Horacio Vargas Murga
Samuel
se levantó del sillón y se acercó a la ventana. Una muchacha de cabello castaño
y mirada risueña pasaba montada en su bicicleta. Se quedó observándola hasta que su imagen desapareció por completo.
A partir de aquel momento la volvería a ver todos los
días por la tarde, a eso de las cinco. La esperaría detrás de la ventana,
impaciente por tenerla ante sus ojos. En otras oportunidades optaría por salir
a la calle para contemplarla con más calma. Se sentaría sobre un muro
colindante con otra casa y desde allí sus ojos la perseguirían por donde ella
fuera, hasta que se perdiera de su alcance.
Cómo olvidar aquella misa del domingo veintiséis de octubre,
fecha en que la capilla de la urbanización cumplía un año de creada. Ella
estaba hermosa, elegante, con aquel conjunto azul. Un perfume delicioso se
desplegaba acompañando su caminar. La mirabas de reojo, suspirabas sin más no
poder. Un sabor dulce inundaba tu boca. Después de la misa, hubo una recepción
en la casa de la señora Vilma, para la celebración del aniversario. Trajeron un
coro de otra iglesia para que deleitara a los concurrentes. Ella escuchaba
atenta y emocionada, parecía un ángel. Tú la contemplabas embebido de encanto.
Yo acostumbraba a leer las lecturas bíblicas los domingos en
la misa, era ya conocido por todas las personas y tenía una cierta vinculación
con las labores de la iglesia. A mediados de abril se abrió la inscripción para
la catequesis, destinada a la preparación de niños y jóvenes que querían hacer
la primera comunión. Era la primera vez que se realizaba esta labor en la
urbanización. No mostré ningún interés por la apertura de la catequesis, ya
había hecho mi primera comunión en otra iglesia hace dos años atrás, pero otros
muchachos, incluso mayores que yo, que ya habían realizado la primera comunión
se inscribieron.
Los catequistas ubicaron a sus alumnos en las primeras dos
bancas de la capilla durante la misa. Me vi obligado a sentarme en otro lugar
diferente al que acostumbraba. Fue entonces que pude distinguir a aquella chica
que solía ver todos los domingos. Me pesó no haberme inscrito, hubiese sido una
gran oportunidad para conocerla, pero la catequesis ya tenía una semana de
comenzada. Sin embargo, mi madre me insistió para que me inscribiera.
—Samuel, tú
siempre participas con las lecturas en la misa, ¿por qué no te inscribes?
—Es que ya pasó la
inscripción.
—Pero yo he
hablado con la señora Vilma, ella me ha dicho que todavía pueden inscribirse.
—Bueno, si es así.
—Entonces, ¿converso
con ella para que te incluya en la lista?
—Está bien, mamá.
Las reuniones iban a ser los sábados a las tres de la tarde,
en la misma capilla. Samuel se preparó de antemano para su primera clase. Forró
su Biblia y su nuevo cuaderno con Vinifán transparente. Mojó su cabello con
abundante agua y se peinó con sumo cuidado, como nunca antes lo había hecho. «¿Por qué estoy haciendo esto?, ¿no soy acaso un buen
cristiano?». Se miró al espejo y se encontró con el mismo rostro
blanco, redondo y asustado, de todos los días. «Dios sabe que no hago nada malo» —se dijo a sí mismo mientras cogía sus cosas y salía para
asistir a su primera clase.
Fue el primero en llegar, la puerta estaba cerrada. Se había
adelantado diez minutos. Era mejor así, nunca soportaba llegar tarde. Poco
después apareció la catequista, junto a dos niños. Samuel la saludó con
cortesía. Ella respondió al saludo con una graciosa sonrisa, mostrando los
dientes postizos. Abrió la puerta y fueron ingresando uno a uno.
Todos la siguieron hacia una pequeña habitación que se
encontraba a la mano derecha, al inicio de la capilla. Entraron, acomodaron las
bancas de madera junto a la pared, aún no pintada, ni tarrajeada y tomaron
asiento en espera de las primeras palabras de la señorita catequista.
—Buenas tardes, mi
nombre es Esperanza Rodríguez, un grupo de ustedes estará a mi cargo, los otros
serán distribuidos con Mónica, Isabel y Jorge. Quisiera conocerlos, así que
cada uno me dirá su nombre.
