Néstor Caballero
Todos los jueves, tan pronto como el timbre de las cuatro de la tarde
anunciaba el final de clases, los alumnos del segundo año de bachillerato se dirigían
con prisa al vestuario masculino del gimnasio escolar donde reemplazaban los
pantalones azul marino, las camisas blancas y los mocasines negros por casacas
de equipos de fútbol europeo, shorts y botines, recorriendo con esa vestimenta las
tres cuadras que los separaban de una canchita de trescientos metros cuadrados
cuyo césped extremadamente seco apenas alcanzaba a cubrir las esquinas del
campo de juego, dejando que la pegajosa tierra plomiza los deslustrara.
A medida que la mugre iba embadurnando las diversas partes de sus
anatomías, aumentaban las patadas, agarrones de camisetas y empujones frente a
cada una de las porterías, hasta que todos quedaban lo suficientemente
magullados (ojos cerrados, rodillas raspadas, frentes ligeramente abiertas,
bocas sangrantes, etcétera) como para que uno de los “maduros” del grupo pudiera
sugerir dar por terminado el juego e iniciar el tercer tiempo.
Era este tercer tiempo la verdadera razón por la cual todos concurrían
religiosamente al fútbol de los jueves, ya que durante el mismo abundaban las bebidas
espirituosas importadas, los pitillos de primera clase y las discusiones sobre autos,
deportes, series de televisión y bandas de rock, aunque por encima de todos
estos temas, de lo que realmente les gustaba hablar era de las virtudes físicas
de sus compañeras de aula, complementando estos comentarios con breves exégesis
sobre las últimas salidas que habían tenido con ellas, afirmando uno que cuando
fulana le tomó de la mano en el cine, en realidad quería agarrarle otra cosa,
mientras que otro se lamentaba de que mengana le haya abofeteado solamente
porque pensó que al decirle “tus manos son lindas” le estaba permitiendo pellizcarle
con ellas las nalgas, y aún así él estaba convencido de que “al final seguramente
le habrá gustado”. Estas conclusiones insólitas arrancaban carcajadas que casi
ahogaban la estridencia de las guitarras distorsionadas o el estrépito de
timbales y trompetas caribeñas provenientes de unos parlantes ubicados en la
parte trasera del único auto del grupo, un Ford Escort del ochenta y cinco que
pertenecía a Rolo Sosa, quien a pesar de contar sus propias anécdotas
disparatadas y seguirle el juego a los demás, no por ello dejó de advertir que
su mejor amigo, Marco Andrada, casi no emitía palabra ni participaba de las
bromas de los demás, manteniendo en todo instante un semblante sombrío y
meditabundo que los otros tampoco tardaron en percibir, disminuyendo
gradualmente el fervor de sus macanadas para observar al joven de temple mustio
que al notar el pesado silencio que se había ido formando en torno a él, salió
de su estado aletargado.
A pesar de la penumbra circundante, Marco todavía podía distinguir
algunas de las facciones características de los rostros que lo examinaban: la
nariz puntiaguda de Téllez, los pómulos salientes de García, la única ceja que
se extendía bajo la frente de Martínez, los bucles castaños de Paredes, el
mentón de banana del “Rolo”. Marco a su vez se preguntó si ellos solamente se
limitaban a ver al muchacho menudo, más delgado que obeso, de tez morena
ensuciada por una profusión de granos en las mejillas, con los hombros caídos y
las piernas ligeramente encorvadas.
O tal vez alcanzaban a sentir la angustia que estaba experimentando porque
nadie pronunciaba una sola palabra, y es probable que hubieran permanecido de
ese modo si Marco no se levantaba para extraer de su bolsón deportivo un objeto
blancuzco, pequeño y alargado que sostuvo por largo rato hasta colocarlo en las
manos de Rolo, quien le dedicó una mirada titubeante que rápidamente se
transformó en asombro y en progresiva pena cuando la regresó a su amigo. Dentro
del objeto se encontraban dos espacios cuadrados, y en cada uno de ellos se
divisaba un signo positivo.
Marco señaló con la cabeza a García, a quien Rolo pasó el objeto y en
quien se repitió la misma secuencia de miradas. En menos de cinco minutos, el
objeto había pasado por todas las manos y en cada ocasión las reacciones habían
sido idénticas. Cuando volvió finalmente a las manos de Marco, este lo guardó
en el mismo lugar de donde lo había sacado, tras lo cual alzó la vista a un
cielo que brillaba plagado de estrellas.
Los únicos ruidos que ahora interrumpían
el silencio glacial eran los ladridos de unos perros en la distancia y el
llanto de un bebé. Marco giró la cabeza hacia las casas aledañas a la plaza, de
donde provenía el sonido. Era un sollozo muy agudo, que parecía ir in crescendo a medida que los segundos
pasaban y no era atendido. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor, los
ojos cerrados con fuerza, los dientes blancos superiores clavándose en los
inferiores, los puños apretados, las gotas de sudor corriendo por su frente indiferentes
a las ráfagas de viento sur que de tanto en tanto refrescaban la plaza. De
pronto el llanto cesó y solamente permanecieron los ladridos y el rumor de las
hojas del chivato ubicado en la acera frente a la plaza.
