martes, 4 de julio de 2023

Un día cualquiera

Érika L. Ramírez Levín

 

Desperté poco antes de que sonara la alarma. Me sentía agotado, como si llevara en vela una semana. No descansar se estaba volviendo costumbre. Mi psicólogo me recomendó algunos ejercicios para relajarme previos a dormir: inhalar y exhalar profundo varias veces, poner rígido el cuerpo e irlo destensando poco a poco, escuchar música clásica, entre otros.

Sospecho que no están funcionando.

Además de la fatiga, mi ánimo continúa en declive. Y es que, en algún punto de la sesión, sentí que mi terapeuta me tachaba de antisocial y exagerado en la percepción que tengo de otras personas. Por eso acepté intentar sus sugerencias para mejorar mis habilidades sociales.

Con demasiado esfuerzo salí de la cama. Me bañé, vestí, desayuné algo ligero y, al cabo de media hora, cerraba la puerta de mi departamento. Coincidió que, en ese mismo instante, la vecina de enfrente también salía. Sobra decir que esta mujer me pone nervioso. Respiré profundo. «Allá voy», musité. Saqué la llave de la cerradura y volteé. 

—Hola Briana, buen día —saludé atento a su respuesta.

La escultural joven levantó la vista sorprendida al escuchar mi voz y, en un acto que pareció reflejo, pasó su mano con unas uñas rojísimas y larguísimas por su costado derecho, desde el top que dejaba asomar un prominente pecho, pasando por una micro cintura, hasta detenerse en su amplia y bien torneada cadera cubierta con unas licras ajustadas. Rosas, las licras eran rosas... con negro, una franja negra que se curvaba… «¡Concéntrate!», me recriminé en silencio y respiré profundo. En la otra mano sostenía su celular.

—¡Holis… mmm…, vecino! —respondió con entusiasmo—. ¿Ya a trabajar?

Pero de inmediato bajó la vista al teléfono cuando su celular anunciaba con un «ding» un nuevo mensaje… «ding», otro. «Ding», y otro.

—Sí, justo…

—¡Totalmente! El gym me está esperando y mírame, yo en fachas, ¡o sea! ¡Qué oso! ¿No crees?

—Pues…

—¡Exactooooo! —gritó exaltada—. ¡Bonito día, vecino!

Con una energía que por un momento envidié, se meneó hacia el cubo de las escaleras y las comenzó a descender de dos en dos, dando brinquitos y escribiendo (no entiendo cómo) en la pantalla del celular a una velocidad relámpago. Solo se escuchaban los «tic, tic, tic» de sus uñas contra el cristal. Unos segundos después, yo también bajaba las escaleras sin brincar ni ver el celular.

Llegué a mi trabajo justo a tiempo. Antes de poder sentarme, mi jefe me llamó a su oficina.

—¿Qué pasó, Max? —pregunté al acomodarme en la silla frente a su mesa.

—Estaba viendo las cifras trimestrales y no veo los datos que te pedí. ¿Los incluiste?

—Sí, de hecho, los marqué con un color diferente, como lo pediste.

—Ajá —respondió distraído sin quitar la vista del monitor—. Aquí está lo que Susana me mostró ayer y, sí, aquí se notan los incrementos que Juan vació. Pero ¿tus datos?

—Están resaltados en verde, Max. En la segunda página, junto al cuadro de Susana.

—Ajá —repitió Max, abstraído en su búsqueda—. Tenemos la comparativa del trimestre, las tasas de ajuste, ok, sí, solo que me falta lo que te pedí.

—Max, junto al cuadro que hizo Susy, en color verde, están…

—¡Me tengo que ir! —exclamó con un exabrupto al mirar la hora en la parte inferior derecha de su pantalla (brinqué ligeramente por lo inesperado de su reacción)—. La junta empieza en diez minutos y necesito comprar mi café. Mándame por correo el reporte actualizado con los datos que te faltan. ¡Y márcalos en otro color, caray, para que se noten! —vociferó mientras se levantaba de su asiento, se ponía el saco que había tomado del respaldo y agarraba su laptop para salir a toda prisa.

Caminé a mi lugar cabizbajo y al sentarme escuché una silla rodar y situarse junto a la mía. Era Aarón, mi vecino de escritorio.

