miércoles, 12 de julio de 2017

El rincón de Edward

Luis Rivera


«¡Bienvenidos al Rincón de Edward!»

Así leía un majestuoso rótulo tallado en madera fina, con barniz en color café oscuro. Había sido un regalo para Edward de sus amigos en la penúltima navidad. Lo colgó en la entrada de la terraza, una sencilla construcción que fue improvisando un viejo albañil, siguiendo la medida de las exigencias peculiares del trío de amigos. Utilizaron el amplio jardín que tenía la residencia Ramírez. Con base en la pared oeste del terreno, edificaron una estancia con techo a media agua. Cada una de las cuatro columnas de madera, sobredimensionadas para el peso que soportaban, estaban tapizadas de fotos familiares de esa vida que lentamente se le escapaba de las manos y que rehusaba soltar. Una inmensa parrilla —que utilizaba leña como combustible, en vista que el sabor del gas en la comida era un «veneno moderno», según los criterios culinarios de Edward—, coronaba la edificación. En el centro del cuadrilátero, habían colocado una mesa redonda de seis posiciones, que servía para la práctica de todos los juegos de azar conocidos por esa generación, desde el poker y el blackjack, hasta el dominó. A un costado, colocaron otra de las joyas preciadas del rincón: una rocola clásica. En ella, cada sábado, se revivían serenatas y baladas de la mitad del siglo pasado entonadas por Jorge Negrete, Julio Jaramillo y Pedro Infante, entre muchos otros.

El comité permanente del «rincón» estaba conformado por Edward, Adolfo y Ramón. Todo inició hace un quinquenio cuando la esposa de Edward —Silvia—, murió víctima de un agresivo cáncer. Buscando acompañar al abogado en su inesperada viudez, Adolfo y Ramón comenzaron a llegar religiosamente los sábados a mediodía, llevando comida preparada y bebidas espirituosas, para compartir la tarde y aliviar el luto de Edward. De manera sutil, la ansiada visita sabatina comenzó a mutar en una tradición que fue requiriendo ajustes logísticos, los cuales cada setentón aportó según su preferencia. Los tres eran profesionales jubilados, por lo que agradecían actividades que llenaran sus días y activaran sus intelectos. Adolfo, un ingeniero retirado, estuvo a cargo de dirigir las obras civiles. Ramón, comerciante emprendedor, tomó la asignación de localizar —asegurando módicos precios ajustados a presupuestos de pensionados— toda la mueblería y la afamada rocola. Edward estuvo a cargo del diseño arquitectónico de la obra, en vista que era el chef oficial y, como dueño de la casa, procuraba que la nueva edificación calzara con la que sería su única herencia al morir. Cada semana, después de inaugurar con un brindis cualquier mejora o avance logrado, identificaban alguna carencia que generaba una mínima incomodidad, y se ponían manos a la obra para resolverla. Era un ciclo virtuoso que abrazaban con entusiasmo.

Quemaba a máxima capacidad el asador, invadiendo media cuadra con humo blanco y olor a carnes, mientras Adolfo repartía la baraja. Era un digno espectáculo ver su cara cuando, con un cigarrillo encendido entre sus delgados labios —que eran resguardados por un minúsculo bigote blanco—, arrugaba sus frondosas cejas y achicaba la mirada instintivamente para protegerse los ojos del humo, manteniendo una profunda concentración en su tarea para que se pudiera iniciar la jugada. Ramón, quien le recomendaba que usara un cenicero pero siempre era ignorado, servía tragos para los tres, a causa de haber sido el perdedor de la última partida. Mezclaba el ron después de haber servido el hielo —todo en cantidades predeterminadas— y, como quien cata un buen vino, olfateaba su trago antes de probarlo. Edward terminaba de sacar un trozo de carne del asador, partiéndolo en bocados pequeños, que serviría de acompañante para la siguiente ronda de póquer. Se sentó y colocó el plato en el centro de la mesa, bañándolo en una concentrada vinagreta de especias, que hacía sudar la frente al primer olfato. Al unísono, todos encendieron otro cigarrillo, y comenzaron el juego.

