viernes, 3 de febrero de 2017

La boda

Rita Mabel Figueredo


Benito Fernández espera impaciente al costado del camino, bajo un sol ardiente, el único colectivo que lo lleva a la ciudad. El viento de agosto levanta un polvo, fino y promiscuo que se le mete por todos los rincones y le embarra la piel mojada de sudor. Viste su ropa más elegante, la de los velorios.

Una mañana como cualquier otra, el mes pasado, el empleado del correo le entregó un sobre color crema impreso en letras doradas. Dentro, en papel finísimo se anunciaba la boda de Pedro Fernández Duarte, su primo hermano.

Le sorprendió que Pedro, un galán cincuentón, con confesada aversión al compromiso se casara, pero que lo invitara, lo asombró todavía más.

Los primos eran mejores amigos durante su infancia. Pasaban las horas libres pescando, hablando del futuro, armando fuertes y tratando de verle los senos a las muchachas que se bañaban en el río, pero no tenían contacto desde que Pedro huyó del pueblo, proclamando a los cuatro vientos que iba a ser millonario cueste lo que cueste y que no volvería jamás.

Hasta donde sabía Benito, su pariente cumplió todo lo que se propuso. Sus progresos eran tema de conversación en el bar, en el almacén y hasta en la iglesia. Circulaban revistas de moda con su foto en los eventos más elegantes, siempre acompañado de bellas señoritas.

Benito era casi feliz con su existencia simple de granjero. Casado con Ester, su novia de la infancia, criaba a sus siete hijos con un cariño que guardaba las distancias, para que no se les estropeara el carácter. Sin embargo, en los últimos años, el precio de la cosecha se había ido a pique. Las deudas se acumulaban y su desesperanza crecía. Cada vez recurría más a menudo al alivio momentáneo de perderse dentro de un vaso de caña.

Para asistir a la boda primero tuvo que convencer a su mujer. Ester no quería ir, y no quería que él fuera. Benito echó mano de todos los recursos para convencerla, sin resultado. Su esposa presentía que el ambiente en el que se movía el primo de su marido no tenía nada que ver con ellos. Además no era fácil encontrar alguien que cuidara de las siete criaturas, conseguir ropa y zapatos, dinero para el pasaje y un largo etcétera.  Trató con todas sus fuerzas de disuadir a Benito, pero él estaba decidido.

«Si no me querés acompañar, ¡me voy solo!», fue la conclusión la décima vez que discutieron el tema.

Benito no le había contado todo a Ester. En el sobre de color crema encontró oculto, un papel escrito a mano con la letra redonda y grande de Pedro, que decía: «Es hora de cumplir nuestra promesa».

Por eso la invitación al casamiento lo llenó de una energía poco común en su bucólica existencia. Vio de pronto, clara ante sus ojos, la salida a sus apremios económicos. Esa frase solo podía significar que Pedro, enterado de lo mal que la estaba pasando, cumpliría por fin la promesa, sellada con sangre, cuando ambos todavía usaban pantalones cortos, de cuidarse en los momentos de necesidad.

Baja del colectivo destartalado en la estación repleta, que huele a cuerpos humanos y a vómito de infante. Lo espera un empleado de Pedro. El contraste entre la abarrotada guagua y el auto con chofer, le da una dimensión de la fortuna de su primo. Benito vacía en pocos tragos la botella de champaña fría que encuentra en el coche y se acomoda en los asientos de pana a disfrutar del aire acondicionado y el aislamiento artificial de los ruidos de la calle. Mentalmente, aumenta la cifra que va a pedir prestada.

Vuelve a ponerse alerta cuando llegan a la mansión de Pedro. La ceremonia religiosa ha terminado y los invitados están ubicados para la fiesta bajo una enorme carpa armada en el jardín. La decoración es ostentosa pero de buen gusto. Una melodía clásica ejecutada por un conjunto de cuerdas llena la estancia. En el aire se mezcla el aroma recargado de los perfumes franceses y entre las mesas redondas, cubiertas con manteles blancos y copas de cristal, los mozos zigzaguean llevando platillos y bebidas. Lo ubican junto a otros seis invitados. Los demás lo miran con apenas disimulado desprecio. Se siente inmediatamente incómodo, fuera de lugar. Ojalá hubiera escuchado a Ester. Toma una copa de vino tras otra, tratando de aplacar la sed y la ansiedad.