Y así cada alumno fue mencionando su nombre, mientras ella
apuntaba.
—Ahora vamos a
repasar algunas cosas que ustedes deben saber.
Fue así que a medida que hablaba iba haciendo preguntas
acerca de Dios, la creación, los apóstoles, la Biblia y otros temas religiosos.
Samuel, siempre solícito a responder, levantaba la mano y contestaba con suma
elocuencia, de la misma forma como lo hacía en el colegio, era ya una costumbre
en él. Contestó casi todas las preguntas. Esperanza lo felicitó poniéndolo de
ejemplo ante los demás. Samuel se sintió muy contento por su brillante inicio,
pero le preocupaba mucho la ausencia de aquella chica, de la cual estaba
ilusionado. «¿Por qué tardará tanto?».
Cada vez fueron sumándose nuevos alumnos, hasta que ella
apareció. Samuel sintió una extraña sensación en el pecho. «Me puse intranquilo, no sabía qué hacer. Me palpitaba el
corazón, me sudaban las manos. Opté por agachar la cabeza y disimular».
—Sus nombres —preguntó la catequista.
Samuel, puso mucha atención.
—Claudia Jiménez —respondió con fina voz, parecida a la de una niña. «Es tan delicada. Qué ojos más tiernos. No lo puedo creer, está frente a mí, pronto me
hablará. Creo que voy a estallar en gozo».
La clase duró hasta las seis de la tarde, hora en que llegó
Jorge, quien siempre instalaba el micrófono para la misa. Él era ingeniero
electrónico y su vocación religiosa hizo que asumiera el papel de catequista.
La misa se llevaría a cabo a las seis y treinta de la tarde, debido a que el
día domingo se realizarían las elecciones presidenciales en todo el país.
Los alumnos desalojaron la habitación y se trasladaron al
templo para escuchar la misa. Samuel, como siempre, leería la primera lectura.
Esta vez era más importante que nunca, Claudia quizás se fijaría en él. Haría
el máximo de los esfuerzos por dar la mejor entonación y pronunciación.
Intentaría de esta manera despertar por lo menos admiración en ella.
Son las cinco, la esperas, intranquilo. Ella pasará en
cualquier momento. Tu respiración se acelera, sudas a medias, tus ojos no
descansan de hurgar por los rincones más distantes de la calle. Ahora podrás
saludarla, sonreírle, conversar un momento. ¿Cuántos años tendrá? Doce, igual que
tú. No, parece que tiene más. Quizás pase apurada, quizás no te vea. Qué
martirio es este de esperar y esperar. Aprietas los dientes, tu intranquilidad
aumenta, ella está demorando más de lo acostumbrado.
Las clases continuaron sábado a sábado. Samuel se hizo de
amigos, entre ellos Lucho, (sobrino del catequista), Miguel, Eduardo, Walter y
César (los dos últimos hermanos de Claudia). Claudia apenas le dirigía la
palabra. Samuel siempre estaba a la espera de acercarse a ella, quien se
mostraba algo indiferente y faltaba con mucha frecuencia. Todo esto impedía que
se estableciera una amistad entre ambos.
Con sus amigos no podía llevarse mejor, solían reunirse en
los momentos libres para jugar un partido de fulbito. Lucho era el que más le
simpatizaba. Bajito, de graciosa sonrisa, acostumbraba a hacer bromas e
intercambiar opiniones sobre los más diversos temas. Estimaba a Miguel, un
muchacho moreno y también bajito, a quien se le veía solitario y triste, sus
ojos permanecían siempre semihúmedos. Un sábado se le acercó a Samuel y empezó
a hablarle en confidencia.
—No sé qué voy a
hacer, mis padres se quieren divorciar. Ayer los escuché discutir, solo faltó
que se golpearan.
Ambos se quedaron en silencio un instante.
—Samuel, una vez
cuando tenía diez años, tuve relaciones sexuales con una mujer, yo era todavía
un mongo. Ella me llevó con engaños a su habitación. Nunca se lo conté a nadie.
Samuel no comprendió qué tenía que ver esta confidencia con
la anterior, pero le afligió la tristeza de su amigo.
