jueves, 31 de julio de 2014

La otra

Elena Villafuerte


Ana Paola era, esencialmente, una mujer práctica. Aún antes de casarse sabía que en la vida de Armando habían existido y existirían otras, pero, ¿no son así todos los hombres? Lo importante era que ella sería su esposa. 

Ana Paola había tenido la boda perfecta, la luna de miel en Europa, la primera plana en una revista de sociales. Después vinieron los hijos: el varón, el primogénito que Armando tanto deseaba, y las dos niñas. Su vida se convertía en todo lo que ella hubiera deseado, y si de vez en cuando tenía que voltear para otro lado, Ana lo hacía tranquilamente; su estabilidad y la de sus hijos bien lo valía.

Pasaron el periodo de acoplamiento como pareja, después como padres; tras diez años de matrimonio, se conocían perfectamente, no les quedaban sorpresas. Armando nunca había sido apasionado, pero sí detallista. No resultaba raro que llegara con flores para la casa, jamás olvidaba un aniversario. Era un excelente padre que además, mostraba gran dedicación a su trabajo: viajaba, tenía comidas de negocios dos o tres veces por semana. Los sábados y domingos por lo general estaba en casa, convivía con los niños, jugaba tenis. Mientras tanto Ana Paola se dedicaba a sus hijos, se mantenía pendiente de la escuela, los llevaba a clases de baile y natación; organizaba comidas y cenas, fiestas infantiles, cafés con sus amigas.

Pero en el último año algo había cambiado. Al principio Ana Paola no se preocupó demasiado, pensando que probablemente fuera una relación pasajera como tantas. Hasta que se dio cuenta de que Armando mismo se comportaba distinto. Ya no era el hombre siempre atento de otros tiempos; se impacientaba con mucha facilidad, en especial con ella. Los viajes eran más frecuentes, se volcaba en su trabajo con un entusiasmo renovado. Los fines de semana desaparecía, a veces a torneos de tenis, a veces a largas comidas “de negocios”. En ocasiones se mostraba ensimismado, o sonreía en respuesta a algún pensamiento. La situación se hizo clarísima cuando Paola cambió su cómoda pijama por un camisón escotado, pretextando el calor insoportable del verano, y Armando sólo dijo:

- Está bonito. ¿No has visto el control de la televisión?

No fue muy difícil sacar conclusiones.

Por las noches, escuchando los ronquidos de su marido, se torturaba pensando que quizás la otra fuera más joven, con mejor cuerpo, más bonita. Con la angustia empezó a adelgazar, perdió la sonrisa. Sabía que enfrentar a Armando sería inútil; una cláusula no escrita de su matrimonio, tácitamente aceptada por ambos, era que mientras nada faltara en su casa, ni a sus hijos, ella jamás se metería en la vida de él, no le cuestionaría ni exigiría.

Comenzó a acechar a su marido. Aún antes de casarse, Ana Paola conocía la fascinación de Armando por la privacidad y las contraseñas; con los años se fue percatando de que resultaba prácticamente una obsesión. Ingresar a su computadora o su teléfono equivalía a penetrar en la red de información del FBI. Pero la paciencia dio sus frutos, y finalmente logró interceptar un mensaje. Daniela. ¿Así que se llamaba Daniela? Mordiéndose los labios de rabia respondió airadamente, dejando claro que quien escribía era la esposa de Armando y que por favor dejara a su marido en paz. Para Ana Paola fue todo un shock recibir como contestación la sugerencia de que se vieran para discutir el tema, y hasta la propuesta de fecha y lugar. Se pasó dos días construyendo distintos escenarios, elaborando apasionados discursos mentales en los que humillaba a su rival… no, decirle rival era darle importancia. A la otra.

Esa mañana Paola llegó al parque decidida a aclarar la situación de una vez por todas. Esto ya no se trataba de voltear hacia otro lado, sino de demostrar que no estaba dispuesta a que una de tantas mujeres le causara problemas en su matrimonio. Caminó por el andador de cemento hasta el lago y miró alrededor. Los patos se amontonaban en torno a una mujer que los alimentaba con migas de pan. Más allá un par de universitarios se comían a miradas bajo un árbol, y en la pista de tartán se divisaba un grupo de gente que corría. Unos cuantos se rezagaban, agotados. Ana Paola se sentó a esperar en una de las mesas de cemento con sombrillas de palma que tan previsoramente habían dispuesto los diseñadores del parque para hacer picnics.

La mujer de los patos terminó con el pan y comenzó a caminar hacia el andador. Ana Paola se quedó mirándola con curiosidad. Era muy alta, vestida con jeans entallados y una blusa sport abierta en el cuello. El cabello le caía en ondas por la espalda, cuidadosamente peinado, con un enorme fleco al estilo de los años sesenta o setenta (Ana recordó que su peluquero le había comentado que estaba regresando esa moda). Grandes lentes de sol le tapaban media cara y terminaban de darle un aspecto que llamaba la atención. Quizá fuera la mezcla extraña de sensualidad y sofisticación, totalmente inapropiada para un parque;  balanceándose en tacones de diez centímetros con la naturalidad que da la experiencia, resultaba evidente que no se los quitaba nunca. Ana Paola sabía que ella hubiera ido a dar al suelo a los tres pasos, debido al terreno irregular y al pasto, que ocultaba toda serie de agujeros de tuza y nidos de pato. Pero aquélla mujer caminaba como flotando sobre el suelo, con un contoneo de caderas envidiable. Dejó la bolsa vacía de pan en el bote de la basura y volteó hacia donde estaba Paola. De pronto cambió de dirección, dirigiéndose hacia ella.  

Ana sintió que se le iba la respiración. La mano de la otra mujer, de dedos largos, con nudillos demasiado grandes, levantó los lentes oscuros. Unos ojos cafés, maquillados a la perfección, observaron a Paola con interés.

- ¿Ana Paola?

- Sí –respondió con asombro. La voz, la nuez de la garganta… No podía ser- ¿Daniela? 

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