miércoles, 1 de febrero de 2017

La entrevista

Luis Rivera


—Señora Vásquez: la espera el licenciado Fajardo en la segunda puerta, al fondo del pasillo —dijo cordialmente Mariana, una esbelta asistente.

Ana se sentía muy nerviosa. Era su quinta entrevista en el mes, siendo descaradamente rechazada en las últimas cuatro. Sabía que su hoja de vida -por sí sola- no le daría el empleo que buscaba. Tenía más de once años de no trabajar, rondaba los treinta y seis años, y no portaba un apellido políticamente atractivo para ningún gerente. Sin embargo, poseía determinación, y conocía muy bien como pensaban los hombres. Se arregló rápidamente el pelo por tercera vez. Retocó sus labios con ese color rojo oscuro que penetraba, al que su madre llamaba «rojo puta». Se acomodó el saco, y buscó asegurar que su camisa quedara lo suficientemente entreabierta del escote para llamar la atención con su abultado busto, pero no tanto que se pudiera ofender algún puritano. Se puso de pie y bajó su falda, dejando que sus gruesas pantorrillas, sumamente elegantes en esos finos tacones, voltearan miradas a su paso. De piel blanca y altura considerable, más de alguna vez la han llamado «la mujerona».

Las oficinas de Móvil Global eran de primer mundo. Contrastaban con los viejos edificios del casco histórico de Ciudad de Guatemala. La empresa se había instalado en la Torre Panorama, que se posicionó con el honroso título de ser la obra civil más elevado de Centroamérica. Ocupaba veinte pisos de los cuarenta que contenía de construcción. Eran instalaciones al estilo abierto -sin oficinas tradicionales, sino áreas comunes- donde cada posición tenía doble monitor, varias tablets, innumerables audífonos, celulares y portafolios. Mantenían el ambiente frío, con la idea de aumentar productividad. Todas las paredes externas e internas eran de vidrio. La decoración era minimalista, aspirando a la pureza a través de la simplicidad. La empresa es extremadamente atractiva para las nuevas generaciones de millennials, jóvenes que no conocen una vida sin internet ni celulares.

Caminó hasta la puerta designada. Se encontró con un muchacho apuesto, inmerso en su laptop, perdido en sus pensamientos. Ana calculó que no podía tener más de treinta años. Levantó la mirada, y su gesto de incomodidad evidenció que no poseía la menor idea sobre quien tenía enfrente.

—Buenas tardes, señor. Vengo a una entrevista para la posición de trade marketing —dijo Ana, tratando de aparentar serenidad.

—Usted debe ser Ana Vásquez, ¿verdad? Pase, por favor, y tome asiento por acá —dijo Marco, mientras buscaba en su ordenador la información que le habían enviado sobre la postulante.

Ana se sentó en un sofá bajo, que le complicaba mantener una compostura decente con su angosta falda. Marco se levantó de su escritorio, y caminó hacia la pequeña sala. No disimuló en absoluto su mirada lasciva en las piernas y pechos de la entrevistada. Ella no reaccionó, pero se incomodó.

—¿Me cuenta sobre usted, señorita Vásquez? Yo soy Marco Fajardo, gerente de mercadeo. Tengo cinco años en Móvil, y para esta entrevista tenemos treinta minutos.

—«Señora Vásquez» —enfatizó Ana—, estoy casada. Soy licenciada en administración de la Universidad de San Carlos. Trabajé para la competencia de Móvil, Telemás, encargada del canal retail. Llegué a ocupar la gerencia de ventas en canal moderno. Luego me retiré, hasta ahora.

—Más de una década después está aquí —comentó Marco, con pronunciación espaciada—. ¿Por qué debería contratarla con tan poca experiencia? Si me permite ser franco, está bastante oxidada con las nuevas tendencias y tecnologías.

