Rosario Sánchez Infantas
El hijo
mayor convocó de urgencia a sus dos hermanos. Debía definirse el destino del
padre, viudo hacía una década y recientemente jubilado. Acudieron puntuales a
la cita. Querían a su padre, había mucho de preocupación por su futuro, pero
siendo sinceros, los movilizaba también la preocupación por ellos mismos. Ninguno
tenía en sus planes alterar su propia vida familiar con la presencia de un hombre
mayor con intereses, costumbres y manías intensas. Treinta años separaban a ambas
generaciones; pero la convivencia con «el viejo», como lo llamaban, siempre fue
complicada. Además de haber sido una autoridad en su disciplina, era muy
inteligente y un erudito a carta cabal. Sin embargo, el temprano ilimitado amor
de sus padres había ido tornándolo de un niño inteligente y con un carácter
encantador en un hombre apasionado que priorizaba su propio criterio, placer e
intereses, mostrándose pragmático y egoísta.
Ambos habían nacido en el Perú. Él, un científico puro;
ella, una científica aplicada. Él conocía a Riemann; ella había aprendido a
amar a Riemann: aquel físico que afirmaba que dos rectas («y por analogía, dos
almas», decía ella) avanzan lejanas hasta converger en un punto, llenándose en contenido con esos vaivenes que sacuden el alma, para volver a separarse, converger en algún otro momento y
repetir el ciclo infinitamente. El azar los había unido y su sensibilidad muy
desarrollada hizo que se conocieran y amaran. Las decisiones vitales
preexistentes (y los compromisos que generan) los llevaron a separarse y
continuar sus vidas, a un océano y quince años de distancia.
El paralelismo
riemanniano exigió su derecho de ley y gracias a la red informática, ella, que
nunca se fue de su patria, y él, que hizo del mundo la suya, convergieron. Se reconocieron
y volvieron a amar intensamente. Y es que ambos eran de carácter
emotivo; es decir, reaccionaban vivamente ante los
acontecimientos que apreciaban especialmente. Las lecturas tempranas y el
disfrute de la música, habían desarrollado su sensibilidad, sensualidad y
voluptuosidad. Claro que también tenían diferencias: él poseía esa disposición
congénita que empuja a la acción, a descubrir, a crear, a imprimir un nuevo
sello a las cosas. Es así que trabajaba como investigador en un instituto
científico europeo. Ella era de las personas que desarrollan energía, trabajan
y se esfuerzan; sin embargo, este tipo de actividad siempre está supeditada a
una exigencia externa o, a una fuerte emotividad.
A pesar de tener un interlocutor
sensible, inteligente y afín, sus encuentros virtuales, fueron bastante
formales y cautos en un principio. «Hemos seguido distintos rumbos, pero ya ves, nos queda ese maravilloso suspiro de la vida para recordarnos con alegría. Sigue comunicando imaginación y entusiasmo a personas dispuestas a
superarse», decía él. Muy
pronto fueron generando un clima entrañable de
complicidad y gustos compartidos. Ella citaba a Ribeyro: «...cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro
ser, de la cual solo él tiene la llave, ido el amigo la gaveta queda para
siempre cerrada. Alejarse de los amigos es así clausurar parte de nuestro ser…
las circunstancias nos separaron y continuamos viajando cada cual por su lado y
por ello mismo mutilados…». Él también había disfrutado Prosas
apátridas y respondía conmovido: «Ribeyro valoraba de modo especial su entorno
entrañable y como a muchos de nosotros le costaba encontrar las compañías
adecuadas. Ribeyro como todo escritor de élite y raza nos saca de la boca las
palabras que nos gustaría decir. Alguien sensible y especial como tú, siempre
tendrá un lugar en el mundo de otro que aprecia estas cualidades».
