jueves, 1 de septiembre de 2016

Los primos gringos

Paulina Pérez


Marcos y Diana llegaban a Pedernales esa madrugada. Habían migrado a Estados Unidos junto a sus progenitores cuando eran muy pequeños. No recordaban nada de aquel poblado costero en el que habitaba toda la familia que tenían. Sus padres enviaron dinero por varios años para instalar una hostería que se convirtió en el negocio familiar. Allí trabajaban los tíos, los primos paternos y maternos.
Apenas pudieron descansar del viaje. Les habían preparado un desayuno como bienvenida: camarones, langostinos, bolones de verde con queso, café de chuspa, leche fresca, jugo de naranja, frutas picadas, arroz costeño con pescado, queso amasado. Los chicos no sabían por dónde empezar, así que probaron de todo un poco.
Diana había cumplido quince años, algo tímida. Delgada, de cabello corto y muy alta. Marcos iba para los dieciocho y al contrario de Diana, parlanchín bromista y de gran apetito. Sus primos bordeaban esas mismas edades así que no necesitaron de mucho para sentirse como en casa de inmediato. Su español era bueno, sus padres no dejaron que olviden su lengua materna, sin embargo era bastante diferente al que ahí se hablaba y algunas palabras o frases requerían traducción.
Luego del desayuno, fueron a la playa. Eso sí bañados en bloqueador solar, pues solo así la tía Maruja los dejaba salir.
—Yo no voy a pasar curando quemaduras —advertía mientras les colocaba el protector solar hasta dejarlos más blancos de lo que ya eran.
El mar estaba tibio y cristalino. La arena nítida, como si alguien la hubiera limpiado durante la noche para dejarla brillosa y suave. Diana y Marcos, acostumbrados a playas rocosas y de agua helada estaban fascinados.
Acompañados por los primos recorrieron el lugar, jugando entre las olas, recogiendo piedras y conchas. Eran las tres de la tarde cuando estuvieron de nuevo frente al hotel.
Al igual que en la mañana, la mesa del almuerzo estaba llena de platillos para ellos desconocidos, la tía Maruja les iba describiendo los ingredientes para que pudieran decidir con qué empezar. Mariscos bañados en exquisitas salsas de dulce y de sal, pescados enteros fritos que habían sido previamente aderezados con especias para darles un sabor inigualable. Frutas en ensalada y en jugos.
Diana fotografiaba cada plato, la gastronomía del lugar le impresionaba. En cambio su hermano devoraba los platillos y después preguntaba por los ingredientes.
El ambiente alegre, siempre con música, la maravillosa comida, el sabor y aroma de cada platillo y de algunas frutas que para ellos eran nuevas. Así como el paisaje, la brisa que les acariciaba el rostro, el rugir del mar y la calidez de la gente que los acogía los tenía muy emocionados.
A las seis de tarde cayeron dormidos en unas hamacas. Como no podían pasar ahí la noche, la tía Maruja fue en su auxilio y ayudada por los tíos, llevaron a los primos gringos casi en brazos hasta la cama.
Diana se levantó temprano y acompañó a la tía Maruja al mercado. Ella le iba enseñando cómo debía escoger los mariscos, el color y olor eran muy importantes. Luego fueron a las frutas, Diana estaba fascinada al ver a Maruja, oler, acariciar y acercar a su oído a cada una de ellas, como si esperara escuchar algo que la convenciera de llevarlas.
De regreso, encontraron a todos desayunando. Irían de nuevo a jugar en el mar. Los adultos estaban planificando un viaje por las playas cercanas para llevar a los visitantes. Saldrían el sábado muy temprano para aprovechar el día.
Partieron en la madrugada, todavía estaba muy oscuro, solo se escuchaba el canto del mar.  Desayunaron en un pequeño puerto pesquero y empezó el recorrido. Los tonos de azul del mar parecían cambiar en cada playa, el paisaje era verdaderamente deslumbrante, el cielo límpido, parecía volverse uno con el mar en el horizonte. Bandas de gaviotas practicaban sus coreografías.   
No había muchos turistas y eso permitía apreciar mejor todo aquello que la naturaleza ofrecía.
Marcos y Diana estaban impactados con tanta belleza, sobre todo ella, observaba con mucho detenimiento cada cosa, tratando de no dejar escapar ningún detalle. Su filmadora solo era activada en el momento justo para lograr documentar de la mejor manera aquellos increíbles paisajes y ciertos momentos en familia que no podían pasar desapercibidos. Ambos se sentían muy orgullosos de haber nacido allí aunque no lo recordaran.
En los Estados Unidos estaban, ellos y sus padres. No había ni siquiera un pariente lejano con quien compartir algún recuerdo o una tarde de domingo que era el único tiempo libre a la semana para los cuatro. Era una vida dura y solitaria, mientras que acá sus tíos, aunque no trabajaban menos, eran bastantes, se ayudaban, se acompañaban.
Pararon en un comedor bastante rústico cerca al mar para almorzar, según el tío Pedro, esposo de Maruja, allí ofrecían los mejores ceviches del mundo.
Durante la comida pidieron a Diana y a Marcos les contaran sobre su vida en “la joni” como le decían ellos a los Estados Unidos y entre bromas e historias se les fue la tarde.
