lunes, 11 de julio de 2016

Boris

Camilo Gil Ostria


“El mejor juego es aquel
 en el que no te das cuenta
 de que estás jugando.”

John Katzenbach


Total oscuridad, una sola vela se enciende: enceguecedora, al medio de la habitación, como un fuego despertador que da vida. No entendía que estaba pasando. Olía a humedad y meado. Estaba echado en posición fetal en el suelo, totalmente de frío cemento. Sentí una soga que no permitía el movimiento de manos o piernas, aunque intenté liberarme con desesperación, no pude. Típico de aquel animal, enjaulado por primera vez en su vida, que le cuesta entender lo que es su nueva realidad.

Un aire frío hizo que me estremezca, me di cuenta que no tenía nada de ropa. Luego empecé a pensar con mayor claridad –al mismo tiempo dejé de moverme desquiciadamente– antes todo estaba difuso y difícilmente te podría haber dicho mi nombre:

Boris Ugarte Vacaflor.

Tengo treinta y dos años, terminé de estudiar Psicología para ser más específico en la escuela del psicoanálisis. Me dedico a tratar gente en mi consultorio, en el primer piso de mi casa. Me casé a los veinticinco –una buena edad, y una buena mujer– con el amor de mi vida:

Celia Caballero de Ugarte.

Esa mujer, ¿¡cómo podría olvidarla!? Con su pelo totalmente enrulado, su piel morena, típica paceñita de caderas anchas. Justo para bailar toda la noche, y esa forma de ser que hipnotiza, vuelve sumiso y me hace darle todo lo que tengo: pero no es suficiente, quería entregarle todo a esa Afrodita boliviana.

Escuché una risa que me hizo volver al presente, una carcajada anormal que erizó mis pelos. Era todo un jolgorio atronador del cual yo parecía un participe.

Luego me hice la pregunta clave:

¿Quién encendió la vela?

Intenté liberarme nuevamente con movimientos nerviosos que a nada me llevaban, además de lastimarme. Sentí como los nudos de las cuerdas hacían que mi piel se irrite cada vez más.

–Te preguntarás dónde estás –una voz salió de entre la penumbra, era delgada, como la de una mujer, pero fuerte: demostraba carácter. Otra vela se encendió detrás de mí, empecé a notar sombras–. O quién soy yo. Las respuestas vendrán solas a tu mente. Ya nos conocimos hace bastante tiempo…

Mente piensa rápido: ¿quién puede ser? Personas que quisieran vengarse de mí: millones, esa voz me parecía desconocida. ¿Talvez se confundió de persona? No, ese sería un absurdo muy inverosímil. ¡Vamos piensa!, no creo que haya podido conocerla, no es fácil olvidar un tono de voz con tanta seguridad, fuerza, confianza…, ese es el tono de alguien que quiere dominar el mundo y solo la imposibilidad del mismo acto la detiene.

Algo escondía esa voz.

–Para ser más exactos fue hace quince años, yo era una chiquilla, con esa misma edad: quince. –Más risas, más velas, más sombras, pero más datos. Las carcajadas parecían dar vueltas por la habitación, primero se escuchaban atrás, luego adelante, luego a un lado y al otro.

La conocí hace quince, años, yo tenía… malditas matemáticas, nunca fui bueno en ellas, diecisiete, a punto de salir del colegio, ¿quiénes me odiarían en aquella época?

La respuesta era nadie y él lo sabía. Era presidente de clase, sin embargo andaba con los “raleados” del curso, era gentil y escuchaba cuando le hablaban, he ahí el porqué de su carrera. Sabía ayudar a los demás como supo obtener su ayuda cuando lo necesitaba, intentó nunca lastimar a nadie y casi…

–¿El gato te comió la lengua? ¿O acaso estás demasiado ocupado contando a todos los que les hiciste daño? –ella se acercó a mi oreja, sentí su respiración cercana.

–¿Y tú, por qué te crees mejor?, si al fin y al cabo ahora mismo me haces más daño de todo el que yo alguna vez causé.

–¿En serio crees que el daño psicológico es tan grande como el físico? –al poco tiempo la mujer se acercó, alejándose de las sombras y dejando ver un hermoso cuerpo–. Después de todo eres un psicólogo, deberías saberlo… Especialmente con ese premio que te dieron.

