lunes, 23 de mayo de 2016

Vainilla

Camilo Gil Ostria 


“Los celos, cuando son furiosos,
 producen más crímenes que el
 interés y la ambición.”
Voltaire


¡Ay Pedro!, me encanta estar contigo

Exclamó Marta entre besos empedernidos.

El cuarto tenía una ventana gigante que lo reflejaba todo, casi como un espejo; su suelo estaba compuesto por largas tablas de madera, a las que les faltaba brillo por el pasar del tiempo. Ya se podía ver la sed de Pedro por el fruto prohibido, desvistiéndose lo más rápido posible, ansiando el cuello de Marta para besarlo, buscando cierres y botones con sus manos, deseando el desnudo, imaginándolo, casi sintiéndolo. Los ruidos que profería Pedro al hacerlo eran a veces muy fuertes, Marta debía pellizcarlo para que se calle, ya que sus dos hijas –de tres y cuatro años– dormían en el cuarto de al lado. Sin embargo sus pellizcos parecían avivar el fuego pasional.

A mí igual me encanta, Martita

Empezó diciendo el amante.

Ella era conocida en todo el barrio, no solo como una gran cocinera o una cariñosa mujer, sino por ser en extremo hermosa para sus treinta años, lastimosamente era fácil de conseguir. Pedro, en cambio, tenía unos cincuenta años, poco había hecho de su vida: gran amigo de Luis. Al fin y al cabo no es muy difícil enamorar a alguien que odia a su cónyuge.

Pero apúrate, antes de que llegue tu esposo

El sonido de unas llaves entrar en la cerradura de la puerta principal.

Silencio.

Listo, estamos arruinados

Marta susurró, mirando con los ojos abiertos cual huevos a Pedro. Empezó a vestirse, con la misma rapidez que la desvistió. Éste hizo lo propio, pues ambos sabían que cuando Luis se enojaba, parecía un toro que mataba a todo lo que estaba a su paso.

Putas llaves, ¿por qué nunca puedo abrir mi puerta?, seguramente Martita se olvidó de aceitarla de nuevo. ¡Ah!, por fin se abre.

Pensaba Luis en el frío de la noche.

¡Hola!

Grito a toda la casa, veo las luces del cuarto prendidas, talvez Marta me esperó… Pero es raro que no responda a mi saludo, mejor voy a ver qué pasa.
¡¿Qué le vamos a decir?!

Susurré nerviosa. Pedro era todo un idiota, no quería saltar por la ventana, no era tan alta como él decía. Estoy segura de que hubiera sobrevivido a la caída y no hubiese sido nada tan grave como que Luis lo haya encontrado...

Dile que soy tu amigo, que vine solo a saludar

¡Ah! Perfecto, como si no se conocieran… además eso explica perfectamente que estemos en mi perfecto cuarto, perfectamente despeinados y tú con una perfecta erección que se nota a metros

Decía Marta mientras caminaba nerviosamente de un lado del cuarto al otro, sabiendo que la muerte se acercaba para uno de sus tantos amantes:

¡Perfecto!

Mis dos bebés están durmiendo, siempre tan lindas. O talvez Marta se durmió con las luces encendidas, mejor entrar en silencio, así evito despertar a mi linda esposa o a mis hijitas.

La puerta se sentía áspera a las manos de Luis, esa madera y ese penetrante olor a vainilla; dulce como las muchas tortas que Marta gustaba preparar. Al abrirla solo se escuchó un grito:

¡¿Qué mierda haces aquí con mi mujer?! ¡Rata endemoniada!

Luis se adentró en el cuarto mientras gritaba diferentes disparates, se acercó a su ropero, sacó un hacha, la misma que ya había cortado tantas cabezas como para volverse famosa, gritó con enojo antes de abalanzarse a matar:

¡Ahora vas a ver!

Pedro intentó huir, sabía que con Luis no había posibilidades de defenderse. Luis al segundo lo alcanzó. Las últimas palabras del perseguido fueron:

Todo es culpa de Marta

Ella solo miraba desde una esquina, acostumbrada a su esposo enojadizo y ante la violencia que venía con él.

