Adrián González
En las afueras de la ciudad, junto a
los tiraderos de basura, ahí donde los zopilotes hacen su festín con carroña de
perros y restos putrefactos de alimento, se extiende un llano de tierra árida y
salitrosa en el que solo se escucha —como un rumor a lo lejos—, el motor de un
viejo tractor que intenta apilar los desperdicios, una vez que los pepenadores
han buscado con afán algo que recuperar ya sea para vender o para llevarse a la
boca. La labor del tractor, no solo alborota el parloteo de las aves que con
habilidad esquivan su paso, también provoca la liberación de olores tan
pestilentes, que apenas pueden soportarse.
El candente sol sobre la tierra seca
produce durante el día, mágicos reflejos que a lo lejos hacen parecer flotar y
tambalearse a las pequeñas chozas desperdigadas por todas partes, construidas
con cartones, láminas viejas y pedazos de madera, en donde viven no pocos
segregados: campesinos desplazados, indigentes, expresidiarios y todo aquel
—pobre entre los pobres—, que no ha hallado otra manera de subsistir. Solo al
atardecer el viento sopla con fuerza, regresando a la ciudad como en venganza,
los tremendos humores emanados de todo aquel muladar, formando al mismo tiempo
grandes remolinos de tierra que fingen danzar ondulantes en aquel llano,
arrasando entre la tolvanera todo lo que encuentran a su paso —acaso alguna
choza—, y elevando por los aires restos de papel y bolsas de plástico que se
sostienen en la nada, en tanto el sol acaba de ponerse en el horizonte,
iluminando de ocre toda la escena.
Es a esa hora —tragando polvo y
batallando contra el viento, como si quisieran embestirlo—, que aquellos
infelices regresan a sus moradas, arrastrando junto con los pies, sus costales
llenos de tesoros invaluables. Familias enteras, hombres y mujeres, niños y
ancianos —vistiendo harapos y con la piel sucia, acartonada por el sol y el
frío—, son como oscuros espectros que se mueven lentamente en aquel ambiente
desolado, dejando atrás las montañas acumuladas de esperanza, para el siguiente
día de su miserable vida.
Una mañana cualquiera, Renato arriba
al tiradero, trepado como de costumbre, en el estribo trasero del camión
recolector municipal y asido de una mano a un tubo, en tanto con la otra
espanta las moscas que intentan pertinazmente penetrar en su boca, mientras
grita con fuerza advirtiendo a todos que se hagan a un lado para que el
vehículo pueda verter su preciado contenido. Como siempre, los niños se empujan
y jalonean, entre gritos y maldiciones, para ser los primeros en escarbar entre
los desperdicios recién llegados, por lo que cuidadosamente dirige la maniobra
del chofer para evitar, como ya ha sucedido, que algún pequeño sea aplastado
por una llanta o resulte sepultado entre los escombros.
Una vez que termina la descarga, alza
la vista, retirando de su cabeza la gorra para limpiar con la manga del overol el
sudor de su frente, cuando descubre a lo lejos en el llano, más allá de las casuchas,
a un grupo de hombres que trabajan arduamente para levantar con cuerdas unos
postes y unas lonas, de lo que a la distancia parece ser una carpa de
desgastados colores. La llegada al basurero de un par de vehículos —un camión
de carga y una camioneta pick up, que de
inmediato inquietan y movilizan a la gente a su alrededor—, lo distraen de su
hallazgo. Un hombre gordo de prominente bigote y lentes negros desciende de la
camioneta, seguido por el que aparenta —dado su aspecto y actitud servil— ser
su chofer. El camión de carga abre sus puertas y en medio de un griterío da
inicio el regateo para la compra venta de materiales de reciclaje; pronto se
calientan los ánimos: se oyen quejas, reclamos y voces amenazantes. «¡Vámonos
por el siguiente viaje!», grita el chofer, regresándolo a la rutina. Nuevamente
sobre el estribo trasero, colgado de un tubo mientras el camión se aleja,
Renato observa con dificultad, la trémula escena en que aquella carpa vieja va
tomando forma.
—Si lo que buscas es trabajo —indica
el hombre en la taquilla—, aquí hay mucho, pero mal pagado; a menos que sepas
hacer algo extraordinario.
—Sé hacer reír a la gente —responde
Renato, en tono inocente.
—¡Ja, ja, ja! Sí, ya me hiciste reír.
Me refiero a algo asombroso, sorprendente, ¿cómo te explico…?
—Dígame que hay que hacer y yo lo
hago.
—Limpia el excremento de los animales;
tendrás alimento y un lugar donde dormir.
Pronto, Renato no solo cuida de unos
cuantos ponis y dos french poodles, sino que
también barre, limpia, carga, sube, baja…, apenas tiene tiempo para comer y con
dificultad hace un espacio para contemplar con embeleso los ensayos todas las
mañanas, mientras hace como que barre el salitre de la tierra en el interior de
la carpa.
—Como podrás observar, este es un
mundo fantástico y surrealista —le comenta al acercarse, el viejo payaso del
circo, cuando descubre que Renato no hace más que mirar la altura y extensión
de la vieja carpa llena de agujeros, por los que se cuelan rayos de luz que
crean una atmósfera de ensueño, donde el malabarista, los trapecistas y demás
personajes ensayan sus actos, como si fueran a dar el espectáculo más grande
del mundo.
—Yo puedo hacer todo eso —indica
Renato, equilibrando la escoba en su dedo índice.
—¡No sabes lo que dices! Todo lo que
ves requiere de talento innato y muchos años de práctica. A ver, dime: ¿qué
sabes hacer? —Renato deja la escoba caer, hace ojos de bizco y se para sobre
sus manos—. ¡Ja, ja! ¿Dónde aprendiste eso? —pregunta.
—Lo hacía en los semáforos cuando era
niño —responde—. Manchas, mi perro, me ayudaba a hacerlo más divertido.
—Te hace falta mucho por aprender. Sin
embargo, yo ya estoy viejo y necesito quien me sustituya; veo que aún eres un
hombre joven. ¿Estás dispuesto a esforzarte?
—Por supuesto, pero… ¿Es eso posible?
—Que me reemplaces dependerá de ti.
Mira, te voy a ser franco —le dice con seriedad—, yo soy el dueño de este circo.
—Renato pone cara de asombro y recoge rápidamente del piso la escoba—. Como
habrás observado, este no es un negocio rentable, aunque en un tiempo lo fue;
no te imaginas lo resplandeciente que lucía esta carpa, la cantidad de gente
que aplaudía y la cara de felicidad de las familias cuando salían después de la
función. —La vista del viejo se pierde en las gradas con nostalgia—. De
miércoles a sábado, por las noches dábamos dos funciones y los domingos además
lo hacíamos por la mañana. —Renato lo escucha con atención—. Yo mandaba siempre
a alguien a la parte trasera de la carpa, para que ahuyentara a los niños que
no podían pagar un boleto y trataban de colarse o al menos echar un vistazo al
espectáculo. —Ahora ambos se han sentado en una banca—. Sabrás que, si de algo
me arrepiento en esta vida, es de haber hecho eso. Con el tiempo —continúa—,
las familias dejaron de asistir al circo, encontraron otras formas de diversión
para sus niños, tú sabes, la tecnología y esas cosas; entonces, cuando ya casi
nadie acudía por las noches y mucho menos los domingos, decidí hacer felices a
todos aquellos que nunca pudieron pagar un boleto. Por eso estamos aquí, entre
toda esta miseria; viajamos a los pueblos más alejados y en cada ciudad busco a
los más necesitados para traerles un poco de alegría; ahora los niños entran
gratis y los adultos apenas pagan unos pesos, y nunca, óyelo bien, nunca negamos
la entrada a quien no traiga ni una moneda en su bolsillo.
—Sí, me he dado cuenta —señala Renato.
—Pero quizás no te has percatado de que
cada vez son menos los artistas circenses dispuestos a pasar hambre junto
conmigo —comenta el viejo—; vivimos al día pues casi he consumido todo lo que
algún día gané; lo que queda lo administro con cuidado y aunque he ido
vendiendo algunos activos, preferiría morir en este circo antes que quedarme
del todo sin él. Las risas y los aplausos son mi vida. —Renato lo observa sin
atinar que decir—. En fin, es importante que lo sepas porque no mejorará mucho
tu condición si te integras al espectáculo.
—No me importa.
