Rocío Ávila
La vida
cambia en un segundo, pero para llegar a ese instante a veces se requiere que
pase mucho tiempo. A los diecisiete años Gabriel enfermó de gravedad. Nos
conocimos en la escuela y aunque él era bastante huraño con la gente, conmigo
parecía hacer una excepción y me trataba bien. Fui a visitarlo al hospital y
ahí estaba Pedro con mirada de preocupación. Encontrando la puerta semiabierta
toqué antes de entrar.
—Me
dijeron que este era el horario de visita, pero si quiere regreso más tarde.
El
hombre me miró de pies a cabeza y esbozó una sonrisa.
—Tú
debes de ser Magali. Pasa, ya estaba por irme, debo volver al trabajo. Me
presento —dijo mientras extendía una mano para saludarme—, soy Pedro Duarte.
Gabriel
tenía un hermano mayor y yo lo sabía, pero en dos años de amistad nunca lo
había visto. Mi compañero duró varios días en el nosocomio y yo lo visitaba a
diario. Era un amigo muy querido para mí así que nadie se extrañaba de esa
situación. Todas las veces que fui coincidí con Pedro y poco a poco comenzamos
a conversar. Era muy agradable y fue sorpresivo tener tantos temas en común
pese a los ocho años de edad que nos separaban. Sin darnos cuenta nos fuimos
haciendo amigos. No le conté a nadie de nuestra relación porque me gustaba la
idea de que fuera algo privado y creo que él hizo lo mismo.
A pocos
días de que dieran de alta a su hermano, Pedro me contó que le ofrecían un
trabajo en el extranjero y que se mudaría a París. Me explicó que se hubiera
ido tiempo atrás pero que la enfermedad de Gabriel lo detuvo. Prometió
escribirme cuando se estableciera y aunque no creí que lo hiciera le di mis
datos. Cuando recibí la primera carta me emocioné muchísimo. Su letra era muy
elegante y me contaba de todo lo que vivía en su nuevo lugar de residencia. Así
entre cartas y esporádicas llamadas telefónicas nos hicimos mejores amigos y
confidentes. Nunca hablamos de otros sentimientos que no fuera amistad y sin
embargo no me atreví a contarle a Gabriel lo que pasaba porque sentía que lo
estaba abandonando.
En los
primeros años que Pedro estuvo en Europa, muchas cosas pasaron, algunas de
ellas agradables y otras tristes. Gabriel y yo mantuvimos nuestra amistad de la
forma más natural así que fue él quien me acompañó durante el funeral de mi padre,
quien bailó conmigo en la fiesta de graduación, el paño de lágrimas cuando
terminé con mi primer novio, pero fue Pedro el que siempre tuvo las palabras
adecuadas, el que adivinaba mis sentimientos y el que me aconsejaba sobre la
vida. Definitivamente disfruté lo mejor de esas dos personas hasta que todo cambió
de manera repentina.
El día
que cumplí veinticuatro años Gabriel me sorprendió con una petición de
matrimonio. Siempre había tenido un carácter difícil y eso le dificultaba hacer
amistades, pero nunca pensé que nuestra relación representaba otro sentimiento
para él. No quería provocar su enojo ni lastimarlo así que le pedí un tiempo
para pensarlo. Al llegar a casa percibí un aroma ligeramente perfumado,
producto de un ramo de rosas preciosas. Asumí que las había mandado Gabriel así
que no me tomé la molestia de ver la tarjeta. Por la noche llamó Pedro
preguntando si me habían gustado las flores. Me sentí muy mal de confesar que
no sabía que eran de él y que no les había prestado mayor atención. Él solo se
rio y dijo que quería preguntarme algo pero que pensándolo bien no era buen día
para hacerlo. Quedó de llamar al día siguiente, pero nada pasó. Al principio no
me preocupé, pero pasaron los meses y no recibí una sola carta o llamada suya.
Yo le escribí normalmente sin reacción de su parte.
Había
pasado un mes cuando Gabriel retomó el tema matrimonial. Me invitó a cenar a un
lugar muy lindo, iluminado con intensidades diferentes de luz y con música
contemporánea. Se notaba tranquilo y hablamos de cosas irrelevantes hasta que en
un cambio inesperado de humor expresó sus inquietudes.
