Roberto Murcia
Sé
que probablemente encontrarás muy extraña la descripción de lo ocurrido y no des
entero crédito a lo que voy a decirte, de cualquier manera deseo relatártelo. La
amistad que nos une desde que éramos niñas me hace sentirme cómoda confiándote
mis secretos íntimos. Aunque hemos hablado antes sobre mi relación con Astor no
te he explicado las razones de nuestra ruptura y de lo que sucedió después. Quisiera
que comprendas mi situación actual y puedas juzgar por ti misma si son o no correctas
las acusaciones que me hacen individuos sin escrúpulos que no están al tanto de
lo que en realidad pasó. No busco excusarme, pues sé muy bien que actué de modo
inapropiado, pero tampoco soy el monstruo que ellos pretenden.
Cometí
errores, lo admito, soy un ser humano proclive a ellos, no obstante, en mi
descargo deseo mencionar que fui víctima de las circunstancias; que son en
extremo fuera de lo común como podrás comprobar. Estas me fueron atrapando en sus
redes de forma gradual, sin que me diera cuenta, hasta asfixiarme por completo.
Vivo una pesadilla. Otros pueden despertarse y dejar atrás lo soñado, yo, en
cambio, jamás me veré libre de la infamia. Me perseguirá a donde vaya cual
costra pegada a la piel o un tatuaje en la frente.
¿Por
dónde comenzar? Creo que es preferible iniciar desde el momento en que nos
conocimos para que te hagas una imagen más exacta de los hechos. Mi primer encuentro
con Astor ocurrió cuando inicié mis clases en la universidad, ya que éramos
compañeros en algunas materias de estudio. Fue una época de mucho ajetreo, un
nuevo ritmo de vida, nuevas amistades. Yo venía de un pueblo pequeño y debí
adaptarme a muchos cambios: vivir sin mi familia, en una residencia
universitaria para estudiantes, cocinar mis propios alimentos o comer lo que
encontraba disponible y me permitían mis limitados recursos.
Ese
día, después de una noche de insomnio, llegué tarde a clase y al entrar no
podía encontrar un asiento libre. Él reparó en mi turbación y me señaló uno al
lado del suyo. Se lo agradecí y al terminar la hora intercambiamos unas
palabras. Como suele suceder en estos casos, nada parecía presagiar lo que
habría de pasar entre los dos con posterioridad. Luego de coincidir un par de
veces me di cuenta de que no le era indiferente, pero eso nos ocurre a las
mujeres con frecuencia, así que no le di mucha importancia. Aunque Astor era
bien parecido y me impresionaron su cabello negro y la profundidad de sus ojos,
en un inicio no lo consideré en el plano romántico.
El
periodo académico siguiente no coincidimos en clases, no obstante, ambos
teníamos varios conocidos en común y nos encontrábamos en reuniones. Cuando conversé
con él despertó mi asombro. En apariencia era un chico normal, con éxitos y
fracasos, penas y alegrías, sin embargo, en el fondo de su alma, yo adivinaba
una sombra que se asomaba como al sondear un abismo oscuro. Era cual si
sostuviera una pesada carga que lo agobiaba. A pesar de haber intimado con él
durante los años que duró nuestro noviazgo siento que en realidad nunca lo
conocí por completo. Siempre hubo detalles que permanecieron en el misterio.
Él
me invitó a salir. Yo no quería involucrarme en una relación romántica en ese
período de mi vida. Mi experiencia con mi primer novio, que ocurrió un año
antes cuando vivía en mi pueblo, no fue buena, me causó mucho sufrimiento y bajé
de peso —eso no significa que el perder algunas libras haya sido tan malo, mas
sí la forma en que las perdí—. Por ello solo deseaba concentrarme en los
estudios. De manera que un nuevo noviazgo no existía en mi radar. Consideré que
de momento lo más juicioso era mantener una amistad con él por mientras mi
corazón se recuperaba y estaba listo para algo más. Sin embargo, él fue
paciente, salimos por varios meses. En una ocasión, regresando del cine, me
acompañó a casa. Al despedirnos, nos besamos y en breve estábamos en mi cama
haciendo el amor. Así comenzamos lo nuestro, aunque en mi opinión yo era la que
me esforzaba por sacar adelante la relación. Nos veíamos después de asistir a clases
y con frecuencia se quedaba a dormir conmigo. Su compañía me ayudó, pues como
te he comentado, no me gusta estar sola.
