martes, 10 de mayo de 2016

Y habitó entre nosotros

Rosario Sánchez Infantas


Empezó a sentir muy débilmente algo parecido al gorjeo de un canario. No incluía los iniciales silbidos estridentes que hace esta avecilla, sino solamente una sucesión fluida de pequeños borboteos semejante a pompas de jabón de jabón que se rompen. Según pasaban los días y las semanas el sonido se fue haciendo más preciso y vigoroso. Despertaba o se dormía con esa melodía de fondo. Solo un Creador podría saber que el hálito de la vida se estaba fortaleciendo minuto a minuto en el pequeño ser. A partir de la semana décimo segunda empezó una sucesión esporádica de sensaciones incomprensibles para él: imágenes de seres desconocidos, expresiones verbales, impresiones vagas, que le impelían a ser. Millones de años de evolución le traían mensajes de victoria que, se diría, él hacía suyos. La semana vigésimo cuarta una vaga e imprecisa sabiduría, que le llegaba desde muchos siglos atrás, le hizo darse cuenta que la sucesión de gorjeos correspondía al despliegue, madurez y desarrollo de sus células, tejidos y órganos. En la semana trigésima segunda empezó a discriminar las voces habituales. Le gustaba escuchar las canciones, las oraciones y la ternura con la cual alguien describía lo bello que sería tenerlo en este mundo. Cuando cumplió treinta y ocho semanas seguía disfrutando y entendiendo que estaba vivo. Las dos siguientes semanas una extraña desazón lo invadía. No podía darse cuenta que deseaba ser con alguien más, con otros. 

El día anterior, luego de varios meses de discusiones, habían decido que en ningún caso se llamaría como sus abuelos. Llevaría el nombre del padre o de la madre. Recibió el nombre de su progenitor aquel día festivo. En la ciudad ubicada a cuatro mil metros de altitud, en un estrecho y árido valle andino, la mañana estaba despejada y el sol llegaba a tierra mediado por un vientecillo frío que mantenía una temperatura de diez grados, no obstante ya era mediodía. Desde el pie de la colina, un kilómetro abajo, penosamente la multitud se abría paso en el terroso sendero. Muchos subían y algunos bajaban por el escaso lugar que habían dejado libre los vendedores de manzanas acarameladas, sándwiches, algodones de azúcar, fritangas y platos típicos del lugar. Todo estaba preparado para que los vivos se agasajaran el día en que los difuntos retornan transitoriamente a la tierra. Competían por el espacio vendedores de mejunjes para diversos males, adivinadores de la suerte, improvisados floristas, y muchachos que ofrecían limpiar o pintar tumbas. Según avanzaba cuesta arriba, algunas personas, próximas a él, miraban al hombre de mediana edad, vestido de negro y que bajo el brazo llevaba un ataúd blanco de sesenta centímetros de largo. Oscuras ojeras destacaban en su rostro claro, suspiraba con frecuencia y enjugaba el sudor de su frente en la manga de la camisa.

La leche llena mis pechos cada tres horas. No se adelanta, ni se atrasa. Perversa perfección, que me va marcando el imparable avance de la mañana al mediodía, del mediodía a la tarde, y de la tarde a la hora aciaga del ángelus, cuando la luz será devorada por las tinieblas en la colina donde yace el cementerio local. Nunca he creído en que azarosamente evolucionáramos en millones de años; sé que nos has creado; pero, ¡no entiendo lo que haces Padre omnipotente! ¿Dónde está tu misericordia? ¡Perdóname! ¡Perdóname! Pero el dolor me está matando ¿Tan grandes son mis culpas? ¿Para qué me haces madre? Puérpera estéril en una cama de hospital mientras que a mi  pequeñito, sin que entienda nada, lo han pasado de la cuna al pequeño ataúd, que ahora clavan e introducen, para siempre, en el nicho de frígido concreto. ¡Dios mío! ¡Para siempre! Maldita leche, me recuerda que esta noche, su pequeño cuerpecito, será lo más solo y frío, de esta insana burla que se llama vida. No te pido que esto haya sido una pesadilla. Acepto, aunque no entiendo tu voluntad, pero te daría mi vida porque me permitieras aferrarme a esa cajita blanca antes que sellen el pequeño nicho, pongan sus iniciales en el cemento fresco y escriban lo que nada me hará olvidar: Nació el primero de noviembre de 1956; murió el primero de noviembre de 1956.

Ráfagas heladas azotan los escasos mausoleos, los viejos pabellones de nichos y las ordinarias cruces de madera, en la noche lúgubre.

