Paulina Pérez
Marcos y Diana llegaban a
Pedernales esa madrugada. Habían migrado a Estados Unidos junto a sus
progenitores cuando eran muy pequeños. No recordaban nada de aquel poblado
costero en el que habitaba toda la familia que tenían. Sus padres enviaron
dinero por varios años para instalar una hostería que se convirtió en el
negocio familiar. Allí trabajaban los tíos, los primos paternos y maternos.
Apenas pudieron descansar
del viaje. Les habían preparado un desayuno como bienvenida: camarones,
langostinos, bolones de verde con queso, café de chuspa, leche fresca, jugo de
naranja, frutas picadas, arroz costeño con pescado, queso amasado. Los chicos
no sabían por dónde empezar, así que probaron de todo un poco.
Diana había cumplido
quince años, algo tímida. Delgada, de cabello corto y muy alta. Marcos iba para
los dieciocho y al contrario de Diana, parlanchín bromista y de gran apetito.
Sus primos bordeaban esas mismas edades así que no necesitaron de mucho para
sentirse como en casa de inmediato. Su español era bueno, sus padres no dejaron
que olviden su lengua materna, sin embargo era bastante diferente al que ahí se
hablaba y algunas palabras o frases requerían traducción.
Luego del desayuno, fueron
a la playa. Eso sí bañados en bloqueador solar, pues solo así la tía Maruja los
dejaba salir.
—Yo no voy a pasar
curando quemaduras —advertía mientras les colocaba el protector solar hasta
dejarlos más blancos de lo que ya eran.
El mar estaba tibio y
cristalino. La arena nítida, como si alguien la hubiera limpiado durante la
noche para dejarla brillosa y suave. Diana y Marcos, acostumbrados a playas
rocosas y de agua helada estaban fascinados.
Acompañados por los
primos recorrieron el lugar, jugando entre las olas, recogiendo piedras y
conchas. Eran las tres de la tarde cuando estuvieron de nuevo frente al hotel.
Al igual que en la
mañana, la mesa del almuerzo estaba llena de platillos para ellos desconocidos,
la tía Maruja les iba describiendo los ingredientes para que pudieran decidir
con qué empezar. Mariscos bañados en exquisitas salsas de dulce y de sal,
pescados enteros fritos que habían sido previamente aderezados con especias
para darles un sabor inigualable. Frutas en ensalada y en jugos.
Diana fotografiaba cada
plato, la gastronomía del lugar le impresionaba. En cambio su hermano devoraba
los platillos y después preguntaba por los ingredientes.
El ambiente alegre,
siempre con música, la maravillosa comida, el sabor y aroma de cada platillo y
de algunas frutas que para ellos eran nuevas. Así como el paisaje, la brisa que
les acariciaba el rostro, el rugir del mar y la calidez de la gente que los
acogía los tenía muy emocionados.
A las seis de tarde
cayeron dormidos en unas hamacas. Como no podían pasar ahí la noche, la tía
Maruja fue en su auxilio y ayudada por los tíos, llevaron a los primos gringos
casi en brazos hasta la cama.
Diana se levantó temprano
y acompañó a la tía Maruja al mercado. Ella le iba enseñando cómo debía escoger
los mariscos, el color y olor eran muy importantes. Luego fueron a las frutas,
Diana estaba fascinada al ver a Maruja, oler, acariciar y acercar a su oído a
cada una de ellas, como si esperara escuchar algo que la convenciera de
llevarlas.
De regreso, encontraron a
todos desayunando. Irían de nuevo a jugar en el mar. Los adultos estaban
planificando un viaje por las playas cercanas para llevar a los visitantes.
Saldrían el sábado muy temprano para aprovechar el día.
Partieron en la
madrugada, todavía estaba muy oscuro, solo se escuchaba el canto del mar. Desayunaron en un pequeño puerto pesquero y
empezó el recorrido. Los tonos de azul del mar parecían cambiar en cada playa,
el paisaje era verdaderamente deslumbrante, el cielo límpido, parecía volverse
uno con el mar en el horizonte. Bandas de gaviotas practicaban sus
coreografías.
No había muchos turistas
y eso permitía apreciar mejor todo aquello que la naturaleza ofrecía.
Marcos y Diana estaban
impactados con tanta belleza, sobre todo ella, observaba con mucho detenimiento
cada cosa, tratando de no dejar escapar ningún detalle. Su filmadora solo era
activada en el momento justo para lograr documentar de la mejor manera aquellos
increíbles paisajes y ciertos momentos en familia que no podían pasar
desapercibidos. Ambos se sentían muy orgullosos de haber nacido allí aunque no
lo recordaran.
En los Estados Unidos estaban,
ellos y sus padres. No había ni siquiera un pariente lejano con quien compartir
algún recuerdo o una tarde de domingo que era el único tiempo libre a la semana
para los cuatro. Era una vida dura y solitaria, mientras que acá sus tíos,
aunque no trabajaban menos, eran bastantes, se ayudaban, se acompañaban.
Pararon en un comedor
bastante rústico cerca al mar para almorzar, según el tío Pedro, esposo de
Maruja, allí ofrecían los mejores ceviches del mundo.
Durante la comida
pidieron a Diana y a Marcos les contaran sobre su vida en “la joni” como le
decían ellos a los Estados Unidos y entre bromas e historias se les fue la
tarde.
Empezaron el retorno.
