Luis Rivera
—Señora
Vásquez: la espera el licenciado Fajardo en la segunda puerta, al fondo del
pasillo —dijo cordialmente Mariana, una esbelta asistente.
Ana
se sentía muy nerviosa. Era su quinta entrevista en el mes, siendo
descaradamente rechazada en las últimas cuatro. Sabía que su hoja de vida -por
sí sola- no le daría el empleo que buscaba. Tenía más de once años de no
trabajar, rondaba los treinta y seis años, y no portaba un apellido políticamente
atractivo para ningún gerente. Sin embargo, poseía determinación, y conocía muy
bien como pensaban los hombres. Se arregló rápidamente el pelo por tercera vez.
Retocó sus labios con ese color rojo oscuro que penetraba, al que su madre
llamaba «rojo puta». Se acomodó el saco, y buscó asegurar que su camisa quedara
lo suficientemente entreabierta del escote para llamar la atención con su
abultado busto, pero no tanto que se pudiera ofender algún puritano. Se puso de
pie y bajó su falda, dejando que sus gruesas pantorrillas, sumamente elegantes
en esos finos tacones, voltearan miradas a su paso. De piel blanca y altura
considerable, más de alguna vez la han llamado «la mujerona».
Las
oficinas de Móvil Global eran de primer mundo. Contrastaban con los viejos
edificios del casco histórico de Ciudad de Guatemala. La empresa se había
instalado en la Torre Panorama, que se posicionó con el honroso título de ser
la obra civil más elevado de Centroamérica. Ocupaba veinte pisos de los
cuarenta que contenía de construcción. Eran instalaciones al estilo abierto
-sin oficinas tradicionales, sino áreas comunes- donde cada posición tenía
doble monitor, varias tablets, innumerables
audífonos, celulares y portafolios. Mantenían el ambiente frío, con la idea de
aumentar productividad. Todas las paredes externas e internas eran de vidrio.
La decoración era minimalista, aspirando a la pureza a través de la
simplicidad. La empresa es extremadamente atractiva para las nuevas
generaciones de millennials, jóvenes que no
conocen una vida sin internet ni celulares.
Caminó
hasta la puerta designada. Se encontró con un muchacho apuesto, inmerso en su laptop, perdido en sus pensamientos. Ana calculó que
no podía tener más de treinta años. Levantó la mirada, y su gesto de
incomodidad evidenció que no poseía la menor idea sobre quien tenía enfrente.
—Buenas
tardes, señor. Vengo a una entrevista para la posición de trade
marketing —dijo Ana, tratando de aparentar serenidad.
—Usted
debe ser Ana Vásquez, ¿verdad? Pase, por favor, y tome asiento por acá —dijo
Marco, mientras buscaba en su ordenador la información que le habían enviado
sobre la postulante.
Ana
se sentó en un sofá bajo, que le complicaba mantener una compostura decente con
su angosta falda. Marco se levantó de su escritorio, y caminó hacia la pequeña
sala. No disimuló en absoluto su mirada lasciva en las piernas y pechos de la
entrevistada. Ella no reaccionó, pero se incomodó.
—¿Me
cuenta sobre usted, señorita Vásquez? Yo soy Marco Fajardo, gerente de
mercadeo. Tengo cinco años en Móvil, y para esta entrevista tenemos treinta
minutos.
—«Señora
Vásquez» —enfatizó Ana—, estoy casada. Soy licenciada en administración de la
Universidad de San Carlos. Trabajé para la competencia de Móvil, Telemás, encargada
del canal retail. Llegué a ocupar la gerencia
de ventas en canal moderno. Luego me retiré, hasta ahora.
—Más
de una década después está aquí —comentó Marco, con pronunciación espaciada—. ¿Por
qué debería contratarla con tan poca experiencia? Si me permite ser franco, está
bastante oxidada con las nuevas tendencias y tecnologías.
