jueves, 1 de mayo de 2014

Amalia

Elena Villafuerte


Amalia miraba con la boca abierta el trajín de la estación de autobuses. En sus diecinueve años de vida, jamás había visto tal variedad de personas en el mismo lugar. Por los pasillos deambulaban jóvenes de traje y modos apresurados; sudorosos cargadores de fruta y verdura; parejas de adultos mayores, uno sosteniendo al otro. A su izquierda podía ver, recargadas contra la pared y rodeadas de cajas de cartón, a tres mujeres vestidas con trajes indígenas. En los rebozos de dos de ellas dormían niños pequeños, mientras que entre las tres arrastraban a media docena de infantes de edades diversas. Serían acaso un par de años mayores que ella, pero se comportaban como si tuvieran diez o quince más.

-Listo, amor. –Escuchó una voz masculina en su oído, mientras un brazo se ceñía a su cintura. –Salimos en el camión de las dos treinta.

Ella giró y se encontró con los ojos cafés de Antonio, su esposo de unas cuantas horas. Como de costumbre se le fue el aliento al sentirlo tan cerca, sólo que ahora su confusión se acrecentaba por momentos. La boda había sido planeada con meses de anticipación, pero para Amalia todo transcurrió demasiado rápido. Todavía no acababa de creer que se había casado con él, que era su esposa, que esa noche, o la siguiente…

No. No iba a pensar en eso.

Embobada admiró el bigote de Antonio, sus labios delgados que sonreían con alegría. Le esperaba una maravillosa vida con él, ella lo sabía, podía sentirlo en los huesos. Se habían casado en la capital porque las familias de ambos radicaban ahí, pero el viaje de novios tenía como destino su próximo hogar, Ciudad Victoria, Tamaulipas. Antonio era ingeniero petrolero con un futuro prometedor en la naciente industria petroquímica de la región. La había conquistado con sus modos tranquilos y sinceros, sin pretensiones pero llenos de nobleza; era un hombre honesto, dedicado, al que no le había costado trabajo encontrar un empleo al terminar la carrera y que sin duda ascendería pronto. Y ella lo amaba tanto que sentía que pisaba nubes y no el piso de la estación de autobuses.

Después de la ceremonia religiosa se había ofrecido un banquete para celebrar la unión; probablemente sus familias se quedarían en la fiesta hasta bien entrada la noche. Pero ellos, deseosos de comenzar su nueva vida juntos, escaparon en cuanto pudieron, con dos maletas y lo mínimo necesario; el resto se había ido en la mudanza de Antonio. Amalia había cambiado su estorboso vestido de novia por un práctico conjunto de falda y saco azul claro, que resaltaba el color de sus ojos y su tez blanca. El cabello castaño seguía recogido en un moño, al cual únicamente le había retirado los azahares de desposada.

Las nubes rosas de Amalia comenzaron a perder altura al subir al autobús. Aferrada a la mano de Antonio, percibió un aire rancio, cargado de olores desagradables. Encerrados en el vehículo durante meses, se mezclaban entre sí: comida echada a perder, sudor ácido, cigarro, cabello sin lavar y… sí, ella podría apostar que en algún momento alguien se había orinado en alguna parte del camión. Intentando no perder la compostura sacó un pañuelo perfumado de su bolso y hundió en él la nariz.

-Antonio -musitó desde las profundidades de la tela- ¿cuánto tiempo dices que dura el viaje?

El autobús debía seguir la ruta de la nueva Carretera Interamericana. Saliendo de la Ciudad de México, pasaba primero por Colonia y después se dirigía a Tamazunchale, descendiendo por los sectores más accidentados de la Sierra Madre Oriental en un trayecto plagado de curvas. Posteriormente y ya casi al nivel del mar, el tramo más largo era Tamazunchale - Ciudad Victoria, unos trecientos cuarenta kilómetros. Total estimado del viaje, quince horas. Amalia estuvo a punto de desmayarse.

Para cuando dieron las seis de la tarde, la joven se alegraba infinitamente de que los nervios no le hubieran permitido comer nada en el banquete. Entre el olor del camión, de los pasajeros, y las curvas de la carretera, ella había vomitado ya hasta la comida del día anterior. Jamás hubiera pensado que sería posible sentirse tan mareada. Esto era un tormento, ¡y aún faltaba más de la mitad del camino!

Extrañamente, Antonio no había dado muestras de preocupación por su esposa. Amalia se incomodó un poco. Él llevaba ya un rato mirando al frente, con el ceño fruncido, sin prestarle de hecho ni la más mínima atención.

-Antonio –comenzó- ¿cuál es el siguiente pueblo?