—¿¡Qué onda, hermano!? ¡Ese Max! Se escucharon hasta acá sus gritos. ¡Y no vio lo que pusiste! ¡Qué locura! Estaba comentándolo con Lolita antes de venir contigo. ¿Quieres que le diga algo? ¿A Max? Ya ves que me llevo bien con él.

—No, no, gracias, Aarón. Ahorita veo si puedo modificar el reporte para que se note más el color y los datos que quiere.

—Como me digas, ¿eh? Luego vamos por unas chelas los viernes y platicamos, él y otros cuates, de viejas y así. Tú dime, campeón, y yo te respaldo.

—Gracias, Aarón, eres en verdad muy amable, pero ya ahorita lo mando.

—Sí, ese Max, ¡siempre en las nubes! Y es buen tipo, no me malentiendas —bajó el tono de su voz y siguió hablando con la mirada bailando de un lado a otro—. Ya ves, con sus problemas maritales… no me gustaría estar en su lugar. ¿Supiste que su señora lo cachó con Maggie, la de las copias del piso ocho? ¡Ese Max! Le dije que tuviera cuidado porque la de la limpieza es bien metiche y de seguro los vio y fue con el chisme. Tan bien que iban las cosas con la Maggie, chinga. No te preocupes, yo le digo que sí hiciste tu chamba, que no se desquite contigo. No es justo, mano.

Me quedé mirando su rostro, mudo.

—Entonces, bro, sí le digo, ¿no?

—No, Aarón, gracias —repetí en forma contundente.

—¡Vale! Así le hacemos, carnal. No te preocupes, el viernes me lo voy a poner como chancla al wey por abusivo. Porque no se vale, ¿sabes? Que tú te esfuerzas y le trabajas duro y él con sus chingaderas. Bueno, te dejo. Tengo que ir con doña Chole a pagarle lo del desayuno.

Sonriendo, exitoso, se impulsó con los pies para rodar la silla hasta topar con su escritorio. Suspiré abatido. Giré hacia mi computadora y me puse a trabajar.

En cuanto terminé y envié nuevamente el reporte por correo, Lolita llegó a mi lugar. Se sentó con media cadera sobre mi escritorio, sosteniendo una taza de té.

—Ay, amigo, las injusticias, ¿verdad? Pero no te angusties, que Aarón ya va a abogar por ti, porque no es justo, corazón. ¿Recuerdas que a mí me pasó lo mismo cuando me exhibieron frente al consejo por lo de los porcentajes?

Traté de asociar las juntas recientes que habíamos tenido con la ocasión que Lolita mencionaba.

—¿Hablas de la junta del mes pasado? —la cuestioné dubitativo—. Según recuerdo solo se comentó que había que ajustar los porcentajes, pero… ni siquiera se mencionó tu nombre…

—¡Te digo! Me trataron como si hubiera llevado la empresa a la quiebra. ¡Fue horrible! Así, sin más, me humillaron, ¡frente a todos! Como si no supiera multiplicar —continuó, gesticulando con indignación.

Asentí con la cabeza y fruncí los labios, confundido.

—¿Te acuerdas de Paco, el de informática? Igualito le pasó. Se compró una computadora nueva en una venta nocturna, pero se la entregaron un mes más tarde y, además, ¡venía rota! Tuvo que levantar un reporte, ir directo con el proveedor como cinco veces, hasta que por fin pudo estrenarla casi tres meses después. ¡Nefasto!

No estaba seguro de la relación de lo que me contaba con lo anterior.

—Lolita… ¿a Paco le pasó lo mismo con Max o…?

—¡No! Lo que te digo es que no vaya a ser como lo que me contó Mary antier de su sobrina. La pobre. Se probó ese vestido, el que te conté, ¿te acuerdas?

—Sí, para su fiesta de graduación.

—¡Ese mismo! ¡Y no le quedó! Subió de peso por los nervios y ya no sabían cómo arreglarlo.

—Perdón, Lolita, no entiendo, qué tiene que ver Paco con…

—¿Paco? Creo que andas distraído, cielo. Mejor platicamos cuando estés más enfocado.

Y al decir esto, se resbaló del escritorio para quedar parada junto a mí. Luego, puso su mano libre sobre mi hombro mientras me dirigía una sonrisa repleta de conmiseración. Unos segundos después, con paso lento, se alejó negando con la cabeza, decepcionada.