—Me
va a contratar por lo que voy a lograr, no por lo que he dejado de hacer. Mi
situación familiar me alejó del mundo laboral, y ahora la misma me obliga a
regresar. Mi marido tenía una posición económica privilegiada que me permitió dedicarme
al hogar. Pero eso ha cambiado drásticamente, y tengo la necesidad de generar
ingresos. Aprenderé más rápido que cualquiera aquí, porque sé que estoy en
desventaja. Esta es mi quinta entrevista, y ninguno de los anteriores vio más
allá de mi currículum. Así como usted ha sido franco conmigo, yo estoy siendo
sincera con usted. Pude haber inventado muchas fantasías que sonarán mejor que
la verdad, pero no será con mentiras que lograré ganarme su confianza.
Marco
la observó en silencio. No era fácil leer su expresión. Aparentaba una mezcla
entre sorpresa y agrado. Miraba reflexivo el papel y jugaba con el bolígrafo
nerviosamente. Ana no le quitaba la mirada de encima, buscando penetrar esa
barrera frágil que montaba su posible empleador. Miraba en él una combinación
interesante de juventud inquieta con madurez profesional.
—Gracias
por su sinceridad, señorita Vásquez. Me gustan las personas de las cuales uno
puede esperar transparencia, aun cuando les pueda jugar en contra. Usted es la última
postulante de la terna. Hoy al final del día tomaremos la decisión y escuchará de
nosotros.
Se
despidieron de mano, y Ana se marchó. En el camino, le resonaba que Marco
insistió en llamarle «señorita» aun cuando ella se lo aclaró. Le intrigó saber
si fue a propósito o un simple desliz. Era aún la media mañana, no quería ir a
casa.
Llegó
después de las cinco de la tarde. Hilda, su suegra, estaba en la cocina
supervisando la cena. Vivía con ellos desde hacía tres años, cuando fue
diagnosticada con la enfermedad de Parkinson. Al ser madre soltera de hijo único,
no había muchas alternativas para su cuidado cotidiano. El medicamento la
ayudaba con los movimientos involuntarios de la enfermedad, pero ya no pasaban
desapercibidos. Su baja estatura y endeble figura la hacían parecer débil y
sumisa. Nada más alejado de la realidad. La convivencia diaria con Ana consistía
en una tensa calma, condimentada con indirectas y sarcasmos. Dos mujeres
compitiendo por el amor del mismo hombre puede llegar a convertirse en una mezcla explosiva.
—No
sabía que las entrevistas ahora duran todo el día. En mi tiempo, duraban solo
una hora —remarcó Hilda mientras olfateaba una olla que hervía.
—Buenas
tardes, Hilda. Gracias por su interés. ¿Alguna vez usted fue a una entrevista?
Ah no, para eso tuvo que haber trabajado… ¿Ha visto a su hijo? Tengo noticias
que darle.
—Debe
de estar arriba. La esperó para almorzar pero se le cerró el estómago y nunca
llegó su amada. Le insistí que comiéramos solos. Me despreció la invitación,
siempre de necio.
—Me
ocupé y olvidé llamar, aunque un estómago cerrado es de lo último que se nos va
a morir Adrián. Voy a cambiarme para cenar.
La
casa de Adrián Fernández podía considerarse una mansión. Constaba de dos pisos
con casi novecientos metros de construcción. Tenía muchas más habitaciones de
las que podía ocupar. La cocina era de tamaño industrial. Tres salas de estar
presentaban diferentes ambientes para sus frecuentes celebraciones. El jardín,
la piscina, y la terraza eran celosamente mantenidas a través de una empresa
profesional de la jardinería, diseñados por una firma de arquitectos europea.
Para un joven abogado de su edad, reflejaba el significativo éxito financiero
alcanzado en su corta carrera profesional. Lastimosamente, los excesos han sido
abundantes también. Con más de ciento veinte kilos de peso, una adicción alcohólica
crónica, y una tos de cigarro que ya le estorbaba al dormir. Fisiológicamente
hablando, era una bomba de tiempo. Pero él se considera un «gordito feliz».