—Bueno, y si algún día decides irte,
no te recriminaré, como no lo hice con quienes uno a uno se fueron. En esta
vieja carpa se derrama mucho sudor para producir unas cuantas sonrisas, pero
también, si observas bien, aquí hay poesía —le dice, dirigiendo la mirada a
quienes ensayan al centro de la pista, entre haces de luz y polvo flotando en
el aire—. Si logras entender eso, un día llegarás a ser un verdadero
payaso.
Renato pone cara de no comprender del
todo esas palabras, pero, al tiempo, además de cumplir con sus deberes, ha
aprendido del viejo payaso, graciosas rutinas; del malabarista, a jugar en el
aire con más, muchas más que tres pelotas; le ha enseñado a los french poodles los trucos que hacía con Manchas, e
incluso ha subido al trapecio a echar maromas en el aire. Hasta que el día
esperado llega.
«¡Señoras y señores! ¡Niñas y niños!
¡Damas y caballos güeros!», levanta la voz por el megáfono con elocuencia el
anunciador. «El Gran Circo, tiene el honor de presentar a su nueva estrella:
¡Renato, el payaso!». Un reflector se enciende alumbrando el telón detrás de la
pista, en tanto el público aplaude y grita con entusiasmo. Sin embargo, Renato
no aparece, el reflector lo busca por los rincones del circo hasta que, desde
lo más alto de la carpa —mientras un tambor da un solemne redoble—, sorprende a
los espectadores caminando con dificultad por la cuerda floja, con su traje y
zapatos de payaso, una peluca anaranjada y una nariz de bola, fingiendo una y
otra vez que está a punto de caer, provocando exclamaciones y risas. Por fin,
inevitablemente resbala sin control y se lleva las manos a la cabeza, abriendo
la boca en señal de alarma durante su caída. Un gran «¡ah!», se escucha escapar
con fuerza de boca de todos los espectadores, cuando…, rebotando en una red,
echa una maroma y con destreza se descuelga para caer parado en medio de la
pista. Desde las gradas, la gente se levanta, aplaude y vitorea de alivio; ha
captado su atención, su asombro y su simpatía.
Es un circo pobre, las gradas son solo
tablones de madera que se tambalean cuando la gente pasa, las goteras abundan
cuando llueve y el vestuario de los artistas —incluido el de Renato—, está
lleno de parches y remiendos. Pero ahí, entre gente humilde, en ese árido llano
junto al basural, Renato es la atracción principal: siempre vestido de payaso irrumpe
en el acto del domador y monta a un poni parándose de inmediato sobre su lomo, para brincar y caer montado en otro
mientras trotan alrededor de la pista; en el trapecio, vuela bostezando de
aburrimiento hasta que parece quedarse dormido en el aire usando sus manos como
almohada; sube al monociclo y hace malabares con muchas pelotas, interrumpiendo
los solemnes y elaborados trucos del mago, mientras un enano lo persigue para
sacarlo de la pista; también trata de imitar a la contorsionista y al final no
puede desatorar un nudo entre sus brazos y piernas, por lo que tienen que sacarlo
cargando; y así, participa en todos y cada uno de los actos con imprudencias
que causan gracia, demostrando agilidad e ingenio. La gente aplaude, grita, se
levanta, pero sobre todo ríe a carcajadas. Son a veces unos cuantos los que
asisten a las funciones: ancianos barbudos y desdentados, niños descalzos y
sucios, mujeres con el cabello revuelto amamantando a algún bebé y hombres con
cara de agotamiento acumulado. Todos prestan atención, disfrutando la única
diversión a su alcance.
Una mañana, el viejo dueño del circo,
aparece en los ensayos con la cara embadurnada de crema y unos elegantes
guantes blancos. «¡Vamos, Renato, que apenas comienzan tus lecciones!», grita,
llamándolo al centro de la pista. El ensayo general se detiene; todos embebidos
se quedan parados alrededor del viejo observando sus rutinas de mímica. Frente a
él aparecen —sin estar ahí—: una puerta que se abre; un recorrido por el
parque; una pelota que llega hasta sus pies seguida por un niño con quien jugar;
un policía que le persigue después de que la pelota le ha pegado en la nuca; un
ramo de flores con bello aroma para una hermosa mujer igualmente imaginaria, y
así… una situación tras otra provoca risas, suspiros y hasta lágrimas.
