Rita Mabel Figueredo
Benito Fernández
espera impaciente al costado del camino, bajo un sol ardiente, el único
colectivo que lo lleva a la ciudad. El viento de agosto levanta un polvo, fino
y promiscuo que se le mete por todos los rincones y le embarra la piel mojada
de sudor. Viste su ropa más elegante, la de los velorios.
Una mañana como
cualquier otra, el mes pasado, el empleado del correo le entregó un sobre color
crema impreso en letras doradas. Dentro, en papel finísimo se anunciaba la boda
de Pedro Fernández Duarte, su primo hermano.
Le sorprendió
que Pedro, un galán cincuentón, con confesada aversión al compromiso se casara,
pero que lo invitara, lo asombró todavía más.
Los
primos eran mejores amigos durante su infancia. Pasaban las horas libres
pescando, hablando del futuro, armando fuertes y tratando de verle los senos a
las muchachas que se bañaban en el río, pero no tenían contacto desde que Pedro
huyó del pueblo, proclamando a los cuatro vientos que iba a ser millonario
cueste lo que cueste y que no volvería jamás.
Hasta
donde sabía Benito, su pariente cumplió todo lo que se propuso. Sus progresos
eran tema de conversación en el bar, en el almacén y hasta en la iglesia.
Circulaban revistas de moda con su foto en los eventos más elegantes, siempre
acompañado de bellas señoritas.
Benito
era casi feliz con su existencia simple de granjero. Casado con Ester, su novia
de la infancia, criaba a sus siete hijos con un cariño que guardaba las
distancias, para que no se les estropeara el carácter. Sin embargo, en los
últimos años, el precio de la cosecha se había ido a pique. Las deudas se
acumulaban y su desesperanza crecía. Cada vez recurría más a menudo al alivio
momentáneo de perderse dentro de un vaso de caña.
Para
asistir a la boda primero tuvo que convencer a su mujer. Ester no quería ir, y
no quería que él fuera. Benito echó mano de todos los recursos para convencerla,
sin resultado. Su esposa presentía que el ambiente en el que se movía el primo
de su marido no tenía nada que ver con ellos. Además no era fácil encontrar
alguien que cuidara de las siete criaturas, conseguir ropa y zapatos, dinero
para el pasaje y un largo etcétera. Trató
con todas sus fuerzas de disuadir a Benito, pero él estaba decidido.
«Si no
me querés acompañar, ¡me voy solo!», fue la conclusión la décima vez que
discutieron el tema.
Benito
no le había contado todo a Ester. En el sobre de color crema encontró oculto, un
papel escrito a mano con la letra redonda y grande de Pedro, que decía: «Es
hora de cumplir nuestra promesa».
Por eso
la invitación al casamiento lo llenó de una energía poco común en su bucólica
existencia. Vio de pronto, clara ante sus ojos, la salida a sus apremios
económicos. Esa frase solo podía significar que Pedro, enterado de lo mal que
la estaba pasando, cumpliría por fin la promesa, sellada con sangre, cuando
ambos todavía usaban pantalones cortos, de cuidarse en los momentos de
necesidad.
Baja
del colectivo destartalado en la estación repleta, que huele a cuerpos humanos
y a vómito de infante. Lo espera un empleado de Pedro. El contraste entre la
abarrotada guagua y el auto con chofer, le da una dimensión de la fortuna de su
primo. Benito vacía en pocos tragos la botella de champaña fría que encuentra en
el coche y se acomoda en los asientos de pana a disfrutar del aire
acondicionado y el aislamiento artificial de los ruidos de la calle.
Mentalmente, aumenta la cifra que va a pedir prestada.
Vuelve
a ponerse alerta cuando llegan a la mansión de Pedro. La ceremonia religiosa ha
terminado y los invitados están ubicados para la fiesta bajo una enorme carpa
armada en el jardín. La decoración es ostentosa pero de buen gusto. Una melodía
clásica ejecutada por un conjunto de cuerdas llena la estancia. En el aire se
mezcla el aroma recargado de los perfumes franceses y entre las mesas redondas,
cubiertas con manteles blancos y copas de cristal, los mozos zigzaguean
llevando platillos y bebidas. Lo ubican junto a otros seis invitados. Los demás
lo miran con apenas disimulado desprecio. Se siente inmediatamente incómodo,
fuera de lugar. Ojalá hubiera escuchado a Ester. Toma una copa de vino tras
otra, tratando de aplacar la sed y la ansiedad.
Finalmente
los novios se acercan para la tradicional foto y a Benito le sorprende la
versión avejentada y flaca del primo, que recordaba mofletudo y alegre de las
revistas. De su brazo cuelga una jovencita de no más de veinticinco años, que
parece más la hija que la esposa. Ella ríe exultante, mostrando a todos los
invitados el brillante gigantesco de su anillo, pero no le parece que Pedro
esté muy contento con el enlace. Se sacude la idea. Tiene hambre, calor y sed.
