jueves, 16 de marzo de 2017

Jenny

Adrián González


Sentado en la banqueta junto a un semáforo, Renato cuenta una y otra vez sus monedas; su cara denota preocupación, mientras los autos que pasan rozando sus pies, arrojan humo en su cara haciéndolo toser. La lluvia ha empezado a caer y está anocheciendo, el tráfico empeora y se escuchan sonar con estridencia las bocinas de algunos camiones.

Con la nariz de bola y la peluca anaranjada en una mano, Renato inicia a caminar, tratando de limpiar con la manga de su camiseta, la pintura blanca que le escurre de la cara a causa de la lluvia; junto a él, un perro callejero lo sigue de cerca.

«¡Apúrate, Manchas! Vamos a la calle de los antros a ver qué sacamos», le grita, en tanto el animal se distrae hurgando en un bote de basura. «Si no llegamos a tiempo, tendremos que esperar hasta que los borrachos salgan», le advierte.

Cuando arriban a la zona de tolerancia en las afueras de la ciudad, la lluvia ha arreciado y se escucha música escapar del interior de un bar cuyas marquesinas iluminan con destellos la calle. De uno y otro taxi, mostrando las piernas al bajar, van llegando las «bailarinas», solas o en grupo, echando bromas sobre si la noche será buena o no y riéndose unas de otras; la mayoría lo saludan.

¡Qué haciendo tan temprano, Renato! grita una, cuando lo ve.

—Tráeme unos condones y a la salida te doy tu propina —le pide otra, dándole un billete.

—Buenas noches, mi chiquito —le dice una más, inclinándose para pellizcarlo entre las piernas y después soltar una carcajada.

—¡Ja, ja, ja, ja! —la secundan las demás.

Renato echa a correr por el encargo cuando rechinando sus llantas al frenar casi lo atropella otro taxi, provocando que resbale y caiga en un charco a media calle; Manchas ladra agresivamente, pero nadie más se ocupa de lo sucedido. A su alrededor, los hombres que por ahí pasan, muestran premura y entusiasmo por entrar al bar.

—¡Fíjate, chamaco tarugo! —vocifera el chofer, en tanto, aún tirado en el pavimento, Renato alza la cara, mirando con asombro a quien desciende del auto.

¿Qué haces aquí? le pregunta la mujer cuando lo ve, quitándose el cigarro de la boca.

Aquí también trabajo responde él, mientras se levanta y sacude el lodo de su pantalón.

¿Ah, sí? No sabía que aquí admitieran payasitos —dice ella con frialdad, procediendo a darle la espalda para cruzar la puerta del bar, sin voltearlo a ver.

Renato se aleja caminando lentamente, con la mirada puesta en sus zapatos viejos, las manos en los bolsillos y Manchas siguiéndolo de cerca.

Un paquete de condones pide, al llegar a la farmacia a unas cuantas cuadras.

¿Ya comiste, muchacho? pregunta la señora que lo atiende.

Nos echamos algo en la mañana. ¿Verdad, Manchas? contesta, dirigiéndose al animal.

Sin decir palabra, junto con los preservativos, la señora pone en la bolsa unas galletas y un refresco; él sonríe y le da el billete. De regreso, en la puerta del bar, Renato entrega el encargo al guardia.

¿Le das esto a la Wendy?

Sí, pero no te quiero ver aquí pegado a la puerta, no molestes a los clientes le advierte él, en tono autoritario—; por cierto, no sabía que conocías a la Jenny agrega, riéndose, apenas entró a trabajar aquí. ¡Está rebuena!

Renato no contesta, cruza la calle y se sienta en la banqueta frente al bar. El tráfico ha disminuido, uno que otro carro lo deslumbra con sus faros al pasar, pocos transeúntes circulan y la música ahora suena lejana.

«Es mi madre, Manchas, pero no se lo cuentes a nadie», confiesa, acariciando al perro.

La lluvia ha pasado, pero la noche enfría; una vez compartidas las galletas y el refresco, ambos se quedan dormidos uno sobre el otro, muy juntos, para darse calor.

