viernes, 15 de septiembre de 2017

Cita

Rita Mabel Figueredo


Consulté la dirección una vez más en mi teléfono celular. Era un buen barrio. Me bajé del taxi y sonreí complacida. La fachada sugería un local de categoría y me alegró pensar que tal vez Patricia tuviera razón.

Era temprano. Me gusta llegar primero, ubicarme, tomar posesión del espacio.

Se ingresaba por una puerta doble de vidrio y madera a un recibidor iluminado con lámparas amarillas. Mis ojos tardaron unos minutos en acostumbrarse a la penumbra. Detrás del mostrador de entrada se extendía un salón grande; ambientado con colores pastel. Solo había dos mesas ocupadas.

Me anuncié y un hombre de baja estatura, entrado en carnes y con cara de profundo aburrimiento, me mostró el camino hasta mi mesa. El sujeto había hecho una reserva. Un punto adicional a su favor.

Mis pasos se perdían en la mullida tela de la alfombra. El mozo corrió la silla para que me sentara y yo, cada vez más confiada, me dispuse a esperar.

El encuentro lo habían organizado Patricia y Carlos. Están decididos a emparejarme con alguien. Desde que iniciaron su vida en común, se portan como el ejemplo perfecto del amor y quieren que todos disfruten de las mieles de la vida en pareja. Estuve a punto de volver a negarme (como las anteriores cuatro veces), pero estamos en otoño. 

El frío, la muerte de mi gato, el final de mi novela favorita —Juan Esteban no se casó con Amelia—, me bajaron las defensas y terminé accediendo. Además creo que ya es tiempo. 

Los últimos dos años me negué sistemáticamente a volver al ritual obsoleto de la conquista. Lo decidí una mañana cualquiera, no recuerdo exactamente por qué, solo me sentí hastiada y quise parar. Desde entonces vivo tranquila en mi departamento de un ambiente, disfrutando de mi soledad. Cada vez que el cuerpo necesita un poco de acción, llamo a Pedro. Siempre está dispuesto. Ninguno de los dos tiene pareja estable y somos amigos hace demasiado como para necesitar explicaciones o rodeos. 

Pedí un vodka con limón, en las rocas. Inconscientemente, comencé a juguetear con el vaso, tratando de hacerme una imagen de mi cita.

Patricia me aclaró que no lo conoce demasiado, pero tiene las mejores referencias. Es primo de un amigo de Carlos; contador, dueño de una empresa, divorciado. Recalcó varias veces que tenía una muy buena posición económica, que era un hombre serio y que anhelaba una relación estable. 

Me descubro pensando en Pedro. Mala idea. No tengo que sacar a Pedro del dormitorio. No es bueno para ninguno de los dos. El acuerdo tácito al que llegamos es que no hablamos de nosotros. ¿Qué le parecería saber que estoy comenzando a salir de nuevo? 

Buscando algo con qué entretenerme, empecé a mirar alrededor con más atención. Todo el restaurante tenía un aire de haber conocido tiempos mejores.
Las sillas tapizadas estaban un poco decoloradas por el uso, la alfombra que me había parecido suave y mullida, se hundía más en algunas partes. El mozo que se acercó con mi vaso transpiraba con profusión, su camisa amarillenta, el moño grasiento y el aire de hartazgo, me hicieron caer en la cuenta de que el sitio no era de primera categoría, sino un espacio que podría haberlo sido alguna vez, hace mucho.

En ese momento por la puerta vidriada entra un hombre de unos cincuenta años, calvicie incipiente y un abdomen que la camisa amplia no llega a ocultar. Mira nervioso en rededor, como buscando a alguien. 

Voy a matar a Patricia, con razón no hubo descripción física.

Suspiro y, ante lo inevitable, levanto la mano, haciéndole señas para que se acerque. Tampoco voy a quedar como una maleducada, puede que tenga una conversación interesante. 

—Hola soy Gabriel. ¿Claudia? —dice mientras acerca peligrosamente su cara a la mía.

