viernes, 23 de mayo de 2014

Estás fenomenal

Marco Haro Sánchez


Fui ingresado de emergencia por la caída que tuve, no menos de doce metros rodé por la peña, recordaba mi mujer que fueron días difíciles. Horas antes me encontraba trabajando en la cantera tal y mi función era la de controlar que la maquinaria de moler piedra no se atascara. Para ello, vigilaba su funcionamiento desde una cabina. También contemplaba un pintoresco escenario compuesto por montes cubiertos de variada vegetación, carreteras que subían o bajaban por los extremos. Del mismo modo, las máquinas de movimientos de tierras realizaban cortes cada vez más profundos sobre el terreno, el cual prácticamente iba perdiendo su forma original y se convertía en un enorme agujero cual un cráter de un gigantesco volcán.

Enseguida del accidente, mi mujer comentó a mis hermanas, quienes se acercaron desde Madrid para estar junto a mí, lo que ocurría en la UCI los primeros instantes de mi ingreso, más o menos fue así:

–Si en el plazo de cuarenta y ocho horas –profirió el médico que me atendió en los momentos críticos– sus pulmones no logran funcionar por sí solos será hombre muerto.

Aquellas aseveraciones cayeron como hachazos mortales sobre el corazón de Mirla que no hacía más que llorar.

–Sí –asintió otro facultativo–, además lleva un montón de fracturas que no pueden ser intervenidas mientras no se normalice su respiración.

–Lo tenemos liado el asunto –corroboró el primero– puesto que sus pulmones son un banco de carne inservible, hinchado y sanguinolento.

–Claro –soltó un tercero–, con una caída tan alta como la que ha tenido no es para menos. Es un milagro que esté con vida.

–Bueno, señora –intentó consolar a mi mujer el principal de todos–, esperemos que quiera luchar por su vida el paciente y empiecen a funcionar sus pulmones. Tranquilízate que nada podemos hacer hasta mientras.

Mirla asintió vagamente, al tiempo que se enjugaba las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

Cuando pasé la coma inducida de veintiún días solo era un despojo; pues me había quedado en los huesos y con harta dificultad para expulsar los deshechos orgánicos. Por lo mismo, llevaba colocada una sonda que recogía la orina en una bolsa transparente.

–Estamos reunidos los mejores literatos –proferí preso aún de la anestesia ante el grupo de personas que me visitaban.

–Este es fulano de tal –proseguí con mi perorata–, el hermano mayor de Julio Jaramillo; y aquel, su padre, don Neptalí.

Todos comprendieron mi estado neurótico e hicieron caso omiso del anuncio. También dejé caer:

–Soy un guerrillero seguidor del Che Guevara que estoy al mando de la revolución aquí en España…

–¡Hum! Revolución –interrumpió Mac Giver–. Sigue nomás con tu revolución a ver cómo te va.
Como si hiciera eco en mí su advertencia dejé de desvariar y anhelé encontrarme con la realidad.


El milagro ocurrió, ya que cuando solo restaba una hora para que expirase el plazo de las cuarenta y ocho concedidas por los médicos, mis pulmones despertaban con débiles movimientos.

–¡Eureka! –exclamó emocionado el jefe de especialistas que me rodeaba– ¡Eso es lo que tienes que hacer, chaval! ¡Respira! ¡Respira!

Esta aclamación fue seguida de un sonoro aplauso por los demás médicos y personal sanitario que me atendía. Enseguida se acercó a la sala de espera y profirió ante mi mujer que aguardaba cariacontecida:

–¿Los familiares de Aurelio Hidalgo? –indagó.

–Aquí –contestó vivamente mi mujer.

–Te traigo buenas noticias –dejó caer el profesional médico.

–¿Qué, doctor? –interrogó Mirla pegando un salto y poniéndose de pie.

–Los pulmones del paciente están volviendo a funcionar; aunque con débiles inhalaciones y exhalaciones, pero van para mejor.

