Marcos Núñez Núñez
En casa leía el último capítulo de El Evangelio según
Jesucristo, una novela de Saramago
que narra la vida de un Jesús al que le gustaba el sexo con María Magdalena,
algo que a mí me tenía entretenido. Como fondo sonaban los Beatles y
hacían una extraña combinación con mi lectura que fascinaba. Sin darme
cuenta ya habían transcurrido tres horas, disco tras disco, página tras página,
pero apenas comenzaba a oscurecer. Sentado en el sillón meditaba mi lectura
cuando alguien tocó la puerta, no esperaba a nadie. Apagué el tocadiscos, abrí,
ante mí apareció la vecina del piso de abajo, quien al verme dijo sonriendo y
denotando pena:
—Buenas tardes,
quisiera hablar con usted, lo he visto subir y bajar las escaleras, no me
atrevía venir hasta aquí ―dijo mientras se acomodaba el cabello lacio detrás de
su oreja derecha.
Su bolso, del cual asomaba un libro
de pasta dura, delató que traía intenciones de platicar sobre su religión.
Quise negar el acceso, mas la influencia del Saramago que estaba leyendo me
hizo acceder.
—Pásele, vecina ¿En qué le puedo
servir?
—Espero no quitarle tiempo ―expresó
al sacar el libro, vi de reojo que en su portada negra decía: "Santas
Escrituras".
—No se preocupe ¿Quiere un poco de
agua o refresco?
—Agua, si es tan amable.
Fui al refrigerador, saqué la jarra
y serví en dos vasos. Aquella mujer sentada en el sillón parecía de buen ver si
no fuera por la falda larga y la blusa gris abrochada hasta el cuello. Al
regresar le coloqué el vaso en la mesa.
—Díga ¿Para qué soy bueno?
—Me llamo Lourdes —respondió mirando
mi librero— Veo que le gusta leer, tiene muchos libros. Ése que está sobre la
mesa ¿Es evangélico?
—Yo soy Genaro, ese libro es una
novela y se hace pasar por evangelio —contesté; luego bebí de mi vaso.
―Y también tiene muchos discos
―señaló aquellos que estaban al pie del librero.
―Sí, bueno, son ciento trece discos,
realmente no eran míos, pero los heredé porque...
—Señor Genaro ―interrumpió Lourdes― espero
no se inquiete, vine a dejarle un mensaje de vida. No se ofenda, creo que usted
no debería leer y escuchar esas cosas, son cosas triviales, mejor es guiarse
por nuestro Señor con su libro.
Esa afirmación me inquietó, sin
embargo me contuve y traté de seguir la corriente.
—Tengo una Biblia, no es como la de
usted, es otra edición, la he leído varias veces —intervine— algunas cosas que
dicen los cuatro evangelios tradicionales son debatidas en esta novela.
—¿Ya
ve? Sólo van contra la palabra verdadera. Le aconsejo que busque la razón de su
existencia, tome el camino que le garantizará la eternidad en el paraíso.
Sus palabras no me estaban
agradando, pero la dejé hablar. Ella en cambio se desenvolvía de una forma segura.
Fue en ese entonces que sentí el olor de su perfume.
—¿El paraíso? —dije de repente.
—Mire Genaro, nuestra estancia en la
tierra es efímera y llena de penas, lo mejor es refugiarnos en Jehová. Si le
contara cómo ha sido bueno para mí, cuando se fue mi esposo, ay, si tan solo le
contara... Lo que quiero decirle es que las santas escrituras son el camino al
paraíso. Cuando llegue el día del juicio, sólo los justos conocerán la promesa
divina.
—Es cierto, su esposo se fue; de
repente ya no los vi subir juntos las escaleras del edificio, antes escuchaba
el eco de sus tacones y sabía que se trataba de ustedes. Recuerdo que varias
veces los saludé y usted en ocasiones correspondió sonriente ¿Recuerda? —inquirí
al recargarme en el sillón.
―Sí lo recuerdo, vecino, usted
siempre ha sido amable.
―¿Dónde
está él?
―¿Mi
esposo?
—Perdone, creo que la inquietó mi
pregunta.
—Descuide, Genaro, para nada. Hace
un año que él se fue a los Estados Unidos, manda dinero y escribe. Recién había
muerto nuestro bebé cuando tomó la decisión, para entonces ya nos habíamos peleado
tres o cuatro veces, hasta hubo golpes.
―¡Claro!
Recuerdo que usted estaba embarazada. Qué cosas tan difíciles le han pasado,
Lourdes, agradezco su confianza.
―Me
hace bien, vecino, a veces es bueno sacar lo que incomoda; fue durísimo para
nuestra relación, sin duda, no lo soportamos y por eso se fue. Ahora él no sabe
que predico la palabra de Jehová. Imagínese, un año...
―¿En
qué parte de Estados Unidos está?
―En Los Ángeles, allí trabaja
―respondió mirándome a los ojos.
