus clases e hiciera sus labores escolares. Aquellos instantes le parecían cortos y lo llenaban de felicidad. Dejaba de sentirse limitado por sus precarias condiciones y le parecía que lo mejor estaba por ocurrir. A diferencia de cuando escribía, le resultaba difícil encontrar las palabras apropiadas para hablar con ella, pero que, aunque faltaran, por lo general estaban de más. Él escribió en un papel: «Te amo». Dalia hizo lo mismo en un cuaderno que sacó de su bolso. Lo sostuvo sobre su pecho, decía: «yo también». Ese había sido el momento más feliz de su corta existencia.

En Halloween decoraron su dormitorio con telarañas, figuras fantasmagóricas y esqueletos. Daniel se vistió con un disfraz de bruja y repartió dulces a los demás chicos. En medio de la oscuridad iluminada por luces parpadeantes los sostenía en sus guantes de goma, en tanto que les preguntaba: «¿truco o trato?». Los pequeños, que se habían vestido con los atuendos más terroríficos que pudieron encontrar, pasaron cada cual por sus golosinas. Andy, uno de los invitados, dijo: «¡Tu fiesta es la mejor en la que he estado, Daniel!». Los demás asintieron.

Esa tarde llegaría Dalia. Una sensación inefable de bienestar lo abrumaba. Por lo general se presentaba alrededor de las tres, pasaron las horas, sin embargo, no acudió. En más de una ocasión faltó a su cita habitual. Una vez no llegó, pues se enfermó de influenza, otra porque sus progenitores debieron marcharse por una situación no prevista y ella no pudo salir. Su madre subió a su habitación y él le dijo con gesto de preocupación:

—Mamá, Dalia me dijo que vendría hoy a las tres, y no vino.

—¿Te mencionó si tenía algún problema o estaba enferma?

—No, para nada.

—Entonces dale tiempo, si no vino hoy, con seguridad vendrá mañana.

—Está bien —dijo, mas la apreciación de su madre no consiguió tranquilizarlo.

La esperó el siguiente día, no obstante, tampoco se presentó. Hellen habló a su casa para consultar si estaba enferma, a lo que le contestaron que no, que vendría el día próximo.

—Hola, ¿Cómo estás? —preguntó Dalia al llegar.

—Estoy bien de salud, pero estaba preocupado por ti. Porque no viniste ayer ni anteayer.

—Disculpa que no te haya avisado. Salí con mis amigos a un cumpleaños ayer.

—Pensé que algo te había pasado.

—No pasa nada. No quiero que te preocupes —expresó ella, restándole importancia al asunto.

De pronto, todo volvió a la normalidad. Hablaron como solían hacerlo por un buen rato. Él dibujó una casa grande con árboles en el exterior y un sol brillante en la que vivían los dos. Ella lucía complacida, «me encanta» expresó, mientras en sus delicados labios se dibujaba una sonrisa; no obstante, le entristeció que Daniel se representó a sí mismo dentro de una burbuja. Con el paso de los meses las visitas de Dalia se volvieron más espaciadas. Una cada dos días, luego una a la semana. Siempre, situaciones imprevistas le impedían asistir a sus citas, surgían múltiples excusas. Él la esperaba aun cuando ella le decía que no vendría. Imaginaba que por causa de un milagro aparecería en el umbral de la puerta y le diría: «Creí que no podría venir, pero aquí estoy». Hasta que por fin dejó de acudir. Insistió muchas veces con su madre para que la llamara, sin embargo, no regresó. No supo más de ella.

Lo que escribía se tornó pesimista, como si la atmósfera en que se desarrollaba la acción se oscureciera. Desaparecieron los sueños con un futuro mejor. Casi no comía y dejó de hacer lo que antes le provocaba placer. Apenas se movía, pasaba horas en posición fetal, no tenía motivación para lavarse o cambiarse la ropa. En su mente repetía de forma constante una canción que había escuchado en la televisión: «Que si de amor ya no se muere algo en mí se morirá…». Ante la insistencia de sus padres los médicos manifestaron que poco o nada se podía hacer para mitigar su pena. Solo cabía esperar. Hellen le dijo a su esposo mientras se mesaba el cabello:

—¡Ya no soporto el dolor de verlo así! ¡No sé qué hacer!