Por la hora y el retumbar de mi estómago, decidí ir al comedor por un refrigerio y, de paso, despejarme un poco: podría ver en el celular un capítulo de la serie que había llamado mi atención unos días antes. Bajé por las escaleras para no toparme con nadie (que no me oiga mi psicólogo). Encontré una mesa vacía junto al ventanal. Acomodé mi teléfono, me puse el audífono derecho e iba a darle una mordida a mi sándwich cuando noté que se aproximaba Abril, una compañera de otra área a la que conocía de varios años.

—¿Por qué la cara larga? —inquirió, sentándose frente a mí.

—Por nada, solo estoy reflexivo, es todo.

—Vamos, cuéntame. Tal vez si te desahogas puedas ver las cosas con una perspectiva diferente.

¡Caramba! No recordaba que Abril tuviera este tipo de gestos tan amables. Sentí un vuelco en el corazón de agradecimiento y me dejé llevar por el momento.

—Pensaba en que hay días en que no me siento cómodo, no sé explicarlo; pareciera que no pertenezco, como si…

—¡Hola, chulada! —gritó la mujer frente a mí a alguien que iba pasando junto a nosotros, sonriéndole de oreja a oreja; la persona le regresó el saludo y continuó su camino—. Discúlpame, por favor, continúa.

—Sí, claro, no te preocupes. Te decía que en ocasiones parece que…

—¡Me debes cincuenta pesos, Gordo! No te vuelvo a prestar, condenado —Abril le recriminó a un tipo con sobrepeso que se acercó a saludarla con un beso y un abrazo.

—Ya, ya, mañana te los pago, guapa —le respondió el Gordo dándole otro beso en la mejilla y de paso guiñándome el ojo.

Abril regresó la mirada hacia mí, sonriendo.

—¡Perdón! Te prometo que te estoy escuchando. ¿Entonces?

—Bueno, te comentaba que a veces…

Sin embargo, noté que no me estaba viendo, sino que tenía su mirada clavada en un chico sentado a dos mesas de nosotros.

Suspiré e hice como si viera la pantalla de mi celular.

—¡Mira la hora! Tengo que regresar a mi lugar. Me dio gusto verte —mentí.

—¡El gusto fue mío! Me encanta ayudar. Si necesitas platicar otra vez, en serio, no dudes en buscarme, ¿sale? Ya sabes en qué piso encontrarme.

Caminé lo más rápido que pude envolviendo con la servilleta y la bolsa de plástico el sándwich intacto. Logré alcanzar el ascensor. Ahí estaba Víctor, el contador de mi área.

Hey, men. No te había visto. ¿Cómo te fue en la carrera? —me preguntó, al parecer, interesado.

Con el afán de no quedarme encerrado los fines de semana, mi psicólogo me recomendó hacer más ejercicio, por lo que de vez en cuando me inscribía a las carreras que organizaba la empresa.

—Bien, bien. Esta vez corrí la de dos kilómetros. No tuve tiempo de prepararme para correr más.

—La de dos, ¿eh? Cool. Yo corrí la de cinco. Ya sabes, hay que mantenerse en forma.

—Sí, claro. Espero organizarme para entrenar más días a la semana y entrar a la carrera del mes que entra. La de cinco que mencionas.

—Yo contraté a un entrenador personal que me va a llevar a la de diez kilómetros. Uno debe superarse a sí mismo, ¿no?

—Bueno, puede ser, aunque creo que lo importante es mantenerse sano.

—Sí, porque yo entreno a diario, ¿sabes? Y tengo un nutriólogo que me ayuda. Ya ves que hay que estar fit y qué mejor que te apoye un pro.

—Este… sí, como digas —contesté ya sin saber qué más decir.

El ascensor se detuvo en el quinto piso y ambos bajamos en silencio.

—¡Cuídate! Ojalá podamos coincidir en alguna carrera —se despidió en voz alta manoteando como si yo me encontrara muy lejos.

Regresé a mi escritorio y noté que alguien estaba sentado en mi silla.

—Hola, Juan, ¿cómo estás? —saludé al invitado sorpresa.

—Supe lo de Max —dijo con un tono lúgubre, distante, viéndome con la cara un poco agachada. Noté cómo se resaltaban las circunferencias negras que rodeaban a sus ojos escrutadores e intensos.