—Me
tienes esperando como un tonto. Necesito que me des una respuesta. Con
cualquier otra ni siquiera me hubiera tomado la molestia de esperar, pero tú
eres diferente y no quiero perderte —dijo levantando un poco la voz.
Sé que había
tomado más tiempo del adecuado, pero me parecía innecesaria tanta rudeza de su
parte. Él, siempre gentil conmigo, ahora intentaba controlar el rubor de su
cara por el enojo contenido. Viéndolo así me sentí incómoda.
—Tienes
razón. Te he hecho esperar inútilmente. Te quiero mucho pero no te amo. Por
favor discúlpame, debí habértelo dicho antes, pero quería …
—Querías,
querías, querías. ¡Claro, tú siempre quieres! Me has hecho perder el tiempo,
pero ya te arrepentirás —dijo al tiempo que gritaba y se ponía de pie para
marcharse.
Me
quedé boquiabierta. Mostró una faceta desconocida, para mí, de su personalidad.
Era un extraño que me dejó sola en medio de un restaurante con gente
desconocida viéndome con curiosidad. Aguardé unos minutos antes de pedir la
cuenta e irme de ahí dejando un halo de murmullos tras de mí. Una vez que salí
del lugar me puse a llorar. Por primera vez no contaba con mi querido amigo
para consolarme.
Fue ese
año cuando perdí contacto completo con los dos hermanos. Extrañaba mucho a
Gabriel, pero al menos con él había tenido oportunidad de definir nuestra
situación. Con Pedro simplemente todo había desaparecido y no había a quien
preguntarle sin tener que dar una explicación sobre mi interés por él. Lo
extrañaba más de lo que hubiera creído. No me atrevía a llamarle amor a lo que
sentía por él porque a veces parecía que esa relación solo había existido en mi
imaginación. Así en ese silencio y dolor en el corazón continué mi existencia.
Entré a
la oficina con un gran nerviosismo e ilusión, tengo que confesarlo. Me dolía el
estómago, me sudaban las manos y no podía estar quieta. Me acerqué al mostrador
aparentando seguridad.
—Buen
día. Vengo a buscar los resultados de las becas. Me dijeron que los publicarían
hoy en el mural de avisos, pero no veo nada. ¿Usted podría darme informes?
—¿Su
nombre? —preguntó sin rodeos la recepcionista.
—Magali
Martínez.
Me
extendió un sobre cerrado por lo que le agradecí su atención y salí al pasillo
donde exhalé e inhalé fuertemente antes de abrirlo. Leí con el corazón en la
garganta hasta que llegué a la palabra que me interesaba: «Aprobada». La beca solicitada
para cursar el posgrado en Londres había sido autorizada. Quería brincar de
alegría. Saqué el teléfono móvil del bolso para hacer una llamada, pero en ese
momento comenzó a sonar con el nombre de David en la carátula.
—Dime
que ya sabes algo —dijo con voz ansiosa antes de que yo pudiera saludar.
—Me
aceptaron, no lo puedo creer, me aceptaron —contesté con voz temblorosa por la
emoción.
—Festejemos,
nos vemos en la noche y te invito a cenar. Te mando un mensaje con la dirección
del lugar. Te va a encantar, estoy seguro. Te quiero, hermosa.
Yo
también lo quería. Después de un periodo de tristeza encontré consuelo en el
trabajo y a los treinta y un años me sentía contenta y satisfecha con lo que
hacía. Estaba en una relación de dos años con David y todo marchaba sobre
ruedas.
El
restaurante estaba en lo que alguna vez fue una hacienda y rodeado de jardines
era un lugar precioso. Nunca había ido a ese sitio por estar fuera de mis
recursos económicos. Me sentía muy halagada porque David no puso reparo alguno
en esta celebración. Las mesas con manteles largos, centros de mesa coloridos,
iluminación a media luz y suave música de fondo me deslumbraron. Todo iba
perfecto y lo estaba disfrutado mucho cuando vino la pregunta insospechada: «¿Te
quieres casar conmigo?». Esta vez respondí un sí rotundo, sin titubear. Fue un
gran día sin lugar a dudas. Quedamos en casarnos a mi regreso del posgrado lo
cual sería dos años después.
Nunca
había ido a Europa y llegar a Londres me impresionó enormemente. Llegué al
departamento donde viviría y conocí a Nicole, mi compañera de cuarto. Las
clases marcharon bien y yo estaba en constante comunicación con David gracias
al celular. Se acercaban los primeros exámenes y Nicole me invitó a tomar unos
tragos al bar. Ya me sentía bastante más relajada con el estudio y los horarios
así que decidí aceptar su ofrecimiento y quedé en alcanzarla a la hora
acordada. Al llegar no lograba distinguirla bien porque la luz era tenue y
había mucha gente bebiendo y riendo. Caminé entre las pequeñas mesas buscando
la barra. Chocaba ligeramente con otros clientes, pero nadie se preocupaba por
eso. Cuando se abrió un pequeño espacio logré ver a mi compañera. Estaba
sentada riendo, acompañada de un hombre alto, delgado y de cabello oscuro.
Cuando me acerqué ella me saludó con la mano y su amigo dobló la cabeza a ver
quién llegaba. En cuanto lo vi se me paró el corazón. Ahí, alto y con la
sonrisa de siempre estaba Pedro. Catorce años después lo encontraba como lo vi
en aquel cuarto de hospital. «Ven, te voy a presentar a mi prometido», dijo en
inglés con un ligero acento francés al tiempo que tomaba la mano a Pedro.
Yo no
podía hablar, porque la primera reacción fue saludarle con un abrazo. Tras la
sorpresa sentí un gran alivio de verlo bien y contento. Era como si hubiera
regresado de la tumba, pero la indiferencia con la que él me trató me
desconcertó. Él fingió no conocerme así que yo hice igual. La velada pasó
rápidamente siendo Nicole la que llevara prácticamente toda la conversación. Yo
sabía que tenía pareja, pero no sabía que estuviera comprometida. Cuando
regresamos a nuestro alojamiento me despedí de Pedro sin mirarlo a los ojos,
temía que si lo hacía estropearía toda esa farsa.
Pasaron
varios días antes de que lo encontrara a solas. Yo no hablaba sobre él con
Nicole a menos que ella lo mencionara y gracias a nuestros diferentes horarios
eso era poco. El viernes siguiente a nuestra ida al bar me encontré con Pedro
cuando yo entraba al área de cubículos de los profesores.
—¿Me
puedes decir por qué negaste conocerme frente a Nicole? —dije sin primero
saludar.
—Ella
es una buena chica y no quiero que lo pase mal por tu culpa.
—Si no
le he hecho nada.
—A ella
no, pero a mí sí y ella me ama. Si ella supiera que tú eres la mujer por la que
rompí trato con Gabriel y que como pago lo dejó plantado en el altar, seguro
que tomaría partido y no quiero involucrarla en eso. Es tiempo pasado, no vale
la pena.
Me dejó
pasmada. No pude contestar y cuando me di cuenta él ya estaba saliendo del
edificio. No entendí nada de lo que me dijo. Mi primera reacción fue marcarle a
David.
—Hola,
linda. ¿Cómo estás? No esperaba tu llamada.
Contestaba
con el mismo buen humor de siempre, sin importar la hora en que lo llamara.
Quise contarle lo sucedido, pero cuando lo escuché recordé que nunca le había
contado de Gabriel ni de Pedro así que preferí guardar silencio. Nos limitamos
a saludarnos y colgamos.
Ese fin
de semana estuve muy ocupada, pero eso no impidió que mi mente escapara hacia
ese encuentro imprevisto. Nicole se fue a pasar esos días al departamento de su
novio y eso sí me produjo un gran alivio. Me preguntaba si volvería a ver a
Pedro y eso sucedió a mediados de la siguiente semana. Esa vez no fue
coincidencia porque él estaba afuera de mi salón de clase.
—¿A
quién buscas? —pregunté sin rodeo.
—A ti.
Empezó
a caminar y yo no tuve otra opción que seguirlo. Quisiera o no debía caminar
junto a él, al menos hasta el pórtico del edificio. Caminé lento para dejar que
los compañeros se adelantaran. Cuando fuimos los últimos me detuve en seco.
—¿Puedes
explicarme qué es eso de la separación con Gabriel y de qué boda me hablas?
