viernes, 30 de junio de 2023

Démeter y Perséfone

Ruth Rosales


No existe una madre que no pase un día en que no piense en sus hijos, pero sí existen hijos que pueden vivir creyendo que nunca tuvieron una. Por muchos años quise huir del yugo sobreprotector del ser que me trajo al mundo. Sus constantes sermones refiriéndose a mi superioridad sobre los hombres y el enfoque que tenía que poner en mis estudios para cumplir con mi propósito de vida, terminaron por asfixiarme. ¿No se daba cuenta que lo único que quería era ser una joven como todas las demás? Salir al centro comercial a perder el tiempo y coquetear. Ir a las fiestas y emborracharme hasta perder el sentido. Salir de excursión con mis compañeros de escuela, o solo chatear hasta la madrugada con un desconocido que conocí en alguna aplicación de citas. No. Eso estaba prohibido. Todo estaba controlado por ella. Me cuidaba con una obsesión enfermiza que terminó por crearme más velos ilusorios de los que ya tenía. Si. Yo quise ser esa hija que fantaseó con la idea de no haber tenido nunca una mamá.

Ahí está otra vez, sentada en las bancas de este decrépito centro comercial, rodeada de esas buenas para nada. Todas parecen maniquíes hechas en serie. Delgadas, mismo peinado, piel blanqueada a base de polvos y plastas de maquillaje y esas faldas, zanconas hasta las nalgas. Al lado están ellos. Babeando, viendo las piernas de esas niñas que se creen mujeres, posando cual muñecas de aparador. ¿Cuántas veces le he dicho que esto no es lo que la vida tiene proyectado para ella?

La he cuidado, he procurado ser más que una madre. Conmigo puede hablar de lo que sea. Hemos discutido temas que tal vez aún no son de su edad, pero para mí son de vital importancia. Necesito que esté preparada para enfrentarse a este mundo lleno de hombres que solo nos ven como objetos. ¿Por qué si le he dicho una y otra vez que enamorarse no es lo más importante ella sigue creándose castillos de algodón cimentados en el amor romántico, tóxico y asfixiante? Ni modo, no me importa, que se avergüence de mí. Me acercaré y me la traeré de las greñas si es necesario. Ella no es como las demás. Mi hija será la reina libre y soberana que todas deberíamos de ser.

Ahí está ella en la tienda de perfumes, cree que no la he visto. Se oculta detrás de las personas, de los espejos, de los aparadores. No confía en mí. Me sigue como una sombra que aparece ante el inevitable ocaso. Mis amigas se están tomando fotos y compartiendo las mejores en sus redes sociales. Se ríen, hacen videos cortos, los publican y esperan pacientes a que los chicos que están enfrente los vean en su celular y les den like. Mi mamá cree que no me doy cuenta, pero en verdad considero eso ridículo. No puedo esperar a salir de aquí, de este pueblucho disfrazado de ciudad.

Sueño con que ese hombre con el que llevo platicando meses en Bumble se anime a visitarme. Me ha mandado regalos espléndidos, es todo un caballero, un hombre de negocios hecho y derecho. ¡Ha de ser maravillosa su vida en Nueva York! Las fotos que me muestra de su penthouse en Manhattan son espectaculares. No me importa que tenga la edad de los padres de mis amigas. Yo quiero un rey, no como estos principitos de simulación que ni siquiera saben cómo acercarse a nosotras y andan como pendejos viendo sus publicaciones y haciéndose sueños guajiros.

Miedo.

Esa sombra que me ha acompañado desde que mi hermano me visitaba en las noches. Me sentía tan feliz de ser su favorita. Me mimaba, me cuidaba, me decía que era hermosa, hasta esa noche en que se acercó a mí con ese fuego inyectado en sus pupilas de gato. Sus manos tocando mi cara para después bajar a mis senos y aventurarse a mi entrepierna, me paralizaron encerrándome en esta cueva de la cuál no he podido salir.

No quiero eso para ti.