¡Ah!, se refería al Premio Interamericano de Psicología, lo gané justamente por un estudio sobre los daños que se pueden causar solo con ruido, imágenes, sabores, texturas u olores, claro que luego hice una tesis sobre cómo tratarlos y curarlos, pero a esto la academia no le dio mucha importancia. Según muchos de mis compañeros dijeron, cambié el mundo. Pero no sé si para mejor…

–Lo sé, y sé que con cada daño físico viene uno psicológico pero no necesariamente a la inversa, y sé que ahora mismo me infringes ambos.

–Me alegro de hacerlo. –Caminó hasta mí, se puso de cuclillas agarrando una vela en su mano y dijo– pero a ti no te quedará ningún daño psicológico, porque no saldrás vivo de esta.

La mujer estaba muy confiada en sí misma, la perra peleaba una guerra que –según ella– ya estaba ganada, pero no sabía lo que los psicólogos podemos hacer. Especialmente cuando están en ese estado: desalteradas, tranquilas, seguras de lo que pasaría al final del día.

Se hizo silencio por un momento, se levantó, siguió dando vueltas por el lugar, mientras más velas se encendían a su paso, en ese momento me fijé en su ropa:

Una calza negra, y un vestido informal sin mangas, rojo con puntos negros, terminado en un cuello del mismo color, unos tacos negros, altos y unos brazaletes delgados y metálicos blancos.

Quiere llamar la atención.

Es una persona que posiblemente en su juventud tuvo muchos problemas emocionales –ya me lo esperaba– baja autoestima, amoríos fallidos que ayudan a agrandar la carga, una familia no del todo estable, posiblemente un padre autoritario y una madre democrática que intentaba arreglar las cosas, talvez al final se separaron y ella tuvo que vivir con la madre, pero la madre por la depresión de su matrimonio fallido se volvió indiferente. O –¿quién sabe?– se volvió una mujer más luchadora, empeñada en demostrarle a su ex que es mejor madre y mujer. Consiguió un trabajo, pero aun así demostró amor a sus hijos, vi muchos casos de este estilo en mi consultorio… Talvez puedo ver un caso de triangulación no resuelto con una falla grave en el Nombre del Padre, seguramente es psicótica o perversa.

Incluso lo vi en mi propia familia. Mis padres se separaron cuando yo tenía doce años, esas cosas no se olvidan fácilmente: todo puede ser un trauma. El día en el que me avisaron mi vida se volvió un poquito gris y eso no volvió a la normalidad nunca. Pero yo no tuve la suerte de un padre o madre democrático, ambos eran indiferentes, ni me daban cariño ni me mostraban las reglas de la sociedad, por eso me metí en líos a través de diferentes años, y buenos líos eran aquellos. Aprendí las reglas, pero a falta de amor siempre anduve con grupos que no eran, por así decirles, de “populares”.

Siempre pensé estar enamorado de miles de chicas, pero luego me di cuenta que no era así, solo era mi inconsciente en busca desesperada de amor. Sufría mucho, pero aprendí y crecí y todo se volvió un poco más fácil cada día. Por eso cada vez me interesó más el género humano, me acerqué al caos de la persona y poco a poco dominé la psicología.

Seguramente esta mujer no tenía un grupo muy consolidado de amigos. Doy por hecho que no era del grupo de los populares, entonces la debí conocer.

Algo más llamó mi atención, de hecho fueron dos cosas: Primero, el hecho de que me haya puesto desnudo –cosa de la que me di cuenta con un viento helado que pasó, como rasgando mi piel con maldad, además del tacto frío del cemento irregular y reconocible, el polvo de su superficie me daba ganas de toser– y segundo, sus tacos altos.

Era sin lugar a dudas un mensaje –ya sea de su consiente o de su inconsciente– de buscar la superioridad, estaba tratando con una persona creída con un interior suave. Al fin y al cabo: una tortuga.

Debo utilizar aquello en mí favor.

–Estabas en mi colegio. –En esa época mi burbuja social era el colegio, no conocía más que eso, no hay forma de que mi juicio sea fallido.

–Bien, vamos recordando Boris… –la mujer volvió a internarse en la sombra– para ayudarte debo admitir que he cambiado mucho físicamente.

“Mucho”, eso se logra de dos formas: esfuerzo o cirugías, ella no parecía operada, pero nunca fui bueno detectando aquellos detalles, y apenas la pude ver por pocos segundos; pero algo es seguro, antes no se aceptaba físicamente: sufrió un desorden alimenticio.

