Ramón Castro Pérez
Nunca pensó regresar al colegio de donde salió
veinte años atrás; en cuanto traspasó la entrada principal vio el tamaño real del
patio y no como lo recordaba de proporciones mucho mayores; en la memoria conservaba
muy vivas tantas alegrías y diversiones surgidas en ese lugar. Un corredor de
unos veinte metros se desprendía de la puerta de acceso en línea recta, del
lado izquierdo haciendo una ele con ese pasillo había otro un poco más reducido,
el lugar para los recreos lucía como antaño enmarcado por los corredores; en
ambos lados los salones de clases en dos pisos. Todo estaba igual como si el
tiempo se hubiera detenido. Se dirigió hacia el área académica a buscar al director
del bachillerato de quien solo sabía su nombre, en cuanto dio los primeros
pasos vislumbró de lejos una figura rechoncha con sus inconfundibles lentes,
varios años mayor de la imagen que él tenía; el hombre venía a recibirlo para conducirlo
al auditorio donde impartiría una plática; de inmediato asoció esa figura a su
niñez al tiempo que su imaginación se transportó a ese patio donde jugó y
corrió tantas veces. Trató de contener la intranquilidad causada por el
inminente encuentro con ese personaje dando audiencia a sus pensamientos, esperaba
recibirlos uno a uno de manera organizada pero éstos llegaron en tumulto, agolpándose
varios a la vez.
El estar frente al escenario de tantas vivencias
ocasionó un desfile de diferentes pasajes de su vida infantil; para un niño lo
único valioso del colegio son los juegos porque dejan honda huella, en cambio casi
todas las materias y tareas se olvidan al iniciar el siguiente ciclo escolar.
Por su cabeza pasaron como ráfagas las imágenes de los amigos corriendo de un
lado a otro, los gritos y las risas eran fieles e imprescindibles acompañantes.
Una mezcla de sentimientos cruzó por su mente como si fueran gotas de lluvia persiguiéndose
unas a otras.
Ya en una ocasión había tenido la idea de dedicar
una tarde a evocar las anécdotas más relevantes de su infancia mientras transitaban
adormiladas por el cerebro; las barajó como un lote de cartas pasando
rápidamente una detrás de otra. Al final se presentó la menos esperada, tal vez
porque la creía olvidada o quizás movido por la sorpresiva aparición de quien no
imaginaba.
Como un rayo caído de improviso, llegó el recuerdo
de aquel incidente. Tenía apenas diez años, la vida llena de inocencia y el
tiempo yéndose en juegos y algo de estudio. En cuanto sonaba el timbre
anunciando el recreo todos salían corriendo en estampida sin rumbo fijo, el
chiste era correr hacia cualquier lado, detenerse y volver a correr, sin duda
los recreos eran lo mejor de la escuela salvo cuando los alumnos de bachillerato
salían al patio a la misma hora pues no faltaba algún aprovechado molestando a
los pequeños; disfrutaban haciéndolos enojar, o les quitaban la pelota
interrumpiendo la diversión. Ese día Calderón corrió tras el esférico sin prestar
atención a las decenas de niños circulando o jugando como él, tampoco se
percató que los bachilleres ya estaban fuera. De pronto salió volando, cayendo
cuan largo era, provocándose raspaduras y rasguños en varias partes; al voltear
a ver qué le ocasionó tan estrepitosa caída vio a escasos metros a dos
estudiantes de prepa carcajeándose y burlándose de él, al instante supo quién le
metió el pie pues disfrutaba con mayor evidencia, su complexión rechoncha y gafas
de intelectual se le grabaron de manera inconfundible. Con la humillación y la
impotencia a cuestas se limpió, el pantalón se había rasgado a la altura de la
rodilla izquierda, un hilo de sangre le corría debido a una pequeña herida. Reprimiendo
la rabia, sin poder soltar el llanto, se levantó simulando normalidad. No tuvo
duda, esa afrenta se la cobraría cuanto antes.
Calderón era un niño común, alegre y avispado,
estudiaba y hacía las tareas más por imposición que por convicción, como buen
chiquillo prefería los juegos a las obligaciones. Poco después terminó la
primaria, simultáneamente llegó la adolescencia y enseguida la juventud. Como
un suspiro se había marchado esa época dorada, casi sin darse cuenta ya estaba
en la universidad donde las prioridades se habían transmutado, la diversión
quedó atrás y la responsabilidad por el estudio creció hasta convertirlo en un
alumno distinguido. Al paso del tiempo se dedicó a dar orientación vocacional a
los jóvenes que están por iniciar sus estudios profesionales.
