miércoles, 4 de mayo de 2016

Tercer tiempo

Néstor Caballero


Todos los jueves, tan pronto como el timbre de las cuatro de la tarde anunciaba el final de clases, los alumnos del segundo año de bachillerato se dirigían con prisa al vestuario masculino del gimnasio escolar donde reemplazaban los pantalones azul marino, las camisas blancas y los mocasines negros por casacas de equipos de fútbol europeo, shorts y botines, recorriendo con esa vestimenta las tres cuadras que los separaban de una canchita de trescientos metros cuadrados cuyo césped extremadamente seco apenas alcanzaba a cubrir las esquinas del campo de juego, dejando que la pegajosa tierra plomiza los deslustrara.

A medida que la mugre iba embadurnando las diversas partes de sus anatomías, aumentaban las patadas, agarrones de camisetas y empujones frente a cada una de las porterías, hasta que todos quedaban lo suficientemente magullados (ojos cerrados, rodillas raspadas, frentes ligeramente abiertas, bocas sangrantes, etcétera) como para que uno de los “maduros” del grupo pudiera sugerir dar por terminado el juego e iniciar el tercer tiempo.

Era este tercer tiempo la verdadera razón por la cual todos concurrían religiosamente al fútbol de los jueves, ya que durante el mismo abundaban las bebidas espirituosas importadas, los pitillos de primera clase y las discusiones sobre autos, deportes, series de televisión y bandas de rock, aunque por encima de todos estos temas, de lo que realmente les gustaba hablar era de las virtudes físicas de sus compañeras de aula, complementando estos comentarios con breves exégesis sobre las últimas salidas que habían tenido con ellas, afirmando uno que cuando fulana le tomó de la mano en el cine, en realidad quería agarrarle otra cosa, mientras que otro se lamentaba de que mengana le haya abofeteado solamente porque pensó que al decirle “tus manos son lindas” le estaba permitiendo pellizcarle con ellas las nalgas, y aún así él estaba convencido de que “al final seguramente le habrá gustado”. Estas conclusiones insólitas arrancaban carcajadas que casi ahogaban la estridencia de las guitarras distorsionadas o el estrépito de timbales y trompetas caribeñas provenientes de unos parlantes ubicados en la parte trasera del único auto del grupo, un Ford Escort del ochenta y cinco que pertenecía a Rolo Sosa, quien a pesar de contar sus propias anécdotas disparatadas y seguirle el juego a los demás, no por ello dejó de advertir que su mejor amigo, Marco Andrada, casi no emitía palabra ni participaba de las bromas de los demás, manteniendo en todo instante un semblante sombrío y meditabundo que los otros tampoco tardaron en percibir, disminuyendo gradualmente el fervor de sus macanadas para observar al joven de temple mustio que al notar el pesado silencio que se había ido formando en torno a él, salió de su estado aletargado.

A pesar de la penumbra circundante, Marco todavía podía distinguir algunas de las facciones características de los rostros que lo examinaban: la nariz puntiaguda de Téllez, los pómulos salientes de García, la única ceja que se extendía bajo la frente de Martínez, los bucles castaños de Paredes, el mentón de banana del “Rolo”. Marco a su vez se preguntó si ellos solamente se limitaban a ver al muchacho menudo, más delgado que obeso, de tez morena ensuciada por una profusión de granos en las mejillas, con los hombros caídos y las piernas ligeramente encorvadas.

O tal vez alcanzaban a sentir la angustia que estaba experimentando porque nadie pronunciaba una sola palabra, y es probable que hubieran permanecido de ese modo si Marco no se levantaba para extraer de su bolsón deportivo un objeto blancuzco, pequeño y alargado que sostuvo por largo rato hasta colocarlo en las manos de Rolo, quien le dedicó una mirada titubeante que rápidamente se transformó en asombro y en progresiva pena cuando la regresó a su amigo. Dentro del objeto se encontraban dos espacios cuadrados, y en cada uno de ellos se divisaba un signo positivo.

Marco señaló con la cabeza a García, a quien Rolo pasó el objeto y en quien se repitió la misma secuencia de miradas. En menos de cinco minutos, el objeto había pasado por todas las manos y en cada ocasión las reacciones habían sido idénticas. Cuando volvió finalmente a las manos de Marco, este lo guardó en el mismo lugar de donde lo había sacado, tras lo cual alzó la vista a un cielo que brillaba plagado de estrellas.

 Los únicos ruidos que ahora interrumpían el silencio glacial eran los ladridos de unos perros en la distancia y el llanto de un bebé. Marco giró la cabeza hacia las casas aledañas a la plaza, de donde provenía el sonido. Era un sollozo muy agudo, que parecía ir in crescendo a medida que los segundos pasaban y no era atendido. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor, los ojos cerrados con fuerza, los dientes blancos superiores clavándose en los inferiores, los puños apretados, las gotas de sudor corriendo por su frente indiferentes a las ráfagas de viento sur que de tanto en tanto refrescaban la plaza. De pronto el llanto cesó y solamente permanecieron los ladridos y el rumor de las hojas del chivato ubicado en la acera frente a la plaza.

