martes, 27 de mayo de 2014

El circo

Juana Ortiz Mondragón


Entre el azul del cielo y las líneas blancas que lo adornaban, se entretejían los sueños y los deseos de Luisa. Era una bella chica de ocho años,  morena y dulce… de esas personas que ya no se encuentran, delicada como la brisa. Habitaba en un barrio humilde que no aparecía en los mapas. Calles estrechas y empinadas,  poco color en el paisaje. Las edificaciones se levantaban  a ambos lados. Era un lugar muy poblado y todos  los habitantes se conocían. Su casa estaba hecha de cartón y botellas plásticas. De su primera infancia recuerda esos terribles vendavales que los dejaban a ella y a su familia sin protección.  Amaneceres en los que el sol los bañaba con sus rayos, contagiándolos de energía y alegría. También rememora  la visita de la luna llena resplandeciente que se asomaba por las hendiduras de la vivienda. Días en  que el alimento no los acompañaba y tenían que soportar sus estómagos hambrientos y salir a la calle al rebusque.

Luisa vendía dulces en los semáforos, hacía mandados y recogía reciclaje. Pero su sueño, su enorme deseo, era pertenecer al circo, recorrer las calles acompañada por música y comparsas… volar en los trapecios. Nunca había entrado  a un circo, pero una vez mientras trabajaba, vio cómo llegaba uno: esos hermosos camiones, observó cómo se bajaban de ellos los artistas y recorrían las calles danzando. Recordó que a sus manos había llegado un libro maravillosamente ilustrado. Se llamaba “El circo”.  Página por página se dejó deslumbrar con las imágenes y con los textos que contaban la vida en un lugar así. Y decidió que cuando creciera pertenecería a uno.  Juan  y  María no tenían con qué hacer este sueño realidad. Le enseñaron a trabajar, a ser responsable. María era la hija mayor de una familia humilde  y desde muy pequeña las circunstancias la obligaron a trabajar para ayudar a mantener a sus hermanos menores. Vio como sus deseos se perdían, no tuvo la oportunidad de estudiar.  Por eso era fuerte y exigente con Luisa.

-¡Mamá, papá,  yo quiero volar! -les decía Luisa con una enorme sonrisa.

- ¡Niña, no seas tonta!,  ¿de dónde sacas esas ideas? -le reprochaba su madre.

Juan, que era tan soñador como Luisa, la observaba en silencio y recordaba que cuando era chico tenía el mismo deseo de Luisa: pertenecer al circo, ser el hombre bala.

En las noches, cuando sus padres dormían, Luisa se preparaba a cumplir su sueño: uno a uno estiraba sus músculos, y con paciencia repetía vueltas estrellas, rollos hacia atrás y adelante, malabares… el cansancio la sorprendía  en las más extrañas posiciones y lugares de su  casa. Al despertar, su madre se preguntaba asombrada:

-¿Qué le pasará a esta niña?, ¿qué demonios la visitarán en la noche?

-¡Nada querida, quizás pasó la noche  jugando, déjala tranquila! -le decía Juan, tratando de despertarla con suavidad.

Luisa abría los ojos con lentitud y se levantaba con una enorme sonrisa. Tal vez había estado soñando que volaba en los trapecios.

-¡Buenos días papá!, ¡buenos días mamá! ¡Qué bello está el día! -decía aprisa.

Se alistaba para ir al rebusque y cuando no había mucho tráfico se paraba en las ventanas y puertas de la escuela. Su otro sueño era estudiar. Lo poco que sabía leer, se lo había enseñado su padre.

Luisa, sabía valorar lo que tenía, pero nunca dejaba de pensar en lo que la haría realmente feliz: recorrer el mundo y sentir el calor del público.

El circo se instaló en un terreno baldío a unas cuadras de su casa. Luisa observó cómo extendían las carpas color lila y púrpura y  ponían todo en su sitio para iniciar las funciones. En la noche  las luces titilantes  llamaron su atención, centenares de personas esperaban que abrieran sus puertas. El ambiente se inundaba con el olor dulzón de las crispetas. Luisa se imaginaba el crujir  de éstas mientras las preparaban. La entrada era demasiado costosa para Luisa. Al hablar con su madre,  obtuvo un no como respuesta:

-¡Cómo se te ocurre Luisa! ¿De dónde vamos a sacar todo ese dinero?