Finalmente los novios se acercan para la tradicional foto y a Benito le sorprende la versión avejentada y flaca del primo, que recordaba mofletudo y alegre de las revistas. De su brazo cuelga una jovencita de no más de veinticinco años, que parece más la hija que la esposa. Ella ríe exultante, mostrando a todos los invitados el brillante gigantesco de su anillo, pero no le parece que Pedro esté muy contento con el enlace. Se sacude la idea. Tiene hambre, calor y sed. Mucha sed. A penas probó los platos de nombre francés y tamaño minúsculo. Le parecieron desabridos a su paladar acostumbrado al arroz, los frijoles y las salsas fuertes. Él no sabe nada de la gente rica y esa tensión que siente en el aire puede no ser más que el reflejo de su propia angustia. Además, está un poco mareado.

Benito busca las palabras para plantearle a su pariente el tema del dinero, cuando para su sorpresa, este lo invita a conocer la casa.

«¡Primo!», Pedro levanta la voz sobre el ruido de la fiesta. «Demos una vuelta por el jardín, así te muestro la propiedad que hace tanto quiero que conozcas». «Ya vuelvo, cariño», agrega depositando un suave beso sin afecto sobre la mejilla de su reciente esposa.

Benito, halagado de que Pedro le quiera mostrar su hogar, se levanta y lo acompaña afuera, de mejor ánimo.

Ni bien se alejan unos pasos, Pedro abraza a su primo y le susurra al oído: «Tengo miedo, Benito. ¡Necesito salirme! Te hice venir para que me ayudes. Esto es un infierno. ¿Ves a los guardias?»

Recién entonces Benito los ve. Están por todas partes. Es fácil diferenciarlos, por sus caras serias y concentradas, aunque vistan con igual elegancia que los invitados. Todos tiene intercomunicadores al oído y su traje abulta sospechosamente en la cintura.

Pedro le explica aceleradamente, que su fortuna la hizo como mano derecha de un poderoso narcotraficante. No le parecía haber estado haciendo algo malo. Los números se le daban bien, así que registraba todas las operaciones, cobraba los dividendos, y trabajaba de testaferro. Su problema se inició seis meses atrás, cuando intentó conquistar a la hija de su jefe. Él se lo había planteado como pura diversión, pero terminó convirtiéndose en su peor pesadilla. Cuando intentó cortar la relación, la muñequita fue con el cuento a papá, quien luego de una buena paliza, le obligó a poner fecha al matrimonio.

Pero lo peor fue la insistencia en que,  ahora que iba a ser su yerno, participara de lleno en los "negocios" de la familia. Pedro no pudo seguir negando entonces, que mucha gente sufría y moría todos los días para que él conservara su fortuna.

—Pensé que tal vez podría esconderme en tu casa por un tiempo. —Concluye bajando la cabeza.

—Pero... en mi casa... no tenemos lugar... Tengo que preguntarle a Ester —contesta Benito, comenzando a alejarse. Y a unos metros de distancia, cada vez más nervioso agrega —: Perdonáme, Pedro, pero no puedo.

—¡Por favor! ¡Te lo imploro! ¡Por los viejos tiempos!¡Lo prometiste! —Apremia Pedro tratando de no elevar la voz.

Benito retrocede, entiende por fin que la nota no era el anuncio del fin de sus apremios, sino el preludio del inicio de un problema mucho peor.

Ya no reconoce en ese hombre atemorizado y vacilante al prepotente y pendenciero que fuera su compañero de juegos. Se olvida de su necesidad de dinero, y siente una imperiosa necesidad de volver a casa. De escapar.

Se forma en su mente la imagen de la madre de sus hijos parada en medio del patio de tierra, rodeada de niños, mirándolo seria, mientras él se perdía en el horizonte. Ve en el fondo su rancho de madera al que le falta arreglar el techo, casi oye a las gallinas cloquear en busca de algo para comer. Le parece el paraíso.  

Pasan por su cabeza imágenes terroríficas, en las que toda su vida se desvanece. No puede permitirlo. La cobardía que lo caracteriza, le hace correr. El vino le nubla la cabeza e intenta salir por el lugar equivocado, se aleja de la fiesta, corre en dirección a la cerca.

—¡NO! —grita Pedro y comienza a correr tras él.

Pero es demasiado tarde. Los guardias lo ven e interpretan la imagen como una amenaza. Disparan. Tres, cinco, siete veces. Hasta que una bala hace impacto.

Los disparos no se escuchan; como una precaución adicional para no arruinar la boda de la hija del jefe, todas las armas tienen silenciadores. Benito siente, junto con el mordisco de la bala en el costado y el dolor que lo paraliza y hace caer, la humedad de la sangre empapando su camisa blanca.

Tendido en el césped perfecto, alcanza a ver por el rabillo del ojo, a Pedro que llora, sostenido por dos guardias que lo arrastran adentro, para seguir la fiesta. Piensa otra vez en Ester, en que debería haber escuchado sus advertencias y en que su mejor camisa tiene ahora un agujero y una mancha. Cavila también, en el último instante, si Pedro llorará por su muerte o porque ya no tiene escapatoria.

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