miércoles, 23 de abril de 2014

Uñas de acero

Marco Absalón Haro Sánchez


Las estaciones del metro en Madrid suelen cerrar pasada la media noche y yo anduve esos momentos entre las escaleras mecánicas yendo y viniendo sin saber adónde me dirigía. Un par de veces perdí el equilibrio y mordí pavimento, el peso de mi cuerpo hizo que me arrastrara varios decímetros hacia abajo. En los pocos segundos que estuve a su merced, me clavaron sus uñas en la piel y se hizo jirones en un santiamén. Casi fui engullido completamente por aquel monstruo metálico que me acosaba sin piedad; pero por suerte había dejado de funcionar. Minutos antes, los últimos peatones abandonaban las instalaciones con severa prontitud caminando a pasos agigantados. Mientras los vigilantes ponían fuera de servicio escaleras, ascensores y puertas de acceso.

A media tarde me valí de este gran invento de la ciencia metalúrgica para llegar en el menor tiempo posible a la superficie del afamado Lago, cuando el calor sofocaba a los seres vivientes de este lado del planeta. Mi indumentaria se asemejaba a la de los demás compatriotas que pisaban esos lares: bermudas, polos y camisas de manga corta, chanclas o zapatillas y gafas de sol. Era parte de mi valija un bolsito verde militar que llevaba terciado al hombro y unas ganas locas de escuchar música cantada de nuestra Suramérica, la misma que varios artistas escondidos interpretaban acompañándose con guitarras o pistas con su debida amplificación. Así como de atizar ciertos momentos románticos con las consabidas cervezas distribuidas por lo bajo, ya que se prohibía el botellón y los piquetes de policías rondaban alertas para hacer cumplir la orden de las autoridades municipales. Más tardé en acercarme donde los artistas afinaban los instrumentos que en entablar diálogo con un compatriota conocido, quien me había localizado hacía un par de minutos.

–¿Eres por acaso mi amigo, Marcelino? –interrogó mirando directamente a mis ojos ocultos detrás de unas oscuras gafas.

–Qué fue pues, Camilo –solté sin más, mientras nos estrechábamos las diestras.

–Qué más pues, jefecito –dejó caer al tiempo que dibujaba una sonrisa cómplice en su rostro enjuto y gomoso.

Los dos rondábamos la mediana edad. Él era un tanto más bajito y yo de estatura corriente; pero daba la impresión de ser un tipo recio e invencible, como un buey dispuesto para el arduo trabajo de las eras. 

–¿Ya no ve? –asentí correspondiendo su estado anímico– Esperando a ver si aparece algún pana.

En ese momento se acercó una vendedora de refrescos que de manera encubierta nos ofreció cerveza.

–Cervezas frías, colas, cigarrillos –musitó la mujer.

–¿Tomamos una para el calor, jefecito? –soltó Camilo dejando casi al descubierto su marcada musculatura pectoral.

–Sí, sería bueno –asentí con viveza.

Dirigí la mirada hacia la entrada de aquel enorme descampado llamado Lago, mientras Camilo adquiría la litrona y la camuflaba en una bolsa de papel. En camino venía Óscar, mi compañero de piso y amigo de los dos.

–Ahí viene el duro –proferí mostrándole con la mirada.

–Ya era hora que aparezca, jefecito –corroboró Camilo, mientras echaba un chorro espumante en cada vaso. 

Cuando pasó la vendedora pidió uno nuevo, éramos tres.

–Buenas –dejó caer el recién llegado.

Él era más alto, más joven y parecía llevar más peso que nosotros. Un bien marcado bigote de lápiz combinaba perfectamente con su peinado moreno. No en vano tenía a su disposición un aparato de levantar pesas en su propia casa, con una docena de discos de hierro de distinto peso y tamaño; así mismo, un par de barras con sus respectivos posa cuerpos formaban parte del equipo. Dos horas al día dedicaba a la cultura de su fortaleza física.

–¿Qué más pues, jefecito? –volvió Camilo.

–Ahí, luchando –repuso un tanto molesto–. A veces bien, a veces mal. Ahora mismo me han mandado al paro. Estoy sin camello.

–Joder, jefecito –soltó Camilo–. Qué mala pata. Todo esto se está derrumbando como un enorme castillo de naipes.

–Sí pues –asintió Óscar, mientras paladeaba el sabor acre de la bebida–. ¿Quién iba a imaginar que esto iba a acabar así? 

–¿Y tú, qué? –indagué a Camilo.

–Nada –dejó caer, mediante un gesto chusco–. Yo aún sigo trabajando en la obra. Espero que todavía no nos manden al paro.

En ese tiempo empezaron las regularizaciones y ya se notaba que venía encima la bola de nieve de la crisis del ladrillo, con el consecuente desempleo de muchos trabajadores en todas las áreas. Ventajosamente yo estaba empleado de conserje, aunque por sustitución, en el edificio donde vivía Óscar junto a Rosaura, su mujer y su hijo. Era una chica agradable que estaría alrededor de la cuarentena y no era ni alta ni baja y tenía la apariencia de un fideo, ya que era delgada, de tez blanca y peinado moreno. Estaba empleada en una peluquería del centro de Madrid.

