Víctor Purizaca
Yo mismo animé a Clemente
Alegre para que consiguiera el libro. Nos ayudaría para hacer tareas. Había
empezado la clase de Historia Universal con César Fernández. Era un hombre que
frisaba los cincuenta años, tez clara, ojos marrones, de «eses» y «erres»
marcadas, había nacido en Puquio y la reminiscencia de su lengua materna daba
paso en su hablar cotidiano. Era tutor de aula, profesor de inglés y de
Historia Universal. Al introducir el tema del día hacía la ronda de preguntas,
todo segundo de secundaria callaba ante la incesante balacera de
interrogaciones, tres «huelepedos» siempre levantaban la mano: Godoy, el
gordito sabelotodo; Capuñay, un empeñoso flacuchento siempre propenso a las
bromas; Arenaza, un jugador de básquet fuera de serie y que leía más que el
promedio del salón.
Mi amigo Alegre era alto
para sus trece años, trataba de pasar desapercibido entre el enjambre de
cabezas, César Fernández había incluido un par de preguntas sobre Atila el rey
de los hunos en la última clase y la desatinada respuesta plagada de tartamudez
del Triste fue que nació en Germania doscientos años antes de la fecha real. «¡Qué
triste respuesta, Clemente! ¿¡Atila germano!?», sentenció el profesor. Una
carcajada unísona y retumbante cubrió la solemnidad del salón. Desde aquel día,
en el recreo, en la salida, en el paradero ya no era Clemente Alegre sino
Triste. En la cancha de fútbol; «Pásala la pelota Triste»…o «qué triste eres
huevón… jajaja». Respondía con un par de carajos o con un escupitajo al suelo.
Esa semana concurrimos a
repasar un par de veces en casa de él; puntualmente llevaba los resúmenes de la
enciclopedia de Espasa Calpe que la revista Caretas
obsequiaba como suplemento semanalmente. Su mamá, una agraciada y esbelta
mujer, no pasaba de los treinta y cinco años, nos preparaba unos juanes con
cecina, deliciosos. Su papá era un ingeniero petrolero, empleado de Petroperu,
bromista y risueño. Blancos, colorados y altos como él, no disimulaban su forma
peculiar de hablar, siendo el Triste, quien escondía, notoriamente, las
tonaditas finales en las frases que soltaban los loretanos. Eran agradables y
acogedores. A pesar que habíamos estudiado en el colegio Champagnat desde
pequeños solo en ese año fraternizamos hondamente, teníamos aversión hacia
César Fernández, su risa, sus burlas, el olor a Old Spice mezclado con la
hediondez del sudor de sus axilas. Las cuales decoraban húmedamente su exclusiva
camisa Van Heusen.
Un sábado en la tarde
los papás de mi amigo, el vapuleado, habían asistido
a un almuerzo de un compadre en Cieneguilla. Jugamos básquet y almorzamos
en el Tip Top de la
avenida Pardo. Luego en su casa descansamos en la sala, sobre unos muebles
marrones aterciopelados, eran las tres. Alegre se ausentó y
enrumbó a su cuarto. Sobre la mesa del comedor observé un libro marrón, hojas viejas, olía a naftalina, y el color era de
un ocre atosigante. Pasta gruesa. Ya duchado y cambiado Clemente encendió el
televisor, comenzaba un especial de Matlock
en canal trece de televisión.
–Oye, este libro, ¿de qué
es? –el Triste desvió la mirada del televisor mientras acomodaba sus piernas en
el respaldar del sillón.
–Es un libro de magia, de
brujos, es verídico, mi tía, la que te conté que vivía en Nauta lo ha traído.
–Señaló mi amigo.
–De la selva su libro,
habla pues, alucinaaaante, ¿lo has leído?
–He ojeado un par de
estrofas, unas hojas, si fuera supersticioso me daría escalofríos.
–Como los Grimorios de
San Cipriano de la clase de Religión de Baltasar –señalé acucioso.
–Sí, es definitivamente demoníaco,
jajajaja.
–Llama a tu tía, huevón.
–Está arriba descansando,
se ha empujado un tacacho asesino, jajaja.
–Llámala, que nos haga un
trabajo. Para el apestoso de Fernández, semejante antipático, te ha convertido
en un lornaza –piqué a mi amigo para que tomara la idea como suya. Acerté.
–Ah que sí, buena idea.
¡Tía, tíaaaaa!
