martes, 7 de marzo de 2017

Misión cumplida

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Rosario Sánchez Infantas


El hijo mayor convocó de urgencia a sus dos hermanos. Debía definirse el destino del padre, viudo hacía una década y recientemente jubilado. Acudieron puntuales a la cita. Querían a su padre, había mucho de preocupación por su futuro, pero siendo sinceros, los movilizaba también la preocupación por ellos mismos. Ninguno tenía en sus planes alterar su propia vida familiar con la presencia de un hombre mayor con intereses, costumbres y manías intensas. Treinta años separaban a ambas generaciones; pero la convivencia con «el viejo», como lo llamaban, siempre fue complicada. Además de haber sido una autoridad en su disciplina, era muy inteligente y un erudito a carta cabal. Sin embargo, el temprano ilimitado amor de sus padres había ido tornándolo de un niño inteligente y con un carácter encantador en un hombre apasionado que priorizaba su propio criterio, placer e intereses, mostrándose pragmático y egoísta.

Ambos habían nacido en el Perú. Él, un científico puro; ella, una científica aplicada. Él conocía a Riemann; ella había aprendido a amar a Riemann: aquel físico que afirmaba que dos rectas («y por analogía, dos almas», decía ella) avanzan lejanas hasta converger en un punto, llenándose en contenido con esos vaivenes que sacuden el alma, para volver a separarse, converger en algún otro momento y repetir el ciclo infinitamente. El azar los había unido y su sensibilidad muy desarrollada hizo que se conocieran y amaran. Las decisiones vitales preexistentes (y los compromisos que generan) los llevaron a separarse y continuar sus vidas, a un océano y quince años de distancia.

El paralelismo riemanniano exigió su derecho de ley y gracias a la red informática, ella, que nunca se fue de su patria, y él, que hizo del mundo la suya, convergieron. Se reconocieron y volvieron a amar intensamente. Y es que ambos eran de carácter emotivo; es decir, reaccionaban vivamente ante los acontecimientos que apreciaban especialmente. Las lecturas tempranas y el disfrute de la música, habían desarrollado su sensibilidad, sensualidad y voluptuosidad. Claro que también tenían diferencias: él poseía esa disposición congénita que empuja a la acción, a descubrir, a crear, a imprimir un nuevo sello a las cosas. Es así que trabajaba como investigador en un instituto científico europeo. Ella era de las personas que desarrollan energía, trabajan y se esfuerzan; sin embargo, este tipo de actividad siempre está supeditada a una exigencia externa o, a una fuerte emotividad.

A pesar de tener un interlocutor sensible, inteligente y afín, sus encuentros virtuales, fueron bastante formales y cautos en un principio. «Hemos seguido distintos rumbos, pero ya ves, nos queda ese maravilloso suspiro de la vida para recordarnos con alegría. Sigue comunicando imaginación y entusiasmo a personas dispuestas a superarse», decía él. Muy pronto fueron generando un clima entrañable de complicidad y gustos compartidos. Ella citaba a Ribeyro: «...cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual solo él tiene la llave, ido el amigo la gaveta queda para siempre cerrada. Alejarse de los amigos es así clausurar parte de nuestro ser… las circunstancias nos separaron y continuamos viajando cada cual por su lado y por ello mismo mutilados…». Él también había disfrutado Prosas apátridas y respondía conmovido: «Ribeyro valoraba de modo especial su entorno entrañable y como a muchos de nosotros le costaba encontrar las compañías adecuadas. Ribeyro como todo escritor de élite y raza nos saca de la boca las palabras que nos gustaría decir. Alguien sensible y especial como tú, siempre tendrá un lugar en el mundo de otro que aprecia estas cualidades».

Gradualmente los mensajes fueron más íntimos: «Tienes que mantener abierta esa gaveta de tu ser. Considera nuestro reencuentro como el reinicio de una relación correspondida. Yo siempre gustaré de ti, de escribirte todo cuanto mi puro instinto me lo dicte. Nada está premeditado, nada está calculado. Yo querré ser tan natural como lo fui contigo, querida mía. Disfruto de tus palabras, me siento embriagado de tus sentimientos, me gusta tu estilo, me gustan tu sensibilidad y sensualidad, pero no quiero que te sientas mutilada de nada, quiero ser tu amigo y tu amante al mismo tiempo, sin que tengamos que tener una relación de tormento, sino todo lo contrario: una dulce relación de complicidad en los entresijos de una pasión intensa.»

Era autosuficiente, disfrutaba de una buena pensión de jubilación, la casa donde pasó media vida era cómoda y propia. Contaba con hijos, nueras y nietos. Unos pocos amigos, muchos libros por leer, mucha música por escuchar y todo el mundo por recorrer componían su entorno. El problema, tal como lo veían sus hijos, era que «el viejo» seguía conservando de sí, una imagen del muchacho apasionado que había sido. Ser asertivo e iconoclasta elocuente le había traído muchos problemas. Si seguía viviendo solo, quién iba a evitar que el buen vino fuera su principal compañero. Las advertencias de diversos médicos no lograban que cambiara su estilo de vida, no obstante las anginas de pecho, la hipertensión arterial y el riesgo congénito de cáncer hepático. Además, derrochar su dinero viajando a donde sus caprichos lo llevaran, ¿no era un signo de que estaba empezando el deterioro cognitivo? Los hijos coincidían en internarlo en un centro geriátrico, era lo mejor. Pero, ¿quién le pondría el cascabel al gato? Su padre les llevaba más de treinta años; sin embargo ejercía una autoridad que no hacía concesiones democráticas cuando de defender sus ideas se trataba.  