No me ha dicho nada desde que la tomé del brazo y la separé del grupo de sus amigas. Su rostro está inexpresivo y su mirada se me antoja ausente, perdida. Ya le pregunté si terminó con sus deberes de la escuela y ha respondido con un movimiento afirmativo de cabeza. Le pedí que me acompañara por un helado, de esos que tanto amaba de pequeña. ¿Dónde quedó mi bebé? ¿En qué momento creció y dejé de adivinar sus pensamientos y deseos?

Nos sentamos en las bancas que están al lado de la fuente llena de peces japoneses. Huele a lavanda, tal vez un poco de esencia que se escapa de la perfumería de enfrente. Observamos cómo las personas llegan, lanzan monedas, piden deseos y se marchan esperanzadas en que se cumplan sus sueños para hacer sus vidas menos miserables. Ella sigue callada. Su lengua va deshaciendo la mezcla de leche, crema, azúcar y saborizante de fresa que sostiene el cono crujiente cubierto de chocolate. ¡Cuánto desearía conocer aquello que le inquieta!

Le comento sobre mi día de trabajo y del viaje que estoy planeando para el verano. Este año quiero pasar todo el tiempo que pueda con ella antes de que se vaya a la universidad y deseo que sea especial. Sigue sin decir nada, solo asiente con la cabeza y continúa absorta en sus pensamientos. ¿Será uno de esos muchachos el que ocupa alguna parte de ellos? Desde muy chica le hablé sobre los cuentos que los hombres inventan para acercarse a las mujeres y enamorarlas. Le dije que se enfocara en trabajar en sus sueños, porque cualquier cosa que se propusiera lo iba a lograr. Tengo miedo de que termine como yo. Aunque cómo podría haber imaginado que sería mi propio hermano el causante de crearme ilusiones bizarras sobre lo que debería ser el amor. ¡Qué estupidez! Ella no es yo y su historia no será como la mía. Debo dejarla volar.

Finalmente se ha cansado y me ha dicho que regrese con mis amigas. No sin antes hablar con ellas y encargar su tesoro con otras adolescentes iguales o peores que yo.

Regreso a casa incómoda. Sé que va a estar bien, siempre lo está, pero hoy siento una tristeza que se me escapa a través de mis poros en forma de transpiración. No quise avergonzarla más. «Una hora y te regresas a la casa» fueron mis palabras sin recibir réplica alguna. El cielo se ha puesto de repente gris, típico de esta época del año. Recibir las últimas gotas de vida antes de iniciar el camino hacia la muerte. Se escucha a lo lejos el sonido imponente de los truenos que se acercan. Parecieran ser las trompetas del dios que anuncia su llegada y el exterminio de la humanidad. Eso sería mejor que sentir la constante angustia que me inflama el colon. Así se acabaría esta cacería sofocante entre ella y yo. Nos iríamos juntas a descansar, mi nena al paraíso y yo, tal vez tendría que purgar algunas culpas por toda la amargura fermentada que me hace matar a mi hermano una y otra vez con el mismo ritmo que marcaban las patas de la cama cuando él me robaba la inocencia aquellos días de orfandad. Maldita miseria que cría niños sin padres.

El sonido de una ambulancia se confunde con los gritos del cielo. Otra más, y otra, y otra. Ahora parece una sinfonía. ¿Están en el centro comercial?

Aunque no es oficial todo el mundo sabe que mi tío es mi papá, pero yo sigo haciéndome pendeja, mientras ella no se cansa de repetirme que no necesito a nadie más que a mí misma para ser feliz. Lo creo, pero yo quiero amar y sentirme amada. ¿Qué será estar con un hombre que te mime, acaricie y cuide, pero sobre todo que te dé la seguridad de un futuro abundante?

Estoy cansada de caminar por las tiendas y ver de lejos las vitrinas llenas de objetos hermosos que nunca serán míos. Aún recuerdo cuando jugaba con mi madre a probarnos todo lo que lucían los maniquíes. Nos poníamos los libros que solíamos llevar para leer al lado de la fuente sobre la cabeza, y desfilábamos como modelos frente a los espejos de los probadores de mujeres. Admito que era divertido.

