miércoles, 1 de febrero de 2017

Celia

Bernardo Alonso de la Vega



Llegaba a la plaza de San Jacinto como todos los sábados; desde las empinadas escaleras de acceso podía oír la orquesta afinando los instrumentos, piano, marimba, arpa, flauta, trompetas, timbales y güiro, notas aisladas que no formaban melodía alguna, y sin embargo eran el preludio de la armonía del danzón en aquella tarde. Podía sentir encima de mí las nubes que amainaban el fuerte sol de la joven tarde y la brisa del cercano puerto refrescando mi sudoroso rostro.

La rutina de vestirme para un baile más era una completa solemnidad y gozo: la guayabera obsequiada por mi compadre -que en paz descanse; lo echo de menos- a la que había tenido que remendar algunas partes, pero se me veía de lujo. Eso pensaba cuando me veía al espejo: tres hileras de alforzas a la espalda, dos bolsas al pecho y un par de tiras de bordados al frente.

Luego los pantalones de lino tan elegantes con pinzas y ajustados al tobillo. Claro, que lo elemental eran mis zapatos de charol negro con crema, agujetas cruzadas y tacón medio; seguro en la plaza me envidiaban. Son de la zapatería de aquel viejo italiano que mataron en la orilla de la carretera por tramposo, no recuerdo ahora su nombre.

Para culminar, nadie podía dejar de admirar mi hermoso sombrero de palma con la cinta de seda negra -¡Qué bárbaro, cómo luce este sombrero en mí!- Listo para salir, tomo mi monedero y las llaves del departamento.

Al subir por la calle a la plaza que está a cuatro cuadras de mi hogar algo que no podía faltar, mis cigarros Faros. No son vicio sino una costumbre, los compro en la Farmacia Francesa que queda de camino; y listo para un danzón más con las ansias de un perro al salir a correr a un parque.

La plaza de San Jacinto a unas cuadras del embarcadero se forma de una explanada rodeada de viejos y altos ahuehuetes, al centro un quiosco morisco rojizo, donde la orquesta se posiciona para una mejor acústica. A un costado cada sábado por la tarde se coloca un rectángulo en varias filas con las sillas viejas del Cine Universal proporcionadas por la municipalidad que rodean la pista de baile.

Busqué a Celia como todos los sábados, tercera silla de izquierda a derecha en la segunda fila platicando con las demás señoras que codiciaban su imagen y personalidad. Mis ánimos se desbordaban por poder estar con mi compañera de baile quien me derrite de solo verla, sé que va a estar ahí justo donde siempre. Recuerdo con temor y coraje aquellas dos semanas hace un año. Salió de viaje a Villahermosa con sus nietos para regalarles unos terrenos que su difunto esposo le heredó.

Era el hecho de pararse ahí a unos metros de la reunión de viejos románticos y empezar a tratar de divisarla y ubicarla lo que me emocionaba. Caí en la cuenta de que no solo era bailar sino saber que con cada canción estaría tomado de su mano y cintura, pensar que sólo eran centímetros a lo que estaría de esa boca; me sentía como niño de secundaria.

Pero hoy llegué y nada, la confundí con la gorda nueva del grupo ¡Cómo es posible que la haya confundido! Esa figura esbelta y espigada con semejante cosa. ¿Quizás el peinado? Jamás le contaré, se ofendería seguro. A lo mejor fue la emoción y estos viejos ojos.

Sería bueno describirles a Celia: le gusta la vuelta con pase y mano a la cintura, por lo menos lo hace tres o cuatro veces cada sábado por la tarde, no cualquiera se atreve a dar aquel paso, es una osadía intentarlo, se necesita una suave y delicada silueta con verdadera energía y cadencia, seguro la gorda nueva haría una vergüenza. Porta un vestido ajustado al talle con escote y vuelos color fucsia, ajustado con el cinturón negro que lo dice todo de sus delicadas y delgadas curvas, porque a sus sesenta y muchos no ha cambiado nunca el agujero; los zapatos negros altos cruzados; su delicado abanico, que usaba en estas tardes bochornosas cuando el hermoso cuello se humedecía con el sudor y me dejaba satisfecho de hacerla bailar hasta la transpiración. Lo bueno es que mi abuela, la mamá de mi mamá, era inglesa, por eso una mujer de la estatura de Celia me queda a la medida, mis ojos en su frente, su mejilla en mi mentón. He bailado con ella dos años desde que mi flaca me dejó y podría apostar que no ha engordado ni medio kilo. El perfume es de gardenia como el de la maestra Laureana que tuve en la primaria, seguro mi primer amor y este seguro el último. Cómo es la vida de irónica, dos gardenias para mí. El ramillete de rosas obviamente en la oreja derecha delimitando a los viejos calientes diciéndoles que es casada o por lo menos que no está disponible. Sus labios son gruesos y jugosos, pintados con el mismo tono del vestido, cabello castaño delicado y sencillamente peinado, ojos enormes color miel proyectados con relucientes pestañas. Sus manos, aunque con los huesos y venas marcados por la delgadez, eran suaves y tersas, es claro que antes de venir les aplicaba crema como un detalle para mí.