Había
crecido con mucha opulencia, fruto de la herencia que obtuvo su madre al
enviudar. No conoció a su padre, y todos sus maestros opinan que le faltó esa
mano de dura en su crianza. Siempre le gustó tomar la vía fácil antes que el
esfuerzo pleno. Era fiestero y tramposo en la escuela. Conformaba mafias de tráfico
de exámenes para no reprobarse, y sus amigos fueron siempre los mayores. Estudió
abogacía, convencido de que era una carrera relativamente fácil y bien
conectada para lograr abrirse paso en la política. Pronto comprendió el valor y
la naturaleza recíproca de los favores. Conocía gente que conectaba con gente
que necesitaba de gente que les sirviera. Y así se convirtió en el abogado del
cartel de la energía limpia. Estas empresas se instalaron en el país
aprovechando la crisis del petróleo que elevó los precios del barril y volcó las
bolsas de inversión al etanol. Pero necesitaban permisos de operación,
exoneraciones de impuestos, contratos gubernamentales, y nada era rápido ni
barato. Adrián entendió cómo moverse en este nuevo mundo, para hacer que las
cosas sucedieran. Con esto, lograba socios y accionistas muy satisfechos, que
eran generosos para mostrar su gratitud, así como insaciables en lo que
esperaban de réditos.
Conoció
a Ana negociando los contratos de telefonía celular para el conglomerado. Se
enamoró de inmediato. Así como manejaba su vida profesional -donde nada ni
nadie lo detenía de lograr sus objetivos- manejó su relación con Ana. Usó su
poder de negociación con la empresa para lograr una cita personal con la
ejecutiva de cuentas. En su primera cena, le regaló un collar de perlas. En su
segunda, tomaron un avión privado a Miami. Duraron dos semanas en regresar. A
los dos meses, Ana se mudó a la casa de Adrián, y estrenaba un carro nuevo. El
siguiente mes, se casaron en la playa, con una luna de miel que duró seis
semanas. La nueva esposa renunció a su empleo, y fácilmente se adaptó a la vida
acaudalada que le ofrecía Adrián.
Se
sentaron todos a la mesa a cenar, como lo hacían ocasionalmente.
—Me
ofrecieron trabajo en Móvil Global —comentó Ana de manera trivial—. Me llegó la
oferta esta tarde. Comienzo el lunes próximo en la posición de Trade Marketing.
—Baby —respondió cariñosamente Adrián—, ¿para qué va
a trabajar? Aquí tiene todo lo que necesita. ¿Verdad, madre?
—A
mí no me metan en sus enredos. Bien saben lo que opino de mujeres que trabajan.
—¡No
vamos a comenzar esta discusión de nuevo, Adrián! —exclamó Ana, haciendo su mejor
esfuerzo en controlarse—. ¡Vos estás en la quiebra y alguien necesita traer
dinero a la casa! Aunque sea la mujer. Voy a querer conocer su opinión,
suegrita, cuando sea mi salario el que ponga la comida en esta mesa.
—Tranquila,
baby, no hay porque ofuscarse. Este pequeño
bache financiero es pasajero, como esas tormentas de invierno. Ya pronto el sol
irradiará de nuevo en tu bello rostro, y todo será como al inicio.
—¿Estás
borracho de nuevo, Adrián? ¡Solo te pones poético cuando andas tomado! ¡No puede
ser, es martes, seis de la tarde, y ya te metiste media botella! Doña Hilda: ¡ayúdeme!
—Nada
ganamos con levantar la voz y perder la compostura. Hijo, no más trago por hoy,
por favor.
—Madre
de mi alma, tus mandatos son mis órdenes. Nada me hace más feliz que satisfacer
tus deseos —dijo un coqueto Adrián, sobando la mano de su progenitora de manera
burlesca—. Y mi amada Ana, debemos brindar por ese nuevo empleo, que aunque será
por corto tiempo, demuestra la gran mujer que me entregó la vida y el destino. ¡Salud!
—Me
das asco —dijo Ana, levantándose bruscamente de la mesa y tirando su servilleta—.
Borracho de mierda.
Ana
sentía mariposas en el estómago, como una chiquilla en su primer día de
escuela. Se cambió de ropa tres veces antes de sentirse cómoda con un traje de
pantalón gris y camisa de seda blanca, combinada con unos zapatos negros. Fue
cautelosa con el maquillaje para no abusar, y sus joyas fueron modestas y
elegantes. Bajó a la cocina a tomar café, ya que raramente desayunaba. Hilda
estaba leyendo el periódico, y con una mirada disimulada examinó a su nuera,
incómoda con su vestimenta, pero reservando su opinión en favor de la armonía a
esas horas de la mañana. Cruzaron un breve y frío saludo, y Ana salió hacia su
nuevo empleo.