Llegó el día en el que la pareja se reencontraría, luego de quince años, aprovechando las vacaciones de él. Ella creía que era una bendición envejecer junto al ser amado; la imagen del otro que se actualiza frecuentemente no permite reparar en los diminutos y persistentes cambios físicos que el estar vivo nos impone. Si él conservaba la imagen física de ella de hacía quince años y se encontrase con una realidad diferente, la ponía muy insegura. Sin embargo, al estar recibiendo, como nunca, retroalimentación sobre su sensibilidad literaria, voluptuosidad y gusto refinado, ella fue erigiendo una nueva imagen de sí misma. La poesía los auxilió cuando, como natural curso en una relación saludable, surgió claro como un manantial el deseo sexual.

Dado su carácter, surgieron en ella los celos por los años perdidos. Pero, la literatura le ayudó a entender que no había nada que reclamarle a la vida; este reencuentro era una segunda oportunidad que le regalaba el destino. Un día escribió: «Gracias a ti he descubierto, parafraseando a Benedetti, que el amor es una bahía linda y generosa que se ilumina y se oscurece según venga la vida… El amor es una bahía donde los barcos llegan y se van… pero tú por favor no te vayas». Él, para quien las palabras o los sucesos tenían mayor resonancia en el presente y para quien no existían las palabras «siempre» y «nunca», respondió: «Mi dulce musa, no lo dudes... mi barco está deseando llegar a su bahía para embriagarse de puro placer recorriéndola intensamente y recibiendo el baño delicioso de sus olas envolventes. Deja que mi barco acaricie esa deliciosa bahía envuelta en la bruma perfumada de la pasión, que solo esas aguas cálidas saben recibir el fuego de mis ansias.»

Que «el viejo» hubiera legado una gran parte de su nutrida biblioteca a un pequeño poblado, alertó sobremanera a los hijos. Temían siguiera una retahíla de donaciones y una vez terminado su patrimonio, tendrían que mantenerlo. Ellos esperarían una actitud de arrepentimiento en su padre, tendría él que darse cuenta de que actuaba mal; pero era evidente que el hombre mayor, en términos generales, estaba feliz. Solía permanecer abstraído, refunfuñaba consigo mismo sin causa identificada, hablaba solo, hacía con las manos una suerte de esquemas en el aire. Parecía estar viviendo en otro mundo.   
Los familiares confiaban en que la evaluación clínica rutinaria de su padre incluyera, una opinión que apoyara la decisión que querían proponerle a su padre. El resultado de la entrevista le decía, al joven profesional consultado, que el paciente parecía estar enamorado. Negó con movimientos de cabeza «¡Pobre! a su edad solo hay decrepitud». El viejo pudo leer que el profesional había escrito en la libreta que tenía junto a él: «Diagnóstico presuntivo: episodio maníaco».
Cuando se encontraron, después de quince años, ambos estaban tan ansiosos como adolescentes. Intercambiaban formalidades, mientras tomaban un vino. Sin embargo, después del primer beso, no se dijeron nada. Ese barco conocía la bahía donde se sabía esperado. Una serena plenitud los agobiaba cuando se despidieron con un abrazo y un beso silenciosos. Un suspiro daba fe de sus pensamientos: «Me gustó que dejáramos a nuestros cuerpos expresar lo que las palabras no hubieran podido decir mejor. Más bien, las palabras y su magia ya habían cumplido su misión».
Sonrió complacido y guardó los cambios en la historia que acababa de recrear. Las palabras hacían lo suyo, una y otra vez. Retrotraían vívidas emociones que impregnaban sus horas e inundaban, como antes, de oxitocina y dopamina, todo su sistema. «El tiempo, no es un vector, es interminable espiral; por lo tanto, la vida puede ser tantas veces intensamente vivida. Amé apasionadamente; tengo el alma plena de saudade por los momentos intensos, el recuerdo de personas especiales, aromas, melodías, libros, lugares. Antes con el ensueño, ahora con las palabras volveré a recrearlos y vivirlos intensamente.»

«¿Quién diría que cuarenta y cinco años de lecturas me hubieran ilustrado en psicología humana? Quizás algún día escriba un cuento sobre este joven profesional, prototipo de su tiempo. Su bostezo, ojeras y tensión en los hombros me sugieren que tiene muchas expectativas impuestas por el sistema, competitivo, perfeccionista, racional en extremo, incapaz de reclamar por las demandas excesivas, zarandeado por los sentimientos de culpa. ¡Qué rico personaje!», pensó «el viejo».

Una tarde, sentado bajo un álamo, el viejo sonreía mientras musitaba: «Guillermo Ibañez, compañero, yo también me aparto del ruido y de las voces y veo reaparecer presencias detrás de los pliegues del olvido para realizar el milagro del amor. Tú subías las escaleras de tu buhardilla donde los amados poetas aguardan el rescate de una noche, para vengar con dolor y goce sus vidas. ¿Sabes, hermano?, le cogí el gusto a rescatar mi propia vida. Mi mente veleidosa siempre ha conservado selectiva aquello que me conmueve sin piedad. A mis años cedí a la tentación de actualizarlo con la magia de las palabras; magia que nuestra dulce complicidad y gustos compartidos hizo crecer vigorosa. Leo la postal en la que ella citaba a Gioconda Belli: "Dime que no me conformarás nunca, ni me darás la felicidad de la resignación, sino la felicidad que duele de los elegidos, los que pueden abarcar el mar y el cielo con sus ojos y llevar el Universo dentro de sus cuerpos” y me siento deliciosamente abrumado, como entonces, con su presencia; aunque mi hermano llamara, desde nuestro país, para decir que hace una semana la enterraron».

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