jueves, 26 de mayo de 2016

El misterio de la mujer de los ruleros

Rita Mabel Figueredo


Elisa está completamente despierta unos minutos antes de que suene el despertador.

No sabe si sigue programando el reloj por costumbre, por terror a dormir demás o porque necesita el estridente anuncio del inicio del día, para entender que aún está viva.

Sale de la cama con movimientos ágiles para sus sesenta y nueve años. Viste ropa de trabajo, zapatos viejos, el delantal manchado de colores confusos. 

Prepara con manos expertas un desayuno suculento y lo toma como todas las mañanas, en la mesa de la cocina. Despacio, disfrutando, con la vista perdida en la ventana abierta.

Una brisa leve le acaricia los cabellos teñidos del mismo color cobre que alguna vez lucieron naturalmente. Su cocina huele a vainilla y caramelo. 

Por unos instantes sucumbe a la nostalgia. Hubiera sido bueno tener hijos, porque ahora, tal vez, tendría nietos. Los traería allí, para mancharlo todo con harina y reír juntos. Claro que después habría que limpiar a fondo. 

Se da cuenta, angustiada, que no puede deshacerse del mandato de orden y pulcritud ni siquiera para soñar. Las noches sin comer, castigada porque las ollas no habían quedado relucientes, vuelven a ella como una ráfaga.

La cocina de su infancia no olía a galletitas, sino a lejía, encierro y trabajo duro. De esos años, guarda una imagen borrosa en la que están mezcladas demasiadas cosas: el agotamiento extremo, los pañales sucios, las caritas mocosas, el vómito y el llanto; un leve olor a salvia y el deseo irrefrenable de escapar.

Pero dejar el campo sin haber terminado la primaria, sin ahorros y sin ayuda, parecía imposible. Hasta que conoció a Roberto Alzamendia.

Un miércoles de marzo, caluroso y húmedo, caminó por el patio, con la olla llena de guiso con aroma a romero para alimentar a los peones contratados para la cosecha. 

Parado a la sombra con los demás, esperaba un joven que ella nunca había visto.

Mientras servía, un sol abrasador le quemaba la piel, colándose incluso entre las hojas del mango. Pero el calor que le subía por los pies calzados con alpargatas, no podía compararse con el ardor intenso, dulce y desconocido que crecía en su interior.

Más tarde, en la oscuridad de la habitación que compartía con cuatro hermanos, permaneció despierta durante varias horas, intranquila y sudorosa, oyendo entrar por la ventana la voz rasposa y sensual del peón, cantando al compás de una guitarra.

Desde la mañana siguiente, dedicó cada minuto libre a rondarlo. El hombre, incrédulo ante el interés de esa niña de cabellos rojos, respondía a sus avances con prudencia.

Elisa era bella, joven y estaba decidida. Roberto no era de hacerse rogar. 

Recostada contra un saco de arpillera que le pinchaba la espalda, Elisa le entregó su virtud, ocultando la desilusión ante lo diferente de esa experiencia de jadeos desenfrenados, dolor lacerante y un poco de sangre, comparada con lo que había imaginado leyendo novelas.

Cuando la cosecha terminó y Roberto se preparó para partir, Elisa lloró, gritó, imploró, hasta conseguir que dijera que podía irse con él. Pero no consiguió que aceptara casarse.

Le resultaba divertido y halagador que la muchacha quisiera acompañarlo, pero su carácter despreocupado y alegre, le impedía pensar en un compromiso definitivo. Los padres de Elisa, católicos fervientes, no salieron siquiera a despedirla.

Elisa sacude los recuerdos y sale al patio. Se arrodilla frente al cantero todavía vacío y mete las manos en la tierra. Disfruta la sensación del barro blando entre los dedos, del olor a rocío, del descubrimiento de los brotes nuevos. En algunos meses, donde ahora parece no haber nada, asomarán coloridas gerberas y crisantemos. Esa posibilidad del milagro siempre la pone de buen humor.

Trabaja en silencio. Quita las malas hierbas, riega, saca hojas secas. 

Agachada sobre las plantas, siente una puñalada aguda en el pecho que la deja sin respiración. Entra a tropezones a la casa, y deja que el agua fría arrastre el dolor y la tierra de su cuerpo cansado. Cuando sale del baño es casi mediodía. 