Marco
le había preparado una sesión de bienvenida con todo el departamento. Se tomó el
tiempo para presentarla y enseñarle las oficinas. Ana dudaba si era amabilidad
natural o intencionada. Mientras avanzaban, él caballerosamente le abría
puertas y frecuentemente tocaba su espalda, con el pretexto de dirigirla a través
del laberinto de las oficinas. Observaba como otras colaboradoras le miraban
con recelo; intuía que más de alguna había estado en su lugar en algún momento.
Pero muy en el fondo, le gustaba la atención. Se excitaba con el roce de sus
manos. No podía perderlo de vista. Disfrutaba escucharlo platicar con todos, reír
a carcajadas, desenvolverse sutilmente. Sus sentidos estaban tan alerta que le
penetraba el aroma de su loción, despertando sus instintos pasionales. Estaba
resultando un esfuerzo retraerse.
A
mediodía, Hilda subió al cuarto de Adrián para despertarlo. Desde que abrió la
puerta, el olor a alcohol le impactó. Su hijo estaba dormido en el suelo al
lado de su cama, completamente desnudo. Caminó hacia los ventanales, y con sus
manos temblorosas, corrió las cortinas para que el cuarto se inundara de luz
solar. Pudo notar varias botellas vacías tiradas, y una mancha de vómito en la
cama. Quitó las sábanas, y trató inútilmente de levantar a Adrián. Este pesaba
casi tres veces más que ella.
—Mamá,
Ana ya no me quiere —lamentó el abogado, todavía medio inconsciente—, como ya
no tengo dinero, ya no le sirvo. ¿Qué voy a hacer, mamita?
—Ponerse
los pantalones, «mijo», y dejar de beber como animal.
—Estoy
quebrado, «ma». Quebrado del todo. Ahora que ella encontró trabajo, me va a
dejar. ¡Se lo juro! Solo será cuestión de tiempo…
—¡Deje
de llorar como niña! ¡No parece hijo mío! —le interrumpió Hilda, irritada por
la impotencia—. Ya vamos a resolver esto. Ahora a ducharse para que se le baje
esa «juma».
Pasaron
las semanas, y el trabajo de Ana solo se volvió más interesante. Comenzaron las
giras al interior del país. Estaba conociendo gente, logrando y superando sus
objetivos. Cada día era una aventura nueva, una crisis que resolver, un cliente
a quien hacer sonreír. En algunos de los viajes, la acompañaba Marco. Pasaban horas manejando en carretera, donde podían
platicar de todo y de nada. Por primera vez, alguien mostraba interés genuino
por ella. Siempre fue la bonita, pero en el fondo eso la hacía sentir más como
adorno que como pareja. Marco le hacía preguntas que nunca le habían hecho: ¿a
qué le temes en la vida? ¿Cómo te gustaría envejecer? ¿Por qué quieres que te
recuerde el mundo? Sin esfuerzo, se desencadenaban conversaciones profundas
entre ellos que hacían que doscientos kilómetros de viaje duraran minutos. Ana
quedaba añorando más tiempo con él. Pasaban días sin que llamara a casa. Y
cuando lo hacía, duraban tres minutos las conversaciones para que se
convirtieran en pleitos. Adrián no sabía como manejar su envidia y sus celos,
mas que reclamando de forma burda y torpe. No podía digerir que la vida de Ana
sí podía suceder sin él. Su miopía emocional lo llevaba directo al abismo.