Gradualmente los mensajes fueron más
íntimos: «Tienes que mantener abierta esa gaveta de tu ser. Considera nuestro
reencuentro como el reinicio de una relación correspondida. Yo siempre gustaré de
ti, de escribirte todo cuanto mi puro instinto me lo dicte. Nada está
premeditado, nada está calculado. Yo querré ser tan natural como lo fui contigo,
querida mía. Disfruto de tus palabras, me siento embriagado de tus sentimientos,
me gusta tu estilo, me gustan tu sensibilidad y sensualidad, pero no quiero que
te sientas mutilada de nada, quiero ser tu amigo y tu amante al mismo tiempo,
sin que tengamos que tener una relación de tormento, sino todo lo contrario:
una dulce relación de complicidad en los entresijos de una pasión intensa.»
Era
autosuficiente, disfrutaba de una buena pensión de jubilación, la casa donde
pasó media vida era cómoda y propia. Contaba con hijos, nueras y nietos. Unos
pocos amigos, muchos libros por leer, mucha música por escuchar y todo el mundo
por recorrer componían su entorno. El problema, tal como lo veían sus hijos, era
que «el viejo» seguía conservando de sí, una imagen del muchacho apasionado que
había sido. Ser asertivo e iconoclasta elocuente le había traído muchos problemas.
Si seguía viviendo solo, quién iba a evitar que el buen vino fuera su principal
compañero. Las advertencias de diversos médicos no lograban que cambiara su
estilo de vida, no obstante las anginas de pecho, la hipertensión arterial y el
riesgo congénito de cáncer hepático. Además, derrochar su dinero viajando a donde
sus caprichos lo llevaran, ¿no era un signo de que estaba empezando
el deterioro cognitivo? Los
hijos coincidían en internarlo en un centro geriátrico, era lo mejor. Pero,
¿quién le pondría el cascabel al gato? Su padre les llevaba más de treinta años;
sin embargo ejercía una autoridad que no hacía concesiones democráticas cuando
de defender sus ideas se trataba.
Llegó el día en el
que la pareja se reencontraría, luego de quince años, aprovechando las
vacaciones de él. Ella creía que era una bendición envejecer junto al ser
amado; la imagen del otro que se actualiza frecuentemente no permite reparar en
los diminutos y persistentes cambios físicos que el estar vivo nos impone. Si él
conservaba la imagen física de ella de hacía quince años y se encontrase con
una realidad diferente, la ponía muy insegura. Sin embargo, al estar recibiendo,
como nunca, retroalimentación sobre su sensibilidad literaria, voluptuosidad y gusto
refinado, ella fue erigiendo una nueva imagen de sí misma. La poesía los
auxilió cuando, como natural curso en una relación saludable, surgió claro como
un manantial el deseo sexual.
Dado su carácter,
surgieron en ella los celos por los años perdidos. Pero, la literatura le ayudó
a entender que no había nada que reclamarle a la vida; este reencuentro era una
segunda oportunidad que le regalaba el destino. Un día escribió: «Gracias a ti
he descubierto, parafraseando a Benedetti, que el amor es una bahía linda y
generosa que se ilumina y se oscurece según venga la vida… El amor es una bahía
donde los barcos llegan y se van… pero tú por favor no te vayas». Él, para
quien las palabras o los sucesos tenían mayor resonancia en el presente y para
quien no existían las palabras «siempre» y «nunca», respondió: «Mi dulce musa,
no lo dudes... mi barco está deseando llegar a su bahía para embriagarse de puro
placer recorriéndola intensamente y recibiendo el baño delicioso de sus olas
envolventes. Deja que mi barco acaricie esa
deliciosa bahía envuelta en la bruma perfumada de la pasión, que solo esas
aguas cálidas saben recibir el fuego de mis ansias.»