–¡Gracias a Dios! –exclamó Mirla sin poder contener su alegría– ¡Gracias a ustedes que han logrado salvar a mi marido!

–Es él mismo quien ha puesto de su parte –atajó el cirujano–. Enhorabuena. Ahora nos toca esperar un poco para realizarle las intervenciones pendientes.

Dicho esto desapareció por los límpidos pasillos del centro hospitalario.

Al cabo de unas horas, quitaron la intubación que llevaba un par de semanas. Muy levemente volvían a la vida mis pulmones. Enseguida me colocaron en otra camilla y fui trasladado al quirófano para empezar con las intervenciones quirúrgicas. Iban a inyectarme anestesia general cuando:

–¡Oh, no! –profirió el médico que capitaneaba la intervención– ¡Ahora no!

El equipo de médicos estaba pendiente del monitor que sobre mi cabecera indicaba la evolución de su funcionamiento. El contador bajó a mínimos y solo se apreciaba una línea plana sin altibajos.

–Se suspende la operación hasta segunda orden –soltó el que llevaba el mando–. Hay que esperar a que funcionen correctamente.

Acto seguido llamaron a mi mujer para decirle:

–Lo sentimos, los pulmones han vuelto a fallar y hasta que no funcionen con un porcentaje aceptable no se lo puede intervenir.

–¿Pero por qué no funcionan, doctor? –volvió mi mujer.

–Mira –repuso el médico aguzando el gesto y mirando sobre sus anteojos–, al llevarlos encharcados en sangre e hinchados, difícilmente podrían funcionar como es debido, ¿no te parece lógico, mujer?

–Sí, doctor –repuso Mirla con un hilo de voz–, pero ya estaban volviendo a funcionar ¿y ahora qué pasa?

–Ahora, lo hemos vuelto a intubar hasta que funcionen pasablemente bien. Dentro de algunas horas sabremos los resultados. No queda más que esperar. Ya te comentaremos cualquier cosa ¿vale?

–Vale –asintió Mirla entristecida–. Pero doctor, ¿existe alguna alternativa en caso de que no funcionasen?

–Hay una sola –replicó el médico, impaciente–, pero es muy arriesgada.

–¿Cuál es, doctor? –inquirió vivamente Mirla.

–En último de los casos se le podría aplicar un transplante de pulmones –dejó caer el galeno con tono serio–; pero no se lo recomiendo. El paciente es joven y sería una lástima que hubiera que tomar ese camino. Esperemos que funcionen los suyos propios y no especulemos más en este asunto hasta nueva orden ¿vale, señora?

–Vale –soltó Mirla sin más ni más.

Cuando tuve una leve mejoría y respiraba un poco mejor me practicaron las intervenciones del brazo y del hombro, los cuales los tenía fracturados. A partir de entonces empezó la fase de recuperación.

Todas las mañanas debía aguardar el taxi que me acercara al centro de rehabilitación. Apenas ponía mis pies allí debía tener una sesión de baño termal que duraba una hora. Luego esperaba en una camilla el turno de ser atendido por la fisioterapeuta que llevaba mi caso y moría de miedo cuando la veía acercarse.

–Hola, qué tal –saludaba mientras empezaba a trabajar con mi humanidad.

–Bien –contestaba con un hilo de voz.

Al tiempo que empezaba a quejarme cuando convertía mi brazo en un asta de molino.

–¡Ay! ¡Ay! –dejé caer más de una vez.

–¡Ya cállate –me reprendía cortando la conversación con sus demás colegas que hacían lo propio con otros pacientes– y deja de de estar tenso, coño! ¿Cómo te vas a curar si tú no pones de parte? ¿O prefieres quedarte torcido?

Al final de cada sesión me sentía aliviado y tenía la impresión de que avanzábamos mucho; pues a las tres semanas solo restaban unos veinte grados para llegar a su totalidad, lo que nunca se llegó.

