lunes, 19 de septiembre de 2016

Mary

Camilo Gil Ostria


Para mis abuelitos,
Chichi y Ponto.
Eso de que la muerte es el
final es una cruel mentira,
la muerte solo es el principio
de una nueva vida…

Cuando uno llega a los noventa y seis años caminar se vuelve difícil, igual reír, llorar, sentir, hablar, escuchar, mirar, en fin, un montón de cosas; resumiendo

Vivir se vuelve complicado.

Hace dos años podía moverme con mi esposa, Mary, pero ella falleció y, desde entonces, empecé a decaer de forma más radical. Por raro que sea, mi cabeza no perdió ningún tornillo; mis piernas sí y, de hecho, mis brazos otro par, incluso mi espalda… Mi punto es que ahora debo usar un burrito, un bastón o a mi enfermera para poder caminar. Igual me cuesta tanto que debo jorobarme para hacerlo sin caer y ahora me quedé así; ser recto ya no es una posibilidad.

Cada mañana siento que una piedra de tristeza cae en mi espalda, ya que apenas me levanto debo caminar mirando el suelo. Por suerte el piso de mi hogar es bonito, al igual que todo el lugar en sí. La enfermera que me cuida tiene bastante tiempo libre que invierte preocupándose porque mi casita esté siempre limpia y decorada.

Con dos pisos y un pequeño jardín, la casa es bastante amplia. Como la enfermera no se queda a dormir y solo viene tres veces a la semana (lunes, miércoles y jueves), a veces me siento solo.
Es ahí cuando la verdadera melancolía me invade.

Extraño a Mary, recuerdo todos los lindos momentos que pasamos juntos. Cuando cumplíamos dos años de noviazgo yo estaba decidido a pedirle matrimonio. En la tarde fui a recogerla a esa pequeña casita en la que ella vivía con su hermana y su madre. Toqué el timbre y su mamá abrió la puerta con una gran sonrisa. Saludé con un beso en la mejilla como en aquellos tiempos se acostumbraba. Ella me hizo pasar por un estrecho pasillo, lleno de retratos en tonos sepias, hasta una pequeña y acogedora sala, donde había un sofá antiguo con un bordado dorado que simulaba la forma de leones y hojas, en él me indicó que me sentara.

Los nervios ya me estaban traicionando, del bolsillo de mi saco extraje un pañuelo de tela azul con el que sequé el sudor de mi frente.

A un lado había un viejo piano vertical de madera, casi destruido y que me daba miedo tocar ya que yo estaba seguro de que se rompería. También, había una pequeña mesa llena de libros, algunos de historia, otros de literatura clásica e incluso de medicina.

El aire estaba lleno de humo de cigarrillo y el penetrante olor del tabaco creaba una atmósfera relajada, en el piso de arriba se escuchaba el ruido de las mujeres ir y venir entre risas y gritillos, seguramente ayudando a mi amada.

Ese día yo vestía un traje plomo, camisa blanca y corbata de un tono rojo con un patrón azul oscuro que estaba muy de moda en aquellos días; cuando bajó Mary vi lo que en verdad es belleza:

Su pelo negro estaba recortado hasta la mandíbula y sus ojos, de color café claro, resplandecían, como llamándome, guiándome hasta un paraíso oculto, hasta un amor sin límites y una pasión de amigos, esposos y amantes sin comparación con ninguna otra. Llevaba puesto un hermoso vestido con patrones negros y blancos, acompañado por unos guantes níveos y unas zapatillas negras con detalles que brillaban y hacían que el mundo girase a sus pies. Parecía una noche de luna llena, con un cielo estrellado que iluminaba a todos aquellos que se atrevían a verla.

Al principio no supe cómo reaccionar. Rápidamente me paré para recibirla y, con un beso en la mejilla, le dije que estaba hermosa: fue lo más lejano a una mentira que diría en toda mi vida.

Varias veces tendría el placer de poder repetírselo.

Partimos al parque para charlar un poco antes de cenar. El lugar era en aquellas épocas mil veces más hermoso de lo que es hoy en día o, quizás, es que en esos momentos yo estaba con Mary y ver el mundo con el amor de tu vida siempre será bello que observarlo solo.

Había árboles gigantes –olivos, sauces llorones, pinos– y llenos de vida. Algunos tenían varias flores de colores suaves: cremas, blancos, celestes y, en el césped de un verde intenso, también brotaban con colores más fuertes: azules, amarillos, naranjas... Además de varios arbustos como cantutas, jazmines y simples helechos de hojas verdes en cuyos pies crecían majestuosas rosas rojas.

Todo esto llenaba el ambiente de un aroma dulce y los pulmones eran libres de sentir una oleada fresca que, a comparación del tabaco, era como un elixir de vida.