¿Amigos con desórdenes alimenticios? Decenas, y aún más los que no aceptaban su cuerpo y se sumían en depresiones, en la adolescencia muchos padecen de ello. Peor en un colegio privado, de clase alta, católico y muy exigente, donde sacarse buenas notas era difícil y al mismo tiempo el objetivo de todos. Como es lógico pensar, la mayoría no podían lograr sus metas, y los profesores solo ponían presión, para que los chicos caigan en las dudas existencialistas. Escuché de tantos suicidios en épocas de exámenes, que ya no sé si la vida solo tiene dos caminos, la muerte o la inmortalidad, o si simplemente no existe ninguno y estamos aquí para ser y ser para no ser nada.

Pero bueno, tampoco estoy en momentos de filosofar, así que adiviné:

–Fuiste mi novia. –Unos segundos de silencio, que parecieron incluso horas a mis ojos, poseyeron el lugar, con cada segundo yo me preocupaba más.

–Bravo, bravo, bravo... –aplaudía mientras hablaba, en un ritmo lento y pausado. Su voz era solemne, tranquila, como si en realidad no hubiese esperado que lo averigüe tan rápido– creo que eres inteligente, un poco más de lo que pensé. Pero eso no cambia el juego, solo lo acelera.

–¿Qué juego?

–¡La vida! ¿Qué otro juego hay más hermoso que este?

–La muerte –respondí. Ella estaba loca, talvez sufría de esquizofrenia, talvez de paranoia, ahora mismo no sabía qué exactamente, pero padecía de algo grave.

–¡Te equivocas!, amado mío, la muerte no es más que la meta del juego de la vida. Pero, es lo más aburrido. Como siempre lo peor de empezar a jugar es que sabes que tendrás que terminar en algún momento.

Me sigue amando, su inconsciente ha hablado.

El amor siempre es una ventaja.

–Los juegos no son divertidos si ambas partes no tienen las mismas posibilidades de ganar.

Fue muy acertado decirle eso, vi como salía nuevamente de las sombras, prendía más velas dejándome verla en su totalidad, y se acercó a mí: pude observar su pelo negro, lacio y largo; su tez pálida, más blanca que la nieve; sus labios pintados de un rojo intenso y los rasgos finos de su nariz. Desató las cuerdas de las manos y me dijo:

–Tienes razón, tú siempre tan brillante, pero aun así, creo que yo ganaré.

Ella volvió a la sombra, yo me levanté suavemente con ayuda de mis manos y desaté mis pies.

–Ahora pongamos las reglas amado mío… –empezó a decir desde algún lugar que no pude localizar, a pesar de que la zona en la que yo me paraba estaba totalmente iluminada, habían varios caminos por los que la sombra dominaba. Luego siguió con risas– puedes correr, pero no esconderte.

Las velas se apagaron.

De pronto se hizo el silencio, y ella solo dijo, en un susurro que me congeló el alma:

–¡Empecemos!

Avancé en la dirección que me parecía correcta, pero al poco tiempo me choqué con una pared de dura piedra de río, sabiendo que ya estaba en algún sendero. Las maniacas carcajadas volvieron a inundar el lugar, yo simplemente no podía creer lo que estaba pasando. Sentí una rata correr por mis pies, luego no fue solo una, sino dos, tres, cuatro… luego fueron incontables, una me mordió en la pantorrilla y la pateé, no fue buena opción ya que desperté el odio del resto.

Caminé lo más rápido que pude, guiándome por mi tacto en la pared. Lo que no lograba entender era que esa risa me perseguía a todos lados y yo no podía pensar con claridad.

No podía descifrar quién era esa mujer.

Iba avanzando por los lugares sin verlos, con total oscuridad, pero algo se volvió más fuerte en mis sentidos: el olfato. Y sentí como la humedad crecía poco a poco y una peste que no podía decir de dónde provenía.

Seguí andando y caí en un canal de agua, casi me ahogué, pero salí a nado, me estaba congelando en algún lugar como las cloacas.

–¿Ya te cansaste? –preguntó una voz a mi espalda mientras yo salía del agua.

–Sí.

–Entonces dime quién soy –exigió, mientras yo me daba la vuelta y miraba su rostro iluminado por una única vela que sostenía en su mano izquierda, blanca y solitaria como todas las que había visto antes.

