Bérnal Blanco
—Hola!
Tudo bem? —me dijo la niña en el comedor, acercándose a mí. Recién nos
habían servido el desayuno.
Su saludo me pareció un tanto extraño,
pero sin prestar mucha atención, respondí:
—Hola, sí, muy bien. ¿De dónde eres?
—Eu
sou de São Paulo, Brasil.
—¿De Brasil? —pregunté, para verificar
si lo que había escuchado era lo correcto.
—¡Ajá! —confirmó ella.
—¡Wow! Nunca había conocido a nadie de
Brasil —continué, mostrándome más amistosa e interesada en lo que me decía, y
entonces agregué—: ¿Y qué haces aquí en Litoral?
—Yo
estou de passeio con minha familia.
Entendí algo de una familia y supuse que
entonces había venido de viaje con sus papás. En seguida, los guías de las
actividades del campamento en el que íbamos a participar nos urgieron a
apresurarnos. Una de las muchachas nos dijo:
—Niños, por favor, no se distraigan y
desayunen bien. Nos espera un día lleno de mucha actividad física. ¡Así que a
comer!
Ante aquella indicación, mi nueva amiga
y yo detuvimos nuestra conversación para saborear las frutas y los huevos
revueltos que nos habían preparado.
Unos minutos después, y con curiosidad
por saber más de ella, le pregunté:
—¿Cómo te llamas?
—Eu
sou Maria Eduarda, mas você pode me llamar de Duda.
De esa manera supe que se llamaba María
Eduarda pero no comprendí más, así que de nuevo tuve que preguntar.
—¿Duda qué?
—Em
Brasil las Marias Eduardas são llamadas de Duda.
—¡Ah, ya entendí! Es que aquí «duda» es
otra cosa. ¿Entonces te puedo llamar Duda?
—¡Ajá! —respondió, muy amistosa.
—Me parece extraño, pero está bien.
Hola, Duda, yo me llamo Abril —le dije, extendiendo mi mano—. ¿Cuántos años
tienes?
—Eu
tengo dez anos. Y você?
—¿Qué? —pregunté de nuevo, toda apenada.
—Eeehm!
Qual é su idade? —me dijo, tratando de buscar otra forma de preguntarme lo
mismo.
—¿Mi edad…? ¡Ah, nueve años! ¿Y la tuya?
—¿La tuya? —Fue ahora ella quien no
sabía qué cosa preguntaba yo.
—Sí, tu edad. ¿Cuántos años tienes?
—¡Ah! M’idade. Ya te dije, eu tengo dez.
Entonces, usando mis manos le mostré mis
diez dedos para preguntar si estaba hablándome de «diez». Mientras tanto, mi
cara hacía gestos de pregunta.
—Ajá —me respondió. Temí que con tanto
«ajá» ella no estuviera entendiendo nada de lo que yo decía.
Y cambiando de tema me preguntó:
—Y
te gosta del acampamento?
—Sí, me parece muy lindo. Otros años he
venido —le respondí, empezando a sentirme más cómoda con su forma de hablar.
Y cambiando de tema otra vez:
—Você
gosta da comida?
—¡Hummm! Claro que sí. Este desayuno me
parece exquisito —respondí, enfatizando esa palabra que le escucho tanto a mi
mamá.
—Exquisita?
Por que? Eu achei bem deliciosa.
Mis gestos de angustia volvieron. No fue
necesario preguntar. Duda agregó.
—O
Brasil é a palavra «exquisito» significa «raro».
—Ah, no. En español «exquisito»
significa «riquísimo». Bueno, eso es lo que dice mi mamá.
—Ah, okey,
ja entendí.
Duda
y su familia eran turistas que habían llegado a Litoral dos semanas atrás para
disfrutar en mi ciudad de unas merecidas vacaciones. Estaban hospedados en un
hotel de playa y tenían mucho interés en aprender el español. Sus papás
consideraron el campamento como una excelente idea para que Duda pudiera comunicarse con otros
pequeños de su edad.
El campamento se realiza una vez al año,
en el Monte Mirador, durante el tiempo de vacaciones. Es organizado por los
bomberos y un grupo de guías jóvenes lo dirigen. Permiten la participación de
niños que tengan entre ocho y doce años y todas las actividades se realizan al
aire libre, en el jardín del hotel, cerca del faro de Litoral. El Monte Mirador
es un lugar montañoso y pese a estar alejado del mar, si uno camina a la parte
más alta y se acerca al borde, se puede ver el golfo de Litoral a lo lejos,
pintado de azul profundo. Una brisa leve y refrescante parece traerte el olor
de las playas.
