Víctor Purizaca
La verdad es que siempre he
sido un tipo flojo para muchas cosas, hacer crucigramas, estudiar, resolver
raíces cuadradas, hablar, enamorar y practicar deportes; la educación física
como curso era un padecimiento monumental en el colegio. A la edad que tengo no
me interesa lo que piensen los demás, por eso no tardo en decirlo, me gusta
escuchar música a todo volumen y tomar vino, en grandes cantidades, que no sea
chileno, eso sí. Pasando por alto mis humanísimas cualidades de lo que no me
desligo hasta el presente es de las obsesiones, las fijaciones, sí, en objetos,
en mujeres, sus pies, determinadas partes de su cuerpo, sus vestidos o sus
perfumes y si embriagan es mejor.
Desde que llegué al colegio
Maristas de San Isidro, tuve muchas
profesoras distintas, flaquitas, de maxilares prominentes, bajitas, de
labios gruesos, regordetas antipáticas, con aires de “actriz protagónica de
novela mexicana”, rezadoras, ah, mas ninguna con la boca sucia. En cuarto grado de primaria la miss Marisela fue nuestra profesora
y mi primera impresión de ella la obtuve en una clase donde tomó una servilleta,
apagó el cigarrillo en un cenicero del pupitre y cual bandera en combate nos mostró
el papel, estaba amarillo, muy oscuro de los costados. Así era como acabarían
nuestros pulmones si cogíamos el maldito hábito del cigarrillo. Si supiera la ilusa
mujercita cuántos puchos me fumo al día y que otros compañeros terminarían en
el penal de Lurigancho por abastecer de marihuana las playas de San Bartolo y
Puerto Viejo. Qué será de aquella miss, blanca como queso de la Granja Porcón,
alta, delgada y motosa, vaya por dónde andarán esos ojos azules, habrán
regresado a su Cajamarca natal. Se me vino a la memoria y nunca he averiguado
de ella ni la mencionaré más tan solo por flojera. Lo reconozco.
Pero el presente relato es
sobre una petisa regordeta, caderona y de unos ojos grandes y verdes,
coquetona. Por esa época en sus treinta y tantos años. Enseñaba lenguaje en
sexto de primaria. Ya en el Colegio Champagnat de Miraflores. Ese año todos
habían comenzado a derramar lisuras cual hemorragia verbal, imparable e
insospechada por buena parte de las madres de familia. El sexo de tabú de misa
dominical a desparpajo labial e hiriente insulto. Tenía el pelo castaño e
iluminado, era guapa, sensual, olía a rosas humedecidas. Obsesión, esa era la
palabra, en mi aula ningún curso nos dictaba, pero durante el recreo, el
deleite era las blusitas cremas
tejidas que dejaban translucir las puntitas de sus tetas, producían férreas
erecciones. El frío matutino de Lima hacía que se irguieran, era una
maravilla de espectáculo. Otros de la promoción hablaban abiertamente de tan
magnífico show en la hora del recreo,
comparando los pezones de la miss
Tota con unos de Dana Plato en la revista Playboy.
Mi imaginación iba más rápido, dos veces en el mes de mayo había pedido permiso
a la hora de matemática para el baño, me masturbé en honor de la tetuda, qué
maravilla, después como si nada al salón. La raíz cuadrada de nuevo. Le decían miss Tota por un programa de televisión argentino; el Gordo Porcel
salía con unas pestañas rizadísimas, parecidas a las de la engreída de
lenguaje, haciendo de una gorda porteña que se llamaba Tota. El verdadero
nombre de la guapa era Raquel Hurtado, separada, dos hijos pequeños y ningún
novio conocido.