Eduardo por el contrario se caracterizaba por ser un
muchacho de los que antes se podía llamar «avispado». A los trece
años era todo un «Don Juan», visitador asiduo de discotecas.
Siempre venía bien vestido con polos y pantalones de último modelo, finas
zapatillas y exceso de perfume. Llamaba aparte a Samuel y le contaba sobre sus
fiestas y conquistas. Era característico en él un aire de superioridad. Solía
hacer gala de su estilo de enamorar y de sus gustos por discotecas y mujeres.
Cada fin de semana conocía una chica nueva.
—Mira, Samuel, a
mí nunca me había resultado difícil hacer el coito, ¿sabes qué es eso no?
—Sí, claro —contestó Samuel, por no quedar mal, en realidad no sabía lo
que era.
—Bueno, esta me
daba tantas vueltas, pero al final le comprendí el juego.
Samuel no entendía lo que escuchaba, pero igual lo miraba
atento y deslumbrado.
Siempre sospeché que había algo entre Eduardo y Claudia. Los
vi juntos antes que empezara la catequesis, pero en las clases hablaban poco.
Cierta vez, cuando bajé del microbús, vi a Eduardo saludarla con un efusivo
beso en la mejilla. A ella le brillaron los ojos. Me sentí muy mal durante
varios días, perdí el apetito, mis noches eran eternos insomnios, pero lo pensé
bien y no me pareció una prueba contundente de una relación amorosa, sin
embargo, nunca pude liberarme de mis dudas.
Samuel tenía algunos confidentes en el colegio. Ellos
estaban enterados de su interés por Claudia. Se reunían durante los recreos en
un rincón del salón de clase y Samuel comenzaba con sus relatos en voz baja. En
una de esas tantas conversaciones, Gonzalo, un moreno alto y mayor por tres
años que Samuel, escuchó de casualidad la conversación.
—Claudia Jiménez,
yo la conozco, también a toda su familia.
A partir de ese día, Samuel tenía un confidente más, quizás
un aliado importante para conquistar a Claudia. Gonzalo contó todo lo que sabía
de Claudia y su familia. Todos los días era común verlos caminar de un lado a
otro, durante los recreos. Esto permitió que Samuel se sintiera mucho más
seguro, más decidido.
—Mira, Samuel, tú
tienes que mandarte, ponte más mosca, cuñao. Debes bajar esa
barriga, sal a correr dos kilómetros todas las mañanas, usa otro tipo de ropa,
vistes como un viejo. Para conquistar a una hembrita tienes que decirle: «Cómo me
gusta tu pechito sin tetas, tu culito sin raya». Un día
de estos, te la llevas a un rincón y le caes compadre, le caes.
Las ideas de Gonzalo lo turbaron un poco. No eran nada de su
gusto. Empezó a desconfiar de su amistad. Sin embargo, pensó que era necesario
seguir contando con él. No quedaba otra. Nadie más que él podía ayudarlo de
alguna forma.
Falta solo un mes y termina el año y hasta ahora no he
podido hacerme amigo de Claudia. Ella apenas me habla, ni siquiera me mira, no
puedo soportarlo más, esta situación tiene que cambiar. Debo hacer algo para
que ella se fije en mí, ¿pero qué?, ¿qué podría hacer? ¡Diablos! Soy un bueno
para nada.
Gonzalo se puso impaciente, insistía a cada rato que ya era
el momento, que había pasado mucho tiempo.
—Sí, cuñao, ahora o
nunca.
—Pero, si casi no
hablo con ella.
—Mira, Samuel,
mañana le digo todo a Claudia y solucionamos el asunto, ya me estás asando.
—Tú estás loco,
Gonzalo.
—A la franca,
Samuel, yo lo hago, si no te dejas de huevadas y le caes.
—No fastidies,
hombre, no me vas a decir lo que tengo qué hacer.
En una oportunidad, Gonzalo le pidió a Samuel como préstamo
una cierta cantidad de dinero. Gonzalo tenía fama de no pagar deudas en el
colegio. Samuel lo sabía muy bien y no accedió al principio, pero luego, ante
tanta insistencia y recordando sus momentos de confidencia, decidió hacer el
préstamo.
—Gracias, cuñao, este
favor te lo voy a pagar muy bien, acuérdate.