Duda
era un año mayor que yo y estaba encantada de que la hubieran inscrito en el
campamento. Era nuestro primer día y recién habíamos llegado a tiempo para el
desayuno.
Un rato más tarde, como primera actividad,
cada niño debía instalar su tienda de campaña. No era tarea fácil, así que los
guías nos ayudaron. Mi tienda y la de Duda
quedaron armadas una al lado de la otra, suficientemente cercanas como para que
por la noche nos sintiéramos acompañadas. Después de un rato, la diferencia de
idiomas dejó de ser un problema y si no podíamos con las palabras, nos valíamos
de señas o gestos para comunicarnos. Pasamos un día fabuloso, bañados en
bloqueador para protegernos del sol intenso. Duda y yo participamos en cuanta actividad organizaron los guías.
Al anochecer, nos permitieron meternos a
la piscina del hotel, instalada bajo techo. El agua estaba calientita. Después
de tanto correr y brincar durante todo el día, resultó muy sabroso darse un
chapuzón. Más tarde cenamos. Luego, un señor que tenía mucho conocimiento vino
y nos dio una charla muy interesante acerca de las abejas. Nos contó que en el
Monte Mirador había una gran variedad y él era un especialista en conocerlas y
tratarlas. Finalmente, aunque no queríamos, había llegado la hora de ir a
dormir. Esa noche, no había nubes sobre el cielo de Litoral y las estrellas se
podían apreciar en todo su esplendor. Duda
y yo nos dimos las buenas noches mientras una brisa fresca ondulaba nuestros
cabellos. Había que aprovechar el sueño pues debíamos mañanear.
§
Dormí riquísimo, pero desperté
sobresaltada. El sol calentaba la tienda y entraba mucha luz. «¡Qué extraño,
los guías no vinieron a despertarnos!», pensé. Entonces salí de la tienda y
escuché a lo lejos el ruido de un camión. Parecía que yo era la primera que se
levantaba. Caminé un poco, subiendo la pequeña colina. Desde allí pude ver el
hotel y me pareció como si nadie estuviese trabajando allí y tampoco hubiesen
huéspedes. «Ayer se veía mucha gente», me dije a mí misma nuevamente. Corrí a
la tienda de Duda.
—Duda,
Duda, ¿estás ahí? —grité desde
afuera.
Respondió de la misma manera que lo hago
cuando, por las mañanas, mami entra a mi habitación y me llama para ir a la
escuela.
—O
quê? —dijo.
—Duda,
levántate. Algo pasó mientras dormíamos. Todos se fueron.
Ella salió de la tienda y entonces me di
cuenta que no había entendido nada, sin embargo, por el tono de mi voz sabía
que algo malo, o extraño, sucedía.
—Onde
estão todos? —me preguntó.
—No lo sé. Los guías no están y no se ve
gente en el hotel.
—Vamos
chamá-los todos —dijo, con una gran determinación.
Ella empezó a llamar a los demás,
gritándoles en portugués. Parecía decirles que se levantaran rápido. Entonces,
yo hice lo mismo. En un momento, todos habían salido de sus tiendas, medio
dormidos aún, preguntándonos qué pasaba.
De repente escuchamos un gran estruendo.
Volvimos a ver hacia todos lados, buscando qué lo producía. Uno de los niños
del grupo gritó:
—Son aquellos árboles, vean, se están
cayendo.
—¿Qué pasará? —pregunté, gritando.
El camión que había escuchado al
levantarme podría ser el culpable de derribar aquellos árboles. ¿Sería eso? En
caso que sí, ¿por qué lo estarían haciendo?, pensé.
—Vamos
lá para ver melhor —sugirió Duda.
Todos corrimos a un un montículo desde
donde podíamos tener una mejor vista de lo que sucedía. Nos quedamos
espantados. Colina abajo habían dos árboles recién caídos. Notamos un par de
personas que avanzaban hacia donde estábamos. Se les veía asustados y con sus
manos parecían espantar algo invisible.
—¿Qué les pasa? —preguntó una niña a
nuestro lado.
—Parece que escapan de algo —gritó
alguien más.
—Sí, sí, pero ¿de qué? —cuestioné.
De repente supimos la razón. Eran
abejas, muy enojadas porque les habían destruido su colmena cuando los árboles
cayeron. Segundos después, estaban a punto de alcanzarnos a nosotros también.
—Son abejas —gritó alguien.
—Corramos —gritamos todos.
