martes, 19 de septiembre de 2017

La primera ilusión

Horacio Vargas Murga


Samuel se levantó del sillón y se acercó a la ventana. Una muchacha de cabello castaño y mirada risueña pasaba montada en su bicicleta. Se quedó observándola hasta que su imagen desapareció por completo.

A partir de aquel momento la volvería a ver todos los días por la tarde, a eso de las cinco. La esperaría detrás de la ventana, impaciente por tenerla ante sus ojos. En otras oportunidades optaría por salir a la calle para contemplarla con más calma. Se sentaría sobre un muro colindante con otra casa y desde allí sus ojos la perseguirían por donde ella fuera, hasta que se perdiera de su alcance.

Cómo olvidar aquella misa del domingo veintiséis de octubre, fecha en que la capilla de la urbanización cumplía un año de creada. Ella estaba hermosa, elegante, con aquel conjunto azul. Un perfume delicioso se desplegaba acompañando su caminar. La mirabas de reojo, suspirabas sin más no poder. Un sabor dulce inundaba tu boca. Después de la misa, hubo una recepción en la casa de la señora Vilma, para la celebración del aniversario. Trajeron un coro de otra iglesia para que deleitara a los concurrentes. Ella escuchaba atenta y emocionada, parecía un ángel. Tú la contemplabas embebido de encanto.

Yo acostumbraba a leer las lecturas bíblicas los domingos en la misa, era ya conocido por todas las personas y tenía una cierta vinculación con las labores de la iglesia. A mediados de abril se abrió la inscripción para la catequesis, destinada a la preparación de niños y jóvenes que querían hacer la primera comunión. Era la primera vez que se realizaba esta labor en la urbanización. No mostré ningún interés por la apertura de la catequesis, ya había hecho mi primera comunión en otra iglesia hace dos años atrás, pero otros muchachos, incluso mayores que yo, que ya habían realizado la primera comunión se inscribieron.

Los catequistas ubicaron a sus alumnos en las primeras dos bancas de la capilla durante la misa. Me vi obligado a sentarme en otro lugar diferente al que acostumbraba. Fue entonces que pude distinguir a aquella chica que solía ver todos los domingos. Me pesó no haberme inscrito, hubiese sido una gran oportunidad para conocerla, pero la catequesis ya tenía una semana de comenzada. Sin embargo, mi madre me insistió para que me inscribiera.

Samuel, tú siempre participas con las lecturas en la misa, ¿por qué no te inscribes?

Es que ya pasó la inscripción.

Pero yo he hablado con la señora Vilma, ella me ha dicho que todavía pueden inscribirse.

Bueno, si es así.

Entonces, ¿converso con ella para que te incluya en la lista?

Está bien, mamá.

Las reuniones iban a ser los sábados a las tres de la tarde, en la misma capilla. Samuel se preparó de antemano para su primera clase. Forró su Biblia y su nuevo cuaderno con Vinifán transparente. Mojó su cabello con abundante agua y se peinó con sumo cuidado, como nunca antes lo había hecho. «¿Por qué estoy haciendo esto?, ¿no soy acaso un buen cristiano?». Se miró al espejo y se encontró con el mismo rostro blanco, redondo y asustado, de todos los días. «Dios sabe que no hago nada malo» se dijo a sí mismo mientras cogía sus cosas y salía para asistir a su primera clase.

Fue el primero en llegar, la puerta estaba cerrada. Se había adelantado diez minutos. Era mejor así, nunca soportaba llegar tarde. Poco después apareció la catequista, junto a dos niños. Samuel la saludó con cortesía. Ella respondió al saludo con una graciosa sonrisa, mostrando los dientes postizos. Abrió la puerta y fueron ingresando uno a uno.

Todos la siguieron hacia una pequeña habitación que se encontraba a la mano derecha, al inicio de la capilla. Entraron, acomodaron las bancas de madera junto a la pared, aún no pintada, ni tarrajeada y tomaron asiento en espera de las primeras palabras de la señorita catequista.