Años atrás se conocieron con Óscar en una fiesta de paisanos del Ecuador. Se comprometieron y empezaron a vivir juntos. No tardaron en procrear un bebé a quien llamaron Óscar David, el cual entraba a los cuatro añitos cuando fui parte del inmueble. Era un chiquillo muy espabilado y le encantaba que tocara la guitarra y le hiciera cantar a él. Lo hacía de muy buena gana en mis ratos libres, ya que tenía mi trabajo en el mismo edificio.

–Sirvámonos –volvió Camilo–. Salud.

–Salud –dijimos a una y percibimos la frescura de la bebida que nos cayó de perlas en aquellas horas de calor.

–¿Recién saliste del piso? –interrogué a Óscar.

–Sí. Acabo de venir de allí –repuso con viveza–. Primero te busqué sin hallarte y me dije: Él ya se vino al Lago, me voy detrás y rápidamente me aseé y me puse en camino.

–Yo creí que tú ya te viniste, por eso me vine deprisa –proferí alegremente mientras empiné un nuevo bocado de cerveza.

–Estaba haciendo siesta –me aseguró.

–Ah pues, entonces –solté–. Igual yo ignoraba si estabas o no. Pero por acaso me vine nomás; aunque cuando salí estaban tu mujer y su hermana en la cocina. Ellas sí supieron que me vine aquí.

Carmen solía visitar a menudo a su gemela Rosaura y familia en su vivienda, la cual era parte de un modesto edificio que ya tendría cuando menos cuatro décadas de existencia, cuya altura no pasaba de las siete plantas. Aunque la conservación interna era bastante bien llevada no dejaba de contrastar con la fachada exterior que le daba la apariencia de vetusto. La puerta de calle, la entrada principal y el ascensor constituían su carta de presentación: estaban siempre saltando de limpios. El escritorio de la entrada era ocupado por este relator cuando ya terminaba con la limpieza general del inmueble. Entonces quedaba a disposición de los vecinos para echarles una mano en lo que hacía falta y, en sus intervalos, cocía las ideas con pluma y un cuaderno de notas.

En pocos minutos se formó un corrillo alrededor de los artistas que cantaban canciones de nuestra tierra y nosotros formábamos el grueso de aquella improvisada afición que aplaudía sus interpretaciones, mientras consumía cerveza a granel. La copa rota fue uno de los magistrales temas de Fermín: cantante de unas cuatro decenas y pico de años, alto de estatura y complexión atlética, de pelo rizo y de origen colombiano, quien imitaba a Alci Acosta y Olimpo Cárdenas; asimismo, Ricardo que rondaría las cuatro decenas, de mediana estatura, de pelo lacio y moreno, pero de piel blanca y de origen peruano: imitaba a la perfección a los grandes de la rockola como Lucho Barrios, Daniel Santos o Cecilio Alva. Luego llovió un repertorio de J J con el tema Rondando tu esquina a la cabeza y siguió Tú y yo, rematando con Nuestro juramento: interpretado por Alfredo, gran imitador del Ruiseñor de América, casualmente oriundo de Guayaquil de sus amores. De estatura corriente que combinaba perfectamente con su complexión gruesa y tez morena, tanto como su peinado rizo y echado hacia atrás. Ser de mediana edad le acercaba más al ídolo a quien interpretaba, cuando estuvo en los últimos años de vida. 

De cuando en cuando me acercaba al grupo de artistas, les palmeaba el hombro para darles enhorabuenas y les convidaba un vaso de cerveza.

Mientras transcurrió el tiempo, se agrandó el ruedo general tanto como el nuestro; pues a esa hora, que no serían menos de las nueve de la noche, ya no éramos solo tres los que departíamos con tanto frenesí, sino decenas de coterráneos, quienes bebíamos animada o descuidadamente, si se quiere; pero no paramos hasta que todo aquel jaleo se acabó. La verdad, no recuerdo cómo finalizó. Es más, nunca supe por qué me colé al resto de bohemios que rodeaban la salida del Lago, cerca de la boca del metro y no fui a casa junto a Óscar. Tampoco pude mantener el equilibrio y rodé por los suelos, haciéndome magulladuras en el rostro, las rodillas y los codos. Era un zombi ambulante cuando intenté coger el metro para volver. Ignoraba que dentro de pocos minutos quedaría fuera de servicio. Sin embargo, me aventuré a coger uno, pero me dormí en sus asientos y me pasé de parada. Intenté retornar para dirigirme en dirección contraria pero fue tarde, estaba todo cerrado. Fue entonces cuando deambulé de aquí para allá, subiendo y bajando las escaleras metálicas, cayéndome y arrastrándome en busca de la salida. Era como el Quijote sobre Rocinante, con su adarga y su lanza en ristre, acometiendo valerosamente contra los gigantes enemigos: los molinos de viento. Hasta que por fin, unos fortachones guardias de seguridad, dieron conmigo y me ayudaron a salir de aquella cárcel de metal. Entonces pude coger un taxi. Fue sin duda una experiencia terrorífica la que acababa de pasar dentro de las instalaciones del metro de Madrid, cuando volví a beber después de haberme abstenido durante algunos años. En todo caso, un verano que jamás olvidaré mientras siga existiendo en este mundo y no dejo de dar gracias a la Providencia por permitirme contar esta historia. 

1 comentario:

  1. Me alegro que vaya por excelente camino gracias a la sabia dirección de nuestro tutor José Alejandro.

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