El cielo parecía oscurecerse. Era un
enjambre de miles y miles de abejas, que al parecer querían atacarnos. Estaban
irritadas y dispuestas a picarnos muchas veces. ¿Por qué nos atacaban si no les
habíamos hecho nada?
—Tenemos que entrar a las tiendas
—sugerí.
—Vamos —gritaron ellos.
—Duda,
vamos a mi tienda —le dije.
Ella y yo logramos entrar rápidamente.
Los demás hicieron lo mismo yendo a la primer tienda que encontraban
disponible, cerrando a toda prisa.
—Duda,
tenemos que llamar a Rubí.
—¿Que qué?
—Rubí. Ella es una máquina extintora que
trabaja con los bomberos. Ella sabe cómo ayudarnos —le explicaba, mientras
buscaba en mi mochila, con manos temblorosas y torpes.
—Eu
não quero morrer —dijo, casi empezando a llorar.
—¿Morir? No, no. Rubí nos ayudará.
Por fin encontré el intercomunicador que
Rubí me había regalado. «Cuando estés en peligro, solo cuando estés en peligro,
usa este aparato y llámame», me había dicho Rubí al terminar de apagar el
incendio forestal alrededor del faro.
—Rubí, ayúdame, ayúdame —grité,
presionando fuertemente el botón rojo del aparato.
No había respuesta.
—Rubí, soy yo, Abril, por favor,
escúchame. Estamos en peligro.
Mientras tanto, afuera de la tienda, se
escuchaba el zumbido de las abejas que, por cientos, o más bien, por miles, se
posaban sobre nuestras tiendas y trataban de herirlas con sus aguijones.
—Abril, ¿estás ahí? Te copio. Dime qué
sucede.
—Por fin, Rubí, por fin. Estoy en el
campamento de niños de los bomberos en el Monte Mirador. Hay un enjambre de
abejas que nos están atacando. No sabemos dónde están los guías y todos estamos
en peligro.
—Presiona el botón verde, Abril. De esa
forma, el aparato emitirá una señal de tu localización. Iré a recoger a los
guardabosques, que saben mucho de abejas y luego iré por ti y tus amigos.
—Por favor, date prisa. Hay muchas
abejas y nos atacan.
Entonces, Duda y yo nos abrazamos muy asustadas, pensando en que en cualquier
momento podrían atravesar la tela de las tiendas de campaña. Nuestra tienda se
oscureció.
Mientras tanto, Rubí salía de la
estación de bomberos furtivamente y se elevaba por el cielo de Litoral a toda
velocidad, hacia el Monte Mirador. Pasó por sus amigos, los guardabosques, y
luego continuó su viaje velozmente hacia donde estábamos nosotros.
—Creo que ya viene —dije a Duda.
A través de una pequeña ventana de la
tienda logramos ver aterrizar a Rubí y, de inmediato, como si fueran unos
astronautas guerreros, de su cabina salieron cinco personas totalmente
cubiertas, vestidas con trajes especiales antiabejas.
—Que
coisa é essa?
—Es Rubí, mi gran amiga, la máquina
extintora.
—E
quem são eles?
—Son personas que vienen a salvarnos
—respondí.
En segundos, los guardabosques, usando
una especie de grandes pistolas, empezaron a lanzar como bocanadas de humo
sobre las tiendas. Entonces, el zumbido disminuyó y las tiendas se iluminaron
de nuevo. Vimos a tres de los amigos guarda parques empezar a correr tras las
abejas, en dirección de los tractores mientras los otros dos vinieron hacia
nosotros.
—Chicos, permanezcan en las tiendas, las
abejas empezarán a irse, poco a poco.
Estábamos muy alarmados y llenos de
miedo. Pasados unos minutos que se hicieron eternos, alguno de ellos dijo:
—Bien, niños, tenemos que movernos a un
lugar seguro. Así que vamos a empezar a salir de las tiendas uno a uno y en
grupo de cinco van a correr hacia la cabina de Rubí. De allí, ella los llevará
al hotel, donde podremos estar a salvo. Mientras Rubí lleva un grupo, el resto
volverá a entrar a sus tiendas, para no correr ningún peligro mientras esperan.
—¿Y quién es Rubí? —preguntó uno de los
nuestros.
—Oh, pequeño detalle —respondió una voz
desde uno de los trajes antiabejas— Rubí es el camión de bomberos que nos
trajo hasta acá.
—Y es mi amiga —agregué yo, muy
orgullosa.
Se oyó algo así como un «¡Ohhh!».
El primer grupo, entre los cuales íbamos
Duda y yo, corrimos desde las tiendas
hacia donde estaba Rubí. Debíamos avanzar un buen trecho antes de alcanzarla.