Luis enterró el cadáver en su sótano, algunos días apestaba, pero Marta lo camuflaba con vainilla, a los meses el olor desapareció. Resulta peculiar que la policía jamás quiso entrar en la casa de Luis, decían que decenas de cadáveres estaban enterrados en el sótano, pero ellos sabían que él era poderoso, casi tanto como el mismo alcalde. La situación entre Luis y Marta se volvió cortante, cada vez que a él se le antojaba, le tiraba un golpe o le hacía pequeños cortes en diferentes lugares de su cuerpo:

Así aprenderás a respetarme…

Decía con una sonrisa perspicaz en los labios.

Hasta que un día Luis encontró nuevamente a su esposa con otro hombre. En esa ocasión no solo lo mató a él. Marta sufrió igual castigo, sus últimas palabras fueron:

Me llevaré a mis hijas conmigo

A lo que Luis respondió:

Sobre mi cadáver

Ella murió de pie. Su cabeza rodó por las escaleras; todo un trabajo fue para Luis limpiar, pero nadie dijo nada sabían de sus contactos, y él le dijo, a una que otra persona de las que buscaban los pasteles de su esposa, que había escapado con un amante a tierras lejanas.

Las niñas –Viviana e Isabel– no supieron que pasó con su madre y como su padre era cariñoso con ellas, no hicieron mayor escándalo. Sabían cómo eran las cosas en una familia como la suya; preguntar, indagar, sospechar no hubiese sido nada positivo para ellas.

El miedo fue más grande que el amor.

Crecieron, siempre sonriendo, aunque un tanto débiles de carácter, perpetuamente la una con la otra, sin separarse nunca ni aunque sus vidas dependieran de ello. Iban a menudo a jugar al parque, les gustaba bailar. Su padre les dio un piano, para que aprendan a tocarlo juntas. Poco a poco dominaron las escalas.

Con el tiempo reinaron el instrumento, cada vez bailaban más; gustaban del vals, gozaban girando en círculos y viendo cómo el mundo se detenía a contemplarlas porque ellas giraban mucho más rápido. Disfrutaban hacerlo incluso cuando llegaron a sus veinte y veintiún años. Damas que salieron del colegio,  no pudieron entrar a la universidad por el machismo de la época, se quedaban en casa: arreglaban los cuartos, barrían e incluso encontraron un viejo libro de recetas, que su madre utilizaba para hornear tortas.

La casa ya no tenía el olor penetrante a vainilla, pero de vez en cuando las chicas preparaban una torta y el olor pasaba delicadamente por toda la casa para, al día siguiente, desaparecer.

Luis iba a trabajar todo el día, llegaba a cenar con sus hijas, y aunque éstas ya eran mayores, él igual jugaba con ellas: reían como locos todas las noches. Un día, Luis estaba echado en su cama, al frente de él las dos bailaban agarradas de las manos y dando rápidas circunferencias. Cada vez eran más y más vertiginosas. Él era muy estricto, pero le gustaba verlas felices: no las dejaba salir casi nunca, pero les traía regalos de vez en cuando; no permitía que tengan si quiera algo parecido a una pareja, pero les daba todo el amor que creía necesario.

La pesadilla empezó:

En uno de esos rápidos círculos, Viviana vio, en el reflejo de la ventana, a una mujer. Parada a pocos centímetros de su padre, mirándola fijamente. Su cara estaba totalmente morada, casi verduzca, llena de golpes. Llevaba un vestido blanco, que seguramente estaba de moda hace treinta años.

Viviana, soltó a su hermana, quien cayó de espaldas. Ambas gritaron: una por puro terror, la otra por la caída. Su padre, horrorizado ante la situación, gritó:

¡Silencio! Expliquen qué acaba de pasar

La tonta de mi hermana me dejó caer…

Empezó diciendo Isabel, pero luego miró a su hermana: su cara pálida demostraba que en verdad estaba asustada. Lo peor es que miraba fijamente a un solo lugar, a la puerta del dormitorio donde hace pocos minutos estaba un fantasma. Isabel miró hacia el mismo lugar pero no había nada.

¿Viviana?

Preguntó Luis, se levantó y aplaudió unas cuantas veces cerca de su cara para hacerla reaccionar, luego la zarandeó: la chica recién tomó conciencia.

¿Na-adi-die má-ás la vio?

Preguntó Viviana tartamudeando, sin desviar su mirada, que seguía fija en el lugar donde una mujer había estado hace minutos.

¿Ver a quién?

Mencionó Isabel confundida, mientras Luis sacaba su hacha.

Yo me encargo

Bajó corriendo las gradas listo para matar.

A-a-a una mu-mujer, era horrible…

Luis volvió a subir, apenas entró al cuarto, preguntó:

¿Por qué apesta a vainilla?