—Lamento
lo que dice, usted sí que ha sufrido —opiné mientras pensaba que debajo de su
blusa podía haber una piel tan suave que mis dedos disfrutarían. La verdad creí
que Lourdes no había subido a mi departamento nada más para hablar de las
Santas Escrituras, supuse que buscaba algo más, pero no estaba seguro, porque
tal vez deseaba conversar con alguien. No niego que por un momento dudé, ella
apenas me conocía a pesar de que nos habíamos topado en el edificio por más de
diez años. Sofía aún vivía y Lourdes tenía a su esposo, antes no podíamos acercarnos para
hablar, ahora las cosas se planteaban diferentes y yo acaba de leer una obra
con matices eróticos. Eso pensaba mientras ella hablaba.
—Lo peor es que hace tres días
volvió mi prima Hortensia y dijo que lo vio en un restaurante, abrazando a una
rubia que le dicen la Pebeta.
—¿En
serio? ―respondí al salir de mi distracción.
―Sí,
y no sé qué pensar, es mi esposo.
―Ha
de ser argentina.
—Tal
vez. Hortensia dijo que hablaban español y que se manoseaban.
Un
breve silencio se apoderó de nosotros. Sólo así alcancé a escuchar el bullicio
de la calle. Advertí el rojo de la tarde que se dejaba sentir desde la ventana
y sus cortinas blancas. Pensé que vería desde la azotea una hermosa puesta de
sol, y si tenía suerte sería testigo de cómo un avión lo cruzaba al descender
en el aeropuerto. No podía ver todo eso, porque frente a mí Lourdes estaba
callada mientras me recorría de arriba para abajo con sus ojos verdes. Por un
momento estuve nervioso al ser observado y ella pareció darse cuenta.
—Lo
siento, de verdad. Espero que no se vaya a ofender, usted parece buena persona
y no merece que la traten así ―dije para dejar el silencio.
Lourdes
bajó la mirada.
—Disculpe
Genaro, yo sólo vine a hablar de Jehová con usted y...
No
pudo contener el llanto, Lourdes intentó cubrirse el rostro con la Biblia, pero
después bajó las manos. Se dejó llevar por lo que sentía y eso me volvió a
poner incómodo. Aun así yo sentía el olor de su perfume, suave y relajante, de
jazmín. Vi su rostro húmedo aunque ella se agachaba para que el cabello lo
cubriera. Después las lágrimas cayeron en su falda negra y vi cómo se mojaba. El
sollozo se oía leve, como si estuviera acostumbrada a hacerlo para que nadie la
escuche.
Me
senté a su lado y ella recargó la cabeza en mi hombro. La abracé y sentí su
cuerpo delgado, casi frágil. Después de unos minutos de estar en esa postura
levantó su rostro, fue entonces cuando no resistí besarla. Lourdes accedió y
eso confirmó mis sospechas, ella había venido por algo más. Mientras nos
besábamos, levanté su Biblia y la coloqué junto al Saramago en la mesa. Así nos
mantuvimos durante largo rato, conociéndonos, hasta que la noche por fin nos
envolvió. Lo que puedo contar de ese momento es que también confirmé lo de su
piel, era un deleite para mi cuerpo.
—Genaro,
creo que esto no está bien —dijo a oscuras y su voz pareció relajada, como si
se hubiera quitado un peso de encima.
Ignoré
su preocupación, entusiasmado por el momento, la silencié con otro beso. Con
ansiedad ella correspondió con un fuerte abrazo y así pasamos toda la noche,
disfrutándonos. A las seis de la mañana Lourdes soñaba en la cama, definitivamente
se veía mejor sin aquella indumentaria aburrida. Salí, puse con volumen bajo el
disco Let It Be, de los Beatles. Pasé a la cocina, preparé
huevos revueltos para desayunar mientras sonaba Dig a Pony, para tomar saqué una Coca Cola. Cuando despertó se veía
feliz, nos sonreímos y comimos. Luego se fue a bañar y antes de irse prometimos
guardar nuestro secreto.
Este fue el principio de una relación que me llenó de alegría. Sus
visitas, y las mías a su departamento, fueron constantes. Más que sexo, nuestra
convivencia fue un noviazgo juvenil que disfruté. Ella pidió que releyera La Biblia,
yo le presté el Saramago y en las noches debatimos abiertamente al respecto.
Acordamos salir de la ciudad a nadar, a acampar o a bailar, creímos que era
bueno alejarnos de los vecinos para mantener el secreto. No sé si estábamos en
lo correcto ¿Quién puede afirmar que una fantasía así es desagradable? A
nosotros nos divertía y no hablábamos de formalidades, ella estaba casada y yo
no quería compromisos. Nada parecía impedir nuestra felicidad. Tan confiado
estuve, que con el paso de los meses me importó menos que los vecinos
sospecharan al verme pasar rumbo a la puerta de Lourdes. Me veían, yo respondía
con un saludo y eso era todo. Nadie dijo nada, pero yo intuía que en sus
saludos había una ironía escondida al sospechar lo que hacíamos al visitarnos.