—No tienes de qué,
para eso están los amigos.
—Te debo una. Haré
de todo para que Claudia caiga a tus pies.
—Dios te oiga,
negrito.
¡Qué hermosa está! La miras con deleite, lleva una vincha
roja muy llamativa. ¡Pasó apurada, no te vio! No te preocupes, algún día se
detendrá, te regalará una eterna sonrisa y caminarán juntos, conversando como
dos buenos amigos. Algún día, muy pronto, ¿o quizás nunca? Estás atento, la
impaciencia te invade, puede volver a pasar en cualquier momento.
Aquella tarde oscureció más temprano que otros días. Mi
madre decía que el ambiente estaba turbio, viscoso. Para colmo, empezó a hacer
frío. Yo me encontraba en ese momento haciendo la tarea del curso de Lenguaje
para el día siguiente, cuando mi padre me llamó acalorado.
—Oye, Samuel,
afuera está tu amigo, el negro ese con pinta de maleante, que viene a quitarte
el tiempo. Dile que estás ocupado y lárgalo.
La noticia me sorprendió. Gonzalo no me había dicho que
vendría a buscarme. No tenía la menor idea del porqué de su visita. Confundido
salí de la casa. Al girar la mirada después de cerrar la puerta, mi sorpresa
fue enorme. Gonzalo estaba frente a mí y a su lado César, el hermano de
Claudia.
—Samuel, te
presento un amigo, se llama César —dijo
Gonzalo con suma ironía.
Alcé la mirada y pude distinguir a unos pocos metros a
Claudia, apoyada sobre un auto rojo, en actitud de espera, pero mirando a otra
parte. No lo podía creer.
—Un momento, ya
regreso —respondí y entré
nervioso a la casa.
No volví a salir. Ellos se quedaron esperando cerca de una
hora, hasta que se cansaron y se fueron. Aquel día no pude dormir, me sentía
intranquilo, la desesperación me atormentaba martillándome la cabeza. No podía
aceptar lo ocurrido. Era una situación ridícula e injusta. Me preocupaba lo que
pensaría Claudia de ahora en adelante. No sería capaz de mirarla a la cara. Sin
duda se burlaría de mí.
Al día siguiente, Gonzalo recriminó con dureza a Samuel.
—Eres un mongo,
cobarde, huevón y cojudo, te llevo a la hembrita a tu casa y tú te escondes.
¡Qué maricón eres!
—No seas idiota,
Gonzalo, cómo iba a aceptar el trato que me proponías, decírselo delante de
ustedes, dónde se ha visto una declaración con testigos.
—Eres un mal
agradecido, compadre, yo te la puse fácil. Ahora resígnate porque esta había
sido tu oportunidad y ya no te queda otra.
Las clases en la catequesis continuaron. Claudia, cada vez
que miraba a Samuel, contenía la risa. En ocasiones llamaba a sus amigas a un
lado y murmuraban un buen rato. En la calle, cuando se cruzaban, lo miraba de
la misma forma, pero con disimulo. Samuel se daba cuenta de que era objeto de
burla y esto le dolía mucho.
La perdiste Samuel, la perdiste. Ella lo sabe todo y piensa
que eres un tonto. No sabes qué hacer. Te pasas horas y horas encerrado en el
baño, maldiciendo tu mala suerte, mordiendo tu lengua con desgano, odiando tu
aspecto físico en el espejo. La rabia se apodera de ti. Quieres destrozar al
mundo. Claudia, pronuncias su nombre en forma lenta, con amargura. Claudia,
deletreas su nombre conteniendo las lágrimas. Un sabor amargo inunda tu boca.
Eres tan idiota.
Las clases en la catequesis habían llegado a su fin. Se
reiniciarían en abril del siguiente año. Samuel creyó conveniente no asistir más,
se sentía muy deprimido. De vez en cuando, miraba de lejos a sus amigos,
siempre estaban todos, solo faltaba él. Dejó de asistir los domingos a misa. Su
voz, ya no se escuchó más en las lecturas bíblicas. Cierto día, recordando a
Claudia, se colocó detrás de la ventana para verla pasar con su bicicleta, como
antes, a las cinco de la tarde. Pero ella no apareció ese día y no volvería a
aparecer nunca más.
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