—¡Es una desgracia! No podemos hacer nada —respondió él al borde de las lágrimas.

Si era necesario, el personal que lo cuidaba introducía una bandeja con instrumentos, jeringas y medicamentos para hacerle exámenes o tratamientos. Esa mañana dejaron olvidada una pequeña tijera adentro. La ocultó, no supo el porqué. Cuando los demás se fueron la contempló durante largo rato. La tomó y se preguntó qué sentiría al ver fluir su propia sangre. El púrpura surgiría cual caudal que apremia su libertad del rigor restrictivo de las arterias. La colocó sobre la vena que se encuentra en la porción interior del codo, lugar del que la extraían si se requerían exámenes sanguíneos. Hizo presión y sintió dolor. La retiró y la dirigió contra las paredes de la burbuja con lentitud. Era la barrera que lo separaba del peligro, de los gérmenes que amenazaban su salud. Al mismo tiempo, era la cárcel que lo retenía cautivo, ignorante del universo al cual no podría acceder quizá nunca.

A veces dudaba de que en realidad existiera un mundo externo. Esta vez volvió a cavilar sobre el tema. Qué tal si su situación fuera una proyección deliberada, una película como las de la televisión creada con alguna finalidad que no alcanzaba a entender. Un recurso de la piedad de un ser misericordioso para atenuar su soledad. No obstante, de ser así, ¿por qué razón desearían mantenerlo en aislamiento? Crear un espejismo como el que vivía no le pareció propio del proceder de un ente bondadoso.

Se le ocurrió una idea más siniestra: ¿Podría su entorno haber sido preparado para engañarlo y mantenerlo confinado? Había escuchado la palabra experimento referida a su situación en los noticieros de la televisión. Se visualizó a sí mismo como una rata de laboratorio andando sobre una rueda giratoria. ¿Cabría la posibilidad de que su condición actual fuera una investigación perversa? ¿Qué tal si los que suponía eran sus progenitores en verdad no lo fueran y los médicos cumplieran el rol de carceleros? No existía manera de saberlo, pues todo cuanto le era dado conocer se encontraba en su reducido espacio vital. Se imaginó que cuando salían de su habitación se quitaban el disfraz y retornaban a su vida real de padres, esposos, hijos.

Empujó la tijera contra el revestimiento plástico, pero al principio no logró penetrarlo. Hizo más presión y se abrió un minúsculo agujero, luego otro. Dejó pasar los minutos. Nada grave ocurrió, quizá no era cierto lo que le dijeron del peligro que enfrentaría al tener contacto con el exterior. Agrandó el hueco y pudo sacar los dedos, la mano, después el antebrazo. Observó la palma de su mano con irrealidad. Palpó el colchón, el frío metal de la cabecera de la cama, las asperezas de la pared que no podían distinguirse a simple vista. Ya había comenzado, no existía la opción de dar marcha atrás. Siguió agrandándolo hasta que fue lo suficientemente grande para permitir el paso de su cuerpo. Sacó la cabeza, sus piernas. El aire se apreciaba diferente, acostumbrado como estaba al del interior. Lo invadió un sentimiento de incomodidad, como si estuviera desnudo. Sintió el frío de las baldosas al afirmar sus pies en el suelo.

Contempló el escenario circundante cual si fuera un bebé que sale del seno materno y vislumbra la luz por primera vez. Percibió aromas que no pudo identificar, el moho producto de la humedad, la distintiva fragancia del desinfectante para pisos, ambos desconocidos para él. Caminó por el aposento y palpó las paredes y los enseres. Una silla de madera con respaldar de cuerina. La puerta contrachapada. El piso de granito. Todo le parecía extraño. Al abrir la mini nevera recibió una ráfaga de frescor que salía de esta.  Observó varios envases sellados en el refrigerador y en el congelador un bote de helado de fresa. Lo sostuvo y sus manos le dolieron. Nunca antes experimentó esa sensación. Atemorizado lo colocó sobre una mesa. Lo abrió y con el dedo se llevó un poco a los labios y lo probó. Extrajo una botella de Coca-Cola. Jamás la había probado. La destapó con el abrebotellas como había visto hacer y tomó un trago. Un ligero ardor en la garganta al tragar.

