lunes, 24 de julio de 2017

Una vida diferente

Miguel Ángel Salabarría Cervera


El último lunes de agosto como a las nueve de la mañana, realizaba la visita inicial de cursos escolares de acuerdo a mi función de Asesor Técnico Pedagógico a un centro educativo; a la entrada tañí la campana, de inmediato acudió una señora encargada –ya de cierta edad-, nos saludamos, me abrió la reja para ingresar a la vez que me decía que iba a estar lavando los baños, que la buscara para que la abriera de nuevo y yo saliera.

El tiempo transcurrió, un día al llegar a la oficina encontré a la señora que me abrió la reja de la escuela, ignoraba su nombre y me atreví a preguntárselo, me respondió que se llamaba Olga Ramayo que tenía cincuenta y seis años de edad con veinte años de servicio como intendente.

Mientras llegaba el supervisor escolar, le pregunté que si entregaría documentación -porque era común que también hicieran esta actividad-, me respondió que no, que estaba ahí porque el director de la escuela consideró que sus servicios ya no le eran necesarios, debido a que había llegado una joven intendente; en este momento llegó el jefe de la oficina, siendo informado por Doña Olga de la razón de su presencia.

El supervisor me habló aparte, para decirme que averiguara que sabía hacer y en caso que no fuera «útil», la enviará a las oficinas centrales; encomienda que no me agradó por lo funcional de sus palabras, sin embargo debía de cumplir la encomienda.

Le invité a sentarse a un lado del escritorio que yo ocupaba y le dije:

―Señora Olguita, recuerdo haberla conocido en la escuela Juan de la Cabada Vera, nombre de un cuentista campechano ―le decía esto, para romper el hielo y la tensión que su rostro expresaba― ¿sabe? Siempre quise ser director de esa escuela… pero ya sabe cómo es el sistema.

Ella sonriendo me respondió:

―Sí, lo  sé. A usted lo mencionaban.

―Óigame ―continué― sé que usted era intendente, pero ¿podría decirme qué estudios realizó?

La señora cerró los ojos como repasando su vida, tras unos instantes los abrió, me fijó su mirada para decirme como añorando el tiempo ido:

―Le voy a contar: mi papá pensaba «a como los de antes», que las mujeres no debían de estudiar porque eran para la casa, con solo saber escribir y leer era ya suficiente, sin embargo yo no estaba de acuerdo, terminé mi primaria y estudié la secundaria en las mañanas, al salir me iba a casa de una maestra a hacerle el aseo —añadió― claro, me pagaba y con eso me costeaba mis estudios.

No pude menos que mostrar admiración y asombro por sus palabras, agregando:

—¡Qué interesante es su vida y el esfuerzo por salir adelante! ―emocionado dije― ¡Pero, ¿hasta ahí concluyeron sus estudios?!

―No, estudié dos semestres de preparatoria a escondidas, pero ya no pude seguir, porque mi papá me descubrió ―su rostro se notó triste al contestarme.

―Platíqueme, porque es interesante ―le expresé.

―De joven, entré a trabajar como empleada de mostrador en un comercio, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, al salir iba a la Preparatoria nocturna de seis de la tarde, llegando a mi casa minutos antes de las once de la noche; mi papá me decía palabras ofensivas: «seguro andas echando novio ¿quién sabe por dónde?». ―Prosiguió su relato―. Una tarde me espió a la salida del trabajo viéndome ingresar a la Preparatoria, se atrevió a entrar y me gritó: ¡vámonos a la casa, este lugar no es para mujeres!

Calló, se limpió los ojos, mientras yo guardaba respetuoso silencio ante la dramática experiencia de Doña Olguita.

Le ofrecí un café que aceptó gustosa, para continuar en forma espontánea su experiencia vivida:

―Sin embargo me sirvió porque aprendí a escribir a máquina, principios de administración y emplear la calculadora, ―su rostro denotaba expresión de entusiasmo― y pues como dicen: «nunca es tarde para aprender».

Me dio gusto escuchar esas palabras de una persona que a pesar de su edad tenía motivación para superarse; le dije que cuando regresara el supervisor hablaría con él, para decirle que era ideal candidata para quedarse en la oficina.
Ella, sintiéndose en confianza reanudó su narración:

―Ya solo me dediqué a trabajar y darle la mitad de lo que ganaba a mi padre como siempre lo hacía; así pasó el tiempo hasta que me casé con un hombre bueno es albañil, a veces tiene trabajo y en otras ocasiones no ―tomó un sorbo de café y prosiguió―, tengo tres hijos ya grandes, no me quejo me ha ido bien. Ahora tengo este trabajo desde hace veinte años, aunque gano poco por ser municipal, sin embargo tengo todas las prestaciones de ley.

―El supervisor salió a una junta a la Secretaria de Educación no sé si regrese hoy, ―le dije― pero vuelva mañana a la hora de trabajo.

Muy temprano, le comenté al jefe de la oficina lo platicado con la señora, él más preocupado por sus relaciones políticas y sindicales, solo me dijo que si yo me comprometía a capacitarla y responder por su trabajo, no habría inconveniente; mi respuesta fue afirmativa.

Con el paso de los días, le fui enseñando la paquetería básica de computación, se mostraba dispuesta para aprender, normal que una persona de su edad tuviera dificultades para familiarizarse con esta herramienta tecnológica, pero las suplía con voluntad, también de manera paulatina se adentró en el manejo administrativo de la  oficina.

Ocurrió que Doña Olguita, se convirtió en una excelente secretaria, siendo «el brazo derecho» de la oficina, llegando a desplazar a la otra secretaria que tenía plaza de otro nivel y mayor salario.

El tiempo transcurrió y llegó el momento de mi partida, había cumplido el tiempo reglamentario para jubilarme; cuando le di la noticia a doña Olga, se sorprendió de sobremanera, comenté que no era inmediato pero sí iniciaría los trámites; sin embargo comprendió que eran parte de los derechos a los que tienen los trabajadores y que así es la vida.

Al llegar mi último día de trabajo, cumplí con las formalidades de entrega-recepción al supervisor escolar, me despedí del personal y al final le  dije a Doña Olguita:

―Me dio mucho gusto conocer su historia, ¡créame, le admiro como se ha superado! Le deseo lo mejor; ella sonrió y nos despedimos.

Pasado unos meses, me encontré al supervisor y le pregunté por Doña Olguita, me respondió:

―Tramitó su cambio y demostró que tenía conocimientos de computación, por lo que su sindicato le tramitó una nueva categoría y tiene un ingreso superior, ―continuó― está trabajando ahora en la oficina de Desarrollo Social del municipio.

Nos despedimos, me encaminé a mi casa, con una sonrisa de satisfacción.

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