lunes, 16 de junio de 2014

La enseña de las tres ranas

Ángela Gentile


“Todo es cantidad. Así comían los bárbaros”- murmuraba mientras arrastraba con dificultad el trozo de buey que reposaría  quince horas en  agua. Logró con esfuerzo alzarlo y lo introdujo en el caldero con la doméstica voluntad de los pequeños logros. Nardo se limpió las manos y  tomando su cuaderno de cocina escribió: “(…) Sumergir la vaca o el buey en el caldero durante quince horas. Cuando la carne  se desprende de los huesos, se pone esta carne en una prensa para extraer los jugos…”

Su amigo Piero entró para comunicar la llegada de muchos artistas a la ciudad. Estos irían  a la fonda seguramente  pues venían por un tiempo a concursar en la realización del mural del Parque Cívico. 

Nardo se levantó indiferente y no respondió porque conocía a su amigo y la locura que éste arrastraba desde que llegó escapando de la guerra. Buscó otro ángulo de la  cocina para poder concluir  las anotaciones del día  “(…) Ponerlo en sartenes planas que coagule y cuando esté seco cortarlo en cubitos del tamaño del pulgar…” 

¿El pulgar?- se miró la mano y dijo -¡El pulgar! Mientras repetía esto, iba quitándose de prisa los lienzos malolientes y tomando su abrigo,  partió dejando desconcertado y sin respuesta a Piero.

Llegó de prisa a su casa, abrió la puerta y el rugido de la soledad lo recibió. Pensó que ese lugar no era el mismo sin Melzi, su discípulo; quien cansado de esperar en vano su llegada, en la antigua casona de la calle Montevideo, conocida por todos como “la bottega fiorentina”, había abandonado telas y pinceles preparados con cuidado para su maestro, por si las musas regresaban a visitarlo.

Nardo extendió su mano y acarició el caballete dispuesto por su discípulo y comenzó a pintar  buscando en el blanco de la tela, la marca divina. 

La luz aceitosa de las lámparas lo envolvía en la magia una vez más, distorsionaba las tonalidades verdes y azules; como así también el día de la noche. Sostuvo el pincel entre el índice y el pulgar y fue entonces que recordó el motivo por el cual había abandonado la cocina de la fonda de la calle Nueva York de modo casi intempestivo y repitió en voz baja:-¡El pulgar!-¡Esa es la medida que me faltaba para concluir esta máquina!- Abandonó la tela y acercó la lámpara hacia un papel y con carbonilla dibujó el pequeño y practico artefacto  para machacar ajo y perejil que presentaría a su Señora Beatriz como gustaba nombrar a la esposa de su amigo Mario.

Concluido el boceto, lo contempló con la misma pasión con la que miraba todas sus obras. Satisfecho, escribió en los márgenes con su trazo de derecha a izquierda, algunas indicaciones para su uso y armado.

Abandonó pensativo el cuarto, convencido de haber agregado otro elemento  a la mesa de los poderosos; mientras la escasez y el hambre seguían siendo regla entre los pobres obreros de las fábricas.

Se recostó sobre los sillones sin poder definir la emoción que lo invadía y, lentamente, se adormeció.

El  rumor del río atravesando el monte, lo despertaba infatigablemente todos los amaneceres al igual que las  voces de los vendedores  callejeros voceando  sus productos.

Se acercó a la ventana y la abrió de par en par aspirando la fresca brisa del amanecer. Desde allí, se veía la otra fonda  “La Internacional” lugar donde se iniciara como cocinero.

Las imágenes del pasado lo acompañaban cada día con mayor frecuencia en este, su camino hacia la vejez.

Cerró cuidadosamente los postigos, porque debía regresar a la fonda. Dio un último vistazo a los tantos bocetos dispersos por el cuarto y tomando su abrigo, partió. 

Atravesó la ciudad que olía a petróleo de manera casi subterránea y cruzó las calles estrechas.

Entró de prisa en la cocina y  el olor penetrante de la carne en remojo lo invadió. Buscó  con la mirada el lugar donde estaba su cuaderno y tomándolo, retomó la última página escrita. Leyó en voz alta : …cortarlo en cubitos del tamaño del pulgar que se pueden agregar a  las verduras hirvientes y así enriquecerlas con las sustancia del buey o de la vaca si tomamos la molestia de matar un buey o una vaca frescos”.

Finalizados los apuntes, se apoyó en el borde  de la mesa y mientras jugaba con el cálamo, se distrajo soñando con modelar máquinas que ahorrarían  trabajo y proporcionarían limpieza a los fogones.

Miró por última vez la carne del buey y dio por finalizada su observación. Roció el piso  y también el cuerpo de algunos animales colgados en la cocina, con pimienta, para eliminar las moscas y aguardó con paciencia la llegada de su amigo Sandro, un abruzzese de Magliano dei Marsi, el cual había decidido acompañarlo en la atención de la futura casa de comidas. Mientras esperaba, regó las plantas de menta,  salvia,  albahaca,  tomillo y  eneldo que le proporcionaban el extraño placer de los aromas mezclados.

Nardo había sido nombrado en su juventud  “Maestro de festejos y banquetes”, cuando vivía en Italia, distinción por la cual se vio obligado a atender  los invitados del gran duque, ejecutando el laúd, cantando, bailando, proponiendo enigmas y acertijos a comensales que,  negados a todo cambio, se burlaban de él resistiéndose a comer  espaguetis con el pequeño artefacto de tres dientes que había inventado para mejorar los buenos modales en la mesa.

Recordó  por un instante, el momento en el cual decidió demostrar uno de sus inventos: la máquina para cortar berros que, fuera de su control, puso fin a la vida de seis hombres del personal de servicio y tres jardineros, en los jardines de los Sforza; motivo más que valedero para emigrar hacia América.

La entrada de Sandro en la cocina lo rescató de sus pensamientos. Nardo se dirigió hacia él para recibirlo, abrazándolo como de costumbre. Ambos se sentaron dispuestos a buscar un estilo al futuro negocio; intercambiaron opiniones acerca de la belleza de los brotes de col y soñaron con  acostumbrar a sus clientes a usar un paño para limpiarse las manos y dejar de amarrar un conejo a las sillas. Se detuvieron en el recuerdo del perfume de las cebollas de Venecia y de los rábanos de Cremona, seleccionaron la música que  se ejecutaría en la cocina, para acompañar a los cocineros mientras estos prepararan pechugas de curruca, rodajas de anguilas, testículos de cordero con crema, y el plato de la casa: una anchoa enrollada descansando sobre una rebanada de nabo tallada  a semejanza de una rana.

El vino de la costa tuvo su capítulo aparte en la conversación y ambos sostuvieron que era importante enseñar a beber con precaución, sin perder la frecuencia y en pequeñas dosis; como así sugerir a los futuros clientes, la ingesta moderada de las adornadas y talladas carnes.

La fonda al final  fue bautizada como “La Enseña de las tres Ranas de Sandro y Leonardo” y decidieron pintar  dos banderas,  que colocarían a cada extremo como era de rigor entre los nuevos comerciantes de la calle Nueva York.

El sueño de la empresa en común duró poco tiempo; pues los  clientes que salían de los frigoríficos al mediodía, exigían cada día porciones mayores hasta que decidieron invadir la cocina  y en el intento destruyeron el local por completo.

En tanto,  del otro lado del río , el joven Melzi había regresado a la casona y disponía  como siempre la paleta de colores, ajustaba las lámparas una por una y ejercitaba en soledad por enésima vez la seducción embalsamada de su sonrisa, para que lo pintara Maese Leonardo.

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