—Usted es mano, abogado. ¿Quiere carta? —murmuraba tensamente Adolfo, siempre con el cigarrillo entre dientes. Era su tercera semana de mala racha, algo que estaba dejando de ser gracioso.

—Tranquilo, Inge, hasta aquí le olfateo la rabia. ¡El que se enoja, pierde! Deme dos cartas, si es tan amable —declamaba de manera burlesca Edward, guiñando un ojo a su cómplice del día, Ramón.

—No revuelva al Inge —advertía Ramón—, después quién lo aguanta emperrado que ya no juega. No es culpa de él que se encontró con dos senseis del póquer.
Todos, con excepción de Adolfo, rieron a carcajadas. Su sordera estaba manifestándose cada vez más. Incluso, le recetaron un aparato auxiliar auditivo, el cual no usaba alegando que eran tramas médicas para sacarle dinero. Continuaron la partida hasta que, como había sido profetizado, perdió de nuevo el ingeniero.

—¿Qué horas es? —consultaba Edward, alarmado.

—Faltan tres minutos para las cuatro de la tarde, Eddie —respondía Ramón. Era la tercera vez en veinte minutos que Edward preguntaba por la hora. Ambos amigos sabían, por la explicación que les había dado meses atrás Hilda —la hija mayor del abogado— que los primeros síntomas del temido alzhéimer eran así: pérdida de la memoria de corto plazo. Cruzó una mirada con Adolfo de manera sutil, quien regresaba del baño, asintiendo silenciosamente.

—¡Encienda la radio, Eddie, que ya comienza el sorteo de lotería y hoy sí la ganamos! —ordenó Adolfo, buscando disipar el incómodo momento.

Otro de los rituales sabatinos incluía jugar la lotería. Todos habían sido profesionales muy conservadores en la plenitud de sus años, cuidando de sus familias y trabajos por sobre todo. Ahora, en el ocaso de sus días, acordaron tomar más riesgos y saborear esa adrenalina que solo brindaba competir contra el azar.

—¿Quién tiene el boleto? —preguntaba exaltado Adolfo.

Pacientemente, Ramón desenvolvía un pliego de lotería que traía en su bolsa derecha. Tomaba la libreta de anotaciones y un lapicero, y se colocaba los lentes de lectura mientras comenzaban los anuncios comerciales previos al sorteo. Todos lo rodearon, ansiosos como el primer día, aun cuando tenían ciento veintitrés semanas seguidas sin ganar. 

—¡Sírvame otro trago, Inge, que hoy es el día que nos hacemos millonarios! —exclamó Ramón, mientras preparaba la tabla donde anotaría los seis números que en segundos dictaría el locutor. Aprendieron a no confiar en sus propias memorias, por lo que tomaban apuntes del sorteo para poder comparar en calma contra su billete de juego. El arreglo al que habían llegado era que cada uno de ellos comparaba un billete por semana, rotando la asignación. En caso de ganar, repartirían el botín entre los tres.

«Les deseamos toda la suerte para hoy, estimados amigos. Recuerden que su contribución al Patronato Nacional de la Infancia le permite al gobierno sostener todas las obras sociales para el futuro del país. Los números de la semana son: cuarenta y ocho; ochenta y uno; sesenta; noventa y cinco; noventa y nueve; y el cero ocho. Repetimos…», narraba desganadamente un veterano locutor.

—¿Ganamos? —preguntó Edward, con genuina esperanza.

—Nada esta vez, pero estuvimos cerca. Recuerde, don Eddie, a usted le toca el boleto de la próxima semana —dijo Ramón, mientras recogía vasos y limpiaba ceniceros.

Como era el acuerdo, lo anotó en la libreta especial que guindaba en el refrigerador. Se despidieron a las cinco treinta de la tarde. Iban todos con las orejas rojas y los cachetes colorados, sonriendo de todas las ocurrencias de la jornada.