Se aproximaban las vacaciones
de mitad de año, había arreciado el sol como nunca en ese mes. El ensayo del
desfile por Fiestas Patrias había concluido y César Cuesta jugaba básquet junto
con tres niños de otra aula y uno del salón (el “boca de payaso” de Julius); al
recoger un balón de un rebote en el aro me observó en una esquina, en silencio,
se dirigió hacia mí. Dejó la pelota de básquet con Julius. Su pequeñez y gordura
contrapesaban con su avidez y atrevimiento.
—He visto cómo la miras. —Inquirió
César.
Lo miré largamente, luego le sonreí,
era un amigo, era hombre, sabía apreciar las buenas ubres, esas tetitas eran
llamativas, claro que sí. La miss
Tota era una mujer muy insinuante.
—Te apuesto cinco millones de
intis a que no las pellizcas. —Me desafió el gordinflón.
La verdad es que eran estimulantes.
La apuesta era que quién pellizcara los pezones primero ganaba, el plazo
acordado, hasta el viernes al mediodía antes del ensayo de la banda para el
desfile de Fiestas Patrias. Me masturbé tres veces seguidas en mi casa tan solo
de pensar en lo excitante de tal apuesta. Ese vivaz de Cuesta me ganaría, era
muy avezado. Sí. Cómo se podrá hacer, pasé una tarde imaginando todas las
posibilidades para palpar tan deliciosa carne.
Era un examen difícil el que
habían tomado el lunes, cerca al quiosco todo sexto B, estaba interrogando a la
miss Tota, era un recreo inusual. La
mayoría de niños se aproximaban, haciendo círculos alrededor de la ojiverde.
Muchos niños estudiosos de diferentes aulas se apretujan en torno a la maestra,
ella se sentía una pedagoga eximia. Cuesta
urdió un plan para llegar al Everest, cogió un examen antiguo de otro profesor
y haciéndose el desentendido se aproxima, estira la mano entre tantos cuerpos
tentando llegar a la gloria, la mano cae en la nalga, yo en el otro extremo ya
advertido de la jugada le rozo el pezón izquierdo a la miss con mi mano
izquierda. Ante el manoseo la provocadora lanza un grito. César se ríe feliz,
yo me escondo, de espaldas al quiosco. El hermano Melchor Samanamó grita y
manda a todos a cambiar, como decían ellos. La magistral jugada de César Cuesta
es descubierta, pobre gordito lo llevan a dirección. Se hizo el vivo, papeletas
le pondrían, su padre lo castigaría en su casa, qué pasaría pues, es un niño
curioso nada más.
Me siento mal, pues en esa
época a veces me recorrían remordimientos, ah vaya, sí que los tenía. En el
segundo recreo, trate de ver qué había pasado. Me dirigí a la enfermería. La miss Raquel Hurtado estaría en la
camilla ante tal abuso, oliendo algodón con alcohol para los mareos, evitar
desmayos. La profesora estaba abochornada. Se atropellaban imágenes en mi
cabeza. La puerta estaba entre abierta, empujé sigilosamente, me haría el
desentendido y preguntaría quiénes habían sido capaces. La imagen es concreta,
explícita, el hermano Melchor se había quitado los lentes y Tota reposaba en la
camilla con la blusa tirada en el suelo mientras el soldado de Dios lamía sus
pezones, con hambre de meses o tal vez días, el cuello de la mártir del saber
estaba ensalivado; boquiabierto y avergonzado me detuve por un segundo. Ella se
retorcía de placer y lanzaba pequeños gemidos de tal modo que no se pudieran
escuchar más allá de esas paredes. Retrocedí casi como tratando de ser un
fantasma y volví al pasadizo. Me dirigí a la dirección del colegio, a ver a mi
amigo el gordinflón, pensando como aturdido, qué desvergüenza del hermano, es
la hermosa bandera marista, beato Marcelino Champagnat ruega por nosotros, reverendo
pecador, hermosas tetas, sin sostén eran como las había imaginado. Casi de
inmediato el pasmo inicial comenzó a desaparecer, en mi cabeza únicamente discurría
el modo en que César Cuesta me pagaría la apuesta.
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