Una mujer delgada,
blanca, nariz colorada, ojos marrones claros, gestos delicados y finos, como la
de una edulcorada anciana desapercibida en un parque infantil. Aquella imagen
se esfumó cuando con una voz aguardentosa vociferó:
–¿Qué carajo quieres,
chiquillo?, ¡oyeee!
–Hay un profesor de
Historia del colegio, queremos amarrarlo, dejarlo quieto para que no nos
humille más.
–Taparle la boca quieres
–masculló la anciana. Mirándonos fijamente recorrió la sala y de un manotazo
asió el libro, se limpió los ojos con paciencia y buscó entre las primeras
hojas, humedeció sus dedos con la lengua y pasó tres hojas más; casi de un
suspiro se detuvo en las líneas: …el Señor me protege, su lengua es mi lengua,
mi alma es de aquel…pronunció tres números: seis, tres, tres y llamó con un
gesto elevando las cejas a su sobrino—: Lee acá huambrillo, esto no es un
juego, si lo llamas el trabajo se hará –espetó la mujercita sin retirar la
mirada de mi amigo.
Para tomar nota yo era
más prolijo, destacamos lo más relevante en un cuaderno cuya carátula era un
mapa del Perú, eran los promocionados cuadernos populares de esa época. La
señora, dulce hechicera, Elena Reátegui, era reconocida en su tierra por hacer
“limpias”, “amarres” y “trabajos” de toda índole. A su casa en Nauta no sólo
iban autoridades como alcaldes, prefectos y regidores selváticos y limeños de
diferentes municipalidades. Desafiaban ríos y caudales en lanchas hechizas,
muchas veces. Era eficaz y no podía faltar en la fachada de su casa un pequeño
poltrón donde se vendían tragos y brebajes a la sazón, “sieterraíces”,
“rompecalzón”. En sus “hechizos” habían caído infieles, estafadores, malos
hijos y malas madres, brotaba en torno a ella el olor a palo santo y usaba en
sus manos, antes de realizar cualquier trabajo, grasa de caimán para acariciar
prendas del dañado o del dañador. Tenía sobrinos que crecieron en Lima y ante
las interrogaciones de estos siempre respondía: «El daño existe, hijo, el daño
existe». Clemente la tenía como tía querida y desde niño si bien en su casa no
recurrían a utilizar estas costumbres, no las tenía como ajenas y creía, con la
fe ciega que los cándidos muestran, denodadamente en ellas.
El lunes asistimos al
colegio, a primera hora tuvimos con el Gato Gálvez, fórmula de la parábola y de
la elipsis. Qué aburrido. Después del recreo llegaría Fernández. El hermano
Rafael había comentado que estas últimas semanas había estado con dolores
estomacales fuertes y rondaba los tres certificados médicos. Ingresó tarde pero
acudió a clases. Se le ocurrió preguntar quién era Alejandro Magno y a quién
legó su imperio.
–¡Alegre! ¿Qué nos tienes
que decir? –socarronamente se dirigió al despavorido muchacho.
–Sé que recorrió el Asia Menor
y tomó varias ciudades y… bueno… bueno…
–Esa es una respuesta de
alguien que no sabe, qué triste andas… mejor lee porque vas a acabar mal…
Las risas proliferaron y
al unísono humillaron a mi amigo. Arenaza intentó darle un golpecillo en la
cabeza al Triste, lo detuve con un empujón sin que nadie lo advirtiera, mandó a
callar a todo el salón don César. Alegre entrecerró los ojos disimulando el
enojo, sus orejas se tornaron rojas y calientes, el. Ya conocía esa mirada. El
panzón se lo había buscado. Mi colega esperaría el martes en la noche para
“trabajarlo”, como le dijo doña Elena, harto palo santo y grasa de caimán; su
respiración ya dejaba de entrecortarse.
La casa había sido
despejada, el martes, sus papás no estaban, temprano en la mañana Alegre me había
hecho prometer que lo acompañaría en la noche, doña Elena iría también. La
sesión fue extraña, eran las ocho de la noche y les mencioné a mis papás que
dormiría en casa de mi humillado amigo, pues existía un trabajo por presentar
en Arte, al día siguiente. Ocho y treinta y todo era humo, palo santo, el libro
descansaba abierto sobre el mesón del comedor, doña Elena estaba en paños
menores, un camisón blanco transparente, sin sostén, un calzón fino y tejido,
sentados en las sillas de la sala nosotros acompañábamos la sesión del otro
extremo y frente a ella nos deleitábamos con sus gestos y gemidos. Cuando
realizaba las invocaciones, por un momento pensé que la tía estaba arrecha,
tornaba los ojos volviéndose blancos.