La vida de los jubilados está conformada de rutinas que se vuelven su razón de vivir. Era martes, día de mercado, y Edward preparaba meticulosamente cada detalle desde la noche anterior. Sacó su ropa, pantalón gris y camisa blanca de manga larga, los cuales planchó mientras escuchaba las noticias de las ocho en la televisión, ya vestido en ropa de dormir. Se levantó de la cama a las cinco, aunque había despertado desde las dos de la madrugada, tiempo durante el cual lo invadían los recuerdos y ardían los remordimientos. Encendió la radio para escuchar las noticias de la primera hora. No prestaba mucha atención a lo que acontecía, pero lo carcomían el silencio y la soledad, entonces necesitaba ahogarlos con ruido externo. Preparó su café, negro y robusto, hirviendo hasta que el aroma inundó toda la casa. Se duchó, tarareando a Vicente Fernández con «El Rey». Procedió a afeitarse con cuidado y destreza, usando mucha agua caliente y espuma, con movimientos a contra piel. Aún utilizaba las navajas metálicas de antaño, negándose a sacrificar su cara al atropello de una baratija desechable. Acarició su rostro irritado con aftershave Old Spice, el cual le estaba costando cada día más encontrar en el supermercado. Aplicó crema fijadora en el escaso cabello para domarlo. Se colocó su reloj de puño, un automático que había utilizado por los últimos treinta y cinco años, así como su anillo de bodas. «Si no ando el anillo, me comen las jovencitas», respondió a sus amigos, cuando en una ocasión insensiblemente le sugirieron que ya no lo usara.

Procedió a dirigirse al mercado. Se transportaba en taxi. Tenía prohibido manejar, a raíz del diagnóstico clínico. Al llegar, saludó a doña Clementina en su cafetería, y procedió a desayunar lo de siempre. El mercado municipal comenzaba a cobrar vida. Camiones, carretillas, y canastas transitaban en un caos ordenado. El ambiente mezclaba los olores de verduras, frutas y granos básicos. Las carnicerías exhibían sus cortes frescos. Gritos de comerciantes en plena negociación resonaban por doquier. Era un monstruo de mil cabezas que despertaba. Luego de pagar y dejarle su buena propina a doña Cleme, se instaló en una banca a leer el periódico, mientras Joaquín le lustraba los zapatos. Pronto se aburrió de la guerra en Medio Oriente y de las infidelidades del presidente, así que repasó la lista de compras que debía realizar. «Me toca comprar la lotería esta semana», meditó tras reconocer la letra de Ramón. 

—Aquí le va el número ganador, abogado —aseguró la niña Francisca, una señora discapacitada de edad muy avanzada a quién Edward ayudaba comprándole el boleto de la lotería, siempre con una propina adicional incluida.

—Así me lo aseguró el mes pasado, Chica —replicó, tratando de mostrar seriedad—. O me da la suerte, o me cambio de vendedora.

—No me culpe a mí de sus locuras, señorito. Eso de comprar boleto para tres jugadores es pura mala suerte. ¡Ya lo he dicho! Con uno de los tres que esté salado, todos pierden. ¡Déjense de tacañerías y jueguen como se debe!

Entre risas y más bromas, Edward guardó el boleto dentro de su libreta de apuntes, y prosiguió con su mañana de compras.

Volvió el sábado, y el «rincón de Edward» recobró vida. Era una tarde calurosa con poca brisa y un sol radiante. Los tres amigos reían alrededor de la mesa, mientras transcurría una partida de dominó. Hacían una rotación estructurada de los juegos para romper las malas rachas. Celia Cruz derrochaba su talento con una salsa contagiosa en la rocola, de esas que obligan a las piernas a seguir el ritmo en automático. Hoy era Ramón quien sufría los embates en contra de parte del azar. La última innovación en el proyecto colectivo era un ventilador de techo. Habían abordado el inconveniente del humo y el calor acumulado. Adolfo gestionó la instalación durante la semana.

—Ahora hasta siento frío —bromeaba Ramón, tratando de desviar la atención de su calamitosa tarde—. Se le pasó la mano con las revoluciones de esta turbina, Inge.

—El día que no tengan quejas, será el día del último juicio —respondió Adolfo, haciendo el esfuerzo por parecer serio e irritado.

Edward secaba su frente con su pañuelo, habiendo pasado un par de horas asando el almuerzo para sus amigos. Anotaba en su libreta comprar más carne y leña para el próximo fin de semana.

—¿Qué hora es? —consultaba mientras caminaba hacia el baño.

—Hora del sorteo, don Eddie. Présteme el boleto que hoy nos hacemos millonarios —respondió Ramón, encendiendo el radio transmisor y tomando libreta en mano.

«Les deseamos toda la suerte para hoy, estimados amigos. Recuerden que su contribución al Patronato Nacional de la Infancia le permite al gobierno sostener todas las obras sociales para el futuro del país. Los números de la semana son: veintisiete; treinta y seis; catorce; cuarenta y cinco; cincuenta y cuatro; y ochenta. Repetimos…»

—¿Ganamos, Ramón?

—Permítame, abogado, que estoy comparando. Veintisiete… Catorce… Ochenta…Treinta y seis… Cuarenta y cinco… Cincuenta y cuatro… ¡No puede ser! Voy de nuevo: Veintisiete. Veintisiete… Catorce. Catorce… Treinta y seis. ¡Treinta y seis! ¡Cuarenta y cinco! ¡Cuarenta y cinco! ¡CINCUENTA Y CUATRO! ¡LE PEGAMOS, JODIDO!

Ambos miraban a Ramón incrédulos. Lo vieron tirar la libreta al aire y saltar como un chiquillo. Adolfo corrió a buscar sus anteojos a su bolso, y las manos le temblaban tanto que los dejó caer dos veces. Recogió del suelo la libreta de apuntes, y se sentó tomando el boleto en mano. Su pierna derecha temblaba nerviosamente.

—Don Eddie, ayúdeme aquí que no puedo dejar que este viejito nos tome el pelo. Revisemos, venga.

Edward tomó asiento y comenzó a dictar números del boleto. Su voz vacilaba al ver el gesto afirmativo de Adolfo a medida que confirmaba cada cifra. A sus espaldas, Ramón no dejaba de bailar. Dictó el último dígito y Adolfo removió sus gafas.

—Caballeros: ¡somos millonarios! ¡Hemos pegado el premio mayor! —dijo solemnemente el ingeniero retirado, con su mano derecha pegada a su corazón.
Los tres caballeros se fundieron en un abrazo; Adolfo soltaba lágrimas y risas. A Edward le faltaba el aire, a tal punto que tuvo que sentarse.

—¡Respire profundo, don Eddie! ¡No se nos vaya a morir ahora que valemos cinco millones de dólares!

—¡Es que no lo puedo creer, Ramón! ¡Nunca he ganado nada en mi vida! ¿Cómo le fuimos a pegar a la lotería?

La onda sísmica de emociones provocó que los septuagenarios brindaran como que no hubiera mañana. Planificaron irse en un crucero, o tal vez comprar un yate. Pagarían un chofer para don Eddie, no podía seguir viajando en taxi el nuevo millonario del barrio. Acordaron que mejor los tres tendrían chofer, obviamente con un carro nuevo para cada uno. Reían al pensar que ahora sí se tendrían que cuidar de las jovencitas. ¡Serían irresistibles, aunque sea solo para hacerlas viudas adineradas! Aseguraban que no les ajustaría la vida para gastarse esa plata, por lo que debían apurarse con esos planes. Departieron hasta altas horas de la noche, embriagados en euforia. Se acostaron esa noche, pero durmieron poco. Soñaban en esa nueva vida que hoy habían recibido.

