sábado, 9 de septiembre de 2017

Reputación

Miguel Ángel Salabarría Cervera


Casi todos los habitantes nos conocíamos. Unos decían «es una ciudad pequeña», otros opinaban «que era un pueblo grande», pero todos estábamos de acuerdo en que podía ser una u otro y sabíamos lo que hacía cada quien y a qué clase social pertenecía.

Desde siempre la vida transcurrió de esta manera en San Francisco ―comentaban los ancianos que tomaban el fresco de la tarde en el parque principal estaban enterados de todas las historias ocurridas en las familias de cualquier clase social, así como de sus deslices y ocultas relaciones en que ya no importaban el linaje de quienes entraban en idilios subrepticios más allá de su condición civil y religiosa—; la vida se deslizaba sin que el lugar perdiera su sabor provinciano por ser pequeño, gentes que se conocían, marcadas diferencias sociales, costumbres y tradiciones remotas.

Era yo un joven próximo a los dieciocho años, mi paso era frecuente por un crucero que en una de sus esquinas resaltaba una casa por sus paredes forradas de losetas y con  tejas rojas en el techo, ambas españolas como su diseño arquitectónico colonial; en ella habitaban unos esposos que cruzaban las cuatro décadas de edad con su hija como de veinte años; llamaban la atención por el porte de los señores, pero predominaban la elegancia y hermosura de la señora, que hacía voltear a verla tanto a hombres como a mujeres de diferentes edades.
Decidí averiguar quiénes eran esos señores, para ello una tarde fui al parque principal de San Francisco me senté en una banca donde estaban dos señores de edad avanzada, entablé plática con ellos sobre temas intrascendentes, hasta que les pregunté si conocían a unos esposos que vivían en el crucero cuya casa era colonial de estilo español.

Uno de ellos sonrió y me dijo:

—Sí, joven sé a cuál casa se refiere y conozco la historia de esos señores.

Mi curiosidad fue en aumento ante su respuesta, por lo que pregunté:

—¿Me la podría contar?

Los dos ancianos intercambiaron sonrisas y miradas, uno de ellos sacó su pipa, la encendió con parsimonia, mientras el otro prendía un cigarro dando una fuerte bocanada.

—¿Por qué el interés, acaso te llama demasiada atención la señora?

No pude menos que sonreír, sin dejar de mostrarme turbado… al fin recuperé la ecuanimidad y dije:

―¿Me la contará?

—Sí —respondió lacónico, luego se explayó—. Prepárate a escuchar una historia que sacudió a toda la sociedad de San Francisco, unos se admiraron, otros se escandalizaron y los menos aceptaron el hecho consumado, ya sabes cada quien da su opinión según sus criterios o su moralidad… en fin.

En silencio esperaba que el señor dejara por unos instantes de fumar su pipa, para que iniciara la historia. Al cabo de unos minutos lo hizo, regodeándose de la situación y dio inicio:

—Roberto Zuluaga tenía veinte años cuando fue a estudiar a la capital del país su carrera de Ingeniería, dejó aquí a su novia a la que le prometió que al concluirla se casaría con ella, él volvía cada período vacacional a renovar su relación amorosa. —Aspiró su pipa, después de unos segundos exhaló el humo y continuó—: Como ambos eran de la alta sociedad, sus familias y amistades veían con buenos ojos este noviazgo, porque era como un cuento de hadas.

Lo interrumpí para preguntarle:

—¿Entonces, se casó con su novia de juventud?

Me respondió el señor:

—Espera que no termino, viene la parte interesante, en donde sale lo humano de las historias de amor y es cuando «el diablo mete la cola». —Sonrieron ambas personas mayores—. Ya concluido sus estudios Roberto regresó con toda pompa —prosiguió el señor de la pipa su relato:

—Sus amistades le hicieron muchos festejos, a los que asistía siempre acompañado de su novia; una noche después que él concluía la visita a su prometida, los amigos cercanos le esperaban en la esquina para proponerle que fueran a festejar al flamante ingeniero a la «zona roja» —interrumpió su relato para fumar su pipa y continuó—. Al principio se negó pero acabó aceptando la invitación, le dijeron que tendría el privilegio de escoger a la chica que le gustara, además no pagaría nada esa noche. Lo llevaron al cabaret más elegante donde se encontraban las más bellas jóvenes, el amigo que lo invitara parecía ser muy conocido en esos lares, llegó hablando fuerte, para que todos lo escucharan y llamara la atención de los asistentes, casi todos voltearon a ver al ingeniero, pero las chicas con más interés.

Continuaba el señor ya sin que le preguntara, mientras su rostro expresaba picardía al narrar la historia.