Regresando al salón el profesor se percató del
accidente, lo llevó a la enfermería para curarle la herida, el muchacho además
de estar sucio denotaba enojo y ganas de llorar. No quiso delatar al agresor
para reservarse él mismo el castigo. Desde ese momento se puso a maquinar el
desquite. Investigó cuándo coincidía la hora del recreo con la salida de los bachilleres,
no tardó en descubrir que era los viernes. Durante unos días lo siguió y observó
cómo empleaba el tiempo, qué gustos y amigos tenía, y así continuó en búsqueda de
pistas. Pronto supo en qué salón de clases estudiaba y dónde se sentaba. Un
viernes mientras todos descansaban, charlaban o jugaban en el patio, Calderón
se coló a hurtadillas al salón de prepa, la puerta no tenía seguro, no le costó
trabajo ubicar el pupitre de su rival, previamente había conseguido una cinta adherente
de dos caras, con precaución la pegó en el respaldo cuidando no dejarla muy
sujeta para que pudiera pegarse en la espalda del inculpado al recargarse en el
asiento. Salió del salón dejando el acceso como lo encontró al entrar. El
tiempo transcurrido entre su ingreso clandestino y el toque de salida se le hizo
tan largo como la cuaresma. Al fin sonó el timbre, fue el primero en salir
corriendo para colocarse en una posición estratégica desde la cual, sin ser visto,
pudiera observar los acontecimientos.
Conforme los alumnos de prepa salieron, las risas en
son de burla se escuchaban cada vez con más intensidad, al aparecer el odiado
grandulón todos se reían de él; dio media vuelta quedando a la vista de
Calderón la cinta adherida en la espalda y un gran letrero: Soy burro y pedorro. No pudo contener una
sonora carcajada, feliz escuchó los epítetos que los compañeros proferían: Adiós pedorro, hasta mañana burro, cuidado
con el pedorro, y así otras lindezas. Inmensamente satisfecho, el orgullo colocado
de nuevo en su lugar, se retiró a casa donde decidió no revelar el secreto.
Para él lo importante fue haber logrado un buen desquite.
Cuando reaccionó ya estaba frente a él el señor
Matías dándole la bienvenida, titubeante extendió la mano para alcanzar la del
maestro, temía ser reconocido. Después del saludo y unas palabras de cortesía
se dirigieron al auditorio donde esperaban los alumnos próximos a concluir el
bachillerato e ingresar a la universidad; conforme caminaron Calderón se
tranquilizó pensando que tal vez el director no recordaba el incidente, seguramente
para él fue una más de las maldades de esa época cometidas en complicidad con
sus compañeros sin importar quién era el agredido. Al ofendido le sucedía al
revés porque esas agresiones no se olvidan fácilmente como si fueran cicatrices
de viruela que con el paso del tiempo le siguen recordando al niño desde cuándo
adquirió la enfermedad.
El contenido de la conferencia versó sobre la
importancia del paso a la universidad. Consciente que en ocasiones, en esa
etapa de la vida, bastantes alumnos aún no saben qué quieren estudiar, quiso suavizar
la ansiedad que esa falta de definición produce resaltando la época que estaban
culminando con muchos recuerdos y anécdotas. Se le ocurrió platicarles el
incidente vivido siendo aún pequeño sin mencionar quién había sido el agresor, pero
buscando se diera por aludido el señor Matías. Al terminar el discurso, el
director acompañó a Calderón que lucía bastante satisfecho por el efecto
causado a los alumnos; mientras caminaban le contó al visitante que él también
había sufrido en más de una ocasión bromas pesadas, recordó el día que sus
amigos de salón le pegaron en la espalda un letrero provocándole un fuerte enojo
por las burlas que fue objeto.
Intrigado, Calderón le preguntó por el contenido del
mensaje, la respuesta provocó en ambos una risa franca. Soy burro y pedorro, ya te imaginarás las mofas sin yo entender
nada hasta que una compañera compadecida se acercó y me despegó el papel. Tuve
ganas de agredirlos a todos pero en realidad no había razón, entre ellos se
cuidarían para no delatar al autor, con el tiempo la registré como una anécdota
más, tal como lo mencionaste en tu charla.
Calderón se despidió de Matías como quien se separa
de un viejo conocido, un abrazo selló el reencuentro entre dos caballeros
hermanados por la evocación de un mal momento vivido en su primera etapa
escolar; se estrecharon llevándose diferentes sensaciones: uno no imaginó
volver a tener frente a él a su agresor y el otro solo llevaba el recuerdo de la
lapidaria frase sin suponer siquiera que el autor había estado con él saboreando
nuevamente las mieles de una dulce venganza.
que porqueria de historia por favor usen mejor redaccion
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