—No
finjas conmigo. No vine para hablar de eso. Realmente no sé a qué vine porque
me juré no volver a hablarte, pero mis pies no piensan igual que yo y me
trajeron hasta aquí.
Empecé
a llorar, pero no de manera silenciosa. Todo mi cuerpo se estremecía y él no
hacía nada salvo observarme. No sé cuánto tiempo pasamos así pero sí sé que él
no se movió un centímetro. Cuando me calmé se me acercó y puso su mano
izquierda sobre mi hombro derecho.
—¿Por
qué lloras? Pareces una novia desdichada y tienes un novio que te adora.
—¿Cómo
sabes tú de mi novio?
—Yo sé
muchas cosas sobre ti. Ahora parece que algunas de ellas fueron equivocadas,
pero no podemos cambiar la historia, ya te lo dije.
Empezamos
a caminar y ya en el exterior de la construcción nos sentamos en una banca. Comenzó
a hablar sin rodeos y me contó sobre sus planes de proponerme matrimonio cuando
cumplí veinticuatro años y también que ese mismo día se enteró de que Gabriel
haría lo mismo. Su hermano le había asegurado que era cosa dada y en virtud de
que yo nunca le comenté sobre el tema pensó que le estaba ocultando los planes.
También dijo que Gabriel en su despecho corrió a informar a su familia que
habiéndolo animado a casarnos a escondidas finalmente lo había abandonado
frente al registro civil y lo había dejado en ridículo. Eso explicaba por qué
nunca más supe nada de sus parientes. Volví a llorar mientras escuchaba todo. ¿Cómo
fui tan tonta de nunca decir o preguntar nada? Ya no lo escuchaba, sino que
pensaba en lo ingenua e inmadura que fui.
—Entonces,
¿qué opinas?
Su voz
me devolvió a la realidad.
—Discúlpame,
me perdí un poco. ¿Qué opino sobre qué?
—Sobre
casarte conmigo.
Todavía
no podía creer lo que había escuchado ni lo que había hecho. Lo dejé parado sin
una respuesta porque no sabía qué pensar. Él no me siguió ni supe de él en
varios días. Las llamadas hacia David también escasearon de mi parte. Me sentía
tan confundida que no sabía cómo explicarle lo que estaba pasando sin que
pareciera peor de lo que era. Él, sin embargo, no dejaba de mandarme mensajes
de texto expresándome su preocupación por nuestro claro distanciamiento. Quería
a David, pero los sentimientos por Pedro eran muy fuertes y solo deseaba
abrazarlo para nunca dejarlo ir. Maldición. Odiaba estas situaciones porque si
en verdad no hubiera amado a Pedro simplemente lo hubiera ignorado y seguido
con mi vida.
Busqué
otro lugar para mudarme. No quería seguir conviviendo con Nicole porque sentía
que la estaba traicionando. Llegué a darle la noticia y la encontré tumbada en
su cama.
—¿Qué
pasa? ¿Por qué lloras?
—Que me
he quedado sin prometido —dijo entre sollozos.
Me
quedé parada sin saber qué decir. Un ruido nos hizo reaccionar a las dos. Alguien
estaba tocando. Salí de la habitación de Nicole para ver quién era.
—¡David!
¿Qué haces aquí?
Fue lo
único que alcancé a preguntar cuando abrí la puerta porque él se lanzó sobre mí
para abrazarme. Se había preocupado tanto por nuestra situación que había
viajado a investigar qué me pasaba. Escuchó llorar a Nicole y me sugirió salir
de ahí para poder hablar. Tomé mi bolso y lo seguí hasta el acceso principal
del departamento.
Al
abrir, en la entrada, nos encontramos con Pedro quien claramente se molestó de
verme con David.
—¿A
dónde vas? —me preguntó Pedro con voz disgustada e ignorando a mi novio.
David
pareció no molestarse con el tono de Pedro, aunque fue él quien respondió.
—No sé
quién es usted, pero nosotros nos retiramos —dijo mientras intentaba llegar a
la salida.