—Las posibilidades son infinitas y las
emociones inspiradas también —dice el viejo a Renato, quitándose los guantes
para entregárselos—. ¿Habías usado unos de estos?
—Los últimos eran rojos —responde sonriendo,
mientras se los pone, empuña y tira una combinación de golpes al aire, causando
risas a su alrededor.
Esa noche en su catre, Renato no puede
dormir, en su cara se dibuja una sonrisa en tanto una y otra vez mira sus manos
enfundadas en los guantes blancos, hasta que es interrumpido por un griterío a
lo lejos. Cuando se levanta y sale a ver qué está pasando, a través de la
oscuridad alcanza a distinguir llamas en el tiradero de basura; echa a correr
hacia las montañas de desperdicios y en su trayecto ve chozas ardiendo —el
viento ha traído restos encendidos hasta alcanzarlas—, el humo negro y la
pestilencia le impiden respirar, se lleva las manos a la nariz y se da cuenta
que lleva los guantes blancos puestos; conforme avanza encuentra niños, mujeres
y ancianos que no hayan dónde ponerse a salvo, atrapados entre el humo y montones
de basura quemándose por todas partes; voltea para un lado y para otro
confundido —está sudando, el calor es insoportable—, parece que no decide a
quien ayudar primero; empieza por guiar a quienes corren sin rumbo para que se dirijan
hacia el circo; se mete a la basura humeante y levanta a un aciano que tropezó;
una madre grita por sus hijos atrapados en una choza a punto de colapsar, él
corre a sacarlos; regresa y recoge a un niño de la tierra cargándolo sobre su
hombro, mientras jala del brazo a su madre para echar a correr con ellos, cuando…,
desde la humareda ve surgir dos faros de luz que se aproximan a toda velocidad
—una camioneta pick up que los sorprende
y está casi frente a ellos a punto de arrollarlos—; Renato jala y avienta a la
madre hacia un lado, al tiempo que salta tirándose para rodar sobre uno de sus
costados con el chico entre sus brazos; intempestivamente la camioneta gira, no
sin antes alcanzar a golpearle en el aire un pie con la defensa, para irse a
impactar en un montón de escombros que provocan su volcadura, lanzando por los
aires desde su depósito de carga, varios recipientes con gasolina. —El
combustible se esparce rápidamente produciendo altas llamaradas que iluminan
con intensidad toda la escena—. Para cuando Renato voltea, solo alcanza a ver
salir bajo la camioneta, arrastrándose con la cara ensangrentada, al chofer del
comprador de plásticos, gesticulando con voz sorda por ayuda.
Desde las penumbras entre el humo y la
noche, lentamente surgen varios hombres seguidos por algunas mujeres y niños, todos
llenos de tizne, como fantasmas negros iluminados de rojo por el fuego; Renato
trata de levantarse, pero cae sobre su pie lastimado —su tobillo parece una pelota—.
Poco a poco y uno a uno, los pepenadores rodean al chofer: el primero en llegar
patea con fuerza su cara como si quisiera desprendérsela; el segundo deja caer
sobre su vientre una piedra, haciendo que se retuerza de dolor; una mujer toma de
los escombros un palo y lo golpea con saña hasta hacer sangrar su cabeza; dos
niños patean tierra hasta cubrir con ella su rostro ensangrentado; todos le
gritan maldiciones y sueltan a reír de forma histérica. Por fin lo levantan y
lo arrojan a las llamas. —Los gritos duran poco.
La mujer y el niño a quienes Renato
ayudaba, se acercan a auxiliarlo; ella despoja de la playera a su hijo y
rompiéndola en tiras con los dientes, venda con firmeza su tobillo. Los tres
emprenden marcha para alejarse del lugar, haciendo el niño las veces de bastón
y ella de muleta. —A sus espaldas la camioneta arde—. Conforme avanzan, en el trayecto
se van integrando otros, tosiendo, escupiendo negro y llorando con lamento —la
escena es dantesca—; caminan con dificultad, pues el viento sigue soplando a
sus espaldas trayendo basura encendida y humo, impidiéndoles respirar. Un
hombre lleva a alguien —que bien podría ser un anciano o un adolescente— calcinado
entre sus brazos; una mujer tiene la mitad de su cara y un brazo hechos una
llaga; otros simplemente arrastran a sus muertos, asfixiados por el humo, como
tantas veces han arrastrado sus costales de desperdicios; todos se dirigen a la
carpa y aunque empieza a amanecer, aún no se puede ver con claridad.