Empezaron el retorno. Cansados y llenos de arena se iban quedando dormidos.
Un frenazo despertó a todos sin excepción. La caravana familiar constaba de tres carros, camionetas cuatro por cuatro algo destartaladas por los años y la sal pero capaces todavía de llevar y traer a la familia.
El tío Pedro sintió un fuerte sacudón y mientras trataba de identificar por qué, alcanzó a divisar un pequeño desprendimiento de tierra pocos metros más adelante. Bajaron de las camionetas y casi enseguida la tierra empezó a rugir. La ligera caída de tierra se transformó en un gran deslave. Se escuchaba como si hubieran encendido un tractor. Maruja, Pedro y los otros adultos trataban de mostrar tranquilidad, lo cual no resultaba fácil al no saber qué estaba pasando.
La tierra se sacudía intensamente, era imposible mantenerse en pie, los postes eléctricos parecían gigantes con látigos buscando víctimas para sus descargas eléctricas. No había un lugar donde guarecerse, entre todos se abrazaron esperando que terminara y los segundos se hacían eternos, la carretera empezaba a cuartearse.
El pánico los tenía paralizados, excepto a la tía Maruja que rezaba pidiendo protección al cielo.
Después de un tiempo que pareció interminable la tierra paró de temblar. Hombres y mujeres sollozaban, y no era para menos, quedaron atrapados en una carretera que amenazaba con tragarlos.
Salvo el susto y el polvo que los cubrió enteros todos estaban bien.
Los celulares y la radio no funcionaban. La noche caía y el silencio los iba poniendo cada vez más nerviosos. Tenían la sensación de ser los únicos sobrevivientes.
Pedro y Maruja eran quienes llevaban las riendas de todo y de todos, así que rápidamente idearon un plan para limpiar algo del deslave y lograr pasar.
Acostumbrados a las crecidas de los ríos, siempre cargaban sogas, cadenas y cada camioneta tenía instalado un accesorio que servía para remolcar.
Ayudados por los automotores fueron moviendo la tierra, y juntando troncos hasta tener un paso algo estable para poder salir de allí.
Pedro, Ernesto y Josué, los tíos mayores, pasaron los autos, los demás cruzaron a pie. Una vez del otro lado emprendieron el camino a casa.
El paisaje era desolador, la carretera mostraba grandes grietas, las pocas casas a lo largo de la ruta estaban en el suelo, gente a la orilla del camino, llorando, gritando, otros en shock incrédulos ante tanta destrucción.
A medida que iban entrando a Pedernales el corazón se les iba congelando, el pueblo entero estaba en el suelo, no había electricidad, los celulares seguían sin funcionar, mucha gente intentaba remover los escombros con las manos, algunos ya las tenían sangrantes de tanto esfuerzo.
El hostal estaba totalmente destruido, bajaron de los autos de inmediato para tratar de quitar las paredes y techos de madera que habían caído sobre algunos de los empleados a quienes la fuerza del sismo no les permitió salir.
Marcos y Diana no salían del impacto ante semejante escenario, todo a su alrededor era muerte y destrucción.
Se escuchaban los gritos de auxilio de la gente atrapada.
La voz fuerte y enérgica de Maruja los hizo reaccionar.
—¡No se queden ahí carajo, hay que ayudar!
Y como autómatas, empezaron a retirar escombros. Diana se hizo cargo de algunos niños pequeños cuyos padres o estaban bajo los escombros o hacían de socorristas tratando de salvar a sus vecinos.
La noche pasaba y no llegaba la ayuda. Al fin alguien pudo comunicarse por radio, pero las noticias no eran alentadoras. Todas las vías de acceso estaban cerradas por los deslaves y la falta de luz hacía imposible la tarea de rescate.
Diana quería ser maestra de escuela y esa vocación le ayudó para poder dar consuelo a aquellos aterrorizados niños.
Marcos y los primos ayudaban a los hombres a remover los escombros.
Maruja y sus vecinas empezaron a recolectar comida e improvisaron una cocina de leña.
Otros vecinos buscaron frazadas, sábanas, cualquier cosa que sirviera para colocar en el piso y así acomodar a los heridos bajo techo.
El pánico se dibujaba en cada rostro, nadie estaba ajeno a aquel desastre.
En la mañana el panorama era totalmente deprimente. En la noche y sin luz no se apreciaba la magnitud de la tragedia en su totalidad, pero en ese momento lo que provocaba era salir corriendo.
La ayuda gubernamental, a través de brigadas médicas y fuerzas militares, empezó a llegar.
Marcos y Diana al fin lograron hablar con sus padres, los cuales habían solicitado se les permita regresar de inmediato a casa ya que eran ciudadanos estadounidenses.
Ninguno de los dos estuvo de acuerdo con aquella decisión; es más, les molestó mucho que lo hicieran sin consultarles.
Marcos llamó a sus padres y no solo les informó que no regresarían, sino que les pidió que trataran de ayudar. Ellos habían sido acogidos con mucho cariño y no se irían sin devolver al menos algo de lo que habían recibido.
Cuando salieron de la central telefónica, sus primos los esperaban. Había mucho por hacer y tomaría algún tiempo.
Dicen que la sangre llama a la sangre, tal vez la tierra también nos llama. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario