Camilo Gil Ostria
“Los celos,
cuando son furiosos,
producen más
crímenes que el
interés y la
ambición.”
Voltaire
¡Ay Pedro!, me
encanta estar contigo
Exclamó Marta
entre besos empedernidos.
El cuarto tenía
una ventana gigante que lo reflejaba todo, casi como un espejo; su suelo estaba
compuesto por largas tablas de madera, a las que les faltaba brillo por el
pasar del tiempo. Ya se podía ver la sed de Pedro por el fruto prohibido,
desvistiéndose lo más rápido posible, ansiando el cuello de Marta para besarlo,
buscando cierres y botones con sus manos, deseando el desnudo, imaginándolo,
casi sintiéndolo. Los ruidos que profería Pedro al hacerlo eran a veces muy
fuertes, Marta debía pellizcarlo para que se calle, ya que sus dos hijas –de
tres y cuatro años– dormían en el cuarto de al lado. Sin embargo sus pellizcos
parecían avivar el fuego pasional.
A mí igual me
encanta, Martita
Empezó diciendo
el amante.
Ella era conocida
en todo el barrio, no solo como una gran cocinera o una cariñosa mujer, sino
por ser en extremo hermosa para sus treinta años, lastimosamente era fácil de
conseguir. Pedro, en cambio, tenía unos cincuenta años, poco había hecho de su
vida: gran amigo de Luis. Al fin y al cabo no es muy difícil enamorar a alguien
que odia a su cónyuge.
Pero apúrate,
antes de que llegue tu esposo
El sonido de
unas llaves entrar en la cerradura de la puerta principal.
Silencio.
Listo, estamos
arruinados
Marta susurró,
mirando con los ojos abiertos cual huevos a Pedro. Empezó a vestirse, con la
misma rapidez que la desvistió. Éste hizo lo propio, pues ambos sabían que
cuando Luis se enojaba, parecía un toro que mataba a todo lo que estaba a su paso.
Putas llaves, ¿por
qué nunca puedo abrir mi puerta?, seguramente Martita se olvidó de aceitarla de
nuevo. ¡Ah!, por fin se abre.
Pensaba Luis en
el frío de la noche.
¡Hola!
Grito a toda la
casa, veo las luces del cuarto prendidas, talvez Marta me esperó… Pero es raro
que no responda a mi saludo, mejor voy a ver qué pasa.
¡¿Qué le vamos a
decir?!
Susurré nerviosa.
Pedro era todo un idiota, no quería saltar por la ventana, no era tan alta como
él decía. Estoy segura de que hubiera sobrevivido a la caída y no hubiese sido
nada tan grave como que Luis lo haya encontrado...
Dile que soy tu
amigo, que vine solo a saludar
¡Ah! Perfecto,
como si no se conocieran… además eso explica perfectamente que estemos en mi perfecto
cuarto, perfectamente despeinados y tú con una perfecta erección que se nota a
metros
Decía Marta
mientras caminaba nerviosamente de un lado del cuarto al otro, sabiendo que la
muerte se acercaba para uno de sus tantos amantes:
¡Perfecto!
Mis dos bebés
están durmiendo, siempre tan lindas. O talvez Marta se durmió con las luces
encendidas, mejor entrar en silencio, así evito despertar a mi linda esposa o a
mis hijitas.
La puerta se
sentía áspera a las manos de Luis, esa madera y ese penetrante olor a vainilla;
dulce como las muchas tortas que Marta gustaba preparar. Al abrirla solo se
escuchó un grito:
¡¿Qué mierda
haces aquí con mi mujer?! ¡Rata endemoniada!
Luis se adentró
en el cuarto mientras gritaba diferentes disparates, se acercó a su ropero,
sacó un hacha, la misma que ya había cortado tantas cabezas como para volverse
famosa, gritó con enojo antes de abalanzarse a matar:
¡Ahora vas a
ver!
Pedro intentó
huir, sabía que con Luis no había posibilidades de defenderse. Luis al segundo
lo alcanzó. Las últimas palabras del perseguido fueron:
Todo es culpa de
Marta
Ella solo miraba
desde una esquina, acostumbrada a su esposo enojadizo y ante la violencia que
venía con él.
Luis enterró el
cadáver en su sótano, algunos días apestaba, pero Marta lo camuflaba con
vainilla, a los meses el olor desapareció. Resulta peculiar que la policía
jamás quiso entrar en la casa de Luis, decían que decenas de cadáveres estaban
enterrados en el sótano, pero ellos sabían que él era poderoso, casi tanto como
el mismo alcalde. La situación entre Luis y Marta se volvió cortante, cada vez
que a él se le antojaba, le tiraba un golpe o le hacía pequeños cortes en
diferentes lugares de su cuerpo:
Así aprenderás a
respetarme…
Decía con una
sonrisa perspicaz en los labios.
Hasta que un día
Luis encontró nuevamente a su esposa con otro hombre. En esa ocasión no solo lo
mató a él. Marta sufrió igual castigo, sus últimas palabras fueron:
Me llevaré a mis
hijas conmigo
A lo que Luis
respondió:
Sobre mi cadáver
Ella murió de
pie. Su cabeza rodó por las escaleras; todo un trabajo fue para Luis limpiar,
pero nadie dijo nada sabían de sus contactos, y él le dijo, a una que otra
persona de las que buscaban los pasteles de su esposa, que había escapado con
un amante a tierras lejanas.
Las niñas –Viviana
e Isabel– no supieron que pasó con su madre y como su padre era cariñoso con
ellas, no hicieron mayor escándalo. Sabían cómo eran las cosas en una familia
como la suya; preguntar, indagar, sospechar no hubiese sido nada positivo para
ellas.
El miedo fue más
grande que el amor.
Crecieron,
siempre sonriendo, aunque un tanto débiles de carácter, perpetuamente la una
con la otra, sin separarse nunca ni aunque sus vidas dependieran de ello. Iban
a menudo a jugar al parque, les gustaba bailar. Su padre les dio un piano, para
que aprendan a tocarlo juntas. Poco a poco dominaron las escalas.
Con el tiempo reinaron
el instrumento, cada vez bailaban más; gustaban del vals, gozaban girando en
círculos y viendo cómo el mundo se detenía a contemplarlas porque ellas giraban
mucho más rápido. Disfrutaban hacerlo incluso cuando llegaron a sus veinte y
veintiún años. Damas que salieron del colegio, no pudieron entrar a la universidad por el
machismo de la época, se quedaban en casa: arreglaban los cuartos, barrían e
incluso encontraron un viejo libro de recetas, que su madre utilizaba para
hornear tortas.
La casa ya no
tenía el olor penetrante a vainilla, pero de vez en cuando las chicas
preparaban una torta y el olor pasaba delicadamente por toda la casa para, al
día siguiente, desaparecer.
Luis iba a
trabajar todo el día, llegaba a cenar con sus hijas, y aunque éstas ya eran
mayores, él igual jugaba con ellas: reían como locos todas las noches. Un día, Luis
estaba echado en su cama, al frente de él las dos bailaban agarradas de las
manos y dando rápidas circunferencias. Cada vez eran más y más vertiginosas. Él
era muy estricto, pero le gustaba verlas felices: no las dejaba salir casi
nunca, pero les traía regalos de vez en cuando; no permitía que tengan si
quiera algo parecido a una pareja, pero les daba todo el amor que creía
necesario.
La pesadilla
empezó:
En uno de esos
rápidos círculos, Viviana vio, en el reflejo de la ventana, a una mujer. Parada
a pocos centímetros de su padre, mirándola fijamente. Su cara estaba totalmente
morada, casi verduzca, llena de golpes. Llevaba un vestido blanco, que
seguramente estaba de moda hace treinta años.
Viviana, soltó a
su hermana, quien cayó de espaldas. Ambas gritaron: una por puro terror, la
otra por la caída. Su padre, horrorizado ante la situación, gritó:
¡Silencio! Expliquen
qué acaba de pasar
La tonta de mi
hermana me dejó caer…
Empezó diciendo
Isabel, pero luego miró a su hermana: su cara pálida demostraba que en verdad
estaba asustada. Lo peor es que miraba fijamente a un solo lugar, a la puerta
del dormitorio donde hace pocos minutos estaba un fantasma. Isabel miró hacia
el mismo lugar pero no había nada.
¿Viviana?
Preguntó Luis,
se levantó y aplaudió unas cuantas veces cerca de su cara para hacerla
reaccionar, luego la zarandeó: la chica recién tomó conciencia.
¿Na-adi-die má-ás
la vio?
Preguntó Viviana
tartamudeando, sin desviar su mirada, que seguía fija en el lugar donde una
mujer había estado hace minutos.
¿Ver a quién?
Mencionó Isabel
confundida, mientras Luis sacaba su hacha.
Yo me encargo
Bajó corriendo
las gradas listo para matar.
A-a-a una
mu-mujer, era horrible…
Luis volvió a
subir, apenas entró al cuarto, preguntó:
¿Por qué apesta
a vainilla?