Que
«el viejo» hubiera legado una gran parte de su nutrida biblioteca a un pequeño
poblado, alertó sobremanera a los hijos. Temían siguiera una retahíla de
donaciones y una vez terminado su patrimonio, tendrían que mantenerlo. Ellos
esperarían una actitud de arrepentimiento en su padre, tendría él que darse
cuenta de que actuaba mal; pero era evidente que el hombre mayor, en términos
generales, estaba feliz. Solía permanecer abstraído, refunfuñaba consigo mismo sin
causa identificada, hablaba solo, hacía con las manos una suerte de esquemas en
el aire. Parecía estar viviendo en otro mundo.
Los
familiares confiaban en que la evaluación clínica rutinaria de su padre
incluyera, una opinión que apoyara la decisión que querían proponerle a su
padre. El resultado de la entrevista le decía, al joven profesional consultado, que el paciente parecía estar
enamorado. Negó con movimientos de cabeza «¡Pobre! a su edad solo hay
decrepitud». El viejo pudo leer que el profesional había escrito en la libreta
que tenía junto a él: «Diagnóstico presuntivo: episodio maníaco».
Cuando se
encontraron, después de quince años, ambos estaban tan ansiosos como
adolescentes. Intercambiaban formalidades, mientras tomaban un vino. Sin
embargo, después del primer beso, no se dijeron nada. Ese barco conocía la
bahía donde se sabía esperado. Una serena plenitud los agobiaba cuando se
despidieron con un abrazo y un beso silenciosos. Un suspiro daba fe de sus
pensamientos: «Me gustó que
dejáramos a nuestros cuerpos expresar lo que las palabras no hubieran podido
decir mejor. Más bien, las palabras y su
magia ya habían cumplido su misión».
Sonrió
complacido y guardó los cambios en la historia que acababa de recrear. Las
palabras hacían lo suyo, una y otra vez. Retrotraían vívidas emociones que
impregnaban sus horas e inundaban, como antes, de oxitocina y dopamina, todo su
sistema. «El tiempo, no es un vector, es interminable espiral; por lo tanto, la
vida puede ser tantas veces intensamente vivida. Amé apasionadamente; tengo el
alma plena de saudade por los momentos
intensos, el recuerdo de personas especiales, aromas, melodías, libros, lugares.
Antes con el ensueño, ahora con las palabras volveré a recrearlos y vivirlos
intensamente.»
«¿Quién
diría que cuarenta y cinco años de lecturas me hubieran ilustrado en psicología
humana? Quizás algún día escriba un cuento sobre este joven profesional, prototipo
de su tiempo. Su bostezo, ojeras y tensión en los hombros me sugieren que tiene
muchas expectativas impuestas por el sistema, competitivo, perfeccionista,
racional en extremo, incapaz de reclamar por las demandas excesivas, zarandeado
por los sentimientos de culpa. ¡Qué rico personaje!», pensó «el viejo».
Una tarde, sentado bajo
un álamo, el viejo sonreía mientras musitaba: «Guillermo Ibañez,
compañero, yo también me aparto del ruido y de las voces y veo reaparecer
presencias detrás de los pliegues del olvido para realizar el milagro del amor.
Tú subías las escaleras de tu buhardilla donde los amados poetas aguardan el
rescate de una noche, para vengar con dolor y goce sus vidas. ¿Sabes, hermano?,
le cogí el gusto a rescatar mi propia vida. Mi mente veleidosa siempre ha
conservado selectiva aquello que me conmueve sin piedad. A mis años cedí a la
tentación de actualizarlo con la magia de las
palabras; magia que nuestra dulce complicidad y gustos compartidos hizo crecer vigorosa.
Leo la postal en la que ella citaba a Gioconda Belli: "Dime que no me conformarás nunca, ni me darás la
felicidad de la resignación, sino la felicidad que duele de los elegidos, los
que pueden abarcar el mar y el cielo con sus ojos y llevar el Universo dentro
de sus cuerpos” y me siento deliciosamente
abrumado, como entonces, con su presencia; aunque mi hermano llamara, desde
nuestro país, para decir que hace una semana la enterraron».
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