jueves, 2 de junio de 2016

Un viaje en metro

Rocío Ávila



Cinco pesos. Siempre me ha asombrado lo lejos que puedo llegar con tan poco dinero. Eso es lo que cuesta un boleto de metro en la ciudad donde vivo y me permite, si quiero, ir hasta el otro extremo de la ciudad. Si lo pienso bien resulta una ganga, no solo por la distancia sino por la gama de experiencias que se viven en este transporte. El número de viajeros ha aumentado tanto que sin importar la hora en que lo uses tus pulmones se impregnan de un denso humor corporal que te hace consciente, quieras o no, de lo imperfecta que es la naturaleza humana. El aire caliente, los incesantes murmullos de quien logra platicar mientras camina así como los choques involuntarios de los pasajeros con prisa contra los que no la tienen hacen, sin lugar a duda, que uno recapacite sobre el momento de vida que te lleva a estar ahí.

En mi caso, fue la necesidad de llegar a tiempo a una cita de trabajo. A la ida iba tan preocupada por la propuesta que quería mostrar, que no me percaté de nada. Resultó una reunión de diez minutos que no me aportó nada que no hubiera podido proporcionarme una llamada telefónica. Ni modo de quejarme, trabajo es trabajo.

El regreso fue más tranquilo. Entré al metro y me dirigí al andén, a los primeros vagones, aquellos destinados a las mujeres. Por suerte no había mucha gente así que, al ingresar, alcancé a sentarme en uno de esos asientos individuales donde vas perpendicular al andén. Los asientos de plástico, duros y resbaladizos, son muy cotizados en los horarios pico. Uno no puede dejar de aferrarse a los fríos tubos metálicos que, fijos de piso a techo, hacen de barandal para que uno pueda apoyarse y no acabar en el piso cuando el conductor frena de manera brusca. La sensación del piso pegajoso, el sonido de la voz rasposa anunciando las paradas y el interminable murmullo de conversaciones me transportaron a cuando yo tenía catorce años. En esa época utilizaba este transporte tanto por seguridad como porque mi madre podía controlar mis traslados mejor que en otros medios de comunicación. Me vi sentada en el mismo lugar pero con un piso más limpio, los letreros de las estaciones casi nuevos, en un vagón mixto donde no había que separar hombres de mujeres ni asfixiarse por el mal olor. En ese entonces el mundo era mío. Ahí no existían novios infieles ni con falsas pretensiones, todo era prometedor.

Suspirando miré mis manos en un gesto nostálgico. Cuando levanté la cara hice un breve recorrido por el vagón. Una chica joven y ensimismada mantenía la mirada perdida hacia el exterior de la ventana. Difícilmente se ve algo a través de ellas. Solo se puede observar el muro que forma el túnel por el que pasa el convoy. No descubrí lo que ella observaba pero sí te vi a ti, como hace mucho tiempo, esperando por mí. Vi tu prometedora sonrisa con la que me jurabas amor eterno, me observé a mí misma salir corriendo, besarte en la mejilla mientras te daba un abrazo apretado. Siempre me gustó que al estrecharte tu ropa se sintiera suave y perfumada. Me gustaba jugar con los botones metálicos de tu saco y el leve ruido que hacían cuando los golpeaba ligeramente. Ese día, esas diminutas campanas anunciaban nuestro gran momento, aquel que guardaríamos en secreto menos de lo que habíamos planeado. Ya no era una adolescente y tenía miles de planes para nosotros.

Tururú, tururú. Ese sonido tan característico, cada vez que las puertas del tren se abren, me regresa a la realidad. Suben varias mujeres y frente a mí se acomoda una chica que, por su figura, puedo decir que falta cosa de nada para que dé a luz. Me parece que no debería estar viajando en transporte público debido a su avanzado embarazo y sin proponérmelo mi expresión me delata.

—Es mi última salida a la calle —me dice cómo justificándose mientras se soba el vientre en ese gesto tan propio de las gestantes. —Mañana me van a internar. ¿Sabe? El doctor teme se pase el parto porque no siento dolor.

Sin mayor comentario me puse de pie para cederle el lugar. Su panza me rozó en ese baile involuntario con el que nos acomodamos en el lugar de la otra. Me sentí un poco incómoda pero ella, en agradecimiento empezó a parlotear. ¡Qué suerte la mía para que las embarazadas me contaran sus vidas! Suspiré pero no escuché lo que me decía porque mi mente voló a ese instante en que la dicha no cabía en mí y moría por compartir contigo la gran noticia.

Nuestro punto de reunión fue un hermoso restaurante de comida china. Decorado con alfombras finas y largas cortinas de terciopelo, el ambiente olía a comida. Un intenso olor a cordero, cebolla y jengibre lograron que mi boca se hiciera agua al instante. Las sillas eran de madera, altas, barnizadas en un tono oscuro con cojines que hacían un placer estar sentada ahí. Te esperé nerviosa pero con gusto. La música melodiosa y suave ayudó a relajarme. Cuando llegaste me besaste en la mejilla, lo sentí raro pero nunca fuiste de grandes demostraciones públicas así que lo dejé pasar.

—Corazón, te tengo una gran noticia. No puedo esperar más para decírtelo —le dije apenas tomó su lugar en la mesa.