Al día siguiente Viviana estaba más tímida que antes, poco hablaba y parecía paranoica, miedosa, mirando a cada esquina antes de decir unas palabras o de dar unos cuantos pasos. Isabel se preocupaba por ella, intentaba hacerla reír, saltar, tocar el piano. Todo menos bailar. Cada vez que Isabel lo intentaba Viviana la soltaba horrorizada y decía que la mujer aparecía siempre que bailaban. Cuando esa tarde Isabel quiso hacer pasteles, Viviana le dijo:

¡No!, los pa-pa-pasteles huelen a ella...

En la noche ambas se despidieron de su padre y se fueron a su cuarto, al otro lado del pasillo. Sus camas eran pequeñas, pero ellas las unían para dormir juntas y poder moverse más. A veces se pateaban, o golpeaban, pero amaban dormir así.

Yo ya estaba casi dormida, pero de pronto mi hermana empezó a moverse. Abrí mis ojos: vi a una mujer echada justo al frente de mí, al principio pensé que era Isabel, pero eso me hizo pensar en que alguien también estaba echada a mis espaldas.

La de al frente mío se dio la vuelta y era efectivamente Isabel. Pensé que estaba alucinando: no había nadie detrás. Entonces –solo para verificar mi anterior pensamiento– me di la vuelta y ahí yacía la mujer...

No grité, no quería despertar a mi hermana y a decir verdad también estaba congelada, era como que algo dentro de mí no me permitía gritar. Solo pude decir:

¿Quién eres?

Una sola respuesta; fría y con olor a vainilla:

Tu madre

Gritos. Viviana estaba gritando. Isabel se levantó de un salto, vio cómo su hermana gritaba echada, al lado suyo, una mujer riendo.
Mierda…

Susurró Isabel, asustada ante tanto barullo y la intromisión de una extraña. Su hermana, junto a esa mujer, salió volando. Isabel se paró de golpe, las persiguió; estaban a punto de llegar a las escaleras cuando Isabel alcanzó la mano de Viviana. La agarró con fuerza, pero el espectro era mucho más enérgico. Aunque aun así el movimiento se retrasó. Fueron bajando las gradas poco a poco. Isabel empezó a gritar a su padre por ayuda, éste empezó a alistarse: el ruido de sus movimientos llegaba hasta las escaleras. Estaban a punto de llegar al salón donde estaba el piano. Entonces la hermana menor dijo:
Isabel… es nuestra madre…

Su tono fue decidido, hace mucho que no sonaba así.

La revelación fue tan dura para ella, que soltó a su hermana y junto al espectro se estrelló contra la puerta que llevaba al sótano, ésta siempre estaba cerrada con un pequeño candado dorado y era de madera sólida, pero ellas desaparecieron como si no hubiera habido nada para detenerlas.

Fue como si hubieran atravesado la puerta, convirtiéndose en nada. Trayendo el silencio, llevándose el caos, al menos de momento…

Luis bajó corriendo e Isabel gritó:

¡En el sótano!

Él no tuvo paciencia como para traer la llave del candado: lo hizo volar de un hachazo, descendió rápidamente las escaleras y prendió las luces. Ella no se atrevió a bajar. No había nadie, ni nada, estaba vacío, tal y como la última vez que bajó a enterrar a alguien.

Buscó por horas, pero debía superarlo, su hija había desaparecido. Isabel lloraba incansablemente. Luis derramó unas cuantas lágrimas, cosa que ni siquiera hizo cuando mató a Marta.

Él trepó las escaleras, derrotado. Apenas llegó al salón, Isabel cayó de rodillas en llanto. Golpeó el abdomen de su padre, gritando:

¿¡Por qué nuestra madre hace esto!?

Porque yo la asesiné

Silencio.

Un año después tanto el padre como la hija habían olvidado, en parte, la noche en la que Viviana desapareció. Estaban bastante tranquilos, Isabel hacía de ama de casa, aunque también salía bastante a menudo. Luis seguía trabajando pero volvía todas las noches sin falta.

Él ya había cambiado su actitud, pues ya no se enojaba fácilmente, pocas veces mataba a alguien; su carácter fogoso era imposible de cambiar, ya desde antes de casado era conocido como un salvaje de mucho dinero y con los contactos adecuados. Un día volvió a casa, sintió ese penetrante olor a vainilla que lo sacaba de quicio, ya estaba corriendo a la cocina a pegarle a Isabel por preparar tortas que él le había dicho expresamente no haga, cuando de pronto, sintió que algo caía por las escaleras…

Ton, ton, ton.