Eran las nueve de la mañana del domingo cuando Edward escuchó llaves que abrían la puerta principal. Le dolía la cabeza de la resaca, y pensó que debía de ser una artimaña de su mente en castigo por el abuso a la que la sometió anoche. Pero mucho para su pesar, no era una alucinación. Solo dos personas más poseían llaves a su casa: la empleada y su hija mayor, Hilda. Ninguna de las dos era bienvenida hoy.

—¡Hoy sí huele a trapiche este cuarto, papá! —refunfuñaba Hilda, mientras abría las cortinas y ventanas para ventilar la habitación.

—Buenos días, hija. No recuerdo haberla invitado el día de hoy. ¿A qué se debe la grata sorpresa?

—No necesito invitación, papá. Lo que necesito es que no tome tanto. Vengo a hacerle desayuno para que platiquemos.

—¿Desayuno? Debe de ser una plática seria porque no recuerdo la última vez que usted me acompañó a comer un domingo.

—Salga de la cama y haga lo que hace en su baño. Yo iré preparando el café.

Edward llegó al comedor envuelto en su bata. Hilda estaba entretenida arreglando las travesuras recientes de los tres ancianos. Tomó su café, tratando de disimular el dolor de cabeza con el fin de no dar más material combustible para el alegato de su primogénita. Al fin se sentaron ambos en la mesa, con jugo y tostadas regadas con mermelada.

—Papá, tenemos que hablar.

—Pensé que el momento nunca llegaría —exhalaba con ironía Edward, visiblemente incómodo—. Cuénteme para qué soy bueno.

—Me llamó hoy a primera hora Clara, la nuera de Adolfo. Me dijo una locura que ustedes ganaron la lotería, la del premio mayor. ¿Es cierto eso? —exclamó sin recato Hilda.

—No es locura, hijita —respondió Edward—, hemos pegado el grande.

—¡No puedo creer que usted no me haya llamado al saberlo! ¿Cómo puede ser tan egoísta?

—Vaya despacio, mi niña, yo hago las cosas a mi manera. Nos dimos cuenta ayer, y aún estoy celebrándolo con mis amigos. ¿Algún inconveniente?

—Usted siempre haciendo las cosas difíciles. Eso me dijo Clara, que le preocupa que usted pueda hacer una tontera. Mejor deme el boleto para guardarlo. Recuerde lo que dijo el doctor, que por su enfermedad usted ya no es confiable con las cosas importantes.

—Si a eso vino, ¡váyase de inmediato mejor! Nadie me va a ordenar cómo manejarme. ¡La única que podía hacerlo murió hace cinco años! —Se levantó y regresó a su habitación, cerrando la puerta con un fuerte golpe. Hilda sabía que había sido un error precipitado mencionar el alzhéimer, pero no encontró otra alternativa. Lo dejó ahí, conociendo lo terco que podía ser su papá.

El siguiente sábado, el «rincón de Edward» estaba inusualmente concurrido. Las familias de Edward y Adolfo llegaron a almorzar, algo sin precedente. De manera arbitraria, Hilda tomó posesión de la cocina y el asador. Por decreto de segunda generación, prohibieron el alcohol y el cigarrillo por el día, para no dar mal ejemplo a los niños.  El hijo de Adolfo, Roberto, llevó a sus hijos y sobrinos. La colonización infantil capturó la rocola como rehén, secuestrada y enmudecida. Tenían sus propios parlantes, de tamaño minúsculo pero de una potencia sonora ensordecedora. Justin Bieber, Selena Gomez y Kate Perry animaban la tarde. Dos de los niños capturaron la baraja de naipes, y en poco tiempo tenían el suelo alfombrado con cartas. El dominó estaba siendo utilizado para construir castillos en la grama. A los pequeños les pareció divertido derribar los castillos a patadas, entonces pronto se tenían piezas en todo el patio. También derramaron refresco en la mesa central, estropeando el fino fieltro especial para el juego del naipe. Ramón observaba en silencio cómo su rincón era destrozado por los infantes.