-Zimapán –respondió él con voz rara y entre dientes, sin siquiera voltear a mirarla. Era tal su expresión que Amalia se asustó.

-Amor, ¿qué pasa?

-Nada.

-¿Nada? ¿Estás seguro? No tienes cara de nada. Dime qué te pasa.

Antonio cerró los ojos.

-Me subí al autobús con un dolor en el estómago. Pensé que eran nervios, o que algo me había caído mal. Pero no se me ha quitado, al contrario, cada vez me duele más. Y me duelen las rodillas, los codos, los nudillos… creo que tengo fiebre.

Amalia, asustadísima, le tocó la frente: hervía.

-¡Dios santo, Antonio! ¿Por qué no dijiste nada?

-No quería angustiarte.

-¿Y ahora qué vamos a hacer?

-Pues lo único que es posible hacer, esperar llegar a Zimapán y bajarnos ahí para ver a un doctor. Si hay.

Amalia se levantó y entre tumbos llegó al asiento del chofer.

-Señor, ¿cuánto falta para llegar a Zimapán?

-Como hora y media -respondió el hombre, entre dos fumadas.

-¿Y habrá ahí un doctor?

-Uta, señora. Es un pueblito, la verdá no sabría decirle. A lo mejor tengan algún practicante o algo así. ¿Qué le pasa?

-A mí nada, es mi esposo… le duele el estómago…

-Se le habrá atravesado el taco, no se priocupe. Estas curvas son pa’ machos y no cualquiera las aguanta.

-Pero es que además tiene fiebre.

-Mire, seño, si no quiere que nos embarremos y pasemos todos a mejor vida, mejor regrésese a su lugar. Yo le aviso cuando lleguemos a Zimapán.

Pasaron cuarenta minutos antes de que Antonio comenzara a doblarse del dolor, y otros veinte para que vomitara sangre. Amalia, con la cabeza dándole vueltas y el estómago en la boca, escuchaba los cuchicheos a su alrededor.

-Mami, ¿qué le pasa a ese señor?

-No sé, mi vida. Tú mejor no te acerques por ahí.

-¿Qué será que le pase a ése?

-Pos sepa, pero se nota que es grave. Nomás mírale la cara. A mí se me hace que éste ya no la cuenta…

Esto no podía estar pasando, debía ser una pesadilla. Antonio tenía la camisa manchada de sangre oscura, pestilente; Amalia, desesperada, rezaba porque llegaran pronto a Zimapán o adonde fuese, que ocurriera un milagro. Porque era evidente que Antonio se moría, y la carretera seguía torciéndose, bajando entre acantilados y barrancas, sin señales de ningún pueblo y menos aún de un médico.

De pronto el camión se orilló en un terraplén, en el que se veía una casucha descuidada. Amalia levantó la vista y se encontró con la cara del chofer mirándola desde el pasillo.

-Señito, una disculpa…

-¿Qué pasa? No me diga que esto es Zimapán, ¿por qué nos detenemos?

-Ay, señito. Pos es que se está haciendo de noche, verá, y pa’ llegar al pueblo todavía falta un rato. Y la cosa es que su marido de usté, pos… pos la verdá es que nos está poniendo a todos muy nerviosos. Vaya usté a saber qué tenga, y los otros pasajeros pos…

-¿Qué? No le entiendo, señor, explíquese bien. ¿Nerviosos de qué? ¿Qué no ve que mi esposo está enfermo, que es urgente llegar a alguna parte donde lo atienda un médico? En lugar de estar aquí diciéndome no sé qué, ¡póngase a manejar y apurémonos a llegar adonde esté ese bendito pueblo!

-Disculpe, señito, pero no puedo. Yo tengo una responsabilidá con los otros pasajeros, ¿me entiende? No puedo llevarlos más lejos. Por eso estoy diciéndole esto. No quiero dejarlos en medio de la carretera, pero pos ¿y si lo que tiene su marido de usté se lo contagia a los demás? Por eso mejor quédense aquí. Al menos hay un techo y pos ya Dios dirá.

Amalia gritó, lloró, amenazó, suplicó, pataleó. Los pasajeros le dieron sus bendiciones y una viejita le entregó un escapulario muy milagroso. Pero igual la dejaron en la casucha, que más bien era una choza, con un Antonio ya semi inconsciente y una familia indígena que la miraba con ojos enormes sin saber qué hacer.

Amalia regresó a la ciudad de México sola, tres días después de su boda, un doce de abril de mil novecientos cuarenta y dos. Antonio había muerto en sus brazos, cuando a ella ya no le quedaban lágrimas ni voz, de una peritonitis aguda. Sola lo sostuvo, sola lo limpió, sola lo veló y sola lo enterró.

Y jamás lo olvidó.

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