Cerca
del día de los enamorados, Marco invitó a Ana a cenar, después de un evento de
trabajo. La llevó a uno de los restaurantes exclusivos de Guatemala, donde la
clientela era reducida y las cuentas onerosas. El local tenía una ubicación
envidiable en la parte alta de la ciudad, por lo que la vista nocturna se
consideraba por sí misma un lujo. Un antiguo monasterio convertido en un local
comercial del arte culinaria, tenía un ambiente mágico iluminado con antorchas
antiguas. Contaba con seis chimeneas para reducir el considerable frío de un
febrero chapín. Los meseros vestían túnicas al estilo de monjes medievales, y
la cerveza se servía en copas de madera para aumentar la experiencia. La carta
de comida era de origen francés, por lo que la reducida cantidad servida era
una característica peculiar. Marco y Ana llegaron a eso de las nueve de la
noche. Marco vestía un blazer oscuro, con
pantalones de mezclilla y zapatillas de cuero. Ana se miraba espectacular. Su
espalda descubierta en aquel tallado vestido rojo, con sus zapatos de tacones
finos que dejaban al descubierto sus pies, contrastaban con el clima
diametralmente, pero era una diva radiante.
Disfrutaban
un vino argentino y platicaban, cuando escucharon un pequeño escándalo al otro
lado del salón. Voltearon de manera rápida y siguieron en su plática, perdiendo
interés instantáneamente. Conversaban sobre política, un tema que apasionaba a
Marco y entretenía a Ana. Sin darse cuenta, se les aproximó alguien a sus
espaldas.
—¡Así
los quería encontrar, par de cabrones! —gritó un enfurecido Adrián—. ¡Con razón
saliste tan caliente hoy, porque tenías cita con tu macho!
—Adrián,
¿pero qué te pasa? ¿Por qué me hablas así? Estoy con mi jefe y no quiero que me
hagás una escena. ¿Andás borracho?
—¡A
vos no te importa como yo ande! ¡Te vas a venir conmigo a la casa ahora mismo,
grandísima puta! —gritó Adrián mientras tomaba del brazo a Ana—. No me vas a
seguir viendo la cara de idiota.
—¡Estás
loco, imbécil! —respondió Ana soltándose violentamente.
En
ese momento, llegaron dos de los amigos con que andaba Adrián. Al ver como
escalaba la discusión, decidieron interrumpir. Ana les pidió que le ayudaran a
controlarlo, antes que se diera una escena mayor. Tuvieron que aplicar la
fuerza para tranquilizarlo. Todo el local se había paralizado para observar el
lamentable cuadro. Al fin pudieron sacarlo, no sin antes Adrián lograra quebrar
algunas botellas y destruir adornos a su paso, gritando maldiciones dirigidas a
Ana.
La
temblorosa pareja salió de inmediato a raíz de una respetuosa solicitud del dueño
del restaurante. Ana lloraba mientras iban en el carro con Marco, pero eran lágrimas
de cólera, no de tristeza. Él manejaba en silencio, totalmente absorto en los
hechos recientes. Siguieron por unos kilómetros más, cuando Marco ofreció a Ana
un pañuelo y le preguntó si se le ofrecía algo, buscando ser caballeroso.
—Entremos
en ese motel, por favor.
Marco
se sobresaltó y miró a Ana con escepticismo, pero obedeció sus indicaciones. «Debe
de estar atemorizada de llegar a casa y prefiere esperar aquí a que baje la
marea», pensó nerviosamente Marco. Ingresaron al cuarto que estaba en
tinieblas. Ana se acercó y lo abrazó fuertemente. Sollozaba mientras le pedía
disculpas, despotricando contra Adrián. Él tomó su cara entre sus manos, y le
repetía que no se preocupara, que nada grave había pasado. Cuando sintió que
relajó sus hombros y dejó de temblar, procedió a besarla. Era el primer beso
que se daban, aunque habían tenido meses de atracción física inerte. Y Ana se
desató. Sin darle tiempo de pensar, le arrancó la camisa, reventando los
botones sin misericordia. Lo empujó sobre la cama, y desató su pantalón. Quitó el
resto de su ropa mientras Marco permanecía inmóvil, sin comprender lo que ocurría.
Lo acariciaba con uñas y dientes, como poseída. Subía y bajaba en su cuerpo,
gimiendo agitadamente. Se subió el vestido a la cintura, y se acomodó encima
para sentirlo todo adentro. Le jalaba el pelo y mordía sus orejas, moviendo sus
caderas en un ritmo ascendente, jadeando, incontrolable. Ambos explotaron al
mismo tiempo. Ella temblaba en espasmos bruscos, hasta que colapsó a su lado.