Buenas tardes, mi nombre es Esperanza Rodríguez, un grupo de ustedes estará a mi cargo, los otros serán distribuidos con Mónica, Isabel y Jorge. Quisiera conocerlos, así que cada uno me dirá su nombre.

Y así cada alumno fue mencionando su nombre, mientras ella apuntaba.

Ahora vamos a repasar algunas cosas que ustedes deben saber.

Fue así que a medida que hablaba iba haciendo preguntas acerca de Dios, la creación, los apóstoles, la Biblia y otros temas religiosos. Samuel, siempre solícito a responder, levantaba la mano y contestaba con suma elocuencia, de la misma forma como lo hacía en el colegio, era ya una costumbre en él. Contestó casi todas las preguntas. Esperanza lo felicitó poniéndolo de ejemplo ante los demás. Samuel se sintió muy contento por su brillante inicio, pero le preocupaba mucho la ausencia de aquella chica, de la cual estaba ilusionado. «¿Por qué tardará tanto?».

Cada vez fueron sumándose nuevos alumnos, hasta que ella apareció. Samuel sintió una extraña sensación en el pecho. «Me puse intranquilo, no sabía qué hacer. Me palpitaba el corazón, me sudaban las manos. Opté por agachar la cabeza y disimular».

Sus nombres preguntó la catequista.

Samuel, puso mucha atención.

Claudia Jiménez respondió con fina voz, parecida a la de una niña. «Es tan delicada. Qué ojos más tiernos. No lo puedo creer, está frente a mí, pronto me hablará. Creo que voy a estallar en gozo».

La clase duró hasta las seis de la tarde, hora en que llegó Jorge, quien siempre instalaba el micrófono para la misa. Él era ingeniero electrónico y su vocación religiosa hizo que asumiera el papel de catequista. La misa se llevaría a cabo a las seis y treinta de la tarde, debido a que el día domingo se realizarían las elecciones presidenciales en todo el país.

Los alumnos desalojaron la habitación y se trasladaron al templo para escuchar la misa. Samuel, como siempre, leería la primera lectura. Esta vez era más importante que nunca, Claudia quizás se fijaría en él. Haría el máximo de los esfuerzos por dar la mejor entonación y pronunciación. Intentaría de esta manera despertar por lo menos admiración en ella.

Son las cinco, la esperas, intranquilo. Ella pasará en cualquier momento. Tu respiración se acelera, sudas a medias, tus ojos no descansan de hurgar por los rincones más distantes de la calle. Ahora podrás saludarla, sonreírle, conversar un momento. ¿Cuántos años tendrá? Doce, igual que tú. No, parece que tiene más. Quizás pase apurada, quizás no te vea. Qué martirio es este de esperar y esperar. Aprietas los dientes, tu intranquilidad aumenta, ella está demorando más de lo acostumbrado.

Las clases continuaron sábado a sábado. Samuel se hizo de amigos, entre ellos Lucho, (sobrino del catequista), Miguel, Eduardo, Walter y César (los dos últimos hermanos de Claudia). Claudia apenas le dirigía la palabra. Samuel siempre estaba a la espera de acercarse a ella, quien se mostraba algo indiferente y faltaba con mucha frecuencia. Todo esto impedía que se estableciera una amistad entre ambos.

Con sus amigos no podía llevarse mejor, solían reunirse en los momentos libres para jugar un partido de fulbito. Lucho era el que más le simpatizaba. Bajito, de graciosa sonrisa, acostumbraba a hacer bromas e intercambiar opiniones sobre los más diversos temas. Estimaba a Miguel, un muchacho moreno y también bajito, a quien se le veía solitario y triste, sus ojos permanecían siempre semihúmedos. Un sábado se le acercó a Samuel y empezó a hablarle en confidencia.

No sé qué voy a hacer, mis padres se quieren divorciar. Ayer los escuché discutir, solo faltó que se golpearan.

Ambos se quedaron en silencio un instante.

Samuel, una vez cuando tenía diez años, tuve relaciones sexuales con una mujer, yo era todavía un mongo. Ella me llevó con engaños a su habitación. Nunca se lo conté a nadie.

Samuel no comprendió qué tenía que ver esta confidencia con la anterior, pero le afligió la tristeza de su amigo.