—Se sentaron en la mesa principal e inmediatamente acudían varias meretrices a ofrecer sus servicios, ninguna era del agrado de Roberto; el amigo que llevaba la voz le dijo: «¡Vamos hombre, olvida a tu novia, ella te cree dormido!» En ese momento el festejado vio a una damisela que entraba, le llamó la atención por el porte elegante, la exquisitez de su fina persona, la blonda cabellera que contrastaba con sus ojos negros y la hermosura que emanaba; ella volteó al sentir la mirada del joven y le sonrió, él se sentía aturdido al verla. Sus amigos al darse cuenta de la situación, rieron mofándose por su comportamiento: «¡Qué pronto se olvidó de la noviecita santa»!

Reanudó el señor su relato:

—Era verdad, Roberto quedó prendado de la belleza de la joven, que fue invitada a sentarse al lado de él; entre copas de licor platicaron toda la noche hasta el amanecer, mientras sus amigos esperaban con malicia el momento que ambos se retiraran a la intimidad, sin embargo esto no sucedía; pasadas unas horas el amigo que realizara la invitación le dijo: «Vámonos, ya pagué la cuenta, me has desilusionado». Él se despidió amablemente de Renata y se retiró, siendo seguido por esos ojos negros y un profundo suspiro.

Al día siguiente, Roberto despertó con la imagen de la joven y el recuerdo de la plática sostenida, desarrolló sus actividades cotidianas, realizó la visita a su novia, de la que se despidió puntualmente a las nueve de la noche, para encaminar su vehículo al sitio de la noche anterior, al llegar, Renata, quien lo esperaba en una discreta mesa, le ofreció una copa como bienvenida él la aceptó y compartieron toda la noche, hasta que Roberto se despidió cariñosamente, mientras ella lo miraba con ilusión.

Las visitas de Roberto a Renata se dieron todas las noches, hasta que en una de ellas, él no regresó a dormir a su casa, para amanecer ambos en la cama de ella algo que se volvió frecuente; no faltó quien viera las constantes visitas de Roberto a ese lugar, pronto llegó a los oídos de sus amigos, que lo buscaron para platicar y decirle que actuaba mal, no debería de olvidar que él era un profesionista además una persona de la alta sociedad y ella era solo un pasatiempo por ser una prostituta.

Pero él no entendía razones, estaba enamorado de Renata y era ampliamente correspondido, estaba dispuesto a jugarse su futuro por ella —sonrió el señor y reanudó su plática—, sus amigos le dijeron que si seguía por ese camino, la sociedad lo rechazaría, pero Roberto continuaba firme en sus sentimientos.

Cuentan que al ingeniero lo corrieron de la casa de su novia… bueno eso dicen sus amigos —acotó.

Una noche al llegar a la casa su novia, el padre de ella lo llamó a la biblioteca para hablarle, él supuso la razón de la plática, sin embargo mantenía la ecuanimidad —fumó el señor su pipa como para recordar lo que había escuchado y prosiguió—, con voz enérgica le dijo: «¡Eres un escándalo en la sociedad, estás manchando mi buen nombre con tu sucia actitud, exijo una explicación y una enmienda en este momento!» Roberto no se inmutó, con voz firme le respondió: «Es verdad lo que se dice». Como respuesta recibió: «¡Largo de esta casa que la mancillas!». Roberto, se retiraba al pasar por la sala vio a su novia que lloraba, alcanzando a decirle: «Perdóname, no quise hacerte daño, es algo inexplicable».

Como reguero de pólvora corrió esta noticia por la ciudad de San Francisco, vertiéndose opiniones distintas y otras encontradas, sin embargo era un hecho consumado que Roberto tenía una relación con Renata sin importarle su propia familia, mucho menos la sociedad en la que era ampliamente conocido además  pertenecía a clubes, asociaciones civiles y de beneficencia.

El colmo llegó cuando Roberto y Renata decidieron contraer nupcias, ceremonia que se celebró sin la presencia de los familiares de él, solo escasos amigos y gran cantidad de amigas de ella.

Roberto la llevó a vivir a la casa colonial de la que me preguntas —recalcó el señor de la pipa—, en la que todavía viven.

—Ella aún conserva su elegancia y hermosura como el rechazo social a ambos, pero son felices… así es la vida —comentó.

La noche ya caía cuando me puse de pie, le di las gracias por el tiempo que me dedicó como por la interesante historia que me narró.

Ya me retiraba cuando me dijo:

—Te diré la anécdota más famosa de ellos —me expresó como colofón.

Un día fue invitado Roberto al baile anual de diciembre en el Casino porque era socio, asistió acompañado de su esposa, resaltando la belleza y personalidad de Renata, inmediatamente se desparramaron los cuchicheos, principalmente de las damas, una de ellas que ocupa la mesa de honor se puso de pie y le dijo a él:

—¡Ella no puede entrar! ¡Porque es de reputación dudosa!

Roberto, le reviró:

—¡Ella es una puta! ¡Las de reputación dudosa son ustedes! ¡Vámonos, Renata!

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