Pasaron más de diez minutos y no llegaba, ya estaba por iniciar la orquesta la primera pieza, los músicos estaban por acabar la afinación. Comencé a desesperarme, no quería bailar con nadie más, era mejor que me hiciera el tonto. Toda la semana esperando por este momento y quedaría sin bailar con Celia. ¡Carajo!

Solo a mí me pasa esto, soy un viejo terco. ¡Sólo soy eso, un viejo! ¿Cómo me ilusiono por cosas de chiquillos? Soy tan impulsivo como me lo decía mi padre, bien lo recuerdo a cada momento que le proponía una idea o un negocio: «¡Eleuterio, eres un soñador, piensa bien las cosas, muchacho!».

¡Oh por Dios! era la gorda nueva que se acercaba, venía sola, se dirigía directo a mí, decidí tomar la silla de Gastón que estaba a un costado de la orquesta como un espectador para que no hubiera duda de que no iba a bailar esa tarde, pero la gorda seguía acercándose, soy cegatón pero el reojo no me falla, venía por mí, seguro las viejas cacatúas le habían dicho que soy el mejor bailarín de la plaza y pues en un arranque de bravura decidió lucirse sacándome a bailar, pero ¿qué le pasa a esta mujer, caramba?

Decidí encender uno de mis Faros, para dejar clara mi posición de no bailar, que le quede claro a esta gorda. Si estuviera aquí Celia otro gallo hubiera cantado. Iniciaría la primera pieza de su mano y hasta el final con los aplausos a la orquesta. Otro sábado de éxito esa hora y media de baile intercalado con cuatro descansos y haber compartido una cerveza, disfrutando de la hermosa sonrisa y cálida plática de Celia. Pero no era así, hoy estaba destinado a ser la presa de ese mastodonte y seguro no podría negarle el baile.

¿Y si a la mitad del baile llegaba Celia? Perdería mi renombre de caballero, jamás dejaría a una pareja de baile a la mitad para tomar otra, tampoco alejarle con malos pasos. La reputación que tenía en esa plaza era legendaria, desde la botica, el bar Dos Santos y hasta en el asilo de la Luz se hablaba de Eleuterio como un referente de la plaza San Jacinto, los espectadores sentados alrededor de la pista aclamaban el ritmo de Eleuterio y Celia cada vuelta atrevida que nos divertía y dominábamos. Sólo Pedro Almeida me superaba pero tenía diez años menos y dio giras por el país en la compañía de danza cuando joven.

Hoy me veía a todo dar, me había esmerado en verme bien, compré una nueva colonia, fresca y fuerte, en verdad quería sorprender a Celia con mi apariencia y entusiasmo, eso la alegraba y sacaba su sonrisa. Ya ni modo, sería por esta tarde con la gorda, trataré de no quedar bien, quizás ser seco y desagradable para que el siguiente sábado no insistiera en sacarme a bailar, ya para la próxima semana sería todo igual con Celia, siempre hay que tener tragos amargos de vez en cuando para disfrutar las mieles. La próxima semana bailaríamos juntos y la tomaría de la cintura, ella de mi hombro, las manos bien puestas a la altura de nuestras mejillas, codos en perfecto ángulo recto, levantando la barbilla, cruzando miradas que adivinan y dicen todo con una simple sonrisa. ¡Cómo me divertía a la mitad del baile! Asombrando a todos con la vuelta de tornillo y marque para pasar a saludar a la orquesta en una armonía perfecta, sin estorbarnos, dando paso al siguiente movimiento de forma rítmica y coordinada como si de un solo cuerpo se tratara.  

¿Y si estuviese enferma? o ¿si su ausencia se debiera a una emergencia grave? No quería pensar en algo malo para Celia, el solo pensarlo me recordaba los meses de soledad y depresión al principio de mi viudez. Mi flaca me dejó mutilado y ahora Celia me remendaba, sería funesto para mi alma.

Mi resignación está presente, ya no me quedaba de otra, pero ¡un momento! Un viejo de mi edad siempre puede alegar la ciática. ¡Eso es, la ciática!  ¡Por fin mi salvación!  

En ese instante después de estar absorto en mis pensamientos siento el inevitable toque de la mano grande y húmeda en mi hombro, una voz rasposa y grave. No pude hacer más que voltear hipócritamente con la respuesta adecuada en la boca, pero me sorprendió cuando la mujer de rebosantes cachetes embutida en el vestido color durazno y un ridículo tocado verde pastel se dirigió a mí por mi nombre. Como el galante caballero que soy me puse de pie ante la rolliza dama renacentista. Las palabras que le vi pronunciar mientras armoniosamente agitaba la papada eran inimaginables por mí en ese momento; acabaron por aliviar mi día salvando mi tarde de danzón reavivando mi ilusión, borrando esa horrible pesadilla de mi mente, no solo bailar con esta voluminosa mujer sino haber visto a Celia acaparada por algún viejo rabo verde presumiendo como trofeo a la diva de la plaza con dos pasos simplones, o algo peor: la ausencia total de Celia.

Qué alivio oír lo que aquella áspera voz entonó: 

«Eleuterio, Celia te busca del otro lado de la orquesta». 

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