Su padre en cambio, en un descuido de María, se la llevó para un rincón de la habitación y de debajo de la cama sacó una lata redonda donde guardaba algunos tesoros. Luisa se sorprendió. Con cuidado su padre sacó unos cuantos billetes y se los entregó a Luisa con una sonrisa. Era parte del dinero que había guardado durante años para empezar a reconstruir su hogar. Luisa apenada no sabía qué hacer.

-No te preocupes hija, ve y disfruta sin que mamá te vea. La vida sabrá recompensarnos.

Luisa besó a su padre y se escabulló rápidamente para que María no la viera. Luego de hacer la cola se sintió la niña más feliz. Las manzanas acarameladas lucían apetitosas, tan brillantes, parecían recién lustradas.
No pudo contenerse y con lo que le quedaba del dinero que le  dio su padre, se deleitó con una: tan suave y dulce, se deshacía con facilidad en su paladar. No había probado manjar semejante. Por un momento olvidó las noches con hambre, el agua entrándose  por el techo de casa y se vio así misma en los trapecios.

A la mañana siguiente no paraba de hacer las piruetas que había visto esa noche. La gente que pasaba se quedaba atónita con su talento y ese día se fue a casa con los bolsillos llenos.

La información llegó a oídos del circo: ¡una niña talento en la calle!

Fueron a buscarla esa tarde con una propuesta: empezar con acrobacias simples y luego quizás el trapecio. Luisa no paraba de sonreír, se dirigieron  a hablar con sus padres. Él director del circo, llamado Darío, no podía creer la pobreza en la que vivía la niña. Sus padres lo recibieron en una improvisada sala. Él les contó el motivo de la visita.

-¡Su hija es un prodigio!, ¡quiero llevármela al circo!

-¿Cómo se le ocurre? ¿De qué le serviría ella? -respondió María exaltada.

-La hemos visto en las calles, es una excelente artista  -respondió Darío.

Después de discutir acaloradamente por un buen rato, decidieron que le harían una prueba de talento a la mañana siguiente. Luisa no durmió esa noche practicando y pensando que su momento por fin había llegado.

A las siete de la mañana Luisa y su padre estaban  en el circo, María  no había querido ir, prefirió quedarse en casa y hasta el último momento le insistió a Luisa que si tomaba ese camino lo hacía en contra de su voluntad. La actitud de su madre causo en Luisa gran tristeza, pero era más fuerte su deseo de formar parte del circo. Le pusieron varios ejercicios y todos los realizó con precisión. Con una hermosa sonrisa que no le cabía en el rostro,  Juan  disfrutaba viendo a su hija.

Pasó la prueba y esa misma noche estaría en el espectáculo. Su  padre fue a verla. Luisa vestía una hermosa trusa roja, bordeada con lentejuelas doradas, su cabello adornado con un listón del color del traje. La felicidad lo desbordaba, nunca la había visto así. La función fue exitosa, durante el acto de Luisa, el público la observaba conmocionado. Al finalizar el espectáculo los aplausos llenaron el escenario. A partir de ese día la carpa siempre estuvo llena.

Finalmente, después de algunas semanas de resistencia,  María accedió asistir a una función, emocionada vio como su hija cautivaba al público,  con lágrimas en los ojos se lamentó por el tiempo perdido.

En casa, las cosas fueron mejorando, gracias  al deseo de superación de Luisa, acompañada por su padre.  No volvieron a sentir hambre y  poco a poco el cartón y las botellas plásticas  se convirtieron en cemento y ladrillos. Juan ingreso al circo a realizar diversas tareas, pero nunca perdía su deseo de ser un artista. Por las noches, cuando todos dormían, Juan practicaba la rutina del hombre bala. Se le hacía fácil, ya que él era el encargado  de realizar el mantenimiento a los implementos del circo.  Una noche, antes del espectáculo, el hombre bala sufrió un accidente que le impedía actuar. El director del circo le propuso a Juan ser el hombre bala por esa noche. Juan aceptó, viendo allí la oportunidad que siempre había soñado.  Fue feliz  y ovacionado. Al recuperarse el hombre bala y viendo lo exitoso que había sido Juan, el director del circo decidió que  los dos podrían compartir el escenario.



Y  llegaron los viajes y  los lugares por conocer en compañía de sus padres y el circo. Los aplausos y las comparsas llenaban sus vidas de magia. 

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