Nos sentamos en un banco de madera barnizada que daba la espalda a mi árbol favorito: un jacarandá morado. Ahí pasamos la tarde, hablando de todo y de nada, de cómo había sido nuestro día, qué habíamos hecho en la semana, cosas que para la realidad son tan poco importantes y para el amor tan esenciales que podía haber pasado toda la vida hablando de esos mismos temas. Incluso haber repetido la misma historia cien veces y ninguno de los dos se hubiera molestado.

Lo importante no eran las palabras, sino los gestos: cómo la miraba mientras hablaba de su molestosa hermana, cómo ella estallaba en risas con alguna de mis bobas ocurrencias o me pellizcaba el brazo cuando, en broma, le decía que me iba a escapar con otra mujer, esos leves roces de manos, las mejillas sonrojadas o el pelo batirse al son del viento...

Antes de irnos, yo saqué mi práctica navaja suiza y, en el árbol de jacarandá, escribí dentro de un corazón casi perfecto: “Mary y Alfonso, para siempre juntos”.

Luego nos fuimos a ese costoso restaurante, para el cual ahorré durante tres meses que parecieron nada a comparación de los seis meses con los que tuve que anticipar la reserva.

Desde la puerta nos trataron como la chusma de la chusma, nos dejaron pasar, mirándonos y criticando nuestra ropa –eso a pesar de que estábamos mejor vestidos que esos criticones– y nos hicieron sentar en una mesa que estaba justo a un lado de la cocina, de la cual a cada cinco segundos salía un mozo de mal humor. Pero a nosotros no nos importó –además de que no puedo negar su hermosa decoración realizada con un esmero palpable en el aire, con alfombras rojas, velas en cada mesa, un suave olor a vainilla–. Terminamos de comer y tomamos un rico champán, siempre entre risas y alegrías, con las cuales yo me tranquilicé un poco antes del momento decisivo:

–Necesito decirte algo… –le dije, agarrando sus manos por encima de la mesa, ella me miró con sus grandes y hermosos ojos y respondió:

–¿Sí? –su tono de voz era suave, dulce, perfecto.

–Eres el amor de mi vida, mejor amiga, compañera, la única que entiende mi rara afición por los libros, la música y la política. Contigo quiero pasar cada segundo, compartir cada alegría y tristeza. Eres la mujer que hace que todo se vea perfecto… –en ese punto me paré, haciendo que mi amada igual se ponga de pie para arrodillarme al frente de ella. Solté sus manos para poder sacar una pequeña cajita negra y la abrí para mostrarle un anillo de oro– es por esto que quiero… que me hagas el honor de casarte conmigo.

–Sí, claro que acepto –dijo con una elegancia única, emocionada y a punto de gritar. Después se acercó a darme un beso tan intenso emocionalmente que sentimos que todo el restaurante fijó su mirada en nosotros, nos abrazamos y, aunque un guardia nos pidió retirarnos, nos divertimos más que nadie, además, no pagamos la cuenta ese día y comimos bastante bien.

La boda fue maravillosa, pero repito, al lado de ella todo se veía mucho más hermoso de lo que en realidad era, por lo que no sé si yo confiaría en mis propias palabras.

Yo estaba nervioso en el altar, esperándola y, cuando empezó a sonar la canción típica de bodas, ella entró a la iglesia de alfombras rojas y vitrales góticos. Mi pecho estaba a punto de estallar, incluso pude sentir un frío sudor en mi frente y en las palmas de mis manos. Es difícil ponerme nervioso, pero ella valía la pena.

Mary era la mujer más bella que alguien podría desear y, con ese vestido totalmente blanco y pomposo, hizo que una lágrima resbalara por mi mejilla.

Besarla luego de que un sacerdote, de rostro brillante y calva incipiente, nos declarara esposos fue la mejor sensación del mundo. Claro que la luna de miel no estuvo nada mal…

Estuvimos casados casi setenta años, ahora no recuerdo exactamente cuántos, pero luego de que ella falleciera, todo se volvió gris, una nube de oscuridad ensombreció mi mirada, haciendo que ya no disfrute de mis hijos que, ahora, decidieron alejarse tras pelear tanto por un poco de mi amor; todos se rinden algún momento, no es que yo no los haya amado, pero ya no podía demostrárselo. Hace unos meses que no los veo, ni sé dónde están.

Algunas veces no me dan ganas de salir de mi cama y me quedo echado como un tonto, hasta que llega la enfermera y me levanta de una patada que llega como un grito potente. Mi vida se convirtió en monotonía y, a decir verdad, ya no puedo disfrutarla. Poco o nada puedo hacer para cambiarla, así que ni me esfuerzo. Lo peor es que ni siquiera puedo decidir que se acabe porque eso significaría el suicidio y, aceptémoslo, hasta para eso estoy muy viejo.