Cinco
meses después, todo parecía ser hermoso hasta que algo extraño pasó. Como
siempre, llegué al departamento de Lourdes. Nada esperé aquel mediodía del
aniversario luctuoso de Sofía, sin embargo vi en el sillón un sobre abierto. Al
poco rato, con disimulo, ella lo escondió en la bolsa de su pantalón y luego se
fue a su recámara. No dije nada, pero intuí quien era el remitente. Cuando
volvió, le recordé que Sofía había muerto a la una de la tarde del cinco de
abril de mil novecientos noventa y que por tanto ya se cumplían dos años.
—Lo
recuerdo, aquella vez vi que subieron el ataúd y salí de mi departamento para
verte desde lejos —dijo y no parecía la Lourdes de siempre; de hecho había
dejado de serlo, ahora se arreglaba mejor y ya no usaba sus atuendos aburridos,
ella continuó hablando—: te veías mal, llorabas como niño. Creo que me conocías
de vista, en ese entonces ni caso conmigo, quién iba a pensar...
—La
vida un día te pone aquí y luego te lleva allá, es un capricho que se disfraza
de ley —concluí.
—Es
Jehová, Genaro, Jehová.
—Como
tú digas. Los libros que hay en mi departamento eran de ella, era escritora y
había ganado dos premios nacionales. Desde que murió leo mucho, tú lo has
visto. He intentado escribir algunos cuentos como ella, pero son basura.
—Los
dos que he leído parecen buenos, son sorprendentes. Los cuentos de Sofía no
quisiera leerlos.
―También
los vinilos eran de ella, era una melómana y yo ahora lo soy ―continué mientras
la observaba.
―¡Uy!
Esos discos son encantadores, me fascinan los Beatles.
―¿Estás
de acuerdo que no son triviales, como pensabas al principio?
―Estoy
de acuerdo ―respondió y al hacerlo miró hacia otro lado, mostrándose extraña.
—¿Sabes?
Ella tenía un carácter especial, nunca se retrató y las fotos de su niñez las
rompió o las quemó, a veces quisiera volver a verla.
Lourdes
me abrazó y eso apenas disipó mis sospechas.
—Tenemos
vidas idénticas ―comentó.
―¿Lo
crees?
—Sí.
Un
presentimiento me hizo pensar que el tiempo comprobaría que no era cierto. No
quería que sucediera, pero de alguna forma lo esperaba. Una semana después
Lourdes me despertó, puso sus labios en mi mejilla y dijo:
—Genaro,
José regresará.
―¡¿Cómo?!
—No
te enojes. Escribió para decir que viene por mí.
—¿Y todo lo que te ha hecho? ¿Y la Pebeta?
—No
lo sé, José es mi marido...
—¿Y
nosotros?
—Lo
nuestro es un secreto, sólo eso.
No
dije más porque entendí sus últimas palabras. Cuando se marchó quedé abrumado.
Al otro día no supe de ella. En el trabajo anduve desconcentrado, le marqué a
su teléfono, una voz de hombre contestó y colgué, era él y al saberlo sentí en
el estómago un vacío cruel. Tres días después bajé a golpear con la mano
extendida su puerta, estaba decidido a cualquier cosa.
El
vecino de al lado, que aparentó molestarse por el ruido, pidió calma. Parado frente
a él pregunté por ella. El tipo, que fue uno de los tantos vecinos que me vio
pasar rumbo a aquella puerta, cuando todo entonces era felicidad, era alto, muy
flaco, llevaba una bata amarrada en la cintura, tenía el cabello mojado y olía
a jabón.
—Usted
es a quien yo esperaba —dijo—. Pobre de la vecina, durante la noche creo que la
volvieron a golpear. En la madrugada salió con sus maletas, el señor de barba,
que ya tenía tiempo que no lo veía por aquí, se la llevó en una camioneta.
Todavía ayer en la tarde vino a dejar esta caja para usted.
La
abrí, era el Saramago envuelto con un papel: una nota extensa en la que se
despedía. Sin decir gracias corrí. El resto del día lloré en la sala, estaba nuevamente
solo, no sabía qué hacer; puse un disco de los Beatles, pero al sonar Don't
Let Me Down me sentí peor. A los tres días José llegó con los trabajadores
de la mudanza y cargaron el camión. No sé por qué no hice nada, debí salir para
preguntar por Lourdes. Las dos horas que ellos tardaron acomodando los muebles,
fueron las que consumieron mi impotencia y cobardía. Desde entonces han pasado
tres meses, hoy solo quedan el leve olor a jazmín que dejó Lourdes en mi cama y
el Saramago. Las Santas Escrituras las deshojé en la azotea y las arrojé hacia
la calle.
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