viernes, 3 de febrero de 2017

Interno

Nancy Oviedo


Hoy me trajeron, no sé cómo, pero aquí estoy. Tumbado en una cama individual que rechina cuando me muevo. La lámpara del techo emite una luz amarillenta, sucia que parpadea constantemente. Quiero dormir, sin embargo el olor a alcohol me mantiene alerta. Tengo las manos atadas con unas correas de color café, ¿será cuero? Me pica, quisiera rascarme hasta arrancarme la piel. Detrás de mí hay una ventana, da a un pasillo, lo sé porque escucho ir y venir el sonido hueco de los pasos. Quiero salir, saber por qué estoy aquí, pero sobre todo quiero saber qué hora es. «¡Díganme la hora!» grito, nadie responde.

Después de varios días, supongo, unos hombres me pusieron en una silla de ruedas y me trajeron al patio. Pensé que estaba soñando cuando me llevaron por un pasillo muy largo y mal iluminado. Tuve la sensación de que al final encontraría la famosa luz blanca. Sin embargo resultó ser un jardín en mal estado lo que encontré al otro lado. Los pocos árboles me parecieron enormes. Me cuesta distinguirlos debido a que la luz del sol es muy intensa, se me clava como agujas en los ojos. No estoy atado, pero tampoco puedo moverme. Mi cuerpo me es ajeno al igual tanto como mis recuerdos. Justo ahora me cuesta creer que fui yo quien una tarde después de la escuela trepé un manzano y desde ahí arriba miré la carretera hasta que oscureció. Mi madre fue a buscarme. ¡Qué bonita es mamá! Siento las lágrimas correr por mis mejillas, mi nariz escurre también, quiero limpiarme, pero mi brazo no responde. Empieza a atardecer. ¿Vendrá mamá? A lo lejos, dos enfermeras fuman, una de ellas le da un codazo a la otra y esta camina con desgano hasta mí y trata de limpiarme, pero solo me embarra, luego regresa con su compañera a terminar su cigarrillo.
De regreso a mi cuarto me dan las pastillas antes de cenar. He tomado todas las que ponen en mi boca. Las de la tarde son más dulces, el resto me secan la boca. «¿Estás bien?» me preguntan todo el tiempo. En un orden lo estoy: tengo donde dormir, me alimentan. Es inmensa la incertidumbre del bienestar. 

Ayer me quitaron las correas, tengo las muñecas lastimadas. Pedí mi reloj; sin embargo se negaron a devolvérmelo. «El tiempo, Abraham, no debe importarle», me dijo el psiquiatra, «¡Qué estupidez!» quise gritarle, sin embargo mi lengua sigue dormida. Todos los días, me llevan con ese tipo delgado de pelo cano que ridículamente se peina con la raya marcada hacia el lado izquierdo e invariablemente viste un traje blanco como si fuera a hacer su primera comunión, lo imagino con una vela en una mano y un rosario en medio de un libro en la otra, sin embargo la imagen se rompe cuando penetra en mi cerebro su pausada voz de tiple: «¿Cómo… estás… hoy…, Abraham?». Quisiera escupirle lo furioso que estoy y exigirle de una maldita vez que diga todas las frases de un hilo. Quisiera cogerlo del cuello y comprobar por fin si sobre su cabeza yace una peluca o es solo su cabello seboso, empero desde mi silla de ruedas levanto la mirada en señal de saludo. Durante esos cuarenta o cincuenta minutos, mi única referencia temporal durante el día, me siento tranquilo. El tiempo con el médico es irrelevante, pero al menos puedo hacer lo que me da la gana sin temor de que alguno de mis compañeros pueda atacarme o grite sin motivo. Una ocasión la pasé en silencio, otra miré por la ventana respondiendo sí a todas sus preguntas, empero la mayoría del tiempo trato de contar los días que pasan, pero a ratos me siento confundido y vuelvo a empezar. Hoy son ya siete días de nuevo, ¿o no?

Hace un momento me trajeron a la habitación. Tengo frío. El personal colocó adornos navideños en las habitaciones, incluso en la mía, pero después de un rato los retiraron. Desde mi cama escuché al psiquiatra gritarle a una de las enfermeras, pero no entendí sus palabras, sin embargo la mujer entró y retiró la decoración. Mientas lo hizo me miró en silencio. Me sentí ahogado por la enorme cantidad de lástima encerrada en esos ojos tan pequeños, la odié. Ahora pienso en mamá, en su cena, me gusta el pavo con salsa de tamarindo, «¡Mamá, tengo hambre!», grito. Otro interno grita, luego otro más. Los médicos corren de un lado a otro con jeringas en las manos, los gritos se convierten en aullidos y de a poco el silencio vuelve a instalarse.

Otro invierno, mamá, todavía no viene.

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