Mucha sed. A penas probó los platos de nombre francés y tamaño minúsculo. Le
parecieron desabridos a su paladar acostumbrado al arroz, los frijoles y las
salsas fuertes. Él no sabe nada de la gente rica y esa tensión que siente en el
aire puede no ser más que el reflejo de su propia angustia. Además, está un
poco mareado.
Benito
busca las palabras para plantearle a su pariente el tema del dinero, cuando
para su sorpresa, este lo invita a conocer la casa.
«¡Primo!»,
Pedro levanta la voz sobre el ruido de la fiesta. «Demos una vuelta por el jardín,
así te muestro la propiedad que hace tanto quiero que conozcas». «Ya vuelvo,
cariño», agrega depositando un suave beso sin afecto sobre la mejilla de su
reciente esposa.
Benito,
halagado de que Pedro le quiera mostrar su hogar, se levanta y lo acompaña
afuera, de mejor ánimo.
Ni bien
se alejan unos pasos, Pedro abraza a su primo y le susurra al oído: «Tengo
miedo, Benito. ¡Necesito salirme! Te hice venir para que me ayudes. Esto es un
infierno. ¿Ves a los guardias?»
Recién
entonces Benito los ve. Están por todas partes. Es fácil diferenciarlos, por
sus caras serias y concentradas, aunque vistan con igual elegancia que los
invitados. Todos tiene intercomunicadores al oído y su traje abulta
sospechosamente en la cintura.
Pedro
le explica aceleradamente, que su fortuna la hizo como mano derecha de un
poderoso narcotraficante. No le parecía haber estado haciendo algo malo. Los
números se le daban bien, así que registraba todas las operaciones, cobraba los
dividendos, y trabajaba de testaferro. Su problema se inició seis meses atrás,
cuando intentó conquistar a la hija de su jefe. Él se lo había planteado como
pura diversión, pero terminó convirtiéndose en su peor pesadilla. Cuando
intentó cortar la relación, la muñequita fue con el cuento a papá, quien luego
de una buena paliza, le obligó a poner fecha al matrimonio.
Pero lo
peor fue la insistencia en que, ahora
que iba a ser su yerno, participara de lleno en los "negocios" de la
familia. Pedro no pudo seguir negando entonces, que mucha gente sufría y moría
todos los días para que él conservara su fortuna.
—Pensé
que tal vez podría esconderme en tu casa por un tiempo. —Concluye bajando la
cabeza.
—Pero...
en mi casa... no tenemos lugar... Tengo que preguntarle a Ester —contesta Benito,
comenzando a alejarse. Y a unos metros de distancia, cada vez más nervioso
agrega —: Perdonáme, Pedro, pero no puedo.
—¡Por
favor! ¡Te lo imploro! ¡Por los viejos tiempos!¡Lo prometiste! —Apremia Pedro
tratando de no elevar la voz.
Benito
retrocede, entiende por fin que la nota no era el anuncio del fin de sus
apremios, sino el preludio del inicio de un problema mucho peor.
Ya no reconoce en ese hombre atemorizado y
vacilante al prepotente y pendenciero que fuera su compañero de juegos. Se
olvida de su necesidad de dinero, y siente una imperiosa necesidad de volver a
casa. De escapar.
Se
forma en su mente la imagen de la madre de sus hijos parada en medio del patio
de tierra, rodeada de niños, mirándolo seria, mientras él se perdía en el
horizonte. Ve en el fondo su rancho de madera al que le falta arreglar el
techo, casi oye a las gallinas cloquear en busca de algo para comer. Le parece
el paraíso.
Pasan
por su cabeza imágenes terroríficas, en las que toda su vida se desvanece. No
puede permitirlo. La cobardía que lo caracteriza, le hace correr. El vino le
nubla la cabeza e intenta salir por el lugar equivocado, se aleja de la fiesta,
corre en dirección a la cerca.
—¡NO! —grita
Pedro y comienza a correr tras él.
Pero es
demasiado tarde. Los guardias lo ven e interpretan la imagen como una amenaza.
Disparan. Tres, cinco, siete veces. Hasta que una bala hace impacto.
Los
disparos no se escuchan; como una precaución adicional para no arruinar la boda
de la hija del jefe, todas las armas tienen silenciadores. Benito siente, junto
con el mordisco de la bala en el costado y el dolor que lo paraliza y hace
caer, la humedad de la sangre empapando su camisa blanca.
Tendido
en el césped perfecto, alcanza a ver por el rabillo del ojo, a Pedro que llora,
sostenido por dos guardias que lo arrastran adentro, para seguir la fiesta.
Piensa otra vez en Ester, en que debería haber escuchado sus advertencias y en
que su mejor camisa tiene ahora un agujero y una mancha. Cavila también, en el
último instante, si Pedro llorará por su muerte o porque ya no tiene
escapatoria.
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