Al día siguiente
Viviana estaba más tímida que antes, poco hablaba y parecía paranoica, miedosa,
mirando a cada esquina antes de decir unas palabras o de dar unos cuantos
pasos. Isabel se preocupaba por ella, intentaba hacerla reír, saltar, tocar el
piano. Todo menos bailar. Cada vez que Isabel lo intentaba Viviana la soltaba
horrorizada y decía que la mujer aparecía siempre que bailaban. Cuando esa
tarde Isabel quiso hacer pasteles, Viviana le dijo:
¡No!, los pa-pa-pasteles
huelen a ella...
En la noche ambas
se despidieron de su padre y se fueron a su cuarto, al otro lado del pasillo. Sus
camas eran pequeñas, pero ellas las unían para dormir juntas y poder moverse
más. A veces se pateaban, o golpeaban, pero amaban dormir así.
Yo ya estaba casi
dormida, pero de pronto mi hermana empezó a moverse. Abrí mis ojos: vi a una mujer
echada justo al frente de mí, al principio pensé que era Isabel, pero eso me
hizo pensar en que alguien también estaba echada a mis espaldas.
La de al frente
mío se dio la vuelta y era efectivamente Isabel. Pensé que estaba alucinando:
no había nadie detrás. Entonces –solo para verificar mi anterior pensamiento–
me di la vuelta y ahí yacía la mujer...
No grité, no
quería despertar a mi hermana y a decir verdad también estaba congelada, era
como que algo dentro de mí no me permitía gritar. Solo pude decir:
¿Quién eres?
Una sola
respuesta; fría y con olor a vainilla:
Tu madre
Gritos. Viviana
estaba gritando. Isabel se levantó de un salto, vio cómo su hermana gritaba
echada, al lado suyo, una mujer riendo.
Mierda…
Susurró Isabel,
asustada ante tanto barullo y la intromisión de una extraña. Su hermana, junto
a esa mujer, salió volando. Isabel se paró de golpe, las persiguió; estaban a punto
de llegar a las escaleras cuando Isabel alcanzó la mano de Viviana. La agarró
con fuerza, pero el espectro era mucho más enérgico. Aunque aun así el
movimiento se retrasó. Fueron bajando las gradas poco a poco. Isabel empezó a
gritar a su padre por ayuda, éste empezó a alistarse: el ruido de sus movimientos
llegaba hasta las escaleras. Estaban a punto de llegar al salón donde estaba el
piano. Entonces la hermana menor dijo:
Isabel… es
nuestra madre…
Su tono fue
decidido, hace mucho que no sonaba así.
La revelación
fue tan dura para ella, que soltó a su hermana y junto al espectro se estrelló
contra la puerta que llevaba al sótano, ésta siempre estaba cerrada con un pequeño
candado dorado y era de madera sólida, pero ellas desaparecieron como si no
hubiera habido nada para detenerlas.
Fue como si
hubieran atravesado la puerta, convirtiéndose en nada. Trayendo el silencio, llevándose
el caos, al menos de momento…
Luis bajó corriendo
e Isabel gritó:
¡En el sótano!
Él no tuvo
paciencia como para traer la llave del candado: lo hizo volar de un hachazo, descendió
rápidamente las escaleras y prendió las luces. Ella no se atrevió a bajar. No
había nadie, ni nada, estaba vacío, tal y como la última vez que bajó a
enterrar a alguien.
Buscó por horas,
pero debía superarlo, su hija había desaparecido. Isabel lloraba
incansablemente. Luis derramó unas cuantas lágrimas, cosa que ni siquiera hizo
cuando mató a Marta.
Él trepó las escaleras,
derrotado. Apenas llegó al salón, Isabel cayó de rodillas en llanto. Golpeó el
abdomen de su padre, gritando:
¿¡Por qué
nuestra madre hace esto!?
Porque yo la
asesiné
Silencio.
Un año después
tanto el padre como la hija habían olvidado, en parte, la noche en la que Viviana
desapareció. Estaban bastante tranquilos, Isabel hacía de ama de casa, aunque
también salía bastante a menudo. Luis seguía trabajando pero volvía todas las
noches sin falta.
Él ya había
cambiado su actitud, pues ya no se enojaba fácilmente, pocas veces mataba a
alguien; su carácter fogoso era imposible de cambiar, ya desde antes de casado
era conocido como un salvaje de mucho dinero y con los contactos adecuados. Un
día volvió a casa, sintió ese penetrante olor a vainilla que lo sacaba de
quicio, ya estaba corriendo a la cocina a pegarle a Isabel por preparar tortas
que él le había dicho expresamente no haga, cuando de pronto, sintió que algo
caía por las escaleras…
Ton, ton, ton.