—¿Quién cumple años hoy, que tenemos casa llena? —preguntaba Ramón a Adolfo.

—Ojalá eso fuera. No puedo quitarme a mi nuera de encima desde que se enteró del premio mayor. Han llegado a cenar todas las noches desde el domingo. Roberto es como la mamá, sumiso y poco conflictivo. Pero la verdad, se encontró con una peligrosa tigresa. La observo y sus ojos delatan ambición. Me da hasta miedo por mi hijo.

—¿Y le estará pasando lo mismo a don Eddie con su hija? Yo a Hilda no la veía desde el velorio de la mamá.

—¡Cuando se huele el dinero, todo se transforma, Ramón! ¡Hasta parece que nos quieren y les interesa nuestra vejez!

Fue una tarde que transcurrió lenta y tensa. La fingida amabilidad entre generaciones era evidente y patética. Nadie mencionó el tema del premio. Todos partieron apresuradamente a las cinco, prometiendo que lo volverían a repetir el próximo sábado.

El martes por la noche, como ya estaba siendo costumbre, cenaban en casa de Adolfo con su hijo y nuera. Platicaban trivialidades mientras Clara le pidió a Roberto que recogiera la mesa. Cuando pudo quedar sola con su suegro, lo abordó sin rodeos.

—El viernes tenemos que ir a recoger el premio, Adolfo. Creo conveniente que don Eddie le entregue el boleto a usted, me preocupa que ese señor ya no sabe ni dónde pone sus placas.

—¿«Tenemos», Clara? No sabía que usted también ganó la lotería. Hasta donde yo recuerdo, el único ganador acá soy yo. Y por favor, no vuelva a referirse sobre mi amigo de esa manera.

—Usted sabe que lo hacemos por acompañarlo. Para eso es la familia, ¿verdad? Voy a ver un poco de televisión con Roberto antes de irnos, no lo atraso para que pueda irse a acostar.

Llegó Adolfo a su cuarto, inevitablemente molesto. «¡Qué descaro de mujer!» Se acostó, entristecido del tipo de esposa que escogió su hijo. Observó en su mesa de noche el auxiliar auditivo que nunca utilizaba. «Con este aparato, usted podrá escuchar a las hormigas reír, ingeniero», le había confirmado el doctor. Colocó el dispositivo en su oído derecho, y en efecto la calidad de sonido superó su expectativa. Caminó hacia el pasillo, y al solo salir de su puerta, pudo escuchar la conversación entre los esposos en su sala.

—Mira, Roberto, ya te lo dije, tu papá cree que se va a quedar con todo ese dinero. ¡Está loco el pobre viejo! Vos sabes cómo estamos de deudas y que no podemos seguir viviendo en esa pocilga a la que me llevaste. Así que vaya viendo usted qué va a hacer con su «tata».

—Clara, ¿cómo crees que le voy a quitar a mi papá el premio, después de todo lo que nos ha dado? Es su dinero y si nos quiere compartir, bienvenido.

—Igual de loco que tu papá, Roberto. ¿Qué nos ha dado tu papá? Te voy a contestar: ¡muy poco! No es suficiente. No me casé con vos para ser una pobretona. Así que, o lo compones, o te quedas solito.

Adolfo retrocedió a su cuarto. Había escuchado suficiente.

El viernes por la mañana, Hilda llegó a casa de Edward a las nueve. Estaba nerviosa, ya que toda la semana Clara estuvo acosando hasta el hastío sobre asegurar que todo saliera bien. Su papá estaba aún en el baño, así que se puso a preparar el desayuno. Al fin salió, y procedieron a comer.

—Papá, hoy tenemos que ir a reclamar el premio, ¿recuerda?

—Es imposible que lo olvide con su persistente insistencia, hija.