Pero todo empezó a cambiar cuando escuché un ruido en el primer piso de mi casa –un sonido seco y metálico como las ollas de la cocina al caer– la enfermera había salido unos minutos a comprar pan y yo estaba echado en mi cama, como ya se había hecho costumbre. Al principio intenté evitar el rumor, ignorarlo como si no me molestara; sin embargo era demasiado persistente. Tuve que levantarme, me agarré de mi bastón y caminé lo más rápido que pude hasta donde las escaleras llegaban ya que no quería, por ningún motivo, bajarlas. Desde ese lugar definí que el sonido venía de la cocina y que alguien –Dios sabe quién– estaba preparando algo. Mi primera idea fue que la enfermera ya había regresado con el pan, entonces le grité:

–¡Ata, ¿eres tú?! –no hubo respuesta.

Insistí unos minutos más y, a falta de cualquier réplica, me vi obligado a bajar las escaleras. El primer piso de mi casa era bastante simple, uno entraba por la puerta principal a un gran salón, imaginariamente dividido en dos: una mitad con sofás en un círculo para hablar, además de un cercano teléfono y otra mitad con una larga mesa de madera para comer cuando llegaban varios invitados. Si seguías recto por la puerta principal te encontrabas con un pasillo que, además de tener un baño y un pequeño depósito, llevaba a la cocina.

Me parecieron siglos los minutos que tuve que usar para bajar todas las escaleras que, en su simpleza de barras de metal y tablas de madera, me parecieron interminables. Pero lo que vi en la cocina hizo que se estremezca hasta lo más profundo de mi ser.

Alguien estaba preparando lo que me olía como a maicenas, sin lugar a dudas, yo conocía bien ese olor porque mi esposa se podía pasar tardes enteras horneándolas para sus nietos. Yo, a través del pasillo, solo podía ver las manos de esa persona moverse con velocidad en la mesa. Luego de forzar mi vista por algunos segundos, vi que en esas hermosas manos había una sortija de oro, como la que yo había dado, en señal de amor eterno, a mi querida Mary hace ya tantos años.

Me convencí de que estaba soñando, cerré los ojos con fuerza para luego volver a abrirlos, pero ahí seguían. Di unos pasos adelante, esperando poder abrazarla de nuevo.

De pronto, todo desapareció.

–¡Alfonso! ¡Bien jodido eres, ni un segundo te quedas quieto! –gritaba Ata a mis espaldas, con la puerta abierta y la llave de bronce en su mano derecha. Yo solo respondía con maldiciones.

–¡Carajo!, ¡déjame vivir lo poco que me queda de vida!

–¡Ya, volvamos a la cama antes de que te caigas! –exclamó mientras se acercaba a agarrarme del brazo y me ayudaba a volver.

–Jodes y jodes…

–Así me quiere. –Era cierto, esa endiablada enfermera fue un gran consuelo para mí en varios momentos.

–Ya, mi querida Ata, pero ayúdame a subir estas condenadas escaleras.

–Ya, mi niño nene, ya…

Siglos después yo estoy arriba de nuevo, me echo en mi cama. Intento olvidar lo que minutos antes había pasado. Además no toco el tema con Ata, que aunque la quiero mucho, sé que si le digo algo me va a creer desquiciado y terminaría en la Casa Pacheco*.

La enfermera me dio una sopa de pollo –comer cosas sólidas a esa edad ya no es una opción, al menos eso dicen, aunque, a veces, no les hago caso– dándome cuchara por cuchara como si fuese un bebé al cual, si no se le ayudaba, se mancharía completito. De hecho, es algo que de verdad pasaría sin esa ayuda. Luego me puso mi piyama y me dejó acostado en cama, se fue y, a los pocos segundos, sentí que alguien se echaba en la cama conmigo.

No quería mirar quién era, la tristeza y el recuerdo me lo impedían. Sentí toda la noche una respiración calmada, una respiración que no me dejaba dormir porque me recordaba al amor, una respiración que hacía resonar en mi mente las noches de locura que en esa misma cama había tenido, una respiración que no me dejaba olvidar cada sonrisa que yo había visto, diciéndome que lo había perdido y ahora estaba de nuevo ahí, sin poder ser mío con esos hermosos ojos cafés que –de esto estoy seguro– si los volvería a ver sentiría el mismo amor que antes.

Una respiración que yo conocía muy bien…

Al día siguiente la enfermera no debía venir. Era mi turno de hacerme el desayuno. El sol salió y el cantar de los pajarillos alejó al espectro que me había acompañado toda la noche. Sentí ese momento cuando la cama se volvió más liviana y empecé a levantarme.