—Me va a contratar por lo que voy a lograr, no por lo que he dejado de hacer. Mi situación familiar me alejó del mundo laboral, y ahora la misma me obliga a regresar. Mi marido tenía una posición económica privilegiada que me permitió dedicarme al hogar. Pero eso ha cambiado drásticamente, y tengo la necesidad de generar ingresos. Aprenderé más rápido que cualquiera aquí, porque sé que estoy en desventaja. Esta es mi quinta entrevista, y ninguno de los anteriores vio más allá de mi currículum. Así como usted ha sido franco conmigo, yo estoy siendo sincera con usted. Pude haber inventado muchas fantasías que sonarán mejor que la verdad, pero no será con mentiras que lograré ganarme su confianza.

Marco la observó en silencio. No era fácil leer su expresión. Aparentaba una mezcla entre sorpresa y agrado. Miraba reflexivo el papel y jugaba con el bolígrafo nerviosamente. Ana no le quitaba la mirada de encima, buscando penetrar esa barrera frágil que montaba su posible empleador. Miraba en él una combinación interesante de juventud inquieta con madurez profesional.

—Gracias por su sinceridad, señorita Vásquez. Me gustan las personas de las cuales uno puede esperar transparencia, aun cuando les pueda jugar en contra. Usted es la última postulante de la terna. Hoy al final del día tomaremos la decisión y escuchará de nosotros.

Se despidieron de mano, y Ana se marchó. En el camino, le resonaba que Marco insistió en llamarle «señorita» aun cuando ella se lo aclaró. Le intrigó saber si fue a propósito o un simple desliz. Era aún la media mañana, no quería ir a casa.

Llegó después de las cinco de la tarde. Hilda, su suegra, estaba en la cocina supervisando la cena. Vivía con ellos desde hacía tres años, cuando fue diagnosticada con la enfermedad de Parkinson. Al ser madre soltera de hijo único, no había muchas alternativas para su cuidado cotidiano. El medicamento la ayudaba con los movimientos involuntarios de la enfermedad, pero ya no pasaban desapercibidos. Su baja estatura y endeble figura la hacían parecer débil y sumisa. Nada más alejado de la realidad. La convivencia diaria con Ana consistía en una tensa calma, condimentada con indirectas y sarcasmos. Dos mujeres compitiendo por el amor del mismo hombre puede llegar  a convertirse en una mezcla explosiva.

—No sabía que las entrevistas ahora duran todo el día. En mi tiempo, duraban solo una hora —remarcó Hilda mientras olfateaba una olla que hervía.

—Buenas tardes, Hilda. Gracias por su interés. ¿Alguna vez usted fue a una entrevista? Ah no, para eso tuvo que haber trabajado… ¿Ha visto a su hijo? Tengo noticias que darle.

—Debe de estar arriba. La esperó para almorzar pero se le cerró el estómago y nunca llegó su amada. Le insistí que comiéramos solos. Me despreció la invitación, siempre de necio.

—Me ocupé y olvidé llamar, aunque un estómago cerrado es de lo último que se nos va a morir Adrián. Voy a cambiarme para cenar.

La casa de Adrián Fernández podía considerarse una mansión. Constaba de dos pisos con casi novecientos metros de construcción. Tenía muchas más habitaciones de las que podía ocupar. La cocina era de tamaño industrial. Tres salas de estar presentaban diferentes ambientes para sus frecuentes celebraciones. El jardín, la piscina, y la terraza eran celosamente mantenidas a través de una empresa profesional de la jardinería, diseñados por una firma de arquitectos europea. Para un joven abogado de su edad, reflejaba el significativo éxito financiero alcanzado en su corta carrera profesional. Lastimosamente, los excesos han sido abundantes también. Con más de ciento veinte kilos de peso, una adicción alcohólica crónica, y una tos de cigarro que ya le estorbaba al dormir. Fisiológicamente hablando, era una bomba de tiempo. Pero él se considera un «gordito feliz».

Había crecido con mucha opulencia, fruto de la herencia que obtuvo su madre al enviudar. No conoció a su padre, y todos sus maestros opinan que le faltó esa mano de dura en su crianza. Siempre le gustó tomar la vía fácil antes que el esfuerzo pleno. Era fiestero y tramposo en la escuela. Conformaba mafias de tráfico de exámenes para no reprobarse, y sus amigos fueron siempre los mayores. Estudió abogacía, convencido de que era una carrera relativamente fácil y bien conectada para lograr abrirse paso en la política. Pronto comprendió el valor y la naturaleza recíproca de los favores. Conocía gente que conectaba con gente que necesitaba de gente que les sirviera. Y así se convirtió en el abogado del cartel de la energía limpia. Estas empresas se instalaron en el país aprovechando la crisis del petróleo que elevó los precios del barril y volcó las bolsas de inversión al etanol. Pero necesitaban permisos de operación, exoneraciones de impuestos, contratos gubernamentales, y nada era rápido ni barato. Adrián entendió cómo moverse en este nuevo mundo, para hacer que las cosas sucedieran. Con esto, lograba socios y accionistas muy satisfechos, que eran generosos para mostrar su gratitud, así como insaciables en lo que esperaban de réditos.

Conoció a Ana negociando los contratos de telefonía celular para el conglomerado. Se enamoró de inmediato. Así como manejaba su vida profesional -donde nada ni nadie lo detenía de lograr sus objetivos- manejó su relación con Ana. Usó su poder de negociación con la empresa para lograr una cita personal con la ejecutiva de cuentas. En su primera cena, le regaló un collar de perlas. En su segunda, tomaron un avión privado a Miami. Duraron dos semanas en regresar. A los dos meses, Ana se mudó a la casa de Adrián, y estrenaba un carro nuevo. El siguiente mes, se casaron en la playa, con una luna de miel que duró seis semanas. La nueva esposa renunció a su empleo, y fácilmente se adaptó a la vida acaudalada que le ofrecía Adrián. 

Se sentaron todos a la mesa a cenar, como lo hacían ocasionalmente.

—Me ofrecieron trabajo en Móvil Global —comentó Ana de manera trivial—. Me llegó la oferta esta tarde. Comienzo el lunes próximo en la posición de Trade Marketing.

Baby —respondió cariñosamente Adrián—, ¿para qué va a trabajar? Aquí tiene todo lo que necesita. ¿Verdad, madre?

—A mí no me metan en sus enredos. Bien saben lo que opino de mujeres que trabajan.

—¡No vamos a comenzar esta discusión de nuevo, Adrián! —exclamó Ana, haciendo su mejor esfuerzo en controlarse—. ¡Vos estás en la quiebra y alguien necesita traer dinero a la casa! Aunque sea la mujer. Voy a querer conocer su opinión, suegrita, cuando sea mi salario el que ponga la comida en esta mesa.

—Tranquila, baby, no hay porque ofuscarse. Este pequeño bache financiero es pasajero, como esas tormentas de invierno. Ya pronto el sol irradiará de nuevo en tu bello rostro, y todo será como al inicio.

—¿Estás borracho de nuevo, Adrián? ¡Solo te pones poético cuando andas tomado! ¡No puede ser, es martes, seis de la tarde, y ya te metiste media botella! Doña Hilda: ¡ayúdeme!

—Nada ganamos con levantar la voz y perder la compostura. Hijo, no más trago por hoy, por favor.

—Madre de mi alma, tus mandatos son mis órdenes. Nada me hace más feliz que satisfacer tus deseos —dijo un coqueto Adrián, sobando la mano de su progenitora de manera burlesca—. Y mi amada Ana, debemos brindar por ese nuevo empleo, que aunque será por corto tiempo, demuestra la gran mujer que me entregó la vida y el destino. ¡Salud!

—Me das asco —dijo Ana, levantándose bruscamente de la mesa y tirando su servilleta—. Borracho de mierda.