En
esa época conocí a Aima. Al principio no reparé en ella, era una chica más
entre las muchas que corrían de un edificio a otro de la universidad. Más tarde,
cuando tuve la oportunidad de conversar con ella, advertí que su rostro y el de
Astor eran muy similares. Sus facciones, el cabello negro, grandes ojos azul
marino, en fin, se podría conjeturar que fueran hermanos, salvo por hecho de
que —según ellos afirmaban— ninguno los tuvo.
Pude
deducir de nuestras conversaciones que los progenitores de ambos murieron
durante su niñez, después de permanecer en distintos orfanatos fueron adoptados
por parejas sin hijos y no tenían parientes conocidos. Sus padres adoptivos también
habían fallecido. A él no le agradaba hablar de los sucesos de su infancia —decía
que no quería vivir en el pasado y que por eso olvidaba lo que sucedía tan
pronto ocurría—, pero me confió que sufrió abuso físico y mental en el orfanato
al que lo enviaron, hasta que lo adoptó una pareja que lo rescató de ese
ambiente nocivo. Ella pasó dificultades semejantes. ¿No es extraño que
compartieran tantas coincidencias? Y no serían las únicas.
Aparte
de sus rasgos faciales similares, descubrí que participaban de gustos comunes en
materia de lecturas, comidas e inclusive expresiones, como cuando se tocaban la
frente en señal de sorpresa; asimismo, ambos tenían la manía de no dejarse
fotografiar. Sin embargo, diferían en su temperamento. En ese aspecto eran muy
diferentes: Astor era taciturno, con tendencia a deprimirse y aparentaba estar
preocupado por algo todo el tiempo; no era sociable, si se le dejaba a su libre
albedrío, prefería relacionarse solo con su círculo de amigos íntimos. No era
muy cuidadoso en su forma de vestir —al igual que otros hombres, se ponía lo
primero que encontraba en el guardarropa—. Con frecuencia era yo quien le
sugería que comprara nueva ropa.
Aima,
en cambio, era alegre, con un fino sentido del humor, amigable, delicada, dulce,
vestía con pulcritud y cuidaba hasta el último detalle de su apariencia, como
sus uñas de manos y pies, las que de invariablemente lucían pintadas de acuerdo
con el atuendo que llevaba ese día. Algunos chicos la llamaban la muñeca por su
extremo cuidado al vestir. Un apelativo que a ella no parecía desagradarle. Comenzó
a frecuentar nuestras reuniones y, en consecuencia, ella y Astor compartían los
mismos amigos, por lo que estos comenzaron a hacer chanza de la similitud entre
ambos.
Lo
curioso es que, a pesar de todas las oportunidades que tuvieron de coincidir,
dada la afinidad de amistades, no fue posible que se conocieran. A veces, cuando
estábamos en un restaurante o en el apartamento de uno de los camaradas, ella se
mostraba minutos después de que él se había marchado y viceversa. Al
preguntarles si se habían encontrado en el camino, ambos lo negaban.
Las
similitudes entre ellos no dejaban de asombrarme. Mientras recogía las fechas
de nacimiento de mis allegados —una iniciativa mía para conocer de antemano
nuestro natalicio y que pudiéramos felicitarnos mutuamente—, descubrí que
nacieron el mismo día y año, el 27 de abril de 1971. Al enterarnos de que sus
cumpleaños coincidían hicimos bromas sobre el asunto e intentamos que
celebraran ese día juntos, mas fue en vano. Si uno estaba disponible, el otro
no.
En
una oportunidad hablamos con ella para explorar su agenda y al fin convinimos
en la fecha de mi cumpleaños. Astor asistiría, ya que era muy importante para
mí, y llegó puntual a la cita. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Hice
todos los preparativos, la limpieza, unos bocadillos, coloqué los platos y
vasos y puse al horno el plato principal. Dos de los invitados traerían bebidas
y Amanda el postre. ¿Te acuerdas de ella? Tú la conociste cuando me viniste a
visitar. Recién llegaron, comenzamos a tomar unos aperitivos y en poco tiempo
estábamos achispados, contábamos chistes y nos reíamos. El aroma de la lasaña
que cocinaba en el horno provocaba que se nos hiciera agua la boca. En resumen,
la estábamos pasando divino.