Bajé las escaleras lo más rápido que pude –siglos de siglos, de hecho creo que en mi trayecto Jesús volvió a la tierra para ir al infierno y regresar al cielo–. Caminé hasta la cocina, puse a hervir agua, preparé un poco de café, saqué el pan del día anterior, le puse mantequilla y me senté en mi lugar predilecto con vista hacia el salón principal.

Estaba cortando un pedazo de queso con la mano derecha, cuando sentí que alguien me agarraba la izquierda y volteé rápidamente mi cabeza para ver qué era. No había nada. Ni siquiera una mosca y creo que eso fue lo que más miedo me dio…

Mi corazón palpitaba de forma tan agitada que mi médico me hubiese dicho:

“Le va a dar un paro cardiaco, señor Alfonso, mejor no juegue con la suerte.”

Señor Alfonso esto, señor Alfonso esto otro, sí, sí, ya entendí...

Respiré hondo y exhalé, repetí el ejercicio hasta estar calmado. Terminé de comer mi pan con un cubo de queso, pero evité el café por miedo a que mi pecho explotase y me levanté, dispuesto a lavar los platos.

Me dirigí con la vajilla hasta la pila de agua.

Justo en ese instante el lavabo se abrió solo.

Yo lancé un grito al aire.

Salí rápidamente de la cocina y me dirigí al jardín por la puerta principal, esta se abrió sin que la toque y yo no me di cuenta. Afuera pude sentir el sol en mi piel, algo que hace mucho no apreciaba… También vi los colores de las rosas que mi esposa estaba obsesionada con plantar y cuidar. Yo encomendé esa misma tarea a Ata. Seguían tan hermosas como siempre, pero algo les faltaba.

Esos tonos rojizos, azules, blancos eran tan firmes; les faltaba pasión, les faltaba una fuerza que solo mi esposa podía darles, les faltaba ese aroma a amor que yo tan bien conocía. Pero a decir verdad el susto que tuve hace segundos era muy fuerte y yo seguía agitado, al poco tiempo me desmayé…

Cuando abrí mis ojos los gritos estallaron:

–¡Alfonso!, ¡me tenía preocupada!

Estaba echado en mi cama, como si nada hubiese sucedido, aunque yo sabía que ese era un deseo incierto.

–Ata, tranquila…

–¡¿Qué hacía afuera?!, ¡usted sabe que salir solo es peligroso!

–Extrañaba el sol… –mentí.

–¡Nunca más se repite!, ¡si casi le da un infarto!, ¡ya no está para estas cosas!

–Ya no estoy para nada… –respondí cortantemente–. Pero hazme el favor de dejar de gritar, que tampoco estoy para eso.

–Perdón, señor… –Ata agachó su mirada.

–Ahora, ¿me lo preparas un tecito?

–Con gusto, don Alfonsito –dijo Ata y se marchó rápidamente. Apenas lo hizo, apareció Mary en el umbral de mi puerta. Perfecta como siempre, con sus setenta años, su pelo siempre corto, pero ahora blanco como la nieve, con una chompita de diseños cafés y negros, un pantalón de tela crema y su inconfundible anillo de oro.

Sus ojos cafés estaban idénticos que cuando la conocí y su enorme sonrisa llenó de esperanza mi alma.

–Buena chica la que te conseguiste –empezó diciendo, su voz estaba calmada como siempre, luego miró el pánico en mis ojos–. Tranquilo, no vengo a hacerte daño…

–Tampoco es que me preocupe, peor no puedo estar.

–Es cierto, te dije que deberías haber hecho más ejercicio.

–No vuelvas a empezar con esas cosas… –luego levanto mi puño y, como antes, sacudiéndolo en el aire, le digo–: olela…

Luego de reír un momento se serenó y, acercándose un poco a mi cama, explicó:

–Tienes razón. No he venido para hablarte de ejercicio, sino de amor. –Su tono fue un poco más serio, pero al mismo tiempo tenía esa sonrisa que, combinada con esos ojos cafés, eran insuperablemente dulces.

–Eso me gusta más… –le respondí, no supe qué agregar.

Mary se acercó a Alfonso, le dio un beso en la frente, lo agarró de la mano y lo ayudó a levantarse, ambos se despidieron de Ata, luego fueron a casa de sus hijos, nietos, familiares y amigos más cercanos. A cada uno de ellos les dijeron, a su propia forma, que se iban de viaje y, atravesando calles que generaban añoranza y melancolía, llegaron a su parque favorito, ahí se sentaron a los pies del árbol de jacarandá que tanto amaban y –como siendo jóvenes– hablaron del amor por toda la eternidad.

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