Como una especie
de pelota, pero más pesada.
Ton, ton, ton.
A más o menos
mitad de la bajada, Luis pudo ver qué era en realidad: una cabeza, que dejaba
un chorro de sangre al caer. Luego miró directamente a los ojos de Luis, era la
cabeza de su difunta esposa. En la cual se dibujó una sonrisa.
Hola amorcito,
he venido por tu cadáver
Luis se dejó
llevar por su instinto, pateó la cara de Marta, pero ésta solo salió disparada
mientras reía. Posteriormente se la escucharía gritar:
¡Me llevaré a mi
hija!
Isabel empezó a
descender las escaleras.
Mi padre estaba
totalmente asustado, yo no entendía por qué, un olor a vainilla me molestó
intensamente, le dije:
Papi, ¿qué pasó?
Al verme, mi
padre despertó de su trance. Miró a todo su alrededor, como buscando algo.
Nada hijita,
¿hiciste de nuevo los pasteles que te dije que no hagas?
No…
¡Ah…! Seguro es
la vecina, siempre intentando hacer pasteles de vainilla, como los que solía
hacer tú…
Apenas dijo la
siguiente palabra, desde el piano empezó a sonar la canción favorita de Isabel,
“Inocencia” de Burgmüller.
Madre…
Isabel lanzó un
grito al aire.
La música
rápidamente se detuvo.
¿Qué fue eso?
Preguntó Isabel,
mientras el miedo empezaba a poseerla, junto con la locura y la rabia.
Nada hijita,
seguramente el viento…
Er-e-res un p-pési-i-mo
me-ntiroso
Tartamudeó.
Es mi madre,
¿no?
Sabes que jamás
creí en los fantasmas
Hasta ahora…
Sigo sin cre…
Su hacha bajó
volando desde el cuarto justo en el momento en el que él completaba su frase,
degollándolo. Isabel se quedó perpleja por un momento, viendo las manos de su
madre agarrando el arma manchada de sangre, luego estas desaparecían y el
objeto caía al suelo. Isabel gritó para salir corriendo de la casa.
Buscó la ayuda
de sus vecinos, llamó a todas las personas posibles. Ellos se hicieron cargo
del entierro de Luis.
Aproximadamente
un año después, talvez un poco menos: Isabel se mudó a una casa cerca del lago,
donde nadie podía seguirla, ni siquiera un fantasma –o al menos eso creía– ella
ya vivía feliz, intentaba olvidar todo, estar en paz con ella misma. Solo se
llevó una cosa de su anterior casa, una foto de Viviana, en la que se la
mostraba con un hermoso vestido blanco y el marco de madera negra que rodeaba
la imagen, le daba un toque dulce. Viviana siempre fue a la que Isabel más
extrañó.
Su nueva casita
era perfecta para ella: una pequeña cocina con un piso de cerámica azul y un
cuartito con una única cama donde ella dormía; de vez en cuando traía a algún
hombre para que le hiciera compañía.
Muchas noches
las pasaba bailando, o tocando el piano, a veces bajo el efecto del alcohol o
con un cigarro al alcance de la mano. Se había comprado un piano vertical, de
madera reluciente y de un sonido armonioso. Incluso consiguió un perro, que
ladraba cada vez que alguien desconocido entraba en casa.
Esa noche el
perro empezó a ladrar…
Isabel, miró por
su ventana. Al no ver a nadie ignoró el ladrido. Para dejar de pensar en él,
agarró la foto de Viviana y se puso a bailar con ella, siempre girando en
círculos, como un reloj en perfecta sintonía con el mundo, tal cual lo hacía en
los viejos tiempos, aquellos en los que su hermana estaba para acompañarla.
Cuando llegó a una velocidad rápida un penetrante olor a vainilla la molestó y
el piano empezó a tocar su canción favorita…
Todas las luces
se apagaron al mismo tiempo, no hubo ni un solo sonido.
Las luces se
volvieron a prender y solo se escuchó como la fotografía caía al suelo,
rebotaba levemente dos veces para caer definitivamente en la tercera ocasión.
La familia se
reunía otra vez, al fin completa, todos sonreíamos.
El sonido del
ladrido de un perro llegaba a través de la distancia.
Ahora estamos en
un mejor lugar
Un lugar en el
que tenemos que amar
El olor a
vainilla es nuestro favorito
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