Mi mamá, siempre tan sola, siempre tan acompañada de mí. No me compraba nada, pero concluía nuestra excursión con un helado mientras me repetía «ya te comprarás esto y más cuando crezcas, ponlo en tu mente, suéltalo al universo y confía». Muchos años lo creí, pero la realidad es que soy invisible.

Quiero irme de aquí, ser libre, y el dinero te da esa libertad. Si es necesario que me vean como consecuencia del brillo de un hombre, lo acepto. He llegado a dudar que todo lo puedo. La ilusión que mi madre ha sembrado en mí ya no la compro. ¿Cómo podría tener montones de dinero solo por mi inteligencia? ¿En qué momento ella se creyó esa historia incluso cuando se le han cerrado tantas puertas por ser mujer? Y peor aún, por ser madre soltera. La han tratado con caridad, está catalogada dentro del sector de «grupos vulnerables». Las que portan ese estigma nunca llegan a ser bien vistas, aunque demuestren una y otra vez lo capaces que pueden ser. No, yo no tengo por qué conformarme con ser la hija de la «minoría».

Le diré a mi Bumble daddy que me lleve con él a Nueva York. ¿Estará disponible en estos momentos? No ha contestado a mis mensajes. En el último que mandó hace dos días decía que me estaba preparando una sorpresa. El regalo que mandó la semana pasada es un sueño. Nunca había visto brillar con esa intensidad un diamante, aunque fuera así de pequeño. Puesto en mi cuello luce, sin lugar a duda, perfecto. Lástima que aún no lo puedo usar en público. Si mi mamá supiera, se moriría de tristeza. Yo también lo haría si me enterara que mi hija obtuvo una piedra preciosa mostrando sus pechos a un viejo millonario.

No ha llegado. Han pasado veinte minutos después de la hora acordada. ¿Le marco? No. No quiero parecer loca desquiciada llamándole a cada segundo. Pero en realidad no lo he hecho, se ha pasado el tiempo y ella debe saber que estoy preocupada. Le voy a marcar.

No contesta.

Llamo otra vez.

Suena, me manda a buzón.

Sabe que odio que no me conteste. Veo la aplicación del GPS en mi teléfono buscando su localización, y como siempre no se está actualizando. Me dice que se encuentra en un radio de cinco millas a la redonda del centro comercial. ¿Dónde estás? ¡Contesta!

Cuidarte es la única misión que tengo. Tal vez no he hecho bien mi papel de madre al sobreprotegerte demasiado, pero ¿dónde está la línea entre la asfixia y el enseñarte a respirar? Te alejé de tu padre porque si me hizo esto a mí, ¿qué no podría hacerte a ti?

Vuelven a oírse las ambulancias. Ahora no me queda duda. El sonido viene del centro comercial. No es normal. ¿Habrá pasado algo?

Voy por ti.

¡Qué sorpresa más inesperada! ¿Cómo sabía que estaba aquí? Luce más guapo en persona que en la pantalla. Apareció de la nada frente a nosotras. Mis amigas me miraron sorprendidas. Tomó mi mano y el retumbar de su voz oscureció el cielo. «Vámonos» fue su única palabra. Sin dudarlo tomé su mano y ahora estoy aquí, viviendo mi cuento de hadas. No le avisé a mi mamá, ¿estará preocupada? ¿Dónde dejé mi teléfono? No importa, regresaré por la noche, ya pediré perdón.

Él toma mi mano y me dice que me llevará lejos. Siento cómo mi estómago se emociona, pero al mismo tiempo algo me incomoda. Me dice que quiere hacerme su esposa. ¿Su esposa? Espera, ¿tan rápido? ¿Qué está pasando?

Escucho a lo lejos la voz de mi madre llamándome desesperada. Hace dos horas que debería haber llegado a casa. Él acaricia mi mano mientras tomamos bebidas burbujeantes en la parte trasera de su limusina. Es como lo había imaginado, pero no me siento del todo cómoda. Me gustaría que mamá estuviera aquí conmigo, ¿por qué? Si esto es lo que he estado buscando, ¿por qué ahora estoy pensando en ella?