Como una especie de pelota, pero más pesada.

Ton, ton, ton.

A más o menos mitad de la bajada, Luis pudo ver qué era en realidad: una cabeza, que dejaba un chorro de sangre al caer. Luego miró directamente a los ojos de Luis, era la cabeza de su difunta esposa. En la cual se dibujó una sonrisa.

Hola amorcito, he venido por tu cadáver

Luis se dejó llevar por su instinto, pateó la cara de Marta, pero ésta solo salió disparada mientras reía. Posteriormente se la escucharía gritar:

¡Me llevaré a mi hija!

Isabel empezó a descender las escaleras.

Mi padre estaba totalmente asustado, yo no entendía por qué, un olor a vainilla me molestó intensamente, le dije:

Papi, ¿qué pasó?

Al verme, mi padre despertó de su trance. Miró a todo su alrededor, como buscando algo.

Nada hijita, ¿hiciste de nuevo los pasteles que te dije que no hagas?

No…

¡Ah…! Seguro es la vecina, siempre intentando hacer pasteles de vainilla, como los que solía hacer tú…

Apenas dijo la siguiente palabra, desde el piano empezó a sonar la canción favorita de Isabel, “Inocencia” de Burgmüller.

Madre…

Isabel lanzó un grito al aire.

La música rápidamente se detuvo.

¿Qué fue eso?

Preguntó Isabel, mientras el miedo empezaba a poseerla, junto con la locura y la rabia.

Nada hijita, seguramente el viento…

Er-e-res un p-pési-i-mo me-ntiroso

Tartamudeó.

Es mi madre, ¿no?

Sabes que jamás creí en los fantasmas

Hasta ahora…

Sigo sin cre…

Su hacha bajó volando desde el cuarto justo en el momento en el que él completaba su frase, degollándolo. Isabel se quedó perpleja por un momento, viendo las manos de su madre agarrando el arma manchada de sangre, luego estas desaparecían y el objeto caía al suelo. Isabel gritó para salir corriendo de la casa.

Buscó la ayuda de sus vecinos, llamó a todas las personas posibles. Ellos se hicieron cargo del entierro de Luis.

Aproximadamente un año después, talvez un poco menos: Isabel se mudó a una casa cerca del lago, donde nadie podía seguirla, ni siquiera un fantasma –o al menos eso creía– ella ya vivía feliz, intentaba olvidar todo, estar en paz con ella misma. Solo se llevó una cosa de su anterior casa, una foto de Viviana, en la que se la mostraba con un hermoso vestido blanco y el marco de madera negra que rodeaba la imagen, le daba un toque dulce. Viviana siempre fue a la que Isabel más extrañó.

Su nueva casita era perfecta para ella: una pequeña cocina con un piso de cerámica azul y un cuartito con una única cama donde ella dormía; de vez en cuando traía a algún hombre para que le hiciera compañía.

Muchas noches las pasaba bailando, o tocando el piano, a veces bajo el efecto del alcohol o con un cigarro al alcance de la mano. Se había comprado un piano vertical, de madera reluciente y de un sonido armonioso. Incluso consiguió un perro, que ladraba cada vez que alguien desconocido entraba en casa.

Esa noche el perro empezó a ladrar…

Isabel, miró por su ventana. Al no ver a nadie ignoró el ladrido. Para dejar de pensar en él, agarró la foto de Viviana y se puso a bailar con ella, siempre girando en círculos, como un reloj en perfecta sintonía con el mundo, tal cual lo hacía en los viejos tiempos, aquellos en los que su hermana estaba para acompañarla. Cuando llegó a una velocidad rápida un penetrante olor a vainilla la molestó y el piano empezó a tocar su canción favorita…

Todas las luces se apagaron al mismo tiempo, no hubo ni un solo sonido.

Las luces se volvieron a prender y solo se escuchó como la fotografía caía al suelo, rebotaba levemente dos veces para caer definitivamente en la tercera ocasión.

La familia se reunía otra vez, al fin completa, todos sonreíamos.

El sonido del ladrido de un perro llegaba a través de la distancia.

Ahora estamos en un mejor lugar

Un lugar en el que tenemos que amar


El olor a vainilla es nuestro favorito

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