Al subir al montículo desde donde se veían los tractores, observé a los guarda
parques buscando entre los árboles caídos. «¿Qué buscarán?», me pregunté.
—Abril, no te detengas —me gritó uno de
ellos, que recordaba mi nombre porque nos habíamos conocido en la aventura del
faro.
Entonces volví a tomar carrera tratando
de alcanzar al grupo que me había sacado ventaja. Pero un número pequeño de
abejas, que al parecer no había sido ahuyentado por el humo, volvió al ataque.
Entonces, cuando iba corriendo tras mis compañeros y estábamos a punto de
entrar a la cabina de Rubí, sentimos el ataque. Se nos enredaban en el cabello,
nos pegaban en la cara, las sentíamos en la espalda, volaban rapidísimo entre
nuestras piernas. El grupo perdió el control, mis amigos se quitaban las abejas
de encima, igual que cuando a uno lo pican muchas hormigas.
Cuando pudimos entrar a la cabina, los
guarda parques cerraron la puerta y de inmediato uno de ellos, utilizando la pistola
de humo, lanzó grandes ráfagas que provocaron que las abejas empezaran a
retirarse. Rubí bajó los vidrios de las ventanas y encendió su sistema de aire
que ayudó a espantar las abejas que habían logrado entrar a la cabina y
dispersar el humo. Sin embargo, quedaron unas cuántas adentro y de ninguna
forma pudimos evitar que nos picaran.
A mí algunas se me enredaron en mis
rizos y sin darme cuenta, otras dos aguijonearon mi espalda. ¡Qué gran dolor
sentí! A Duda la picaron en un hombro
y a los otros en los brazos y las piernas. Todos gritábamos, llorábamos,
tosíamos por el humo y nos sentíamos muy mal. Rubí, sabiendo la emergencia, se
elevó rápidamente y un par de minutos después descendía en un lugar seguro al
frente del hotel. Pese al dolor, bajamos de la cabina y corrimos al hotel donde
estaríamos seguros. Allí, el guardabosques corrió dentro de las instalaciones
del hotel hasta encontrar la cocina. Consiguió hielo en cubitos, y nos indicó
envolverlo en servilletas para que lo aplicáramos directamente en las
picaduras. Nos ayudábamos unos a otros mientras el dolor, que al principio era
muy intenso, poquito a poco iba desapareciendo.
—Gracias al cielo —decía el
guardabosques— al parecer, ninguno de ustedes es alérgico a la picadura de las
abejas.
Mientras tanto, Rubí iba y venía,
trayendo consigo al resto de mis amigos. Ninguno de los otros resultó picado,
gracias a que la pequeña nube que nos atacó se había también dispersado al huir
de las últimas ráfagas de humo.
Pese al miedo y al dolor, la pequeña aventura
de haber volado abordo de Rubí nos había dejado a todos maravillados, pudiendo
olvidar un poco el peligro que habíamos vivido.
§
Cuando todos estuvimos juntos de nuevo,
uno de los guardabosques se quedó con nosotros, cuidándonos.
—Por
que eles atacam as abelhas? —preguntó Duda.
Él nos miró a todos como preguntando:
«¿de qué está hablando?». Yo salté y le conté de la nacionalidad de Duda,
entonces, él aprovechó el momento para responderle y a la vez darnos una
explicación muy interesante. Fue así como mientras sus compañeros trabajan
afuera, él nos contó la historia de las abejas africanizadas.
Este guardabosques resultó llamarse don
Genaro y había dedicado gran parte de su vida a estudiar esos insectos tan
interesantes. No solo las conocía, sino que también había llegado a sentir por
ellas respeto y admiración.
—En 1956 —comenzó diciendo don Genaro—
un científico brasileño…
—Será
que o meu país? —interrumpió Duda.
—Ajá —le aclaré yo, volviéndome hacia
ella y haciéndole una cara de sorpresa, como diciéndole, «¿viste?, ¡qué
coincidencia!».
Con una risa que contagiaba, don Genaro
continuó.
—Así es. Este científico quería crear
una raza de abejas capaz de producir grandes cantidades de miel —dijo, haciendo
un movimiento redondo con sus manos—. Pero no solo eso —agregó— este científico
quería que esa miel fuera riquísima.
»Entonces ideó un plan —decía, mientras
a nosotros nos capturaba con su historia—. Se fue para África, a un país
llamado Tanzania, donde existían unas abejas grandes que producían rica miel.