—Sí, ya le reenvié el reporte, solo me desespera un poco. Pareciera que no escucha.

—Háblale más fuerte —respondió de inmediato, con un dejo de obviedad en su tono.

—Más bien me refiero a que te pregunta algo y, cuando le respondes, pareciera no escuchar. ¿No te pasa?

Se quedó pensando un momento asintiendo con la cabeza mientras entrecerraba los ojos, brindándole a sus facciones un aire misterioso, casi tétrico.

—No. Pero puedes repetirle la pregunta, ¿qué no?

—O sea sí, solo que en ocasiones pareciera que no presta atención a lo que uno le dice.

—Mmmm… ¿Y si le hablas más fuerte?

Me quedé desconcertado. Su mirada se había tornado más lóbrega.

—Te digo que sí escucha, más bien es como si no hiciera caso.

—Ah ya. Podrías repetirle la pregunta. O hablarle más lento o con más volumen.

Suspiré como si intentara rellenar mis pulmones al haberse vaciado por completo.

—Sí… gracias, Juan. Un favor, tengo que terminar un encargo. ¿Platicamos luego?

En silencio se levantó, hizo un gesto parecido a una sonrisa, y se alejó arrastrando los pies con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón.

Un fuerte dolor de cabeza comenzaba a instalarse en mis sienes. Saqué de mi cajón una pastilla y la tragué con el agua de la botella que estaba junto a mi monitor.

—No creo que sea bueno que tomes tantas pastillas —escuché que me decía una voz detrás de mí, haciendo énfasis en la palabra «tantas». Al voltear, noté unos ojos saltones observándome.

—Me asustaste, Vicky. Me duele la cabeza, solo me tomé una pastilla —le respondí sin saber por qué me justifiqué ante ella.

—El otro día leí un reportaje donde decían que existe un gran número de muertes a causa de la automedicación —comentó muy seria.

—Supongo que sí. Lo bueno es que estas pastillas me las recetó mi médico.

—Dicen que el cincuenta por ciento de la población sufre de cefaleas por estrés. Deberías ir al doctor antes de que se te complique más, ¿eh?

—Sí, Vicky, gracias. Ya fui al médico y me recetó estas pastillas en caso de requerirlo.

—Porque la OMS publicó en su atlas del dolor de cabeza que tu enfermedad es de los trastornos que más existen a nivel mundial. Yo creo que sí es necesario que vayas al hospital a que te revisen. No vaya a ser… 

Sentí que las punzadas en las sienes y a lo largo de la frente se intensificaban, como si me apretaran la cabeza con demasiada fuerza. Además, comenzaba a sentir que me faltaba el aire. 

—Te ves mal. Deberías ir a la enfermería a que te chequen. Quizás sean tantos medicamentos que te tomas. Alguno podría estar haciendo reacción. Vamos, te acompaño. 

En un segundo me tenía tomado del brazo ayudándome a ponerme de pie. Comencé a sudar frío y a hiperventilar. ¿Qué me estaba pasando? Bajamos al primer piso por el elevador. La enfermera que me recibió tomó mis datos y signos vitales, y me preguntó si tenía algún médico al que pudiera contactar para preguntar sobre mi historial. Le brindé la información y salió presurosa. Me quedé sentado en el pequeño cuarto, esperando, sin comprender bien a bien lo que sucedía. 

Pasado un rato, la enfermera regresó y me preguntó cómo me sentía. A decir verdad, ya me encontraba bien, sin indicios de lo experimentado momentos atrás. Volvió a tomar mis signos y coincidió. Me recomendó visitar a mi médico, quien le confirmó que gozaba de buena salud. Por los síntomas, parecía un cuadro de estrés, nada de qué preocuparse. Suspiré aliviado. Vicky, tras dejarme ahí, había subido a avisarle a Max lo ocurrido. Este le pidió bajar mis cosas y proponerme que me fuera a descansar, aprovechando que era temprano. Le agradecí sus atenciones y salí del edificio no sin antes verificar la hora. Faltaban diez minutos para que terminara mi turno. «Grandioso», pensé. 

De vuelta en mi departamento, me recosté en el sillón de la sala y cerré los ojos, analizando los eventos que había vivido ese día y que, como concluí después, se repetían con frecuencia. Al final, supe de manera certera lo que tenía que hacer: 

Debía cambiar de psicólogo.

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