Luego
de un rato, Federico, uno de los chicos, preguntó: «¿Qué pasó con Aima? ¿No
dijo que vendría?». En medio del jolgorio se nos olvidó que había prometido
venir. «La verdad no tengo la menor idea» respondí. Alguien sugirió que pudo
pasarle algo, pero no quisimos llamarla, pues no deseábamos ser indiscretos. Después
de largo rato recibimos una llamada telefónica de ella en la que se excusaba de
asistir por un inconveniente de último momento.
No
se podría afirmar que alguno de ellos se negara de manera explícita al
encuentro con su contraparte, aun así, una gran cantidad de circunstancias
fortuitas lo impidieron. Me consta que al menos en algunas ocasiones la reunión
se vio frustrada por eventualidades ajenas a su voluntad, como cuando Astor
debió partir minutos antes de que Anima arribara porque lo llamaron de su
trabajo debido a un incidente imprevisto y urgente que requería su presencia.
Este no fue un proceso de días, ni meses, sino de varios años en los que todo
intento de reunirlos fue infructuoso. Con el transcurso del tiempo comprendimos
que ellos no podían conocerse, por razones que ignorábamos. Lo que fue motivo
de bromas se convirtió en un hecho cotidiano, así que terminamos por desistir
de nuestro propósito y aceptamos su incompatibilidad de horarios como una
realidad fáctica.
Luego
de varios años, Astor y yo nos graduamos y conseguimos trabajo. Él trabajaba
desde que era estudiante, yo después que me gradué. Nos quedamos a vivir en la
ciudad, pues sabíamos que en ella encontraríamos mejores oportunidades
laborales. Además, todos nuestros contactos y amistades vivían aquí. Habíamos
hablado de matrimonio, o más bien yo traje a colación el tema, ya que él no
parecía considerar esa posibilidad. Respondió que por él estaba bien si nos
casábamos. A pesar de que me resulto chocante su falta de entusiasmo, llegué a
la conclusión de que era parte de su naturaleza el ser tan poco efusivo.
En
una ocasión, mientras le ayudaba a colocarse el abrigo, observé que Astor tenía
un lunar en la nuca en el cual no había reparado antes, cerca
de la línea donde inicia el cuero cabelludo. Semejaba un corazón de coloración
rojiza. Entonces surgió en mí la idea de corroborar si Aima poseía uno similar.
Debido a su cabello largo que le cubría el área, no era posible hacerlo sin que
sospechara mi intención. Ya que consideré que podría negarse, decidí esperar un
momento apropiado.
La
ocasión llegó en una visita que hice a su apartamento. Luego de conversar y tomar
un aperitivo, le sugerí que quería cepillar su cabellera, que era muy hermosa,
lacia, suave al tacto y le llegaba casi hasta la cintura. Al levantársela con
cuidado pude observar su cuello con detenimiento, no podía dar crédito a lo que
veía: un lunar tan parecido al de Astor al grado que eran indistinguibles uno
del otro. ¿Qué probabilidades habría de que algo así ocurriera por azar?
Al
encontrarme con Astor le expresé mi sorpresa al enterarme de que Aima tenía un
lunar de semejante forma, color y ubicación al suyo. Dijo que los lunares son
tan comunes que inevitablemente habrá muchos similares. Así que terminé por aceptar
su explicación. Después, Aima le confió a una amiga común que sentía pavor ante
la presencia de aves. Un temor patológico inusual. Por si fuera poco, resulta
que Astor tenía la misma fobia. En una ocasión un compañero le pasó una pluma
de ave por la cara y casi le da un ataque. Otra coincidencia en la larga lista.
Con
el trascurso del tiempo, la boda no se concretó. Cuando pedía que fijáramos la
fecha de la ceremonia, él salía con un pretexto: no teníamos suficiente dinero,
era mejor esperar y un sinnúmero de razones. Lo que era evidente es que él no
se sentía preparado para dar el gran paso. Le di un ultimátum, le dije que si
en realidad me amaba debíamos casarnos en ese año. Él argumentó que no le
gustaba que lo presionaran, que eso lo hacía sentirse atrapado. En los días siguientes
comenzó a faltar a nuestras citas. Siempre había una excusa, un compromiso,
tenía que reunirse con sus compañeros de trabajo, en fin, cualquier evento le
impedía venir a verme. Como era de suponer, la relación sufrió las
consecuencias. Juzgaba que él no se la tomaba en serio. Su indiferencia me
lastimaba.