Dudé, yo no sabía esa respuesta.

–Fernanda, ¡Fernanda! ¡Eres tú!, ¿no? –lo vi en su rostro: yo había dado en el blanco y todo salía como ella quería, lo que me decía que sería feliz, charlaríamos unos minutos y saldría de ahí, para luego meterla a un hospital psiquiátrico.

¿Cómo olvidé a esa chica que tantos problemas me dio? Era todo un dolor de cabeza aquella época, y lo recuerdo todo de forma perfecta:

Ella se me declaró, casi sin que nos conociéramos; pero, por el peso de mis amigos –quienes la conocían bien– accedí a hablar con ella. En esos tiempos tenía una nariz aguileña, a comparación de la cosa fina que tiene ahora. Era mucho más gordita, pero era una de esas mujeres cuya sonrisa enamora todo lo que el mundo tiene.

Yo caí fácilmente enamorado, pero ella me rompió el corazón.

Para poder hacer eso, primero tuvo que estar conmigo seis meses y enamorarme de forma completa. Sus frases, nuestras salidas al cine, sus regalos preparados de una forma muy esmerada y hermosa, esas cartas del tamaño de dos cartulinas, esos dulces caseros que hacían que tu paladar explote, esas flores regadas por mi habitación para llevarme a un lugar desconocido al igual que estos pasadizos.

Pero como el enamoramiento siempre desaparece… nuestra llama se extinguió, bueno en realidad la suya ya que se enamoró de otra persona; valga el cliché:

Mi mejor amigo.

Me terminó.

Pero no fue así de fácil como que se fue y ya. Sino que mi mejor amigo tenía chica. Fernanda hizo todo para destruir esa relación, dijo que ella le metía cuernos conmigo. Perdí toda su confianza rápidamente, dejamos de ser amigos.

Yo igual me deprimí, creo que a veces ese es el estado natural del hombre. Al poco la superé y ella no logró nada con quién deseaba, por eso volvió de rodillas.

Mi corazón estaba roto; mi orgullo no.

Le dije que no quería volver con ella, lo hice sin ninguna pena, yo tenía dieciocho y el mundo estaba ante mí, listo para que me lo coma siquiera pararse a dudarlo. Ver esas lágrimas resbalando por sus mejillas no me dolió para nada, más bien pensé que se lo merecía.

Pero aquí vuelve el destino para regresarme las lágrimas que alguna vez hice correr. Creo que ella fue un factor detonante, porque luego me convertí en toda una ficha. Una chica para cada día, yo iba por ahí rompiendo miles de corazones, dejándolas en sus cuartos viendo gotas en sus ventanas mientras yo veía otras cosas en camas de moteles baratos que –en el mejor de los casos– cobraban por hora, y yo me aseguraba de no gastar más de una por chica.

La universidad solo ayudó a que pudiera seguir ese estilo de vida, todas las de mi clase me conocían. Y no necesariamente por cosas muy buenas (lo mejor por lo que me podrían haber conocido hubiera sido por alguna proeza en la cama). Pero al fin y al cabo salí bien, puedo decir que me redimí y seguí adelante, hacia la luz aunque tanta oscuridad rodease en el pasado mi vida.

Y jamás volví a escuchar de Fernanda, según algunos viejos amigos me dijeron, había terminado por estudiar psicología, igual que yo. Pero nunca la vi en aquel rubro, pensé que se habían equivocado, pero fácilmente podría haberlo hecho. Y –¿quién sabe?– talvez sí es una gran psicóloga.

–Acertaste –rió como ya antes hizo mil veces. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, ella empezó a sacar una pistola de su espalda, vi como su sonrisa decía que había ganado, y posiblemente era así, al fin y al cabo yo jamás fui bueno con los juegos.

Disparó, Boris cayó al suelo junto a la vela que resbaló por las manos de Fernanda.

Un último grito resonó infinitamente acompañado del eco de la marcha de miles de ratas escapando.
Estaba muerto, ella se marchó entre risas a vivir una vida “normal”.

–Fin del juego –mencionó entre saltos, adentrándose en la oscuridad mística de los pasillos.

A lo lejos se escuchan gritos, palabras inentendibles, una sola voz respondiéndose a sí misma, luego un par de disparos.


Ya no hay más risas.

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