—Solo quiero ayudar. A usted todo le incomoda ahora de viejo —dijo Hilda, tratando de tragarse su inmensa ansiedad. Terminaron de desayunar en silencio. Procedió a su cuarto Edward, a terminar de arreglarse.

—Papá, son las diez de la mañana. ¿Ya está listo? Tenemos que salir en media hora si queremos asegurar llegar temprano por el tráfico.

—Hija, ¿usted agarró el boleto? No lo encuentro en mi carpeta.

—¿Cómo que no lo encuentra, papá? ¡No bromee con eso, por favor! —exclamó Hilda, dirigiéndose a toda prisa al cuarto de Edward.

Registraron todas las gavetas, las cajas, y los armarios. Sacaron todos los sacos de vestir donde a veces Edward escondía cosas de valor. Revisaron los pantalones y zapatos. Se arrodilló Hilda para repasar por debajo de la cama. Levantaron colchones y vaciaron cajones. Comenzó a imperar la desesperación.
A las diez y media llegaron Adolfo, Ramón y Clara, como lo habían acordado. Al ver la escena, de inmediato Clara se puso a gritar.

—Pero, ¿qué pasó? ¿Dónde está el boleto? ¡Esto es una pesadilla! ¡Suegro, ayúdele a Hilda a buscar! Don Eddie, por favor díganos adónde guardó el boleto. ¡Se lo ruego!

—Yo lo dejé acá, Clara, en mi gaveta. ¡Alguien debió tomarlo!

La casa estaba totalmente desordenada, como que hubiera pasado un tornado. Tiraban al suelo libros y gavetas, perdiendo la paciencia y el decoro.

—Don Eddie, por última vez, por favor díganos, ¿dónde escondió el boleto? —acercándose hacia él.

—Deje de cuestionar a mi padre, Clara. Usted sabe que su enfermedad le afecta gravemente.

—¡Me cansé de ser amable, viejo idiota! —gritó Clara en la cara de Edward—. ¡Usted ha arruinado nuestras vidas!

Levantó la mano y dio una fuerte bofetada que provocó que Edward cayera al suelo. Adolfo tomó por la espalda a su nuera y la sacó de la casa, con muchas mordidas en sus brazos. Tuvo que recibir varios puñetazos y demasiados improperios para meterla al carro y retirarse. Hilda ayudó a su padre a levantarse, limpiándole la sangre que tenía en su labio roto.

—Lo siento, papá. Nunca pensé que Clara se comportara así. Por favor, déjeme limpiarle la herida y olvidemos esto de una buena vez.

Ramón, siempre servicial y prudente, procedió de manera sigilosa a recoger el desorden provocado por la búsqueda del boleto, compadeciendo en lo que se había convertido la vida de sus amigos.

No volvieron a llegar las familias al «rincón de Edward». Adolfo nunca volvió a tener a su hijo y nuera en casa para cenar. Hilda no volvió a preparar desayunos para Edward. Quedaron más solos que nunca.

Varios meses después, estaban los tres caballeros degustando una sopa de mariscos con cerveza en el «rincón», cuando Ramón extrajo tres sobres de su chaqueta. Los repartió a sus colegas, los cuales lo tomaron extrañados.

—El día que ocurrió el pleito en su casa, don Eddie, me quedé limpiando y recogiendo el reguero que le dejaron. Conociendo sus hábitos, encontré su libreta de apuntes del mercado. Ahí había usted guardado el boleto. Tomé la libertad de esconder el boleto durante todo este tiempo, esperando que bajara la marea. En privado, cobré el premio y cada uno tiene frente a ustedes un tercio en cheques certificados. También, un pasaje para irnos a conocer ese crucero que decidimos el día que ganamos. Después de todo lo que han pasado, se merecen una vacación.

Los tres ancianos elevaron sus copas a brindar, con una sonrisa cómplice mientras se miraban entre sí. De inmediato, el «rincón de Edward» se llenó de carcajadas y sueños.

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