Pensé
que alguien más se interponía entre los dos. Las discusiones comenzaron a
separarnos. Le pedía cuenta de sus acciones y con quien se reunía. Si se
relacionaba con otras, yo exigía me diera los pormenores de lo que hablaban. Con
frecuencia miraba intenciones románticas en las pláticas que me relataba. Él lo
negaba y afirmaba que me hacía daño a mí misma sin razón. Desconfiaba de lo que
me decía. Verificaba cada detalle con amigos y conocidos siempre que podía.
Intenté llevar una agenda de sus movimientos: la hora en que se levantaba, con
quién y dónde se encontraba cuando no estaba conmigo. Comencé a ver lagunas en
su recuento de actividades y eso me hizo sospechar. Deduje que su indiferencia
se debía a que había otra chica en su vida. Sé que no estuvo bien lo que hice,
pero una mujer enamorada comete desaciertos. Los celos nos hacen distinguir
fantasmas en donde solo existe el vacío.
Llegué
a la conclusión que Aima tenía algo que ver en nuestro distanciamiento.
Simplemente, no podía creer que no se hubieran encontrado antes. Toda la
patraña de que no podían coincidir en el mismo lugar debía ser una mascarada
urdida con el propósito de engañarnos. Eran similares en tantos aspectos que
debían estar predestinados a conocerse. Supuse que se entendían y veían a
escondidas porque no deseaban que estuviéramos juntos los tres para no revelar
sus sentimientos frente a mí —dicen que el amor no se puede esconder—. Sospechaba
que eran amantes y él me lo ocultaba. En mi imaginación los miraba haciendo el
amor y esa visión me resultaba insoportable.
Las dudas que me atormentaban eran un cáncer
que se regaba por mi cuerpo. Una tarde nefasta en que estábamos en mi alojamiento,
no pude más, le pregunté a Astor si tenía otra mujer. Él miró con sorpresa y lo
negó. Lo interrogué sobre si tenía una aventura con Aima. Él, ostensiblemente
incómodo, expresó que no era así. Debí detenerme en ese instante, pero la
opresión que sentía me obligó a seguir adelante en mi propósito.
Le
exigí que tuviéramos una reunión con ella para que esta me lo aclarara. Se
molestó y dijo que, si yo desconfiaba tanto de él y lo consideraba un mentiroso
e infiel, era mejor terminar nuestra relación. Me sentí frustrada y sin meditar
mis acciones le lancé una tasa en la que tomaba café, que le dio en la cabeza.
La sangre brotaba de su frente y se esparcía por su rostro. De inmediato me
arrepentí de lo que hice y le di un pañuelo para que detuviera la hemorragia y
le pedí que me perdonara. Sus encolerizados ojos me miraban con fijeza mientras
permanecía en silencio. Tuve la impresión de que se estaba conteniendo las
ganas de golpearme. No aceptó mis excusas. Se largó de mi apartamento tan
pronto como pudo.
Con
posterioridad, lo llamé por teléfono, no respondió. Al fin me envió un mensaje
en que me decía que, debido a lo sucedido, no existía ninguna posibilidad de
reconciliación, que, por favor, no intentara comunicarme con él de nuevo. No volvimos
a tener una plática amistosa. Cuando por casualidad coincidíamos en algún
lugar, se marchaba en el acto como si huyera de la peste. Lloré durante muchas
noches sin poder dormir, pues no podía concebir la vida sin él.
Sentía
que me había herido en lo más hondo de mi ser. Me parecía verlo si encendía la
televisión o caminaba por la calle. Para colmo de males salí embarazada. Debió
ocurrir en una de las últimas ocasiones que pasamos juntos. Según mi ginecólogo,
debido a mi padecimiento de ovario poliquístico no era probable que quedara encinta,
por lo que me descuide. No se lo dije a él, ya que consideré que no debía
atarlo a mí si él no lo deseaba y tampoco estaba preparada para ser madre
soltera. No quise informar a mis padres, pues son muy conservadores y no
aprobarían mi embarazo ni la decisión que habría de tomar. Sola y sin apoyo, no
tuve más opción que abortar.