En tanto, al interior del bar, en los vestidores, dos mujeres discuten mientras se preparan para trabajar:

—¡Te pasas con él! —reprocha Wendy—. Quién iba a pensar que Renato es tu hijo. Ojalá yo hubiera tenido uno —comenta, mientras saca de un maletín su ropa de trabajo.

—No sabes lo que dices —responde Jenny—; además, se tiene que hacer hombre —indica, empezando a desvestirse.

—Es un buen chico; de vez en cuando llega por aquí a ganarse lo que puede; todas pensábamos que era huérfano.

—Pues, al menos madre, sí tiene.

Ambas, frente al espejo, se visten, peinan y maquillan.

—¿Cuál me queda mejor? —pregunta una, sobreponiendo sobre su cuerpo varios atuendos.

—El rojo se te ve bien —recomienda la otra.

—¿Tú qué usarás hoy?

—El mismo negligé negro, no tengo otra cosa.

—Te prestaría algo, pero te llevo varios kilos. ¡Ja, ja, ja!

—¡Cómo apesta! —se quejan ambas, casi al mismo tiempo.

—¿Se vaciaron el frasco de perfume encima? —increpa una, mirando con reclamo a su alrededor.

—No te metas con esas, que son de cuidado —advierte la otra.

Las demás bailarinas no se dan por aludidas, se miran al espejo de frente y de perfil, unas dan los últimos retoques a sus pestañas, otras se colorean las mejillas y todas se acomodan el busto para que sobresalga del escote.

—Pero bueno, no me cambies la conversación —insiste de nuevo Wendy—. ¿Por qué tratas así a tu hijo?

—¿Así, cómo? —responde Jenny, con irritación—. Tiene que trabajar; yo ya traté hasta de sirvienta y no me alcanza. ¿Por qué crees que estoy aquí?

—Pues por dinero, como todas…, bueno, hay a quienes les encanta la putería. ¡Ja, ja, ja! —comenta con burla, cuando pasan junto a ellas las otras mujeres listas para salir del vestidor.

Cuando aquellas abren la puerta, la música y el bullicio de los clientes se escuchan con fuerza; el bar está casi repleto. En un ambiente a media luz y nubes de humo de tabaco que impiden reconocer los rostros, los meseros pasan con charolas llenas de botellas y las mujeres se contonean entre las mesas, mirando coquetamente a sus posibles clientes; una, acercándose por detrás a un hombre, se inclina y le dice algo al oído, ambos se voltean a ver y ríen vulgarmente; otra, pide a un joven fuego para encender su cigarrillo y se inclina mostrando su generoso escote, tomándose el tiempo necesario para que él se deleite.

—Mira, Wendy, o como te llames —reanuda Jenny la conversación, cuando la puerta del vestidor se cierra—, aún no me acostumbro a esto, aquí todo es mentira, desde nuestros nombres hasta la euforia que acabamos de observar por la puerta —continúa—, y para mí, una cosa es la putería y otra la prostitución; a mí me gusta coger, pero no venderme, me avergüenzo de mi misma, tuve que alejarme de familia y de todas las personas que conozco para dedicarme a esto.

—No te confundas —aclara Wendy—. Aquí la mayoría de los hombres son unos pobres infelices que vienen a consolarse de su soledad y a tirar el dinero que no tienen; nosotras nos aprovechamos de ellos, no ellos de nosotras, recuérdalo siempre, mientras tú y yo trabajamos, ellos fantasean.

—¡Ahora resulta —exclama Jenny— que ellos son víctimas de nosotras! ¡Ja, ja!

—Sin embargo —continúa Wendy, sin prestar atención a su comentario—, también vienen otros de los que hay que cuidarse; tú que vas empezando, ponte lista —le advierte, en tanto se retoca las uñas—, si no, puedes acabar alcohólica o drogadicta como la mayoría.

—Y debo comprar condones por paquete como tú, ¿no? —pregunta con burla Jenny, sin voltearla a ver, mientras se unta crema en brazos y piernas.