Parada frente al espejo, ve el reflejo de la puerta cerrada con un candado grande. El cuarto que alguna vez fue de costura parece llamarla.

Con los ruleros puestos y el bolso de compras, baja al mercado. A lo lejos oye los acordes de una guitarra, que vuelven a recordarle a Roberto.

Cuando huyó con él, ella tenía diecisiete y el veintitrés. 

Se resignó a vivir en pecado, pero para disimular, compró un anillo barato que usaba en el anular izquierdo y se presentaba siempre como la esposa.

Ninguno de los dos tenía oficio, pero Elisa asumió que su marido sostendría el hogar, y cambiaría de vida si era necesario. Hasta ese momento, el joven vivía de changas, de lo que ganara en el truco o lo que le dieran en los bares por tocar música. 

Roberto tenía un carácter afable. Le gustaba la buena vida, y no podía permanecer quieto en ningún lugar. Le encantaba hacer planes grandiosos, y hablar durante horas de las cosas que compraría cuando por fin ganase la lotería. Hacía amigos en pocas horas y conquistaba por igual a hombres y mujeres con su sonrisa de publicidad. No tenía ninguna intención de cambiar. Así que Elisa tuvo que adaptarse. De todos modos, Roberto trataba de no hacerla enojar; estaba fascinado con tener mujer, le parecía increíble que fuera suya esa dama seria, trabajadora y atenta que encontraba a su lado cada noche.

Peleaban mucho. No se ponían de acuerdo en casi nada. Pero ninguno quería volver a su vida anterior. Elisa porque hubiera sido una vergüenza inaceptable volver a casa de sus padres. Roberto porque estaba acostumbrado a las atenciones constantes de su esposa.

La mayor parte de la vida en común transcurría yendo de un alojamiento precario y húmedo a otro. Elisa trataba de hacerlo acogedor con lo poco que tenía a mano, mientras aguardaba largas horas el retorno de su galán.

El único acuerdo real al que habían llegado era con la cena. 

Ella hacía un esfuerzo para lograr una comida completa utilizando los escasos ingredientes que podían comprarse con lo que aportaba Roberto.

Se arreglaba el pelo con esmero, se ponía su mejor vestido y fingía olvidar la soledad, los momentos de duda, cada vez más frecuentes, en los que se preguntaba si había sido sensato fugarse.

Todo quedaba olvidado cuando Roberto cruzaba la puerta del remolque de turno, como un vendaval risueño, y la alzaba en brazos para decirle lo hermosa que estaba y lo mucho que le gustaba su cabello. Hablaba sin pausa de su día y sus aventuras, reales o imaginarias. 

Elisa casi no notaba que jamás le preguntaba qué había hecho ella.

Hasta que, en uno de los pueblos, Roberto comenzó a faltar a la cena. 

Ponía mil excusas distintas: la recolección de naranjas, el patrón que lo había largado tarde, la necesidad de ayudar a un amigo.

A Elisa no le pasaban desapercibidos el olor a alcohol, la velocidad con que su marido corría a bañarse cuando volvía, ni que el dinero desapareciera más rápido que antes.

Comenzó a extrañar la tierra, la paz del campo, y hasta a sus aborrecidos hermanitos. 

El aburrimiento y la tristeza terminaron por enfermarla.

Durante una de sus cenas, cayó desmayada. El médico al que consultaron dijo que necesitaba descanso y aire fresco, lo que no podía tener si continuaban con esa vida errante.

En el pueblo siguiente, alquilaron una casita de madera con un enorme terreno lleno de yuyos, sin demasiadas pretensiones.

Elisa estaba feliz de tener, por fin, un hogar. En poco tiempo, convirtió en una huerta y un jardín el espacio vacío al fondo de su casa y puso todo su empeño en atender a su marido.

A Roberto la vida sedentaria le sentó fatal. Consiguió un trabajo fijo en la fábrica del pueblo y más o menos al mismo tiempo comenzó a sentirse miserable. Ya no reía ni contaba aventuras durante la comida. Tragaba a toda prisa lo que Elisa preparaba, para ir al bar a reunirse con sus compañeros de copas; hombres rudos y amargados, que preferían, como él, no volver a casa.