Ana sentía mariposas en el estómago, como una chiquilla en su primer día de escuela. Se cambió de ropa tres veces antes de sentirse cómoda con un traje de pantalón gris y camisa de seda blanca, combinada con unos zapatos negros. Fue cautelosa con el maquillaje para no abusar, y sus joyas fueron modestas y elegantes. Bajó a la cocina a tomar café, ya que raramente desayunaba. Hilda estaba leyendo el periódico, y con una mirada disimulada examinó a su nuera, incómoda con su vestimenta, pero reservando su opinión en favor de la armonía a esas horas de la mañana. Cruzaron un breve y frío saludo, y Ana salió hacia su nuevo empleo.

Marco le había preparado una sesión de bienvenida con todo el departamento. Se tomó el tiempo para presentarla y enseñarle las oficinas. Ana dudaba si era amabilidad natural o intencionada. Mientras avanzaban, él caballerosamente le abría puertas y frecuentemente tocaba su espalda, con el pretexto de dirigirla a través del laberinto de las oficinas. Observaba como otras colaboradoras le miraban con recelo; intuía que más de alguna había estado en su lugar en algún momento. Pero muy en el fondo, le gustaba la atención. Se excitaba con el roce de sus manos. No podía perderlo de vista. Disfrutaba escucharlo platicar con todos, reír a carcajadas, desenvolverse sutilmente. Sus sentidos estaban tan alerta que le penetraba el aroma de su loción, despertando sus instintos pasionales. Estaba resultando un esfuerzo retraerse.

A mediodía, Hilda subió al cuarto de Adrián para despertarlo. Desde que abrió la puerta, el olor a alcohol le impactó. Su hijo estaba dormido en el suelo al lado de su cama, completamente desnudo. Caminó hacia los ventanales, y con sus manos temblorosas, corrió las cortinas para que el cuarto se inundara de luz solar. Pudo notar varias botellas vacías tiradas, y una mancha de vómito en la cama. Quitó las sábanas, y trató inútilmente de levantar a Adrián. Este pesaba casi tres veces más que ella.

—Mamá, Ana ya no me quiere —lamentó el abogado, todavía medio inconsciente—, como ya no tengo dinero, ya no le sirvo. ¿Qué voy a hacer, mamita?

—Ponerse los pantalones, «mijo», y dejar de beber como animal.

—Estoy quebrado, «ma». Quebrado del todo. Ahora que ella encontró trabajo, me va a dejar. ¡Se lo juro! Solo será cuestión de tiempo…

—¡Deje de llorar como niña! ¡No parece hijo mío! —le interrumpió Hilda, irritada por la impotencia—. Ya vamos a resolver esto. Ahora a ducharse para que se le baje esa «juma».

Pasaron las semanas, y el trabajo de Ana solo se volvió más interesante. Comenzaron las giras al interior del país. Estaba conociendo gente, logrando y superando sus objetivos. Cada día era una aventura nueva, una crisis que resolver, un cliente a quien hacer sonreír. En algunos de los viajes, la acompañaba Marco. Pasaban horas manejando en carretera, donde podían platicar de todo y de nada. Por primera vez, alguien mostraba interés genuino por ella. Siempre fue la bonita, pero en el fondo eso la hacía sentir más como adorno que como pareja. Marco le hacía preguntas que nunca le habían hecho: ¿a qué le temes en la vida? ¿Cómo te gustaría envejecer? ¿Por qué quieres que te recuerde el mundo? Sin esfuerzo, se desencadenaban conversaciones profundas entre ellos que hacían que doscientos kilómetros de viaje duraran minutos. Ana quedaba añorando más tiempo con él. Pasaban días sin que llamara a casa. Y cuando lo hacía, duraban tres minutos las conversaciones para que se convirtieran en pleitos. Adrián no sabía como manejar su envidia y sus celos, mas que reclamando de forma burda y torpe. No podía digerir que la vida de Ana sí podía suceder sin él. Su miopía emocional lo llevaba directo al abismo.

Cerca del día de los enamorados, Marco invitó a Ana a cenar, después de un evento de trabajo. La llevó a uno de los restaurantes exclusivos de Guatemala, donde la clientela era reducida y las cuentas onerosas. El local tenía una ubicación envidiable en la parte alta de la ciudad, por lo que la vista nocturna se consideraba por sí misma un lujo. Un antiguo monasterio convertido en un local comercial del arte culinaria, tenía un ambiente mágico iluminado con antorchas antiguas. Contaba con seis chimeneas para reducir el considerable frío de un febrero chapín. Los meseros vestían túnicas al estilo de monjes medievales, y la cerveza se servía en copas de madera para aumentar la experiencia. La carta de comida era de origen francés, por lo que la reducida cantidad servida era una característica peculiar. Marco y Ana llegaron a eso de las nueve de la noche. Marco vestía un blazer oscuro, con pantalones de mezclilla y zapatillas de cuero. Ana se miraba espectacular. Su espalda descubierta en aquel tallado vestido rojo, con sus zapatos de tacones finos que dejaban al descubierto sus pies, contrastaban con el clima diametralmente, pero era una diva radiante.

Disfrutaban un vino argentino y platicaban, cuando escucharon un pequeño escándalo al otro lado del salón. Voltearon de manera rápida y siguieron en su plática, perdiendo interés instantáneamente. Conversaban sobre política, un tema que apasionaba a Marco y entretenía a Ana. Sin darse cuenta, se les aproximó alguien a sus espaldas.

—¡Así los quería encontrar, par de cabrones! —gritó un enfurecido Adrián—. ¡Con razón saliste tan caliente hoy, porque tenías cita con tu macho!

—Adrián, ¿pero qué te pasa? ¿Por qué me hablas así? Estoy con mi jefe y no quiero que me hagás una escena. ¿Andás borracho?

—¡A vos no te importa como yo ande! ¡Te vas a venir conmigo a la casa ahora mismo, grandísima puta! —gritó Adrián mientras tomaba del brazo a Ana—. No me vas a seguir viendo la cara de idiota.

—¡Estás loco, imbécil! —respondió Ana soltándose violentamente.

En ese momento, llegaron dos de los amigos con que andaba Adrián. Al ver como escalaba la discusión, decidieron interrumpir. Ana les pidió que le ayudaran a controlarlo, antes que se diera una escena mayor. Tuvieron que aplicar la fuerza para tranquilizarlo. Todo el local se había paralizado para observar el lamentable cuadro. Al fin pudieron sacarlo, no sin antes Adrián lograra quebrar algunas botellas y destruir adornos a su paso, gritando maldiciones dirigidas a Ana.

La temblorosa pareja salió de inmediato a raíz de una respetuosa solicitud del dueño del restaurante. Ana lloraba mientras iban en el carro con Marco, pero eran lágrimas de cólera, no de tristeza. Él manejaba en silencio, totalmente absorto en los hechos recientes. Siguieron por unos kilómetros más, cuando Marco ofreció a Ana un pañuelo y le preguntó si se le ofrecía algo, buscando ser caballeroso.

—Entremos en ese motel, por favor.

Marco se sobresaltó y miró a Ana con escepticismo, pero obedeció sus indicaciones. «Debe de estar atemorizada de llegar a casa y prefiere esperar aquí a que baje la marea», pensó nerviosamente Marco. Ingresaron al cuarto que estaba en tinieblas. Ana se acercó y lo abrazó fuertemente. Sollozaba mientras le pedía disculpas, despotricando contra Adrián. Él tomó su cara entre sus manos, y le repetía que no se preocupara, que nada grave había pasado. Cuando sintió que relajó sus hombros y dejó de temblar, procedió a besarla. Era el primer beso que se daban, aunque habían tenido meses de atracción física inerte. Y Ana se desató. Sin darle tiempo de pensar, le arrancó la camisa, reventando los botones sin misericordia. Lo empujó sobre la cama, y desató su pantalón. Quitó el resto de su ropa mientras Marco permanecía inmóvil, sin comprender lo que ocurría. Lo acariciaba con uñas y dientes, como poseída. Subía y bajaba en su cuerpo, gimiendo agitadamente. Se subió el vestido a la cintura, y se acomodó encima para sentirlo todo adentro. Le jalaba el pelo y mordía sus orejas, moviendo sus caderas en un ritmo ascendente, jadeando, incontrolable. Ambos explotaron al mismo tiempo. Ella temblaba en espasmos bruscos, hasta que colapsó a su lado. Marco exhalaba pesadamente, aún confundido por lo que acababa de suceder. Ana lo abrazó, y besó suavemente su mejilla.

—Espero hayas disfrutado, tanto como yo.

—Me encantó, aunque nunca imaginé que esto pasara hoy.

—Ese imbécil se la buscó. ¿Quiere estar celoso? Pues ahora tiene justa razón —dijo Ana, con una mirada fría como tumba, sus pensamientos lejos de ese oscuro motel.

—¿No tiene miedo de llegar a casa? Ese loco la puede herir, en ese estado de cólera y alcohol con que salió.

—¿Sabe qué voy a hacer? Lo voy a matar. Así de sencillo. Es un estorbo para mí, y nunca me va a dejar divorciarme de él. Lo enmascaro en una de sus borracheras. Nadie se va a enterar.

—No haga bromas así, Ana —dijo Marco, muy nervioso y arrepentido del rumbo que había tomado la noche—. Será mejor que nos vayamos, se está haciendo tarde.

—¿Bromas? Yo no bromeo con estas cosas. Quien las hace, las paga. Hoy lo mato.

Marco dejó a Ana frente a su casa. Estaba incómodo, ya queriendo irse. Se sentía contrito por haber llevado las cosas hasta ahí. Mañana buscaría cómo alejarse de esta novela mexicana. Ana se bajó sin despedirse, presintiendo los pensamientos de Marco. El carro de Adrián estaba en la cochera. Aun así, ella ingresó sin temor. «Casa de locos, en que lío me metí», reflexionaba mientras la veía alejarse. Arrancó agradecido de que la noche haya terminado.

La mañana siguiente, Marco añoraba esconderse de Ana, profundamente agobiado con todo lo sucedido. «¿Qué necesidad tengo de estas complicaciones? ¡Me van a matar por andar donde no me llaman!», se decía a sí mismo mientras miraba a su puerta, esperando que llegara Ana, como ella lo hacía todas las mañanas. Al mediodía, comenzó a preocuparse. Aún no aparecía. Su primera ocurrencia fue que su marido debió de haberla golpeado tanto que la había marcado. Pronto descartó esa idea. Luego, con escalofríos, recordó lo último que le dijo Ana al bajarse del carro: «Hoy lo mato». Pero también consideró absurda esa realización por todas sus implicaciones. «¿Entonces qué pasó?», especulaba en silencio Marco. A media tarde, inventó una excusa y solicitó a su asistente que localizara a Ana, enloqueciendo de la preocupación. Quince minutos después, regresó la secretaria y se detuvo frente a su escritorio, con cara de espanto.

—Licenciado Fajardo, le tengo malas noticias. Ana no me contestaba su celular. Entonces busqué en su expediente el número de su casa, y llamé. Me contestó la suegra, y me informó cuando le pregunté por Ana, que no había llegado a trabajar hoy, y tampoco habíamos tenido comunicación de su parte…

—¡Mariana! ¿Qué pasó? ¡Déjese de rodeos por el amor de Dios!

—Marco, ¡Ana murió! —gritó nerviosamente la asistente, soltándose a llorar—. La señora me dijo que había tenido un accidente al caer por las gradas de la casa. ¡Se murió Ana! ¡No puede ser, si solo ayer estuvimos almorzando juntas!
Marco cayó sobre su silla, helado y pálido como un cadáver. La mano izquierda le comenzó a temblar, un tic nervioso que se disparó con la noticia. Venían a su mente todas las imágenes de la noche anterior: la cena, el pleito, el motel, la despedida. Todavía tenía el olor de su cuerpo en sus manos, y ahora estaba muerta. Las lágrimas comenzaron a rodar. Llegaba la gente de la oficina y le hablaban, pero no entendía, como cuando se ve la televisión sin volumen. Lentamente, habiendo perdido la noción del tiempo, le pidió a un compañero que lo llevara a casa de Ana, ya que no se sentía capaz de manejar. Se auto invitaron dos colegas más, y salieron.

Al llegar, encontraron la casa llena de policías. Buscaron algún familiar, pero no había ninguno. Uno de los oficiales, al exigir saber quiénes eran, revisó sus notas y volvió a preguntar el nombre de Marco. Una vez confirmado, le pidió que pasaran a una habitación para un interrogatorio. Marco relató lo ocurrido la noche anterior, omitiendo la visita al motel. El investigador insistía en repetir las preguntas y respuestas sobre la riña que hubo en el restaurante, y en el comportamiento de Adrián. Confirmó que en efecto, la discusión en el local había sido sin provocación por parte de Ana, motivada por celos. Por último, le preguntó directamente si tenía una relación amorosa con Ana. Marco tartamudeó un «no». Le citaron para que llegara al centro de investigación al día siguiente, para realizar más pruebas.

Le informaron posteriormente que habían apresado a Adrián, acusándolo del asesinato de su esposa. La escena fue descubierta por la empleada que ingresó a la casa a las cinco de la mañana. Encontró a Ana tirada en la base de las escaleras, sin vida. Llamó de inmediato al número de emergencia y llegaron enseguida. No había nada que hacer para salvarla. Adrián estaba en su cuarto, alcoholizado. Hilda también había estado dormida, y se despertó con la llegada de la ambulancia. Cuando llegó el médico forense y el equipo de investigación, rápidamente descartaron la hipótesis de un accidente. Confirmaron los hechos de la noche anterior, y procedieron a llevar en custodia a Adrián como único sospechoso. De ahí en adelante fue muy sencillo construir la acusación para la Fiscalía. Sobraban testimonios sobre la adicción alcohólica de Adrián, y el deterioro de su matrimonio desde su crisis financiera. Incluso hubo evidencia de violencia doméstica en el pasado. Abundaron los testigos del pleito en el restaurante, donde algunos llegaron a afirmar que escucharon amenazas de muerte. Pudo probar el fiscal que Adrián había comprado un seguro de vida para ambos hacía nueve meses, cuando ya estaba sin trabajo, por un monto que lo dejaría en una situación muy ventajosa con la muerte de su esposa. Para rematar, encontraron muestras del ADN de Marco en el cuerpo de Ana, demostrando que habían estado juntos esa noche, y que Adrián los había descubierto. Catalogaron el caso como crimen pasional, y en dos meses lo sentenciaron a veinticinco años de cárcel. El caso se volvió mediático y el fiscal a cargo ganó mucha publicidad, al punto que pudo aprovechar la nueva fama para erigirse alcalde de ciudad Guatemala en las elecciones de medio año.

Hilda quedó desprotegida con el encarcelamiento de Adrián. Los deudores y los bancos la evacuaron de la casa, para con ella saldar los préstamos. La única opción que tuvo fue irse a un asilo de ancianos, ya que su enfermedad requería atención permanente.

—Buenos días, doña Hilda —dijo la enfermera que le llevaba su desayuno—. Espero que haya amanecido bien.

—Todo bien, hija, aquí pensando en mi Adrián. Hoy es su cumpleaños, espero poder lograr hablar con él. Cada vez cuesta más con todas esas restricciones de seguridad de la Reforma. 

—Me da mucho pesar su hijo, doña Hilda. Sigo creyendo que es inocente, y que ese alcalde solo lo atornilló para salir rápido de ese enredo.

—Adrián está bien, Mariela. Hizo lo que tenía que hacer: vengó su honra, porque ya los cuernos que le puso esa mujercita le llegaban al techo, y dejó de beber, porque ahí no les permiten ni vino de consagrar.

—Pero nunca pudieron demostrar nada concreto, doña Hilda.

—A lo mejor es porque él no lo hizo… Lo que importa es que todo se arregló después de eso. No todo es lo que parece. ¿O usted cree que yo enviudé también por pura coincidencia?

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