Marco volvió la vista a sus compañeros, algunos parecían estar
escribiendo en hojas arrancadas de sus cuadernos. Rolo fue el primero que le
pasó la nota. “Sra. Benigna. 4ta.
Proyectada casi Solanos, decile que te vas de parte del hijo del Dr. Sosa y que
necesitás que le haga a tu chica el trabajo que le hizo a su novia la última
vez”. Marco lo miró estupefacto y empezó a negar con la cabeza pero Rolo lo
tomó de las manos, y sin decirle nada, simplemente asintió dos veces.
El papel que le pasó Quiñones también tenía el mismo tenor. “Doña
Lupita de Pozo Profundo, a cuarenta kilómetros de la ciudad, es muy discreta,
trata súper bien a las chicas, y después les duele por pocos días” al igual que
los de Hernández, Martínez y Da Silva, quienes se retiraron de la plaza tras
entregarle los papeles. Marco volvió a leerlos y notó que en casi todos ellos
la caligrafía era muy irregular, como si hubieran temblado al escribir esas
palabras.
Mientras él hacía estas deducciones, Rolo lanzaba piedritas a los
perros callejeros que a esa hora empezaban a llegar en mayor número a la
placita. Cuando Rolo lo miró de nuevo, Marco lo abrazó con mucha fuerza
mientras le susurraba en sus oídos una sola palabra. “Gracias”.
Rolo se marchó haciendo un ademán de patear a los perros que lo estaban
rodeando, logrando que lo dejaran en paz. Marco lo siguió tiempo después pero
en la esquina, en vez de doblar hacia la izquierda y dirigirse hacia su hogar,
siguió derecho adentrándose en una calle muy larga e iluminada solamente por la
luz de las estrellas, cercada a ambos lados por casuchas de madera con techos
de zinc. De vez en cuando se volvía, pero tras comprobar que nadie lo acechaba
continuaba su rumbo.
Caminó cuatro largas cuadras hasta llegar a una casita circundada por
una muralla baja de ladrillos blancos que no tuvo problemas en saltar, tras lo
cual se dirigió a la parte trasera del inmueble, deteniéndose ante unas
persianas que golpeó suavemente con el puño derecho dos veces primero, y luego
otras tres. Una muchacha morena de grandes ojos negros, vestida con un camisón
celeste abrió las persianas y lo ayudó a ingresar en la habitación, permaneciendo
en silencio mientras Marco la desvestía.
Cuando terminaron, ella se durmió casi de inmediato y eso era algo que
él siempre agradecía porque no tenían nada de qué hablar.
El silencio que siguió le permitió escuchar los ronquidos que provenían
de la habitación contigua, lo que le hizo preguntarse por enésima vez si la
madre de la joven realmente no advertía lo que sucedía bajo su techo o simplemente
hacía la vista gorda, ya que cualquier protesta podría resultar en la pérdida
de su empleo. Los padres de Marco eran poco adeptos al drama de sus empleadas
domésticas, aún cuando su propio hijo pudiera ser el causante de dicho drama.
A veces Marco especulaba acerca del grado de satisfacción que la
muchacha realmente alcanzaba con él. Tal vez no le gustara nada de lo que
hacían pero lo aceptaba por inercia, así como su propia madre había aceptado al
padre que las abandonó cuando ella ni siquiera había nacido.
“Mejor no pensar en eso” se decía asimismo, pero aún así los recuerdos
no paraban de reproducirse en su mente.
Ella está en la habitación de
su patroncito, colocando sus prendas en los respectivos cajones del ropero. Es
frecuente que su madre le exija colaboración en las tareas de la casa, después
de todo su sueldo es para ambas.
Marco ingresa en el cuarto y
sin pensarlo cierra su puerta con llave. Sabe que no hay nadie en la casa salvo
la madre de la joven, que está ocupada en la planta baja, lavando ropa.
La muchacha sigue actuando
como si nada extraño sucediera. Ni siquiera se acelera su respiración cuando
Marco la rodea con sus brazos y apoya su entrepierna entre sus nalgas.
Todo ocurre en un par de
minutos, durante los cuales ella se limita a contemplar la puerta del ropero. Cuando
acaba, se dirige al baño y cierra la puerta. Marco puede escuchar el agua que
corre del bidé.
Cuando abre la puerta, alza la
bombacha del suelo, se la pone y termina de ordenar las ropas del patroncito.
“Todo parece haber
ocurrido en otra vida” pensó Marco, aunque sabía bien que solamente había
pasado un año y medio de ese primer encuentro.
De pronto recordó los papelitos que había guardado en su bolsón. Los
sacó de ahí y los rompió todos, menos uno.
“Solo por si acaso…”
Lo último que Marco vio antes de salir por la ventana, fue una foto
ubicada sobre la mesita de noche y en la que se reconocía con el uniforme
clásico de preescolar. A su lado se veía una versión aniñada de la muchacha con
la que acababa de compartir la cama, cuyo rostro guardaba un parecido notable
con el de la tercera figura de la foto, la señora de los ronquidos, que
aparecía detrás con sus manos apoyadas en los hombros de las criaturas, una señora
morena, petisa y rolliza, de mirada severa, que llevaba un vestido azul sobre
el que se veía un delantal de servicio.
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