No entiendo nada —piensa, a punto de llorar— siento que cada vez está más lejana esa tibieza deliciosa. Yo viví junto a alguien que me hablaba, que me cantaba, que a veces cantando lloraba. Esta caja es tan dura. Estas botitas de lana ya no conservan ningún calor. Nunca el frío me ha dolido tanto. Ya cesaron los ruidos de afuera… y los que mi cuerpecito hacía. ¿Aquí acaba todo? ¿Qué va a pasar con mis manitas, mis ojos que ya veían y mi corazón que se descompuso? ¿No habrá alguien más que, en esta inmensa noche, se sienta solito? 

Muy lentamente se va elevando una suave y dulcísima melodía. Dirige su cabecita hacia la fuente y escucha cada vez mejor una hermosa canción, tan delicada y plena de amor que empieza a sonreír:

Rarabai, rarabai, oyasumi mahou no komori-uta. Rarabai namida fuitara. Yume de aeru. Kanashikute sabishikute, nemurenai yoru, donna toki mo kokoro wa issho ni iru yo. Rarabai, dakara, oyasumi yume de aou ne...

Otras voces femeninas se van integrando a un sublime coro. Conmovido se va sintiendo acompañado, amado, unido a una fuente de calor. Siente que ellas son buenas. Ahora cantan en una lengua que ya ha escuchado antes. 

Duerme ya, duerme ya y ten buenas noches con esta mágica canción de cuna. Duerme ya, duerme ya y limpia tus lágrimas. Podremos vernos en nuestros sueños. Si te sientes triste y solitario y por eso no has podido dormir, recuerda que no importa qué suceda, siempre nuestros corazones permanecerán cerca uno del otro. Duerme ya, duerme ya, cierra tus ojitos que podremos vernos en nuestros sueños…

¿Tú eres mi mamá? ¡Cantas muy bonito! No quiero dormir, me gustaría seguir sintiendo este calor —pensó el parvulito muy sonrosado.

—¡Yo quisiera ser tu mamá! La vida, mi ángel, es como un supairaru, como una espiral, muchas cosas se repiten una y otra vez. ¿Cuál de ellas es la verdadera? Al nacer mi hijo, perdí la vida. ¿Yo soy madre? No has nacido de mí, ni siquiera llevas sangre japonesa, pero te amaré por siempre. Si puedo amar, ¿estoy muerta? Te voy a acompañar y te enseñaré muchas cosas bonitas. Lo que mejor sé hacer es cantar. Se puede cantar de distintas maneras. Las mujeres de mi familia cantamos pretendiendo consolar la tristeza de la abuela Sue; a los diez años, allá en el Japón, fue llevada a otra ciudad para ser niñera. Más que para dormir al bebé rico que cuidaba, cantaba para expresar su desarraigo y la nostalgia de su familia lejana por culpa de la pobreza. Yo también debí cantar con el corazón estrujado. Canté para que mis hermanos sufrieran un poquito menos cuando murieron nuestros padres; canté para que mis hijos no se dieran cuenta de la resignada tristeza de mi matrimonio concertado; y canté al recordar mis perdidos sueños adolescentes. Pero también canté alegre, enamorada, agradecida.

—¿Y quiénes son esas mujeres que ahora están cantando?

—Son mujeres de la colonia japonesa. 

—¿La colonia?  

—Sí, la colonia somos aquellos que nacimos muy lejos de aquí, otra fue nuestra patria. Cuando la última guerra grande sufrimos persecución y repudio en esta ciudad peruana que la empresa extranjera embanderó con la divisa norteamericana. Era su guerra, su ciudad, nosotros los enemigos. Aprendimos a mantenernos unidos y solidarios.

—Ya te veo, ¡eres delgada, pálida y bonita! ¡Ya veo a las niñas, señoras y abuelas que cantan! ¡Oh!, ahora se encienden luces en muchas ventanitas y todos cantan aquí.

—Esas ventanitas se llaman tumbas. Mientras más cantamos, más luz y calor se producen aquí en nuestra comunidad. 

—¡Esto se ve muy bonito! ¡Muy iluminado! ¡Muy calientito! Por las noches, cuando todavía estaba creciendo, alguien rezaba: “Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, la virgen María me cubra con su manto”. ¿Tú eres la Virgen María? ¿Tú eres Dios? ¿Por qué estas lejos? ¿Puedes llevarme contigo?

En cada uno de los tres siguientes años la joven pareja tuvo un hijo. Nunca entendieron por qué, en sus visitas al cementerio, los niños disfrutaban pasear por los pabellones de la colonia japonesa afincada en La Oroya. Un  primero de noviembre, día de los santos difuntos que viven en presencia de Dios, tampoco entendieron qué ocurrió: al intentar trasladar los restos del parvulito al recién inaugurado osario, hallaron vacía su tumba. 

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