Se hace el silencio en el vestidor. Una vez que Jenny se ha trepado en unos tacones exageradamente altos, observa a Wendy sentada, con lágrimas en los ojos, arruinando su maquillaje.

—¿Y ahora, qué te pasa? —pregunta con sequedad y hasta con enfado.

—Te llevo al menos diez años de edad y no tienes idea por las que he pasado. Tú todavía eres joven, puedes ganar buen dinero y sacar de las calles a tu hijo.

—¡Ya déjame en paz con mi hijo! —le responde, alzando la voz con impaciencia—. Están por echarnos del cuartucho en el que vivimos. Sí, claro que vengo aquí por dinero; su padre me abandonó estando embarazada; yo no deseaba aún ser madre, pero el insistió para después largarse —reniega, volteando hacia el espejo para pintarse los labios entreabriendo su boca.

—¿Y por qué se fue? —pregunta Wendy, reiniciando a poner sombra en sus ojos.

—¡Se lo llevaron! —explica, gritando—. ¡Se lo cargó la chingada por violento! Pero el caso es que me dejó sola y con deudas. ¿Quieres saber algo más?, tú no conoces a Renato como yo que soy su madre; él también es violento, solo que aún no lo sabe.

La discusión se detiene. Wendy, callada, mira a los ojos a Jenny, quien no le puede sostener la mirada, y por fin aclara:

 —Me remuerde la conciencia, pero para mí, Renato no es más que una carga y un mal recuerdo de su padre; no espero que me entiendas.

En ese momento se abre la puerta del vestidor y un hombre fortachón, de traje negro y corbata roja, grita con furia:

—¡A trabajar, putas, que la casa pierde! Ya basta de tanta cháchara —ordena, y cierra de nuevo el vestidor con un portazo.

Ambas se voltean a ver y sueltan una carcajada. «¡Ja, ja, ja, ja!»

—Juntaré dinero y ya veré cómo hacer de Renato un hombre de bien —comenta con serenidad Jenny, reanudando la conversación—, te lo prometo, y pues…, gracias por preocuparte por nosotros, amiga —le dice, mirándola a los ojos.

—Gracias a ti por considerarme tu amiga —responde Wendy, dándole un abrazo—, además, yo ya tengo más tiempo en este trabajo, déjate aconsejar, ya verás que juntas podremos salir de aquí bien libradas; todo es cuestión de cuidarse, ahorrar y luego dedicarse a otra cosa.

—¡Claro, si este ambiente no me mata antes! —añade Jenny con ironía.

Separándose del abrazo y acomodándose el cabello para que caiga con libertad sobre sus hombros, se mira frente al espejo de cuerpo entero, para disponerse a salir del vestidor. El negligé negro y los tacones altos, realzan sus largas y bien torneadas piernas; su cadera es firme y su busto prominente; el rojo intenso de sus carnosos labios y la mirada profunda de sus grandes ojos almendrados, contrastan con su piel blanca, haciéndola ver hermosa.

—¿Cómo me veo? —pregunta, sonriendo.

—Encantadora, pero con el cabello recogido te verías más alta. ¡Sal y acábalos!

—Nunca tanto como tú —responde Jenny, haciéndose rápidamente el chongo.

Va a abrir la puerta, cuando…

—Una última cosa —dice Wendy, tras de ella, ataviada con un brillante y ajustado vestido rojo, que parece contener con dificultad su voluptuoso cuerpo.

—¿Y ahora qué? —pregunta, torciendo la boca.

—A mí, no me gusta coger.

—¡Ja, ja, ja, ja!