En tanto tenía visitas al traumatólogo, al urólogo y otros especialistas. Cuando me tocó al primero me revisó las placas que envió a hacerlas en días anteriores y me pinchó con agujas en la pierna derecha.

–No tienes nada anormal –me dijo luego de darme golpecitos con un martillo de goma en la rodilla–, así que no hay que rehabilitar la pierna porque no se encuentra ningún desperfecto. Estás fenomenal –concluyó.

Esta frase: «Estás fenomenal». Se convirtió en un himno que coreaban todos los facultativos y ayudantes. Lo propio ocurrió cuando acudí al urólogo debido a que tenía disfunción en las vías urinarias producidas por una fractura en la pelvis. Este especialista me realizó una prueba para medir la afección del aparato urinario, la cual fue del todo insoportable.

–Respira hondo y contén la respiración –me ordenó mientras introducía una vara por mi conducto urinario.

Mientras examinaba la pantalla que indicaba algo parecido a la evolución de un sismo.

–Respira y no sueltes el aire –volvió el urólogo en tanto me retiraba el objeto extraño de mis partes–. Ya puedes respirar –concluyó por fin.

Enseguida me dio del diagnóstico:

–Si no mejoras el flujo urinario en tres o cuatro semanas tendremos que tomar medidas más drásticas. Espero no tener que llega a ellas.

–¿Cuáles son ellas, doctor? –indagué un tanto asustado.

–La fractura –prosiguió– que has tenido en la pelvis obstruye de manera progresiva dicho flujo. El meato urinario se cierra cada día un poco más.

–De momento lo mantenemos controlado –añadió el médico– pero vamos a ver qué ocurre con el paso de estas semanas. Hasta mientras a tomar los medicamentos como es debido, sin olvidarte ninguno ¿vale?

–Vale –dejé caer sin más.

Me sentí ante las cuerdas y no supe si esta visita con el médico era una terrible pesadilla o una monstruosa realidad.

Era cierto que me costaba mucho orinar y me dolía de manera atroz la parte pélvica, el bajo vientre y los testículos.

En los días sucesivos fui expulsando la orina de manera progresiva; aunque me dolía mucho cada vez que lo hacía pero empecé a curarme de veras. Enseguida me dieron el alta no sin antes citarme para dentro de seis semanas para realizar un chequeo general a ver cómo evolucionaba.

Seguidamente entré en sesiones periódicas de rehabilitación oral, las cuales poco o nada me ayudaron a recuperar la normalidad de mis cuerdas vocales. También debía realizar una serie interminable de ejercicios en casa para colaborar abiertamente con la rehabilitación del Hiato ni sé cuánto.

Por último, esta especialista me aseguró:

–Las cuerdas vocales son dos filamentos que van siempre juntos como las teclas de un piano; pero si pasa, como en tu caso, que forman un óvalo entre ellas no funcionan correctamente, cuyo resultado es la distorsión de la voz.

–¿Qué puedo hacer para corregir aquello? –objeté de inmediato.

–Algo que resolvería bastante bien esta disfunción –añadió con viveza– sería colocarte una prótesis para que sustituya las cuerdas averiadas.

Hubo un corto silencio.

–Pero –agregó la especialista– con una correcta rehabilitación oral conseguiremos un buen porcentaje de recuperación. Al final veremos los resultados.

Asentí mecánicamente mientras abandonaba la consulta hasta la próxima visita.

De este modo pasé las semanas posteriores de especialista en especialista y la mayoría coreaba el mismo himno: «Estás fenomenal. Estás fenomenal».


Al final de todo me preguntaba si en verdad estaba fenomenal: «¿Por qué tenía que asistir a uno y otro especialista?» Nadie respondía mis interrogantes; pero aprendí que a lo mejor esa era una manera de animar a los pacientes por más graves que se encontrasen, mientras fueran atendidos en los centros sanitarios o de rehabilitación. 

1 comentario:

  1. También lo veo bastante bien, gracias a la sabia guía de usted José Alejandro. Muchos reconocimientos por la luz que me brinda en cada relato.

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