—Sí, soy Claudia, mucho gusto. —Intento frenarlo estirando la mano, en un claro gesto de imponer distancia, pero no lo consigo. Toma mi mano y me atrae hacia él, logrando que trastabille, para estamparme dos besos sonoros y húmedos. Uno por mejilla.

—¡Encantadísimo! ¡Sos más linda de lo que me dijeron!¡Y qué buenas lolas!

No hago caso del piropo ordinario. Y trato de no ser demasiado obvia cuando me limpio con el borde de la manga la cara con rastros del saludo.

—¿Qué tomás? ¿Vodka? —Huele mi vaso—. ¡Se te va subir a la cabeza si no comes nada! Vení pidamos algo—dice agarrándome de la mano.

No atino a contestar, así que toma la carta, mira la columna de los precios, y se decide por una ensalada de dos ingredientes. «Para compartir», le aclara al mozo cuando este se acerca a tomar el pedido.

Me quedo muda de asombro. No solo habla sin parar y me toca sin permiso, sino que pide por mí. Huele bien. Su único punto a favor hasta el momento.

Mientras esperamos que traigan la comida, comenzamos la charla intrascendente de las primeras citas. ¿De dónde sos? ¿A qué te dedicas? ¿Tenés hijos? ¿Cuántos? (esta la agregué hace algunos años, antes no me parecía que fuera necesario). ¿Cuándo es tu cumpleaños? (la del signo del zodíaco espanta a algunos y el cumpleaños suple la información). Contesta todo dando innumerables detalles. Así me entero de que vive solo, que no le gustan los gatos, que su empresa de contabilidad tiene los mejores clientes de la ciudad, que compra la verdura suelta. No me da espacio para contarle absolutamente nada de mí. Llega un punto en que, aburrida de la constante cháchara, lo único en lo que puedo pensar, es en cuánto será el tiempo mínimo imprescindible para inventar una excusa e irme a casa.

Diez minutos después llega la comida. La ensalada es apenas un par de lechugas con tres rodajas de tomate. 

—¿Te parece si pedimos algo más? —sugiero al ver que se sirve casi todo el contenido de la fuente.

—Como quieras, igual cada uno paga lo suyo, ¿eh? Yo te doy para la mitad de la ensalada, sin drama.

Hasta ahí, más allá de la irritación que me produce su actitud, no hay demasiados problemas, pero luego sonríe, sin dejar un solo segundo de parlotear. De pronto, todas las razones por las que había dejado las citas, vuelven a mí. Entre sus dientes, que asoman amarillentos entre palabra y palabra, se ven pedazos de lechuga a medio masticar, hecha una masa informe y verduzca. No sé de qué habla, solo puedo mirarlo fijamente, horrorizada. La calva de su frente parece brillar con más fuerza. El esfuerzo de taparla con los pocos pelos que le quedan resulta inútil.

¡Por Dios! ¡Qué aburrido es! Será una buena historia para charlar con Pedro. Podría llamarlo ahora, tal vez no hizo planes. Estaría en casa en unas horas y podría sacarme esta sensación desagradable del cuerpo.

De pronto me doy cuenta de que llevo un buen rato sin escucharlo. 

Parece que me hizo una pregunta, porque sonríe y me mira, expectante.
Como no respondo, comienza a excusarse.

—Bueno, pero si no querés no pasa nada. Yo decía nomás como Patricia me explicó que vos hace rato que no... me entendés, ¿no? Y bueno, fea no sos… No estaría mal. Para ponernos un poco a punto. ¿Qué decís? ¿Vamos?

Solamente le digo que me siento mal, que me voy a casa. Ni siquiera es una excusa, es cierto, estoy enferma de asco. Desde una distancia que solo a medida que se agranda, me tranquiliza, lo escucho diciendo que no me ofenda, que si no me parece bien en la primera cita, por él está bien, que ya será en la segunda. No quiero cerrar los ojos por miedo a imaginármelo, recostado sobre mí con su risa babosa y sus dientes amarillentos. Seguramente tardaré unos cuantos meses en borrar de mi lastimado cerebro la imagen del bolo alimenticio a punto de ser tragado dando vueltas en su boca. 

Voy a matar a Patricia.

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