Marco volvió la vista a sus compañeros, algunos parecían estar escribiendo en hojas arrancadas de sus cuadernos. Rolo fue el primero que le pasó la nota. “Sra. Benigna. 4ta. Proyectada casi Solanos, decile que te vas de parte del hijo del Dr. Sosa y que necesitás que le haga a tu chica el trabajo que le hizo a su novia la última vez”. Marco lo miró estupefacto y empezó a negar con la cabeza pero Rolo lo tomó de las manos, y sin decirle nada, simplemente asintió dos veces.

El papel que le pasó Quiñones también tenía el mismo tenor. “Doña Lupita de Pozo Profundo, a cuarenta kilómetros de la ciudad, es muy discreta, trata súper bien a las chicas, y después les duele por pocos días” al igual que los de Hernández, Martínez y Da Silva, quienes se retiraron de la plaza tras entregarle los papeles. Marco volvió a leerlos y notó que en casi todos ellos la caligrafía era muy irregular, como si hubieran temblado al escribir esas palabras.

Mientras él hacía estas deducciones, Rolo lanzaba piedritas a los perros callejeros que a esa hora empezaban a llegar en mayor número a la placita. Cuando Rolo lo miró de nuevo, Marco lo abrazó con mucha fuerza mientras le susurraba en sus oídos una sola palabra. “Gracias”.

Rolo se marchó haciendo un ademán de patear a los perros que lo estaban rodeando, logrando que lo dejaran en paz. Marco lo siguió tiempo después pero en la esquina, en vez de doblar hacia la izquierda y dirigirse hacia su hogar, siguió derecho adentrándose en una calle muy larga e iluminada solamente por la luz de las estrellas, cercada a ambos lados por casuchas de madera con techos de zinc. De vez en cuando se volvía, pero tras comprobar que nadie lo acechaba continuaba su rumbo.

Caminó cuatro largas cuadras hasta llegar a una casita circundada por una muralla baja de ladrillos blancos que no tuvo problemas en saltar, tras lo cual se dirigió a la parte trasera del inmueble, deteniéndose ante unas persianas que golpeó suavemente con el puño derecho dos veces primero, y luego otras tres. Una muchacha morena de grandes ojos negros, vestida con un camisón celeste abrió las persianas y lo ayudó a ingresar en la habitación, permaneciendo en silencio mientras Marco la desvestía.

Cuando terminaron, ella se durmió casi de inmediato y eso era algo que él siempre agradecía porque no tenían nada de qué hablar.

El silencio que siguió le permitió escuchar los ronquidos que provenían de la habitación contigua, lo que le hizo preguntarse por enésima vez si la madre de la joven realmente no advertía lo que sucedía bajo su techo o simplemente hacía la vista gorda, ya que cualquier protesta podría resultar en la pérdida de su empleo. Los padres de Marco eran poco adeptos al drama de sus empleadas domésticas, aún cuando su propio hijo pudiera ser el causante de dicho drama.

A veces Marco especulaba acerca del grado de satisfacción que la muchacha realmente alcanzaba con él. Tal vez no le gustara nada de lo que hacían pero lo aceptaba por inercia, así como su propia madre había aceptado al padre que las abandonó cuando ella ni siquiera había nacido.

“Mejor no pensar en eso” se decía asimismo, pero aún así los recuerdos no paraban de reproducirse en su mente.

Ella está en la habitación de su patroncito, colocando sus prendas en los respectivos cajones del ropero. Es frecuente que su madre le exija colaboración en las tareas de la casa, después de todo su sueldo es para ambas.

Marco ingresa en el cuarto y sin pensarlo cierra su puerta con llave. Sabe que no hay nadie en la casa salvo la madre de la joven, que está ocupada en la planta baja, lavando ropa.

La muchacha sigue actuando como si nada extraño sucediera. Ni siquiera se acelera su respiración cuando Marco la rodea con sus brazos y apoya su entrepierna entre sus nalgas.
Todo ocurre en un par de minutos, durante los cuales ella se limita a contemplar la puerta del ropero. Cuando acaba, se dirige al baño y cierra la puerta. Marco puede escuchar el agua que corre del bidé.

Cuando abre la puerta, alza la bombacha del suelo, se la pone y termina de ordenar las ropas del patroncito.

“Todo parece haber ocurrido en otra vida” pensó Marco, aunque sabía bien que solamente había pasado un año y medio de ese primer encuentro.

De pronto recordó los papelitos que había guardado en su bolsón. Los sacó de ahí y los rompió todos, menos uno.

“Solo por si acaso…”


Lo último que Marco vio antes de salir por la ventana, fue una foto ubicada sobre la mesita de noche y en la que se reconocía con el uniforme clásico de preescolar. A su lado se veía una versión aniñada de la muchacha con la que acababa de compartir la cama, cuyo rostro guardaba un parecido notable con el de la tercera figura de la foto, la señora de los ronquidos, que aparecía detrás con sus manos apoyadas en los hombros de las criaturas, una señora morena, petisa y rolliza, de mirada severa, que llevaba un vestido azul sobre el que se veía un delantal de servicio. 

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