–¡Hijo! Trae de tu profe
la foto. —Estiró la mano dirigida a Clemente.
Elena sabía lo que era
humillación, lo había sufrido años antes, en Iquitos, en casa de un prefecto;
solo por eso lo ayudaba, susto quería darle al profesor colorado, arrogante,
qué se habrá creído.
Inhaló una vez, botó
primero, inhalo de nuevo, exhaló más fuerte, la foto se inundó de improperios,
de grasa de reptil, de humo, mucho humo. El cigarro se consume. Abrí los ojos y
cerré la boca, no me imaginaba que estaba sucediendo, era algo que nunca vi ni
volví a ver. Alegre atinó a estirar sus dos brazos y sus manos recogieron la
foto. Doña Elena, exhaló humo y me miró fijamente, se me detuvo la respiración
por un momento, el rostro se le volvió angelical y los ojos se tornaron rojos,
casi como si se hubieran ensangrentado. Daba una sensación de dulzura y
atracción tal como Belcebú tiende a mostrarse a los desprevenidos. Fue casi de
inmediato que Clemente me lanza un codazo en el hombro izquierdo y yo salgo del
trance.
–Vamos, ya está, mi tía
me dice que vayamos a un cementerio a enterrar la foto de Fernández –jalándome
rumbo a la puerta. Me señaló la entrada de calle donde nos esperaba su primo,
Reynaldo Alcalde, que estudiaba en el San Antonio Marianistas del Callao y
jugaba en el Cantolao y para esa época manejaba el Datsun verde de su papá, nos llevaría al cementerio Baquíjano y
Carrillo del Callao. Enterraríamos a Cesitar Fernández, su foto recortada,
sacada de un álbum de aniversario del colegio, no más Atilas, ni más Alejandro
Magno de pacotilla, ni burlas.
La cara de Fernández, con
sus patillas muy setenteras, lucía con un poco de tierra, un poco más y más,
hasta que desapareció por completo, Clemente iba rezando, rezando hasta que se
cumpliera todo, todo lo que su tía le mencionó que tuviera cuidado. Reynaldo
acompañó a su primo, pero él no entraba en cojudeces. Yo lo esperé junto a la
tumba mas no participé en el ritual, ni en el rezo. Solamente precipité la
revancha con dos o tres palabras de más. Todo discurría ágilmente. No pensaba
volver a hacer eso. Reynaldo de regreso a la casa Alegre no tocó el tema en lo
más mínimo, ese muchacho solo hablaba del partido entre Unión Huaral y el Boys,
rosado hasta la médula. Al llegar a la casa doña Elena yacía dormida en el
sillón de la sala, los senos rosaditos se le translucían. Comimos dos panes con
mortadela en la cocina mientras conversábamos de las clases del Gato Gálvez, y
qué tarde se nos iba a hacer. Nos fuimos a dormir, el Triste en su cuarto y yo
en la habitación contigua que normalmente siempre permanecía cerrada.
Dos semanas siguieron a
esa noche en el cementerio, conseguimos unas antorchas medianas en forma de
estrella, era el inicio del mes mariano, recorríamos el patio en un mar de
antorchas rezando, y por momentos el director exhortaba a una parada mientras
los padres tomaban fotos y pedían a la Virgen que intercediera por nosotros.
Pocas estrellas en aquella noche. Arenaza iba tras nosotros haciendo bromas sobre
el pantalón de Capuñay, lanzaba risas disimuladas y Merino, un esperpéntico
niño, con pinta de tísico, le seguía observando el modelito del muchacho. De
reojo mirábamos, escondíamos la risa, sin advertirlo comenzó a humear el
pequeño velón, miré a todos los lados y sobre mi cabeza ardía como una tea
olímpica la antorcha mariana de Alegre. De un golpe la lanzó al suelo,
Pichilingüe, el de seguridad del colegio, acudió con el extinguidor. Dos días
después Fernández, desapareció, no más Atila, no más Alejandro el Magno, no más
yankee doodle dandy, himno favorito en las prácticas de inglés del maestro
burlón. Había rumores pero nada claro. Sus dolores estomacales se tornaban cada
vez más fuertes y recurrentes.