Eduardo por el contrario se caracterizaba por ser un muchacho de los que antes se podía llamar «avispado». A los trece años era todo un «Don Juan», visitador asiduo de discotecas. Siempre venía bien vestido con polos y pantalones de último modelo, finas zapatillas y exceso de perfume. Llamaba aparte a Samuel y le contaba sobre sus fiestas y conquistas. Era característico en él un aire de superioridad. Solía hacer gala de su estilo de enamorar y de sus gustos por discotecas y mujeres. Cada fin de semana conocía una chica nueva.

Mira, Samuel, a mí nunca me había resultado difícil hacer el coito, ¿sabes qué es eso no?

Sí, claro contestó Samuel, por no quedar mal, en realidad no sabía lo que era.

Bueno, esta me daba tantas vueltas, pero al final le comprendí el juego.

Samuel no entendía lo que escuchaba, pero igual lo miraba atento y deslumbrado.

Siempre sospeché que había algo entre Eduardo y Claudia. Los vi juntos antes que empezara la catequesis, pero en las clases hablaban poco. Cierta vez, cuando bajé del microbús, vi a Eduardo saludarla con un efusivo beso en la mejilla. A ella le brillaron los ojos. Me sentí muy mal durante varios días, perdí el apetito, mis noches eran eternos insomnios, pero lo pensé bien y no me pareció una prueba contundente de una relación amorosa, sin embargo, nunca pude liberarme de mis dudas.

Samuel tenía algunos confidentes en el colegio. Ellos estaban enterados de su interés por Claudia. Se reunían durante los recreos en un rincón del salón de clase y Samuel comenzaba con sus relatos en voz baja. En una de esas tantas conversaciones, Gonzalo, un moreno alto y mayor por tres años que Samuel, escuchó de casualidad la conversación.

Claudia Jiménez, yo la conozco, también a toda su familia.

A partir de ese día, Samuel tenía un confidente más, quizás un aliado importante para conquistar a Claudia. Gonzalo contó todo lo que sabía de Claudia y su familia. Todos los días era común verlos caminar de un lado a otro, durante los recreos. Esto permitió que Samuel se sintiera mucho más seguro, más decidido.

Mira, Samuel, tú tienes que mandarte, ponte más mosca, cuñao. Debes bajar esa barriga, sal a correr dos kilómetros todas las mañanas, usa otro tipo de ropa, vistes como un viejo. Para conquistar a una hembrita tienes que decirle: «Cómo me gusta tu pechito sin tetas, tu culito sin raya». Un día de estos, te la llevas a un rincón y le caes compadre, le caes.

Las ideas de Gonzalo lo turbaron un poco. No eran nada de su gusto. Empezó a desconfiar de su amistad. Sin embargo, pensó que era necesario seguir contando con él. No quedaba otra. Nadie más que él podía ayudarlo de alguna forma.

Falta solo un mes y termina el año y hasta ahora no he podido hacerme amigo de Claudia. Ella apenas me habla, ni siquiera me mira, no puedo soportarlo más, esta situación tiene que cambiar. Debo hacer algo para que ella se fije en mí, ¿pero qué?, ¿qué podría hacer? ¡Diablos! Soy un bueno para nada.

Gonzalo se puso impaciente, insistía a cada rato que ya era el momento, que había pasado mucho tiempo.

Sí, cuñao, ahora o nunca.

Pero, si casi no hablo con ella.

Mira, Samuel, mañana le digo todo a Claudia y solucionamos el asunto, ya me estás asando.

Tú estás loco, Gonzalo.

A la franca, Samuel, yo lo hago, si no te dejas de huevadas y le caes.

No fastidies, hombre, no me vas a decir lo que tengo qué hacer.

En una oportunidad, Gonzalo le pidió a Samuel como préstamo una cierta cantidad de dinero. Gonzalo tenía fama de no pagar deudas en el colegio. Samuel lo sabía muy bien y no accedió al principio, pero luego, ante tanta insistencia y recordando sus momentos de confidencia, decidió hacer el préstamo.

Gracias, cuñao, este favor te lo voy a pagar muy bien, acuérdate.