Elisa se había reprochado muchas veces la decadencia de su esposo, como si el camino en espiral hacia su muerte, hubiera empezado con ese empleo de nueve a diecisiete.

Entra al mercado por la calle principal, consciente de los murmullos. Sabe que la consideran rara. Nunca conversa con nadie, rehúye las invitaciones, jamás recibe visitas, no tiene parientes, ni mascotas.

La saludan amablemente, y sin embargo, ella puede sentir las miradas de desaprobación.

Lo que no sabe es que discuten constantemente sobre cuál será el motivo para que tenga puestos los ruleros, preparándose para un evento que, al parecer, nunca llega.

¿Un amante? ¿Juego clandestino? ¿Fiestas privadas? Nadie se atreve a preguntar. 

Las veces que alguien lo hizo, ella solo sonrió y siguió guardando su secreto.
Vuelve a pensar en los últimos veinte años, en esa soledad acompañada a la fuerza, que inventó para no desgarrarse de dolor. 

Una de las tantas noches de juerga, Pedro y José, dos de los amigos habituales de parranda de Roberto, llamaron a la puerta. Cuando los vio, con la  cara desencajada y estrujando un trapo lleno de sangre, entendió que algo muy grave había pasado. 

Roberto había salido "solo por una cañita". La cañita terminó siendo botella. Y le siguió una partida de truco.

Las primeras rondas, habían jugado sólo para ver quién pagaba los tragos, pero intervino el negro Cabañas y propuso que apostaran para hacerlo interesante.

Sandro Espósito Cabañas, el negro, era un ex convicto al que la cárcel solo había hecho más ruin y pendenciero, que recorría los bares tratando de elegir borrachos a quien ganarles con trampas a las cartas. Y esa noche eligió a Roberto.

En la última mano, Sandro recibió cartas imposibles y Roberto sospechó.

Empujó la mesa sobre la que estaban las fichas, gritando que lo había engañado.

Cabañas no lo tomó bien. Sacó su cuchillo y le dio un puntazo antes de escapar con el dinero.

Parecía solo un rasguño.

Acomodaron las mesas, lamentaron la plata perdida y festejaron la valentía del amigo.

Siguieron tomando hasta las tres de la mañana, cuando Roberto cayó al piso y no pudieron volver a despertarlo. 

El velorio fue corto pero concurrido. Todos los amigos de farra, mujeres de la vida, y gente del pueblo, pasaron por la casa a dar sus respetos.

La viuda estuvo sin estar, sentada en un rincón, pensando una y otra vez ¿y ahora qué?

La solución se la dio Pedro sin querer, cuando le habló a Roberto, todavía tibio en el cajón.

—¡Ay hermanito! ¡Si pudiéramos conservar tu cuerpo! ¡Para ser seis en el truco nomás! ¡Para no extrañarte tanto!

Elisa llevó aparte a los dos amigos de su esposo y les explicó que le era imposible desprenderse de Roberto, dejarlo solo en ese cementerio impersonal con varios metros de tierra sobre la cabeza. ¡Con lo que Roberto odiaba el encierro! 

Además, no soportaba la idea de cenar sola el resto de sus días.

Entre los tres, con la excusa de una despedida privada, cambiaron el cuerpo por piedras y usaron las habilidades de Pedro para embalsamar presas del monte.

Elisa mira el reloj, ya son las seis y treinta. Es hora de preparar la cena.

Elige un pescado de río con papas y crema, pastel de manzanas para el postre. El menú favorito de Roberto. 

Cuando el pescado está listo, huele a romero fresco y limón. 

Elisa va al dormitorio. Se saca los ruleros, arregla el peinado, viste de fiesta.

Prepara la mesa para dos, el mantel lila, los mejores platos, flores recién cortadas del jardín. 

Abre el candado de la puerta del cuarto de costura. Arrastra la silla de Roberto hasta la mesa servida, y lo acomoda frente a un plato de comida humeante. 

Mientras la mirada vidriosa de su marido permanece fija en algún punto detrás de su cabeza, Elisa le habla del dolor en el pecho cada vez más frecuente, de la preocupación de qué pasará con él cuando ella ya no esté; le cuenta proyectos, problemas, miedos. Roberto, que desde el día de su muerte no faltó jamás a la cita a cenar, escucha paciente. 

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