Cuesta trajo la novedad
el viernes después de educación física, que estaba en el hospital Almenara en
el piso oncológico, miss Tita y el hermano Rafael lo habían ido a visitar.
Alegre y yo nos miramos, mientras el gordo Cuesta describía la cara, el lugar
de César Fernández; la foto, el entierro, se pasó de vueltas la tía de
Clemente. Yo había sido testigo y cómplice. Me despedí raudamente y tomé el
bus. En mi casa rebusqué en una casaca del armario de mi papá, un rosario,
obsequio de la tía Tere, devota de la beatita de Humay. Recé con devoción, con
temor incontrolable, me comí las uñas, tengo que reconocerlo, me daba
escalofríos ver al profesor color jamón serrano postrado en una cama.
El lunes antes de la
formación, Clemente recorrió el patio meditabundo, no me devolvió la mirada
hasta que sonó el timbre que marcaba el tiempo de hacer filas y columnas. Se
inició la clase utilizando subjuntivos y adverbios poco usados con Sánchez de
Lenguaje, mi amigo estaba más encorvado que nunca sobre su carpeta. Ya en el
recreo le increpé asustado, me miró y pronunció dos palabras, señaló la capilla
del colegio y fuimos. Quiso entrar, algo lo detuvo, colocó sus manos en los
pantalones, volvió a las escaleras que dan al estrado del colegio, depositó su
trasero en el suelo y comenzó a mirar al patio. Regresé a la capilla y tres
padres nuestros por el profe César. Ya en el segundo avemaría se escuchó la voz
de Chiricuto, anunciaba el regreso a clases.
El hermano Pancho había
ido con el gato Gálvez y a la semana ya sabíamos que lo del profe César era
grave, ya no era un rumor, el cáncer terminal, diseminado por el colón, por el
cuello y la garganta, no podía hablar, era escalofriante solamente imaginar el
tránsito de dicharachero y locuaz a pobre hombre inmóvil, mudo, enfermo.
Clemente como presagiando el hecho, se volvió incógnito, si bien sonreía y
hablaba de otros temas, trataba de pasar desapercibido el mayor tiempo posible;
su tía, cuando lo comentó en un recreo, había regresado a Nauta, con la grasa
de caimán en potes y con la advertencia que con el demonio no se juega.
Cerca al veintinueve de
junio, tuvimos la idea Merino, Arenaza y yo de ir a visitar al profe, nos daba pena
la situación en que se encontraba, era un martirizador, pero nadie deseaba, a
pesar de algún exceso de palabras, la muerte a nadie. Iríamos el feriado pues
era una fecha en que el hermano Pancho nos ofreció la camioneta del colegio
para ir, Alegre declinó, no quiso verlo pues a pesar de que disimulaba su
desazón no sabía cómo explicar la culpa que sentía por la enfermedad de tan
ilustre profesor del Champagnat. Era sus últimos días. «Tienen que ir a verlo»,
sentenció Pichilingüe, en la puerta que daba a la calle de las pizzas.
Ya el veintinueve,
Merino, Arenaza y yo nos habíamos reunido en la puerta frente al colegio La
Reparación, lloviznaba como en Lima se acostumbra por esos meses. El hermano
Pancho nos esperaba dentro, el chofer terminaría de almorzar ya que las visitas
en el hospital eran a partir de las cuatro de la tarde, el olor de La Tranquera,
sus deliciosas carnes a la parrilla y al carbón inundaban todo. Casi de
improviso el hermano nos dijo que fuéramos a la esquina para llevarnos,
caminábamos sin prisa cuando una camioneta Suzuki cruza la avenida Pardo y un
sacudón llena de ruido con un golpe seco el tráfico de Miraflores. Casi
presintiendo, Merino y yo corrimos y Arenaza nos seguía con un paso apurado
pero no con la misma velocidad. Una mujer gritaba, implorando una ambulancia,
casi al llegar a la esquina vimos la figura de un hombre largo y colorado
tendido en la pista, la sangre recorría su frente y los hombros. El Triste
yacía en el pavimento. Yo solo me imaginaba la cara de Fernández enterrada en
la tierra. Y la tía de Alegre señalándonos, mientras terminaba su cigarrillo,
al terminar la sesión del hechizo, que
no se debe correr cuando llueve y menos
frente a autos.
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