Puesto
que creía que Aima sostenía una relación con Astor, me preguntaba que vería en
ella que yo no tenía. Comencé a vestirme y actuar como la que consideraba mi
rival y la culpable de la desgracia que estaba pasando. Buscaba asemejarme a
ella para gustarle de nuevo a él. Incluso compré unos lentes de contacto azules,
pero todo fue en vano. No volvió a fijarse en mí ni a preguntar por mí a nuestros
conocidos. Dejó de frecuentar el círculo de amistades que compartíamos —asumo
que no quería encontrarse conmigo— y desapareció de mi vida sin más.
Después,
mis amigos me informaron que él seguía como si nada hubiera ocurrido. En las
ocasiones en que lo vi de lejos, además de ignorarme, se mostraba tranquilo. No
lograba comprender cómo alguien que me había amado podía desentenderse de mí
sin que esto le causara pesar alguno. Lo que antes era cariño se transformó en amargura
y odio. Deseé provocarle daño, hacerle pagar por el tormento que me causaba. Ansiaba
desenmascararlo para demostrar que tras su apariencia de inocencia escondía algo
bajo o despreciable.
Mientras
tanto, me pareció que Aima también me evitaba. Cuando me la encontré y la
invité a visitarme, adujo que tenía mucho trabajo y no podía reunirse conmigo. Durante
la conversación comenté de pasada mi ruptura con Astor para provocar una
pregunta de parte de ella, sin embargo, no mostró curiosidad o interés por
saber más. Consideré la eventualidad de que no estuviera enterada de lo
sucedido, pero concluí que era más factible que fueran amantes y por esa razón
no deseaba tocar el tema. Me propuse investigar lo que pude sobre ella, mas fue
inútil: nadie conocía su pasado.
Entonces
ideé un plan para salir de mis dudas. La argucia que vino a mi torturado
cerebro y que se fue apoderando de mi voluntad, fue la de reunirlos sin que
ambos supieran que su contraparte estaría en el lugar en cuestión. Al ignorar uno
la presencia del otro, esperaba lograr que se reunieran por fin y de esa manera
confrontarlos y aclarar la situación de una vez para siempre.
Ya
que Astor y yo estábamos distanciados, decidí que necesitaba un cómplice si pretendía
alcanzar mi objetivo, así que le participé mis intenciones a Christian, un conocido
común. Sabía que este tenía interés romántico en mí y juzgue que podría persuadirlo
para que me ayudara. Le expuse la necesidad de esclarecer el vínculo entre Astor
y Aima. Que para mí era indispensable a fin de seguir adelante con mi vida. En
un principio dijo que no le parecía buena idea, que él podía actuar de forma
violenta al verse engañado y no quería problemas. Yo insistí, hasta que por
último tuve que acostarme con él para convencerlo.
Convinimos
en un día viernes en que ambos estarían libres. No descuidé ningún detalle. Christian
se reunió con Astor y, puesto que este último coleccionaba monedas antiguas, le
hizo creer que un coleccionista vendría a su apartamento a mostrarle un lote de
denarios romanos que le habían ofrecido a un precio de regalo, y lo invitó a
acompañarlo. Christian lo llevaría a su piso, que ni Astor ni Aima habían
visitado antes. Christian —quien también conocía a Aima— la citó una hora más
tarde con el pretexto de que precisaba informarle sobre un asunto de suma
importancia que solo podía confiarle en persona. Le dio la dirección y ella
prometió que llegaría.
Cuando
se acercaba el momento esperé con ansia a que acudieran. Me escondí en la
habitación contigua desde la que se podía divisar la calle y el portón de
entrada del edificio a esperar su llegada. Miraba mi reloj de manera continua
hasta que se aproximó la hora de la cita. Cada segundo que pasaba era una
eternidad. Por fin aparecieron Astor y Christian que se aproximaban. Luego oí ruido
en el interior del apartamento. Fui
hacia la puerta de mi cuarto y puse con cuidado mi oreja sobre ella. Escuché que
conversaban.
Según
habíamos convenido, Christian se encargaría de entretener a Astor convidándolo
a una bebida y bocadillos. De pronto estalló una tormenta con relámpagos que
iluminaban la noche. Consideré la eventualidad de que Aima no se presentara,
pero razoné que no había señales de lluvia más temprano y, por lo tanto, ya
debía estar en camino. Corrí hacia la ventana. Afuera se apreciaba un diluvio.