Eso
desató una tormenta. Pedro nos impidió avanzar y a gritos reclamó a David su
presencia en el departamento. Nicole salió de su cuarto para lanzarse a los
brazos de su ex novio y rogarle que no la dejara. Yo intentaba explicar a Pedro
quién era David, pero parecía que él ya sabía eso. El único que no sabía nada
era mi prometido y fue precisamente él quien acabó con la confusión del momento
cuando me tomó del brazo y me sacudió suavemente para hacerme reaccionar.
—¿Por
qué tratas de justificar mi presencia ante este hombre cuando soy yo quien no
sabe qué pasa?
No pude
más que soltar con frases entrecortadas toda la información sobre quién era
Pedro y lo peor es que Nicole parecía entender todo cuando ni siquiera hablábamos
en inglés. No me di cuenta a donde habían llegado mis explicaciones hasta que
David me detuvo.
—Bueno,
pues esto se resuelve ahora mismo. ¿Con quién te quieres casar? —dijo realmente
alterado por primera vez en nuestro noviazgo.
No
contesté de inmediato. Observé la cara de David. Él había viajado ocho horas
para ver que yo estuviera bien y yo no podía contestarle con franqueza o eso
pensé porque tras verme fijamente a la cara por un momento dio media vuelta
para alejarse mientras decía con voz quebrada: «puedes quedarte con el anillo».
Todo
pasó en un abrir y cerrar de ojos. Nicole me maldijo en inglés y en francés. Yo
no pude ver más a Pedro después de lo que habíamos hecho a David y a Nicole. Él
me buscó, pero al final se cansó y volvió a desaparecer. Le escribí muchos
mensajes a David, correos electrónicos y le hice otras tantas llamadas, pero
solo me atendió una vez: cuando me pidió que lo dejara en paz. Lo había hecho
sufrir cuando él solo me había tratado como a una dama.
Terminé
el posgrado porque eso era lo que había ido a hacer y regresé a mi ciudad
natal. Inicié la búsqueda de empleo y fue en una entrevista de trabajo donde me
encontré a un amigo de David. Me saludó con gusto y aunque en nuestra corta
charla no tratamos temas personales, antes de despedirse me dijo, refiriéndose
a David: «no sé lo que pasó entre ustedes, pero creo que sería bueno que le
llamaras». No podía quitarme esa idea de la cabeza, pero no quería buscarlo
hasta estar establecida.
Miré el
reloj con impaciencia. Llevaba diez minutos esperándolo en una cafetería cercana
a mi nuevo trabajo. El lugar era algo
ruidoso pero las sillas eran muy cómodas y la comida deliciosa. El ambiente era
relajado y juvenil. Estaba distraída pensando en mis deberes cuando sentí que
me tocaban el hombro. David no esperó a que lo invitara a sentarse.
—Ha
pasado mucho tiempo y no sé por dónde comenzar —dije con una sonrisa y la
esperanza de que fuera bondadoso conmigo una vez más.
—Entonces
empiezo yo. Quiero pedirte perdón —dijo sin preámbulo alguno.
Me acomodé
en la silla. Seguramente estaba escuchando mal; ni siquiera tenía la menor idea
de porque se estaba disculpando.
—Te
equivocaste, es verdad, pero yo también. Tuve tiempo a reflexionar y me di
cuenta de que no teníamos el mejor noviazgo del mundo, era el peor.
No me
dejó interrumpirle, sino que siguió hablando. Habíamos creado la relación más
falsa que pudiera existir. Era superficial donde todo aparentaba marchar bien,
pero en realidad ninguno de los dos se conocía o sentía verdadera confianza
como para hablar de su pasado.
—¿Me
perdonas? —Insistió con voz amable.
—Me has
dejado sin saber qué decir. Es verdad, hubiéramos cometido un error al
casarnos, pero eso no me exime de lo que hice.
Comimos
mientras nos poníamos al día. La idea original era pedirle una nueva
oportunidad, pero me abstuve de ello para no presionar esta nueva etapa entre
nosotros. Llegó el momento del café y él hizo una pausa en la conversación.
—¿Escuchaste
lo que te pregunté? —dijo entre risas—. Por lo visto hay cosas que nunca cambian
—dijo refiriéndose a lo dispersa que solía ser.
—Me
distraje un momento…
—¿Quieres
volver a empezar? Pero esta vez con sinceridad y vemos hasta dónde llegamos.
¿Qué te parece?
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