Su madre llegó en ese instante y al verlo extendió sus brazos hacia él y comenzó a gritar. «¡Regresa a la burbuja!». Lo observaba con ojos desorbitados, la boca abierta con un rictus de dolor. Dirigió sus manos temblorosas hacia él como si fuera a introducirlo de nuevo, sin embargo, no se atrevía a tocarlo. La botella cayó de sus manos y el líquido se desparramó por el piso. Obedeció, retornó al contenedor y se reintrodujo en él. Su padre, quien se encontraba en ropas de dormir, acudió alertado por los gritos y al entrar en la habitación quedó congelado por la impresión. Ella le gritó: «¡Haz algo!». Él salió deprisa y al poco tiempo regresó con un rollo de cinta adhesiva de embalaje. Juntos intentaron tapar la abertura como pudieron.

Su padre apenas balbuceaba y salió a llamar por teléfono por ayuda. Su mamá no cesaba de chillar, por un momento creyó que se iba a desmayar. Después de un rato llegaron los paramédicos, lo subieron a una ambulancia, lo trasportaron al hospital. Percibía los movimientos y giros que realizaba el vehículo al desplazarse. Podía escuchar la sirena durante el trayecto y ver los destellos de color rojo de las luces intermitentes que se reflejaban en la calle. Sorprendentemente, se sentía tranquilo, como si nada malo ocurriera. Hasta le parecía que lo que sucedía era consecuencia natural de lo que vivió con anterioridad. Recordó sus primeros años, las visitas de Dalia y los demás chicos.

Al llegar al servicio de urgencias lo condujeron por los pasillos donde médicos y enfermeras, vestidos con uniformes, corrían de un lado a otro, pacientes en camillas y otros en ropas de civil observaban con asombro. Escuchaba múltiples voces cuyo sentido no siempre lograba determinar. En su recorrido, el resplandor de las lámparas en el techo se sucedía a intervalos regulares y percibía las vibraciones que producían en la camilla las irregularidades del piso. Mientras miraba el pandemónium a su alrededor, pensó: «¿Qué tal si mi situación no fuera real?, y ¿si todo esto no consistiera más que un teatro o una ilusión?».

Lo llevaron a la sala habitual. Lo mudaron del compartimento estropeado al que había allí. Como la situación fue inesperada, no hicieron los preparativos de esterilización acostumbrados. En los días siguientes se enfermó por primera vez en su vida. Vomitó y tuvo diarrea constante. Su temperatura subió hasta cuarenta grados Celsius. Se temía que muriera por deshidratación. Los facultativos debatieron sobre la decisión de sacarlo. Su papá le preguntó si quería salir y él dijo: «Acepto lo que consideren necesario». Fue trasportado a una sala desinfectada por completo. Se arrepintió por la aflicción que les causó a sus progenitores al abandonar su entorno seguro en casa, aunque a la vez se sentía liberado.

El tratamiento fue infructuoso, su condición empeoró. Sus órganos vitales comenzaron a fallar y fue desahuciado. El médico a cargo llamó a Hellen y Greg a la habitación de Daniel cuando supo que se acercaba el final. Ellos habían permanecido en el hospital casi todo el tiempo que duró su agonía. Ingresaron con ropas estériles. La recámara, cuyas paredes y piso estaban revestidos por material aislante especial que facilitaba su desinfección, carecía de ventanas y contaba solo con iluminación artificial. Postrado sobre la cama, apenas era reconocible; notablemente delgado, las mejillas y los ojos hundidos. A sus costados había varios monitores y equipo quirúrgico.

Por la tarde recibió la extremaunción. Durante el rito mencionó, con voz entrecortada, que Dalia y sus amigos habían venido a verlo. Los presentes comprendieron que deliraba. Preguntó cuándo podría regresar a casa. Sus progenitores intercambiaron miradas con el doctor Frankl. Este sin inmutarse contestó: «Pronto». Sus padres estaban a su lado y pudo abrazarlos. Manifestó que sentía mucho frío. Respiraba con dificultad. «Me siento muy cansado» expresó. Ella lo tomó de la mano y la estrechó contra su pecho mientras intentaba contener las lágrimas sin lograrlo. En el momento último ambos se quitaron las máscaras para poder besarlo por primera y única vez. «Los amo» dijo. Su cabeza se volvió hacia su costado izquierdo y sus ojos se cerraron.

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