lunes, 12 de septiembre de 2016

Sugestiva venganza

Ramón Castro Pérez


Nunca pensó regresar al colegio de donde salió veinte años atrás; en cuanto traspasó la entrada principal vio el tamaño real del patio y no como lo recordaba de proporciones mucho mayores; en la memoria conservaba muy vivas tantas alegrías y diversiones surgidas en ese lugar. Un corredor de unos veinte metros se desprendía de la puerta de acceso en línea recta, del lado izquierdo haciendo una ele con ese pasillo había otro un poco más reducido, el lugar para los recreos lucía como antaño enmarcado por los corredores; en ambos lados los salones de clases en dos pisos. Todo estaba igual como si el tiempo se hubiera detenido. Se dirigió hacia el área académica a buscar al director del bachillerato de quien solo sabía su nombre, en cuanto dio los primeros pasos vislumbró de lejos una figura rechoncha con sus inconfundibles lentes, varios años mayor de la imagen que él tenía; el hombre venía a recibirlo para conducirlo al auditorio donde impartiría una plática; de inmediato asoció esa figura a su niñez al tiempo que su imaginación se transportó a ese patio donde jugó y corrió tantas veces. Trató de contener la intranquilidad causada por el inminente encuentro con ese personaje dando audiencia a sus pensamientos, esperaba recibirlos uno a uno de manera organizada pero éstos llegaron en tumulto, agolpándose varios a la vez.

El estar frente al escenario de tantas vivencias ocasionó un desfile de diferentes pasajes de su vida infantil; para un niño lo único valioso del colegio son los juegos porque dejan honda huella, en cambio casi todas las materias y tareas se olvidan al iniciar el siguiente ciclo escolar. Por su cabeza pasaron como ráfagas las imágenes de los amigos corriendo de un lado a otro, los gritos y las risas eran fieles e imprescindibles acompañantes. Una mezcla de sentimientos cruzó por su mente como si fueran gotas de lluvia persiguiéndose unas a otras.

Ya en una ocasión había tenido la idea de dedicar una tarde a evocar las anécdotas más relevantes de su infancia mientras transitaban adormiladas por el cerebro; las barajó como un lote de cartas pasando rápidamente una detrás de otra. Al final se presentó la menos esperada, tal vez porque la creía olvidada o quizás movido por la sorpresiva aparición de quien no imaginaba.

Como un rayo caído de improviso, llegó el recuerdo de aquel incidente. Tenía apenas diez años, la vida llena de inocencia y el tiempo yéndose en juegos y algo de estudio. En cuanto sonaba el timbre anunciando el recreo todos salían corriendo en estampida sin rumbo fijo, el chiste era correr hacia cualquier lado, detenerse y volver a correr, sin duda los recreos eran lo mejor de la escuela salvo cuando los alumnos de bachillerato salían al patio a la misma hora pues no faltaba algún aprovechado molestando a los pequeños; disfrutaban haciéndolos enojar, o les quitaban la pelota interrumpiendo la diversión. Ese día Calderón corrió tras el esférico sin prestar atención a las decenas de niños circulando o jugando como él, tampoco se percató que los bachilleres ya estaban fuera. De pronto salió volando, cayendo cuan largo era, provocándose raspaduras y rasguños en varias partes; al voltear a ver qué le ocasionó tan estrepitosa caída vio a escasos metros a dos estudiantes de prepa carcajeándose y burlándose de él, al instante supo quién le metió el pie pues disfrutaba con mayor evidencia, su complexión rechoncha y gafas de intelectual se le grabaron de manera inconfundible. Con la humillación y la impotencia a cuestas se limpió, el pantalón se había rasgado a la altura de la rodilla izquierda, un hilo de sangre le corría debido a una pequeña herida. Reprimiendo la rabia, sin poder soltar el llanto, se levantó simulando normalidad. No tuvo duda, esa afrenta se la cobraría cuanto antes.  

Calderón era un niño común, alegre y avispado, estudiaba y hacía las tareas más por imposición que por convicción, como buen chiquillo prefería los juegos a las obligaciones. Poco después terminó la primaria, simultáneamente llegó la adolescencia y enseguida la juventud. Como un suspiro se había marchado esa época dorada, casi sin darse cuenta ya estaba en la universidad donde las prioridades se habían transmutado, la diversión quedó atrás y la responsabilidad por el estudio creció hasta convertirlo en un alumno distinguido. Al paso del tiempo se dedicó a dar orientación vocacional a los jóvenes que están por iniciar sus estudios profesionales.    