El
tiempo transcurría y temí ver mi plan frustrado. Me tranquilicé cuando vi que Aima
se aproximaba caminando rápido mientras se cubría con un paraguas. Regresé a la
puerta y la entreabrí con cuidado. Habíamos previsto que Astor se sentara de
espaldas a la ubicación en que yo me hallaba, así que no hubiera podido verme a
menos que se volteara por completo. Desde allí podía divisar por donde esperaba
que Aima ingresara.
Enseguida
sonó el timbre. Seguro era Aima. Christian se dirigió hacia la entrada. En el
instante en que esta se abría, se escuchó un trueno, que a juzgar por el
estruendo que hizo, debió caer cerca. De manera instantánea la luz se apagó y
reinó la oscuridad. Pensé que era el evento más inoportuno que podía pasar y
maldije mi suerte. En medio del silencio que apenas interrumpía el goteo de la
lluvia, retumbó una voz profunda. Aunque similar al tono de Astor no parecía
provenir de un ser humano, dijo: «Eres tú quien me ha matado». Tuve la
indeleble impresión de que se refería a mi persona.
Después
de unos segundos se restableció la iluminación. Miré la silla en que instantes
atrás se encontraba Astor y con extrañeza comprobé que ya no estaba allí. En el
umbral del apartamento, Christian miraba horrorizado hacia el piso sobre el que
yacía Astor inerte. Al voltear el cuerpo no respondió a nuestros intentos por
reanimarlo. Revisamos si aún respiraba y si tenía pulso. No mostraba señales de
vida, así que llamamos una ambulancia. Al llegar, los paramédicos procuraron
sin éxito resucitación cardiopulmonar. En el hospital se decretó que había
fallecido. Christian afirmó que no alcanzó a ver quién tocó el timbre, no
obstante, en la penumbra le pareció distinguir una figura que ingresó al lugar.
Más
tarde, Christian y yo fuimos detenidos e interrogados por las autoridades,
quienes no creyeron nuestra versión de los hechos. Con posterioridad, varios
testigos declararon que Aima entró al inmueble, mas nadie la vio salir. Se examinaron
las cámaras del edificio que mostraban la entrada de Christian acompañado de
Astor y, luego de una hora, la de Aima, sin embargo, no se observó que esta saliera.
Se interrogó a los inquilinos y se buscó en toda la edificación y no pudieron
dar con su paradero. Ella no volvió a su alojamiento, en el que dejó todas sus
pertenencias, y hasta la fecha no hay indicio alguno de que se haya marchado a
otro sitio. Desde entonces la policía ha intentado localizarla sin éxito. Parece
que se la hubiera tragado la tierra.
Como
te imaginarás, sufrí mucho al estar detenida por sospecha de asesinato, nadie
parecía dispuesto a aceptar nuestro testimonio. Dado que el forense dictaminó
que la muerte de Astor se debió a causas naturales —un infarto al miocardio— no
se presentaron cargos en contra nuestra y fuimos liberados. Astor nunca
mencionó que padeciera de algún mal ni se aclaró la razón de tan extraño evento
en un individuo joven y saludable. La noticia apareció en los medios y
Christian y yo hemos sido objeto de escarnio público, rechazados por amigos y
conocidos. Sufrimos persecución y acoso a consecuencia de lo que sucedió. Algunos
hasta nos culpan de la desaparición de Aima.
Ahora
que conoces mi versión de lo que sucedió, quisiera que comprendas lo mucho que
he sufrido por causa de esta situación. Te juro que mi descripción de los
hechos es absolutamente apegada a la verdad. Comprendo que es una historia
insólita, ni siquiera yo le encuentro sentido, pero ¿no sería más fácil
inventar una que fuera verosímil si tuviera el objetivo de mentir? Christian
puede corroborar lo ocurrido aquella noche y así lo ha hecho cuando se ha
presentado la oportunidad, no obstante, nadie parece estar dispuesto a creernos.
No he escondido o minimizado mis errores para presentarte una imagen más benigna de mi persona y ganar tu simpatía en cuanto a este asunto: sé que los cometí y debo vivir con ellos. No era mi propósito que Astor muriera, por lo que no me considero responsable directa de su fallecimiento, sin embargo, estoy consciente de que actué mal. Aunque me arrepiento de lo que pasó, no puedo hacer nada al respecto, ya que no es posible cambiar el pasado. Espero que no me juzgues mal. Lo que hice fue por culpa de un amor que me atormentaba, producto del despecho, no para causar su muerte.
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