Con un profundo suspiro —como para darse valor— Jenny entra al interior del bar. La música es intensa, al igual que las carcajadas y el ruido de los vasos al chocar; en el ambiente se combina el olor a alcohol y tabaco, con el sudor agrio de los hombres y perfume barato de las mujeres. Wendy, saliendo tras de ella, va directamente a la mesa de un asiduo cliente, mientras que Jenny, con garbo, ronda entre las mesas; su hermosa figura, su cuello erguido y su fingida actitud de diva, hacen que los hombres volteen a mirarla de pies a cabeza. Una vez parada en la barra del bar, recorre con la mirada a su alrededor, unos beben y otros bailan; por fin observa a dos hombres frente a la pista que están gastando una buena cantidad de dinero; decidida, dibuja en su cara una enorme sonrisa y se dirige directamente a sentarse en las piernas de uno de ellos.

Jenny bebe y baila al ritmo de la música, con uno, con otro, con los dos; se deja llevar, cada vez más sensual y más frenética, sin control. Los hombres se ríen de ella, le pasan la mano, se hablan en secreto; ella continúa embriagándose y bailando con euforia, como flotando entre el humo y las sombras en el centro de la pista, en un ambiente orgiástico salpicado de escasas luces que prenden y apagan, donde cada quién y todos a la vez se pierden en sus excesos.

La noche transcurre.

«¿Por qué no me despertaste, Manchas?», reprocha Renato al animal, mientras se limpia las lagañas, cuando la primera luz de la alborada hace que abra los ojos. «Nos van a correr de la esquina por no pagar la cuota», le advierte.

La música ha callado, las marquesinas se han apagado y los hombres están saliendo del bar; algunos, sonrientes, todavía llevan su trago en la mano y hacen la seña como para llamar a un taxi; otros, tambaleándose al caminar, se aferran con una mano a la cintura de alguna mujer, en tanto con la otra se revisan los bolsillos de sus pantalones.

De forma apresurada, ambos se levantan de la banqueta y cruzan la calle para pedir una moneda —Renato, con la mano extendida y Manchas, moviendo la cola—. En ese momento, Jenny va saliendo del bar evidentemente ebria, sostenida del brazo de los dos hombres. Los tres se topan con él.

Dale una moneda al payasito, no seas tacaño le dice, a uno de ellos, cuando lo tienen de frente, mirándolos con la esperanza de obtener algo.

¿Cuál payasito? Este chamaco no me ha hecho reír contesta el individuo.

A ver, mocoso. ¿Qué sabes hacer? pregunta el otro.

Rápidamente, Renato se pone la nariz de pelota y la peluca, para luego hacer ojos de bizco y pararse de cabeza sobre sus manos, mientras Manchas da vueltas alrededor de él.

Bueno, bueno. ¿Y qué otra cosa sabes hacer? cuestiona nuevamente el primero.

Inmediatamente, Renato saca de su bolsillo tres pelotas de goma y hace malabares con ellas, en tanto el perro entra y sale de en medio de sus piernas abiertas, una y otra vez.

¡Ja, ja, ja! Ríen por fin ambos.

Pero el que me hizo reír fue el animal, no tú, escuincle, así que no te doy nada dice uno de ellos, disponiéndose a partir.

Renato está sudando; con cara de desesperación va a empezar a hacer otro truco, cuando su madre interviene, atravesándose entre él y los hombres:

¡Se me van los dos a la fregada, par de desgraciados! les grita, enfrentándolos.

¿Qué te traes, Jenny? ¿Qué te pasa? dicen ambos, casi al unísono.

¡Cada uno de ustedes le va a dar para un taco, cabrones! les dice, con voz quebrada, lágrimas en los ojos y una navaja en la mano.

Tranquila… ¿A ti qué te importa? contesta uno de ellos, con mirada retadora y sujetándole la mano.


Cuando llegó la patrulla, la calle estaba desierta y el bar había cerrado sus puertas; ambos hombres se habían ido y Jenny, con la navaja clavada en el vientre, ya no respiraba. A lo lejos, tras una esquina, Wendy llorando observaba a Renato, que permanecía callado, sentado en la banqueta con la mirada perdida, empapado por la lluvia que caía nuevamente, mientras Manchas lamía del charco de sangre, que rodeaba a la peluca anaranjada y a la nariz de payaso tiradas en el piso.

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