Marco exhalaba pesadamente, aún confundido por lo que acababa de suceder. Ana
lo abrazó, y besó suavemente su mejilla.
—Espero
hayas disfrutado, tanto como yo.
—Me
encantó, aunque nunca imaginé que esto pasara hoy.
—Ese
imbécil se la buscó. ¿Quiere estar celoso? Pues ahora tiene justa razón —dijo
Ana, con una mirada fría como tumba, sus pensamientos lejos de ese oscuro
motel.
—¿No
tiene miedo de llegar a casa? Ese loco la puede herir, en ese estado de cólera
y alcohol con que salió.
—¿Sabe
qué voy a hacer? Lo voy a matar. Así de sencillo. Es un estorbo para mí, y
nunca me va a dejar divorciarme de él. Lo enmascaro en una de sus borracheras.
Nadie se va a enterar.
—No
haga bromas así, Ana —dijo Marco, muy nervioso y arrepentido del rumbo que había
tomado la noche—. Será mejor que nos vayamos, se está haciendo tarde.
—¿Bromas?
Yo no bromeo con estas cosas. Quien las hace, las paga. Hoy lo mato.
Marco
dejó a Ana frente a su casa. Estaba incómodo, ya queriendo irse. Se sentía
contrito por haber llevado las cosas hasta ahí. Mañana buscaría cómo alejarse
de esta novela mexicana. Ana se bajó sin despedirse, presintiendo los
pensamientos de Marco. El carro de Adrián estaba en la cochera. Aun así, ella
ingresó sin temor. «Casa de locos, en que lío me metí», reflexionaba mientras
la veía alejarse. Arrancó agradecido de que la noche haya terminado.
La
mañana siguiente, Marco añoraba esconderse de Ana, profundamente agobiado con
todo lo sucedido. «¿Qué necesidad tengo de estas complicaciones? ¡Me van a
matar por andar donde no me llaman!», se decía a sí mismo mientras miraba a su
puerta, esperando que llegara Ana, como ella lo hacía todas las mañanas. Al
mediodía, comenzó a preocuparse. Aún no aparecía. Su primera ocurrencia fue que
su marido debió de haberla golpeado tanto que la había marcado. Pronto descartó
esa idea. Luego, con escalofríos, recordó lo último que le dijo Ana al bajarse
del carro: «Hoy lo mato». Pero también consideró absurda esa realización por
todas sus implicaciones. «¿Entonces qué pasó?», especulaba en silencio Marco. A
media tarde, inventó una excusa y solicitó a su asistente que localizara a Ana,
enloqueciendo de la preocupación. Quince minutos después, regresó la secretaria
y se detuvo frente a su escritorio, con cara de espanto.
—Licenciado
Fajardo, le tengo malas noticias. Ana no me contestaba su celular. Entonces
busqué en su expediente el número de su casa, y llamé. Me contestó la suegra, y
me informó cuando le pregunté por Ana, que no había llegado a trabajar hoy, y
tampoco habíamos tenido comunicación de su parte…
—¡Mariana!
¿Qué pasó? ¡Déjese de rodeos por el amor de Dios!
—Marco,
¡Ana murió! —gritó nerviosamente la asistente, soltándose a llorar—. La señora
me dijo que había tenido un accidente al caer por las gradas de la casa. ¡Se
murió Ana! ¡No puede ser, si solo ayer estuvimos almorzando juntas!
Marco
cayó sobre su silla, helado y pálido como un cadáver. La mano izquierda le
comenzó a temblar, un tic nervioso que se
disparó con la noticia. Venían a su mente todas las imágenes de la noche
anterior: la cena, el pleito, el motel, la despedida. Todavía tenía el olor de
su cuerpo en sus manos, y ahora estaba muerta. Las lágrimas comenzaron a rodar.