No tienes de qué, para eso están los amigos.

Te debo una. Haré de todo para que Claudia caiga a tus pies.

Dios te oiga, negrito.

¡Qué hermosa está! La miras con deleite, lleva una vincha roja muy llamativa. ¡Pasó apurada, no te vio! No te preocupes, algún día se detendrá, te regalará una eterna sonrisa y caminarán juntos, conversando como dos buenos amigos. Algún día, muy pronto, ¿o quizás nunca? Estás atento, la impaciencia te invade, puede volver a pasar en cualquier momento.

Aquella tarde oscureció más temprano que otros días. Mi madre decía que el ambiente estaba turbio, viscoso. Para colmo, empezó a hacer frío. Yo me encontraba en ese momento haciendo la tarea del curso de Lenguaje para el día siguiente, cuando mi padre me llamó acalorado.

Oye, Samuel, afuera está tu amigo, el negro ese con pinta de maleante, que viene a quitarte el tiempo. Dile que estás ocupado y lárgalo.

La noticia me sorprendió. Gonzalo no me había dicho que vendría a buscarme. No tenía la menor idea del porqué de su visita. Confundido salí de la casa. Al girar la mirada después de cerrar la puerta, mi sorpresa fue enorme. Gonzalo estaba frente a mí y a su lado César, el hermano de Claudia.

Samuel, te presento un amigo, se llama César dijo Gonzalo con suma ironía.

Alcé la mirada y pude distinguir a unos pocos metros a Claudia, apoyada sobre un auto rojo, en actitud de espera, pero mirando a otra parte. No lo podía creer.

Un momento, ya regreso respondí y entré nervioso a la casa.

No volví a salir. Ellos se quedaron esperando cerca de una hora, hasta que se cansaron y se fueron. Aquel día no pude dormir, me sentía intranquilo, la desesperación me atormentaba martillándome la cabeza. No podía aceptar lo ocurrido. Era una situación ridícula e injusta. Me preocupaba lo que pensaría Claudia de ahora en adelante. No sería capaz de mirarla a la cara. Sin duda se burlaría de mí.

Al día siguiente, Gonzalo recriminó con dureza a Samuel.

Eres un mongo, cobarde, huevón y cojudo, te llevo a la hembrita a tu casa y tú te escondes. ¡Qué maricón eres!

No seas idiota, Gonzalo, cómo iba a aceptar el trato que me proponías, decírselo delante de ustedes, dónde se ha visto una declaración con testigos.

Eres un mal agradecido, compadre, yo te la puse fácil. Ahora resígnate porque esta había sido tu oportunidad y ya no te queda otra.

Las clases en la catequesis continuaron. Claudia, cada vez que miraba a Samuel, contenía la risa. En ocasiones llamaba a sus amigas a un lado y murmuraban un buen rato. En la calle, cuando se cruzaban, lo miraba de la misma forma, pero con disimulo. Samuel se daba cuenta de que era objeto de burla y esto le dolía mucho.

La perdiste Samuel, la perdiste. Ella lo sabe todo y piensa que eres un tonto. No sabes qué hacer. Te pasas horas y horas encerrado en el baño, maldiciendo tu mala suerte, mordiendo tu lengua con desgano, odiando tu aspecto físico en el espejo. La rabia se apodera de ti. Quieres destrozar al mundo. Claudia, pronuncias su nombre en forma lenta, con amargura. Claudia, deletreas su nombre conteniendo las lágrimas. Un sabor amargo inunda tu boca. Eres tan idiota.


Las clases en la catequesis habían llegado a su fin. Se reiniciarían en abril del siguiente año. Samuel creyó conveniente no asistir más, se sentía muy deprimido. De vez en cuando, miraba de lejos a sus amigos, siempre estaban todos, solo faltaba él. Dejó de asistir los domingos a misa. Su voz, ya no se escuchó más en las lecturas bíblicas. Cierto día, recordando a Claudia, se colocó detrás de la ventana para verla pasar con su bicicleta, como antes, a las cinco de la tarde. Pero ella no apareció ese día y no volvería a aparecer nunca más.

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