—¿Por qué? —musita Renato, volteando a
ver a la mujer que le ayuda a caminar.
—Porque ya no les venderíamos al
precio que ellos pagan.
Cuando se van acercando al circo,
tristemente observan que también lo alcanzó el fuego, una parte de la carpa
está en pie y otra descubierta; conforme van llegando los pepenadores, las
gradas se van llenado de cuerpos, es difícil distinguir entre vivos, heridos y
muertos. Una vez que arriban, Renato observa a un grupo de compañeros del circo
en la pista. «Fue necesario subir a uno de los postes mayores a cortar amarres
y dejar caer una sección de la carpa para evitar perderlo todo», le explica uno
de los trapecistas. En el suelo yace muerto el viejo dueño del circo. «Quiso
subir a ayudar, y cayó desde lo alto», dice el enano. Renato voltea atrás y ve
a hombres, mujeres y niños sufriendo, regresa la mirada al cuerpo sin vida de
su maestro payaso y no puede contenerse más: cae y suelta a llorar como un
niño, a gritos seguidos por sollozos, como jamás en su vida recuerda haber
llorado, como no fue capaz de llorar cuando murió su madre o cuando
atropellaron a su perro. —A su espalda se escuchan, apenas como un murmullo y
poco a poco con más intensidad, las sirenas de ambulancias y bomberos arribando
al lugar.
Tres semanas han pasado; durante un
tiempo la carpa sirvió de albergue para todos esos miserables; el frío y el
hambre recrudecieron, así que cuando los french
poodles desaparecieron misteriosamente, hubo que sacrificar a los ponis,
uno a uno, para alimentar a los sobrevivientes, que se hartaron como nunca de
carne y de grasa; ahora han vuelto a levantar con desperdicios sus chozas y a
buscar con afán entre la basura su sustento diariamente. Los muertos fueron
sepultados ahí mismo junto a las chozas, en un cementerio improvisado con
cruces de palos, donde también fue enterrado el cuerpo del viejo payaso dueño
del circo; las autoridades municipales —que después de unos días se olvidaron
de prestar ayuda—, quisieron llevarse los cadáveres a una fosa común, pero los
sobrevivientes no lo permitieron; argumentaron ubicar a los niños en orfanatos
y solo lograron encender la ira de todos; «el presunto culpable murió, no hay
nada más que hacer», dijeron, y fue la gota que derramó el vaso: provistos de
palos, piedras y varillas, se enfrentaron a la policía sin tregua. «¡Lárguense!»,
gritaban con odio, «¡Nadie nos sacará de aquí!», advirtieron amenazantes con armas
rústicas en sus manos, dispuestos a todo, antes que ceder su hogar.
—Solo quedamos nosotros —advierte una
mañana el enano, ante Renato y un puñado de compañeros del circo, reunidos en
lo que subsiste de la carpa—. Todos se han ido.
—Ayer volvieron las autoridades —dice
el hombre de la taquilla—, argumentan que no tenemos permiso de estar aquí;
insisten en que se deben impuestos y el «derecho de piso», amenazan con
embargar lo poco que hay; en caja sobran algunos pesos; debemos hacer algo.
—¿Tienen a dónde ir? ¿A alguien que
los espere? —les pregunta Renato, con voz serena.
—¡No! —exclamaron todos, casi al mismo
tiempo.