Cansados y llenos de arena se iban quedando dormidos.
Un frenazo despertó a
todos sin excepción. La caravana familiar constaba de tres carros, camionetas
cuatro por cuatro algo destartaladas por los años y la sal pero capaces todavía
de llevar y traer a la familia.
El tío Pedro sintió un
fuerte sacudón y mientras trataba de identificar por qué, alcanzó a divisar un
pequeño desprendimiento de tierra pocos metros más adelante. Bajaron de las camionetas
y casi enseguida la tierra empezó a rugir. La ligera caída de tierra se
transformó en un gran deslave. Se escuchaba como si hubieran encendido un
tractor. Maruja, Pedro y los otros adultos trataban de mostrar tranquilidad, lo
cual no resultaba fácil al no saber qué estaba pasando.
La tierra se sacudía
intensamente, era imposible mantenerse en pie, los postes eléctricos parecían
gigantes con látigos buscando víctimas para sus descargas eléctricas. No había
un lugar donde guarecerse, entre todos se abrazaron esperando que terminara y
los segundos se hacían eternos, la carretera empezaba a cuartearse.
El pánico los tenía
paralizados, excepto a la tía Maruja que rezaba pidiendo protección al cielo.
Después de un tiempo que
pareció interminable la tierra paró de temblar. Hombres y mujeres sollozaban, y
no era para menos, quedaron atrapados en una carretera que amenazaba con
tragarlos.
Salvo el susto y el polvo
que los cubrió enteros todos estaban bien.
Los celulares y la radio
no funcionaban. La noche caía y el silencio los iba poniendo cada vez más
nerviosos. Tenían la sensación de ser los únicos sobrevivientes.
Pedro y Maruja eran
quienes llevaban las riendas de todo y de todos, así que rápidamente idearon un
plan para limpiar algo del deslave y lograr pasar.
Acostumbrados a las
crecidas de los ríos, siempre cargaban sogas, cadenas y cada camioneta tenía
instalado un accesorio que servía para remolcar.
Ayudados por los
automotores fueron moviendo la tierra, y juntando troncos hasta tener un paso
algo estable para poder salir de allí.
Pedro, Ernesto y Josué,
los tíos mayores, pasaron los autos, los demás cruzaron a pie. Una vez del otro
lado emprendieron el camino a casa.
El paisaje era desolador,
la carretera mostraba grandes grietas, las pocas casas a lo largo de la ruta
estaban en el suelo, gente a la orilla del camino, llorando, gritando, otros en
shock incrédulos ante tanta destrucción.
A medida que iban
entrando a Pedernales el corazón se les iba congelando, el pueblo entero estaba
en el suelo, no había electricidad, los celulares seguían sin funcionar, mucha
gente intentaba remover los escombros con las manos, algunos ya las tenían
sangrantes de tanto esfuerzo.
El hostal estaba
totalmente destruido, bajaron de los autos de inmediato para tratar de quitar
las paredes y techos de madera que habían caído sobre algunos de los empleados
a quienes la fuerza del sismo no les permitió salir.
Marcos y Diana no salían
del impacto ante semejante escenario, todo a su alrededor era muerte y
destrucción.
Se escuchaban los gritos
de auxilio de la gente atrapada.
La voz fuerte y enérgica
de Maruja los hizo reaccionar.
—¡No se queden ahí
carajo, hay que ayudar!
Y como autómatas,
empezaron a retirar escombros. Diana se hizo cargo de algunos niños pequeños
cuyos padres o estaban bajo los escombros o hacían de socorristas tratando de
salvar a sus vecinos.
La noche pasaba y no
llegaba la ayuda. Al fin alguien pudo comunicarse por radio, pero las noticias
no eran alentadoras. Todas las vías de acceso estaban cerradas por los deslaves
y la falta de luz hacía imposible la tarea de rescate.
Diana quería ser maestra
de escuela y esa vocación le ayudó para poder dar consuelo a aquellos
aterrorizados niños.
Marcos y los primos
ayudaban a los hombres a remover los escombros.
Maruja y sus vecinas
empezaron a recolectar comida e improvisaron una cocina de leña.
Otros vecinos buscaron
frazadas, sábanas, cualquier cosa que sirviera para colocar en el piso y así
acomodar a los heridos bajo techo.
El pánico se dibujaba en
cada rostro, nadie estaba ajeno a aquel desastre.
En la mañana el panorama
era totalmente deprimente. En la noche y sin luz no se apreciaba la magnitud de
la tragedia en su totalidad, pero en ese momento lo que provocaba era salir
corriendo.
La ayuda gubernamental, a
través de brigadas médicas y fuerzas militares, empezó a llegar.
Marcos y Diana al fin
lograron hablar con sus padres, los cuales habían solicitado se les permita
regresar de inmediato a casa ya que eran ciudadanos estadounidenses.
Ninguno de los dos estuvo
de acuerdo con aquella decisión; es más, les molestó mucho que lo hicieran sin
consultarles.
Marcos llamó a sus padres
y no solo les informó que no regresarían, sino que les pidió que trataran de
ayudar. Ellos habían sido acogidos con mucho cariño y no se irían sin devolver
al menos algo de lo que habían recibido.
Cuando salieron de la
central telefónica, sus primos los esperaban. Había mucho por hacer y tomaría
algún tiempo.
Dicen que la sangre llama
a la sangre, tal vez la tierra también nos llama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario