miércoles, 30 de octubre de 2013

Noches de bruma

Marcela Royo Lira


Es de noche. Arrastrada por una fuerza que desconozco dejo la cama, me cubro con el abrigo y salgo a la calle. Me encamino hacia la plaza. Mis pasos en la vereda parece que no son míos, es más tengo la sensación que sigo en mi cuarto y duermo. Pero no es un sueño. Lo confirma la brisa en mi piel, el perro de la esquina que se levanta al verme y gruñe. Vivo una escena en apariencia normal, aunque no es lógico que esté en la calle cuando todavía no amanece. Quiero despertar, abrir los ojos, encender la luz del velador, descubrir que allí está el libro de Andrea Jeftanovic que leía antes de dormirme, la libreta y el lápiz donde anoté algunas ideas para el cuento que debo escribir, como tarea, para la próxima clase de literatura.
           
             No hay nadie en la plaza. Ni siquiera los muchachos que a veces se amanecen bebiendo cerveza y drogándose. Busco un escaño. Recién, en este momento,  me doy cuenta que tengo un libro en las manos y los lentes me cuelgan al cuello. Es “Un cuarto propio” de Virginia Woolf. No recuerdo haberlo sacado de la biblioteca estos últimos días. Creo que esta noche nada es normal.

            Inesperadamente, la neblina se deja caer. Densa, húmeda, diferente. Tiene algo de tenebrosa; sin embargo, no tengo miedo. En la otra punta del banco hay una mujer. Y está desnuda. Llega un olor fétido, alguien dijo una vez que es la esencia del mal o bien lo leí, no lo sé; pero está aquí y temo que influirá en mí de alguna manera. Arrastra voces airadas de hombres, palabras soeces, de mal gusto, risotadas que hacen daño. Un niño canta. Miro a la desconocida, parece que no le importa lo que sucede más allá de la niebla. Tampoco a mí me importa o no debería, por lo menos. Entonces, con un atrevimiento que no sé explicarme, leo en voz alta una página al azar. La luz es escasa, recito casi de memoria algunos párrafos, meses atrás había escrito una crónica literaria del texto y lo leí varias veces. Recuerdo que me ayudó un bibliotecario muy cortés y culto. Me invitó una taza de café y confesó que vivía, entre los estantes repletos de libros, una pasión desenfrenada con la mujer de un hombre violento y despiadado, dueño de un restorán de lujo. Cuando notó mi expresión de enfado por romper un secreto de dos, me dijo que algún día me podría servir para escribir una buena historia. Le había confesado mi interés en ser escritora. Es raro, parece que esta misma hediondez que trae la neblina, la olí cuando salí de la biblioteca y crucé cerca de unos hombres que pateaban a otro en el suelo. Me dio miedo y corrí las cuadras que faltaban hasta mi casa. Luego, bajo la ducha tibia estuve refregándome el cuerpo hasta sacarme el hedor.

            Sin decir nada, la mujer se acerca y pone oído a lo que leo. Está tiritando. Cubro su desnudez con mi abrigo. Veo en su rostro y en el cuerpo moretones y  marcas de látigo. La abrazo, ella descansa su cabeza en mi hombro y llora. Nos quedamos así largo rato hasta que dice que debe volver al restorán, en caso contrario su marido, la golpeará insultándola, como acostumbra.

            Cuando la niebla desaparece, vuelvo a casa.

Ahora sé por qué fui a la plaza cuando todavía era noche. Me indigna una mujer ultrajada, sometida a vejámenes por un sádico. No sé en qué parte de la ciudad queda el restorán que nombró, París está muy lejos para que sea cierto como había insinuado: se halla frente a la Torre Eiffel, fueron sus palabras. Quizás los golpes la trastornaron, pienso, mientras preparo el desayuno para mi familia.

A la madrugada del día siguiente, voy otra vez a la plaza. La bruma me recibe en la puerta de calle, arrastrando olores a comida descompuesta, a carne nauseabunda. Me tapo nariz y boca y corro. Ella está allí. Viste un traje elegante, de rojo encendido y sombrero negro, con un tul que le cubre el rostro. Es atractiva, de porte distinguido.  Apenas me ve, me cuenta de su amante bibliotecario con quien vive un amor desenfrenado. No me gusta que dependa de los hombres, la mujer es capaz de valerse por sí misma, le digo con fastidio y la incito a dejarlos a ambos. Que busque un modo de ser independiente.

─¿Es usted, feminista? ─dice, arrugando la nariz.

─¿Yo?  No, no lo creo… bueno, quizás  ─titubeo, pensando en Virginia Woolf.  

Continúo leyendo parte del libro que había comenzado anoche. De vez en cuando me detengo y recalco que lo importante no es ser mujer sino sentirse como tal, con dignidad, orgullosa. Contra ataca, dice: ustedes viven envenenándose unos a otros, algunos endulzan el veneno en palabras dulces. Su mundo, de creyentes que se golpean el pecho, de misas diarias e hipocresía no es mejor, insiste y me mira con sus ojos claros. Me traspone. Reconozco que hay algo de cierto en ello, cuando juzgamos a los otros olvidamos que también pecamos. Luego de un silencio incómodo, le confieso que me gusta leer y escribir, hasta le leo uno de mis cuentos y la invito a que también lo haga. Quizás es interesante lo que puedas contarnos sobre esa otra orilla de la ciudad, le digo. Me dice su nombre: Fernanda.

Durante semanas, nos citamos en la plaza a la hora en que los demás duermen. Un día no volvió.  

Esta mañana recibo una invitación especial,  insisten en la importancia de mi asistencia al evento.

Cuando llego el salón está lleno de poetas, escritores y periodistas, incluso cámaras de la televisión. El público a mi alrededor cuchichea como abejorro en un día de sol ardiente. No logro entender lo que dicen. Un niño de rizos rubios entona con una bella voz áreas de óperas. En un rincón, una mesa llena de libros. Leo el título: “La otra orilla”. Una imagen fugaz me advierte, la desecho con brusco ademán.  

Se hace silencio. Entra una mujer alta y delgada, elegante en su traje  de rojo encendido y un coqueto sombrero negro con velo. Comienza, diciendo:

“Advierto que la historia que les voy a contar tiene imágenes fuertes. Vengo de un mundo sádico, de una crudeza de la que muchos sentirán repulsión y rechazo. Toda ciudad tiene su lado oscuro, refugio de la maldad. Quienes lo conocen no pueden olvidar el olor del mal. Allí, me  desmoronaba poco a poco hasta que alguien me indujo a recoger mis pedazos.   

Los menos leerán mi novela hasta el final, quienes lo hagan sabrán que en noches de bruma, en una plaza de un barrio cualquiera, en un país cuyo nombre no importa, una mujer me leyó “El cuarto propio” de Virginia Woolf. Mientras le escuchaba, por un instante, me sentí al otro lado del que vivía. Limpia, con sueños y que contaba con la fuerza para cumplirlos.

En casa, recogí mis cosas y me eché a volar.

¡Construiría mi cuarto propio!”.

-¡Fernanda!  -grito, sin poder contenerme.

Los demás asistentes, molestos, me hacen callar y sentarme. Ella mira en mi dirección, no sonríe, cuando sus ojos claros se posan en los míos sellan mis labios.                                                                     

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