Esa tarde llovió, los potentes truenos
hubiesen asustado a cualquiera, sin embargo, todos voltearon al cielo como
agradeciendo una bendición pues había zonas en el basural que aún humeaban; los
primeros en salir al llano a brincar en los charcos fueron los niños, que entusiasmados
se pusieron a jugar con una pelota ponchada en pleno aguacero; pronto se
acercaron los adultos a animarlos con gritos y chiflidos, todos a carcajadas y
empapados por la lluvia se fueron sumando a la bulla, incluyendo a Renato y los
otros que al oír el borlote salieron de la carpa a integrarse. De la cabeza a los
pies de cada uno de ellos, escurría la tierra, el hollín y la mugre; gruesas
gotas negras bajaban por sus rostros; un hombre decidió despojarse de su
playera y otros lo imitaron, uno a uno, todos, incluyendo mujeres, niños y
ancianos fueron desprendiéndose de sus harapos hasta quedar completamente desnudos
y descalzos; Renato, la contorsionista y el enano hicieron lo mismo; la lluvia
había aplacado los hedores de la basura y ahora un agradable olor a tierra
mojada los invadía; seguían riendo a carcajadas, hacían como que se lavaban a
sí mismos, abrían los brazos al cielo y se dejaban caer en el lodo para
volverse a levantar y enjuagarse de nuevo, tallándose la tierra salitrosa en el
cuerpo como si fuera un abrasivo para quitar las gruesas capas de mugre pegada;
aquello era una verdadera celebración, a nadie le inmutaban los escalofríos, se
empujaban, se abrazaban, tallaban la espalda unos de otros y se doblaban de la
risa sin prestar mayor atención a las carnes de nadie; el espectáculo si bien
grotesco, era al mismo tiempo excelso; pareciese que no solo estaban lavando su
cuerpo, sino también purificando su alma.
A la mañana siguiente salió el sol, era
domingo y Renato, muy temprano, sacó los guantes blancos que le había entregado
el viejo payaso de debajo de la colchoneta de su catre; estaban sucios de
tierra, hollín y sangre, pues nunca los lavó después de aquella noche; cosió el
viejo traje roto del mago que este había abandonado al irse y se maquilló
cuidadosamente. El escenario estaba listo, las gradas fueron acomodadas en
semicírculo al interior de lo que había quedado de la carpa y la pista, casi en
la parte descubierta, tenía como fondo al basural en toda su extensión. El viejo
cobrador de la taquilla se encargó de dar la noticia; el espectáculo iniciaría
con la puesta del sol. Todos llegaron a tiempo, y una vez que ocuparon su lugar,
sin solicitarlo, se hizo un silencio absoluto.
De pronto a lo lejos, desde las
montañas de basura, surge una figura negra, flaca y encorvada, que se va
acercando poco a poco al paso que marca el suave golpe de un tambor,
arrastrando los pies y haciendo como que jala con mucho trabajo un gran bulto
negro, del que casi imperceptiblemente salen por debajo unos pies dando
pequeños pasos. Una mano al frente con la palma extendida, parece tratar de
abrir camino entre el viento, que por momentos lo hace retroceder hasta casi
derrumbarlo, mientras el sol en el horizonte produce una larga y deformada sombra
sobre el llano. —El público, soltando una ligera exclamación, se reconoce a sí
mismo en el regreso a sus moradas todas las tardes—. El trayecto es largo, pero
conforme va arribando, se puede percibir su cara blanca con gotas negras pintadas
escurriendo por su frente y sus mejillas. Al llegar a la pista, abre su gran
bulto, procediendo a sacar de él, agachada y echa una bola, a la contorsionista,
a quien carga y le extiende una pierna para pararla sobre ella, procediendo a
desdoblar sus demás extremidades hasta hacerla parecer un árbol; regresa a
sacar otro pequeño paquete, que resulta ser el enano acurrucado, al que le
extiende sus pequeñas piernas y brazos para convertirlo en una banca; por
último jala de los brazos y saca, completamente extendido y rígido, al
malabarista, parándolo junto a la banca y posando sobre sus manos en alto la
pelota con la que jugaron los niños, un reflector la ilumina directamente
convirtiendo al malabarista en un farol; ahora ha anochecido y la escena toda
se convierte en un parque a media luz.
Renato inicia entonces su acto de
mímica: regresa al bulto que traía arrastrando, hace como que vierte de él
desperdicios al suelo, entre los que encuentra un anillo y suspira abrazándose
a sí mismo, mientras voltea a mirar al cielo con melancolía; se acerca al árbol
descubriendo entre sus ramas un fruto, que toma de una mano extendida de la
contorsionista, quien cobra vida y empieza a danzar girando, una vez que él da
la primera mordida; asombrado se apresura a cortar unas flores del parque para
obsequiárselas y así enamorarla…, el acto continua con situaciones chuscas y
enternecedoras; los pepenadores exclaman, suspiran y ríen con lágrimas en los
ojos, hasta que ambos, una vez sentados en la banca, sellan su amor con un beso
y el anillo puesto en la mano izquierda de ella.
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