Su plan era traerlas desde aquel país y juntarlas con otras de Brasil para que
se reprodujeran. Allá en Tanzania, el científico se encontró una especie muy
valiente, cuyos miembros eran fuertes y agresivas, debido a que habían tenido
que aprender a sobrevivir a largas sequías y a ataques de muchos depredadores.
Resultaron ser lo que los científicos llaman hiperdefensivas y parecían
perfectas para el experimento de crear una nueva raza aún mejor.
»Todo iba muy bien. Después de la gran
expedición en el sur de África, nuestro científico logró dar con las abejas que
andaba buscando. Atrapó cuarenta y siete reinas africanas y las trajo con él,
con mucho cuidado, a Brasil. Él pretendía criarlas, digamos que quería
domesticarlas, y así hacer desaparecer el comportamiento hiperdefensivo.
»Sin embargo, algo malo, algo muy malo
estaba por suceder.
Todos prestábamos atención, olvidándonos
de que afuera, el resto de los compañeros de don Genaro mantenían una batalla
sin tregua contra. Como ellos iban protegidos con sus trajes especiales, las
abejas no podían hacerles daño, pero eran tantas, que les resultaba muy difícil
controlar su enojo.
Don Genaro continuó.
—Resulta que algunas de las abejas
reinas africanas se escaparon y ese fue el principio de un gran desastre.
—¿Cómo pueden causar un desastre unas
abejitas? —preguntó otra de las niñas del campamento.
—Bueno, lo estamos viviendo aquí mismo.
¿Ven la emergencia tan grande que están causando allá afuera? Pues bien,
déjenme decirles que esas abejas son descendientes de las africanas que fueron
llevadas a Brasil.
—¿Cómo es posible que abejas de Brasil
lleguen aquí a Litoral? —preguntó otro de nuestros amigos.
—Eso, mi querido amiguito, es lo que les
contaré a continuación.
»Como les dije, a nuestro científico se
le escaparon varias reinas. Huyeron por el bosque y fue imposible atraparlas.
Volaron y volaron, hasta que pudieron encontrar otras de su misma especie y
entonces sucedió lo que no debía suceder.
—¿Qué pasó? —dijimos todos, casi al
mismo tiempo, desesperados por saber el desenlace de esta historia.
—Se reprodujeron —dijo, con un tono
dramático.
—Pero eso está bien —intervine.
—Sí, es algo natural y por tanto bueno,
pero el cruce de abejas provenientes de África con otras nativas de América
produjo una nueva especie que resultó ser de mayor tamaño y muy agresiva. A la
nueva especie la llamaron abejas
africanizadas pero algunas personas les dicen abejas asesinas. A mí no me gusta ese nombre porque ellas no son
culpables de nada. Se trata únicamente de una especie que es capaz de atacar
velozmente, en gran número y por largo rato. Aun así, ellas atacan únicamente
cuando son molestadas o asustadas y cuando lo hacen, solo pretenden cuidar su
colmena, proteger a sus futuras generaciones y resguardar la miel que producen.
Esta especie se reprodujo una y otra
vez, avanzando por los bosques, pasando de un país a otro. Se adaptó además para
vivir en las grandes ciudades y por esa razón sus ataques se hicieron muy
frecuentes. La mayoría de las veces, sin embargo, esos ataques son debidos a
accidentes como el que acaba de suceder aquí en Litoral.
—¿Qué accidente sucedió aquí? —pregunté.
—Las personas que manejaban el tractor
debían derribar unos árboles secos que eran un peligro para quienes pasaran
bajo ellos. Los trabajadores, al parecer, no se percataron de la gran colmena
que había en uno de esos árboles. Al derribarlo, las abejas atacaron, siguiendo
su instinto de supervivencia. De casualidad, ustedes estaban aquí y sufrieron
las consecuencias.
»Pero no se preocupen, mis compañeros
están tratando de ubicar dónde está la abeja madre de esta colmena. Una vez que
lo logren, la pondrán en una caja y todas las demás abejas, asustadas por el
humo, pensarán que su colmena se está quemando y entonces volarán al lado de su
reina para protegerla. De esa manera, atraparemos una gran cantidad de abejas y
las llevaremos a otro lugar, bien seguro, donde podrán volver a construir su
hogar.
—¿El humo no las mata? —preguntó una
niña a mi lado.
—No, jamás. Es humo común y corriente,
no es venenoso. El humo solo tiene la intención de hacerlas creer que su
colmena se está quemando, como acabo de explicar.
En ese momento recordé a Rubí, «qué se
habrá hecho», pensé.
§
—Abril!
Vamos lá. É hora de se levantar —me dijo una voz conocida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario