lunes, 6 de febrero de 2017

Las tetas de la miss Tota

 Víctor Purizaca


La verdad es que siempre he sido un tipo flojo para muchas cosas, hacer crucigramas, estudiar, resolver raíces cuadradas, hablar, enamorar y practicar deportes; la educación física como curso era un padecimiento monumental en el colegio. A la edad que tengo no me interesa lo que piensen los demás, por eso no tardo en decirlo, me gusta escuchar música a todo volumen y tomar vino, en grandes cantidades, que no sea chileno, eso sí. Pasando por alto mis humanísimas cualidades de lo que no me desligo hasta el presente es de las obsesiones, las fijaciones, sí, en objetos, en mujeres, sus pies, determinadas partes de su cuerpo, sus vestidos o sus perfumes y si embriagan es mejor.

Desde que llegué al colegio Maristas de San Isidro, tuve muchas profesoras distintas, flaquitas, de maxilares prominentes, bajitas, de labios gruesos, regordetas antipáticas, con aires de “actriz protagónica de novela mexicana”, rezadoras, ah, mas ninguna con la boca sucia. En cuarto grado de primaria la miss Marisela fue nuestra profesora y mi primera impresión de ella la obtuve en una clase donde tomó una servilleta, apagó el cigarrillo en un cenicero del pupitre y cual bandera en combate nos mostró el papel, estaba amarillo, muy oscuro de los costados. Así era como acabarían nuestros pulmones si cogíamos el maldito hábito del cigarrillo. Si supiera la ilusa mujercita cuántos puchos me fumo al día y que otros compañeros terminarían en el penal de Lurigancho por abastecer de marihuana las playas de San Bartolo y Puerto Viejo. Qué será de aquella miss, blanca como queso de la Granja Porcón, alta, delgada y motosa, vaya por dónde andarán esos ojos azules, habrán regresado a su Cajamarca natal. Se me vino a la memoria y nunca he averiguado de ella ni la mencionaré más tan solo por flojera. Lo reconozco.

Pero el presente relato es sobre una petisa regordeta, caderona y de unos ojos grandes y verdes, coquetona. Por esa época en sus treinta y tantos años. Enseñaba lenguaje en sexto de primaria. Ya en el Colegio Champagnat de Miraflores. Ese año todos habían comenzado a derramar lisuras cual hemorragia verbal, imparable e insospechada por buena parte de las madres de familia. El sexo de tabú de misa dominical a desparpajo labial e hiriente insulto. Tenía el pelo castaño e iluminado, era guapa, sensual, olía a rosas humedecidas. Obsesión, esa era la palabra, en mi aula ningún curso nos dictaba, pero durante el recreo, el deleite era las blusitas cremas tejidas que dejaban translucir las puntitas de sus tetas, producían férreas erecciones. El frío matutino de Lima hacía que se irguieran, era una maravilla de espectáculo. Otros de la promoción hablaban abiertamente de tan magnífico show en la hora del recreo, comparando los pezones de la miss Tota con unos de Dana Plato en la revista Playboy. Mi imaginación iba más rápido, dos veces en el mes de mayo había pedido permiso a la hora de matemática para el baño, me masturbé en honor de la tetuda, qué maravilla, después como si nada al salón. La raíz cuadrada de nuevo. Le decían miss Tota por un programa de televisión argentino; el Gordo Porcel salía con unas pestañas rizadísimas, parecidas a las de la engreída de lenguaje, haciendo de una gorda porteña que se llamaba Tota. El verdadero nombre de la guapa era Raquel Hurtado, separada, dos hijos pequeños y ningún novio conocido.

Se aproximaban las vacaciones de mitad de año, había arreciado el sol como nunca en ese mes. El ensayo del desfile por Fiestas Patrias había concluido y César Cuesta jugaba básquet junto con tres niños de otra aula y uno del salón (el “boca de payaso” de Julius); al recoger un balón de un rebote en el aro me observó en una esquina, en silencio, se dirigió hacia mí. Dejó la pelota de básquet con Julius. Su pequeñez y gordura contrapesaban con su avidez y atrevimiento.

—He visto cómo la miras. —Inquirió César.

Lo miré largamente, luego le sonreí, era un amigo, era hombre, sabía apreciar las buenas ubres, esas tetitas eran llamativas, claro que sí. La miss Tota era una mujer muy insinuante.

—Te apuesto cinco millones de intis a que no las pellizcas. —Me desafió el gordinflón.

La verdad es que eran estimulantes. La apuesta era que quién pellizcara los pezones primero ganaba, el plazo acordado, hasta el viernes al mediodía antes del ensayo de la banda para el desfile de Fiestas Patrias. Me masturbé tres veces seguidas en mi casa tan solo de pensar en lo excitante de tal apuesta. Ese vivaz de Cuesta me ganaría, era muy avezado. Sí. Cómo se podrá hacer, pasé una tarde imaginando todas las posibilidades para palpar tan deliciosa carne.

Era un examen difícil el que habían tomado el lunes, cerca al quiosco todo sexto B, estaba interrogando a la miss Tota, era un recreo inusual. La mayoría de niños se aproximaban, haciendo círculos alrededor de la ojiverde. Muchos niños estudiosos de diferentes aulas se apretujan en torno a la maestra, ella se sentía una pedagoga eximia. Cuesta urdió un plan para llegar al Everest, cogió un examen antiguo de otro profesor y haciéndose el desentendido se aproxima, estira la mano entre tantos cuerpos tentando llegar a la gloria, la mano cae en la nalga, yo en el otro extremo ya advertido de la jugada le rozo el pezón izquierdo a la miss con mi mano izquierda. Ante el manoseo la provocadora lanza un grito. César se ríe feliz, yo me escondo, de espaldas al quiosco. El hermano Melchor Samanamó grita y manda a todos a cambiar, como decían ellos. La magistral jugada de César Cuesta es descubierta, pobre gordito lo llevan a dirección. Se hizo el vivo, papeletas le pondrían, su padre lo castigaría en su casa, qué pasaría pues, es un niño curioso nada más.

Me siento mal, pues en esa época a veces me recorrían remordimientos, ah vaya, sí que los tenía. En el segundo recreo, trate de ver qué había pasado. Me dirigí a la enfermería. La miss Raquel Hurtado estaría en la camilla ante tal abuso, oliendo algodón con alcohol para los mareos, evitar desmayos. La profesora estaba abochornada. Se atropellaban imágenes en mi cabeza. La puerta estaba entre abierta, empujé sigilosamente, me haría el desentendido y preguntaría quiénes habían sido capaces. La imagen es concreta, explícita, el hermano Melchor se había quitado los lentes y Tota reposaba en la camilla con la blusa tirada en el suelo mientras el soldado de Dios lamía sus pezones, con hambre de meses o tal vez días, el cuello de la mártir del saber estaba ensalivado; boquiabierto y avergonzado me detuve por un segundo. Ella se retorcía de placer y lanzaba pequeños gemidos de tal modo que no se pudieran escuchar más allá de esas paredes. Retrocedí casi como tratando de ser un fantasma y volví al pasadizo. Me dirigí a la dirección del colegio, a ver a mi amigo el gordinflón, pensando como aturdido, qué desvergüenza del hermano, es la hermosa bandera marista, beato Marcelino Champagnat ruega por nosotros, reverendo pecador, hermosas tetas, sin sostén eran como las había imaginado. Casi de inmediato el pasmo inicial comenzó a desaparecer, en mi cabeza únicamente discurría el modo en que César Cuesta me pagaría la apuesta.

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