Llegaba la gente de la oficina y le hablaban, pero no entendía, como cuando se
ve la televisión sin volumen. Lentamente, habiendo perdido la noción del
tiempo, le pidió a un compañero que lo llevara a casa de Ana, ya que no se sentía
capaz de manejar. Se auto invitaron dos colegas más, y salieron.
Al
llegar, encontraron la casa llena de policías. Buscaron algún familiar, pero no
había ninguno. Uno de los oficiales, al exigir saber quiénes eran, revisó sus
notas y volvió a preguntar el nombre de Marco. Una vez confirmado, le pidió que
pasaran a una habitación para un interrogatorio. Marco relató lo ocurrido la
noche anterior, omitiendo la visita al motel. El investigador insistía en
repetir las preguntas y respuestas sobre la riña que hubo en el restaurante, y
en el comportamiento de Adrián. Confirmó que en efecto, la discusión en el
local había sido sin provocación por parte de Ana, motivada por celos. Por último,
le preguntó directamente si tenía una relación amorosa con Ana. Marco tartamudeó
un «no». Le citaron para que llegara al centro de investigación al día
siguiente, para realizar más pruebas.
Le
informaron posteriormente que habían apresado a Adrián, acusándolo del
asesinato de su esposa. La escena fue descubierta por la empleada que ingresó a
la casa a las cinco de la mañana. Encontró a Ana tirada en la base de las
escaleras, sin vida. Llamó de inmediato al número de emergencia y llegaron
enseguida. No había nada que hacer para salvarla. Adrián estaba en su cuarto,
alcoholizado. Hilda también había estado dormida, y se despertó con la llegada
de la ambulancia. Cuando llegó el médico forense y el equipo de investigación,
rápidamente descartaron la hipótesis de un accidente. Confirmaron los hechos de
la noche anterior, y procedieron a llevar en custodia a Adrián como único
sospechoso. De ahí en adelante fue muy sencillo construir la acusación para la
Fiscalía. Sobraban testimonios sobre la adicción alcohólica de Adrián, y el
deterioro de su matrimonio desde su crisis financiera. Incluso hubo evidencia
de violencia doméstica en el pasado. Abundaron los testigos del pleito en el
restaurante, donde algunos llegaron a afirmar que escucharon amenazas de
muerte. Pudo probar el fiscal que Adrián había comprado un seguro de vida para
ambos hacía nueve meses, cuando ya estaba sin trabajo, por un monto que lo
dejaría en una situación muy ventajosa con la muerte de su esposa. Para
rematar, encontraron muestras del ADN de Marco en el cuerpo de Ana, demostrando
que habían estado juntos esa noche, y que Adrián los había descubierto.
Catalogaron el caso como crimen pasional, y en dos meses lo sentenciaron a
veinticinco años de cárcel. El caso se volvió mediático y el fiscal a cargo ganó
mucha publicidad, al punto que pudo aprovechar la nueva fama para erigirse
alcalde de ciudad Guatemala en las elecciones de medio año.
Hilda
quedó desprotegida con el encarcelamiento de Adrián. Los deudores y los bancos
la evacuaron de la casa, para con ella saldar los préstamos. La única opción
que tuvo fue irse a un asilo de ancianos, ya que su enfermedad requería atención
permanente.
—Buenos
días, doña Hilda —dijo la enfermera que le llevaba su desayuno—. Espero que
haya amanecido bien.
—Todo
bien, hija, aquí pensando en mi Adrián. Hoy es su cumpleaños, espero poder
lograr hablar con él. Cada vez cuesta más con todas esas restricciones de
seguridad de la Reforma.
—Me
da mucho pesar su hijo, doña Hilda. Sigo creyendo que es inocente, y que ese
alcalde solo lo atornilló para salir rápido de ese enredo.
—Adrián
está bien, Mariela. Hizo lo que tenía que hacer: vengó su honra, porque ya los
cuernos que le puso esa mujercita le llegaban al techo, y dejó de beber, porque
ahí no les permiten ni vino de consagrar.
—Pero
nunca pudieron demostrar nada concreto, doña Hilda.
—A
lo mejor es porque él no lo hizo… Lo que importa es que todo se arregló después
de eso. No todo es lo que parece. ¿O usted cree que yo enviudé también por pura
coincidencia?
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