Se acerca. Pasa un mechón de mi pelo detrás de mi oreja. ¿Son sus labios lo que estoy sintiendo? Pierdo la mirada, ya no siento sus manos, me entrego al vacío en esta oscuridad. ¿Es esta la cueva que mi madre tantas veces menciona cuando habla dormida?

Esto no está pasando. Esto no está pasando. Esto no está pasando. No, no debería estar diciendo esto en forma negativa. Estoy atrayéndolo. No, no puede estar pasando. No puedo. No puedo dejar de decirlo, porque no es verdad. No es verdad. Ese no es su celular roto. Las patrullas frente a la entrada. ¿Qué hacen esos policías ahí sin hacer nada? ¿Por qué no se mueven y cierran la ciudad entera? Regrésenme a mi hija. Y esas estúpidas ahí llorando. ¿Por qué no la detuvieron? ¿Quién es ese hombre con el que dicen que se fue? ¿De qué sirven tantas ambulancias si nadie está haciendo nada? Esto no está pasando. Esto no está pasando. No puedo respirar. El cielo me está comiendo, se cierra, me asfixia. ¿Dónde estoy? Siento cómo su cuerpecito se mueve dentro de mí. Me duelen los pechos. Siento la leche fluir. Mojo mi ropa. Mi cuerpo necesita alimentarla. ¡Tráiganme a mi hija! ¿Qué es este miedo que no reconozco? Es la ausencia de la nada. Inimaginable. No es ilusión. No es realidad. ¿Dónde estoy? Regreso el estómago, lo veo fluir por mi boca, mi nariz, para morir en el cemento. No hay nada más. Esas luces. Azul, rojo, girando, girando, girando, girando, girando. Voces a lo lejos, ¿qué dicen? No entiendo.

Estabas así de pequeña cuando te pusieron en mi pecho. Así, chiquitita, del tamaño de una sandía, pero con la consistencia de un molusco. Escurrido, amorfo y sin embargo vivo. Aprendí a cobijarte usando solo mi cuerpo. ¿Cómo hago ahora para abrazarte? ¿Cómo detengo al viento y le pido que me lleve hacia donde te encuentras? Voy por ti, donde quiera que te encuentres. Prometo no volver a dejarte sola. ¿Por qué no te arrastré a la casa conmigo? ¡Muévete! No puedo quedarme aquí.

Voy con el oficial, le exijo que me diga qué tengo que hacer. No entiendo lo que me dice. ¿Que espere? ¿Esperar a qué? ¿Se puede estar lo suficientemente sola en este mundo como para que te ignoren y nadie pueda venir a socorrerte? Debo pedir ayuda. No quiero. Busco su nombre en mi teléfono. Le marco a mi hermano.

Cuando despertó después de seis meses de estar en coma, su primera palabra fue mi nombre. Yo estaba ahí, junto a ella, tomando su mano. Nunca me perdoné no haberle avisado que me iba. Fueron tres meses en que me estuvieron buscando mientras yo me daba la gran vida en Manhattan con mi ahora Bumble husband, supongo que ya es hora de que deje de llamarlo así. El día en que por fin me digné a llamarle, su corazón no soportó la emoción y tuvo un paro cardiaco. Después de llevar meses sin comer, su cuerpo no lo resistió y los doctores tuvieron que inducir un coma para proteger su actividad cerebral y ayudar a la regeneración celular de sus órganos. Mi tío montó en cólera y obligó a mi marido a cubrir todos los gastos médicos y permitirme pasar temporadas con mi madre.

Ahora mi vida se parte entre ser una ama de casa de un rico empresario que no me deja salir a ningún lado y en cuidar a mi madre para que se recupere. Disfruto las tardes que pasamos caminando entre las calles de la ciudad y llegamos al parque para alimentar a las palomas. Para ella yo sigo siendo una niña. Sus ojos no han dejado de mirarme como lo hacían cuando jugábamos en el centro comercial. Termina siempre el paseo diciéndome: «Cuando te gradúes de la universidad, vas a poder comprarte un departamento al lado del parque». No ha aceptado que su hija está casada. No la culpo. Yo tampoco.

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