Regresando al salón el profesor se percató del accidente, lo llevó a la enfermería para curarle la herida, el muchacho además de estar sucio denotaba enojo y ganas de llorar. No quiso delatar al agresor para reservarse él mismo el castigo. Desde ese momento se puso a maquinar el desquite. Investigó cuándo coincidía la hora del recreo con la salida de los bachilleres, no tardó en descubrir que era los viernes. Durante unos días lo siguió y observó cómo empleaba el tiempo, qué gustos y amigos tenía, y así continuó en búsqueda de pistas. Pronto supo en qué salón de clases estudiaba y dónde se sentaba. Un viernes mientras todos descansaban, charlaban o jugaban en el patio, Calderón se coló a hurtadillas al salón de prepa, la puerta no tenía seguro, no le costó trabajo ubicar el pupitre de su rival, previamente había conseguido una cinta adherente de dos caras, con precaución la pegó en el respaldo cuidando no dejarla muy sujeta para que pudiera pegarse en la espalda del inculpado al recargarse en el asiento. Salió del salón dejando el acceso como lo encontró al entrar. El tiempo transcurrido entre su ingreso clandestino y el toque de salida se le hizo tan largo como la cuaresma. Al fin sonó el timbre, fue el primero en salir corriendo para colocarse en una posición estratégica desde la cual, sin ser visto, pudiera observar los acontecimientos.

Conforme los alumnos de prepa salieron, las risas en son de burla se escuchaban cada vez con más intensidad, al aparecer el odiado grandulón todos se reían de él; dio media vuelta quedando a la vista de Calderón la cinta adherida en la espalda y un gran letrero: Soy burro y pedorro. No pudo contener una sonora carcajada, feliz escuchó los epítetos que los compañeros proferían: Adiós pedorro, hasta mañana burro, cuidado con el pedorro, y así otras lindezas. Inmensamente satisfecho, el orgullo colocado de nuevo en su lugar, se retiró a casa donde decidió no revelar el secreto. Para él lo importante fue haber logrado un buen desquite.

Cuando reaccionó ya estaba frente a él el señor Matías dándole la bienvenida, titubeante extendió la mano para alcanzar la del maestro, temía ser reconocido. Después del saludo y unas palabras de cortesía se dirigieron al auditorio donde esperaban los alumnos próximos a concluir el bachillerato e ingresar a la universidad; conforme caminaron Calderón se tranquilizó pensando que tal vez el director no recordaba el incidente, seguramente para él fue una más de las maldades de esa época cometidas en complicidad con sus compañeros sin importar quién era el agredido. Al ofendido le sucedía al revés porque esas agresiones no se olvidan fácilmente como si fueran cicatrices de viruela que con el paso del tiempo le siguen recordando al niño desde cuándo adquirió la enfermedad.

El contenido de la conferencia versó sobre la importancia del paso a la universidad. Consciente que en ocasiones, en esa etapa de la vida, bastantes alumnos aún no saben qué quieren estudiar, quiso suavizar la ansiedad que esa falta de definición produce resaltando la época que estaban culminando con muchos recuerdos y anécdotas. Se le ocurrió platicarles el incidente vivido siendo aún pequeño sin mencionar quién había sido el agresor, pero buscando se diera por aludido el señor Matías. Al terminar el discurso, el director acompañó a Calderón que lucía bastante satisfecho por el efecto causado a los alumnos; mientras caminaban le contó al visitante que él también había sufrido en más de una ocasión bromas pesadas, recordó el día que sus amigos de salón le pegaron en la espalda un letrero provocándole un fuerte enojo por las burlas que fue objeto.

Intrigado, Calderón le preguntó por el contenido del mensaje, la respuesta provocó en ambos una risa franca. Soy burro y pedorro, ya te imaginarás las mofas sin yo entender nada hasta que una compañera compadecida se acercó y me despegó el papel. Tuve ganas de agredirlos a todos pero en realidad no había razón, entre ellos se cuidarían para no delatar al autor, con el tiempo la registré como una anécdota más, tal como lo mencionaste en tu charla.

Calderón se despidió de Matías como quien se separa de un viejo conocido, un abrazo selló el reencuentro entre dos caballeros hermanados por la evocación de un mal momento vivido en su primera etapa escolar; se estrecharon llevándose diferentes sensaciones: uno no imaginó volver a tener frente a él a su agresor y el otro solo llevaba el recuerdo de la lapidaria frase sin suponer siquiera que el autor había estado con él saboreando nuevamente las mieles de una dulce venganza.    

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