—Pues, ¡espero que en verdad sea buena! El idiota de mi jefe me acaba de amenazar con quitarme el empleo si no logro la cuenta de publicidad de la compañía telefónica.

—Entonces esto te va a encantar. ¡Estoy embarazada!

Nunca pensé que reaccionarías así. Te pusiste tan mal que pensé irías al baño a vomitar. No sabía que decirte, no habíamos hablado de tener hijos pero tampoco era tan malo, ¿o sí?

—¡Estás loca! Yo no quiero hijos. Lo bueno es que no has de llevar mucho. Seguro puedes ir a una clínica y deshacerte de eso de una vez. ¿Tienes dinero? Si quieres yo te presto y luego me pagas. ¡Mira nada más! Yo con mis preocupaciones y tú me sales con esas cosas.

No lo podía creer. Mi cabeza quería explotar, al final la que tuvo que salir corriendo al tocador fui yo.

—¿Se siente bien? —me pregunta la futura madre con tono preocupado.

—Sí, todo está bien. —respondí con mi sonrisa falsa y ella siguió hablando.

La joven se bajó dos estaciones después. Por fortuna fue justo antes de que yo le pidiera guardar silencio. Mi destino estaba a cinco estaciones pero en aquel entonces mi destino nunca me había parecido tan lejano.

Tomé mi lugar de nuevo para sentarme con gran alivio. Esa mezcla de olores que volvían el aire tan pesado me estaba haciendo sentir mal. Aspiré varias veces y poco a poco recuperé el ánimo. Recuerdo que me derrumbé. Yo te amaba y creía que podíamos tener un futuro juntos. En mi ingenuidad decidí darte oportunidad de pensar mejor las cosas y te mentí. Pensé que cambiarías de opinión y te sentirías tan feliz como yo. Cuando compartí mis pensamientos te enojaste aún más.

—¡Eres una estúpida! ¿Qué parte de lo que te dije no quedó clara? ¡Todo lo tengo que hacer yo! ¿Quieres que te lleve yo mismo?

¿No ves que no quiero deshacerme de este bebé? ¿Por qué eres tan intolerante conmigo? Esas y otras preguntas similares se atoraban en mi garganta. No me atrevía a compartir con nadie por lo que estaba pasando por todo el prejuicio que había en mi mente, por el miedo y la soledad que reinaba en mi pequeño cuento hecho pedazos.

—Está bien Jaime. No quiero que sigamos peleando. Te amo, si es lo que quieres, lo haré. Ya podremos tener hijos más adelante.

Con esos comentarios mi amado novio volvió a ser el que era antes pero yo no. Me presenté en un sanatorio donde sabía que una amiga mía se había hecho un aborto. Todo era tan tranquilo y silencioso en ese lugar que nunca hubiera sospechado lo que ahí pasaba. El olor a yodoformo me envolvió mientras solicité una consulta. El médico me explicó en qué periodo de gestación me encontraba. Recomendó aprovechar que todavía no llegaba a las seis semanas. Me mandó a hacer unos estudios y me despedí de él. Esa visita fue muy reveladora pero más que nada sobre mí. Habiendo puesto mis ilusiones en la familia feliz que no tendría, me olvidé de lo importante. No había ido al ginecólogo, ni siquiera para confirmar el embarazo, pero permití que un hombre frío e indiferente, que podía acabar con mi bebé fuera mi primer contacto con él. Salí tan desolada que solo pude pensar en Jaime así que en automático me dirigí a su oficina.

Nunca había entrado a la empresa donde trabajaba. No era un edificio imponente sino una casa enorme en una de las mejores colonias de la ciudad. Para llegar a la entrada tenía que cruzar un jardín perfectamente cuidado. Cuando llegabas a la entrada te esperaban unas puertas de vidrio que permitían ver un pequeño pasillo y dos salas de espera de cada lado. Al tocar el timbre noté que como remate al pasillo se encontraba un escritorio de encino demasiado grande para mi gusto. Tras de él salió una mujer de caminar orgulloso, cubierta de un aroma azucarado, quizá como resultado de esas combinaciones florales de los perfumes que tanto anuncian en las tiendas, una voz modulada y seductora. Sabía que las visitas personales estaban prohibidas así que me presenté como parte del equipo de trabajo de un cliente del que Jaime siempre hablaba.

—Espere en la sala de la derecha. Le avisaré cuando pueda pasar.

Obediente hice lo que me indicó. Me senté en la habitación recargada de adornos y cámaras de seguridad. Los sillones se sentían demasiado duros, la alfombra incómodamente esponjosa y los muros tenían tapiz azul con detalles dorados. La música instrumental que salía de pequeñas bocinas hacía juego con el perfumado ambiente. Todo era muy recargado para mi gusto pero qué iba a saber yo.

Tras unos minutos llegó una mujer morena, menos alta que yo, con una figura extraña. A primera visto no pude saber si era delgada o no. Me regañé por juzgar a una desconocida. Mientras la veía hablar con la recepcionista, crucé las piernas y los brazos. Rogué en mi interior para que no la mandaran a esperar junto a mí, no tenía ganas de estar con nadie. La suerte no estuvo a mi favor. La chica entró derrochando jovialidad y energía. Se sentó en el sillón de enfrente.

—Hola. ¡Qué calor! ¿No te parece? ¿O hace frío? Con esto de las hormonas ya no sé. ¿Tienes hijos? Yo acabo de tener un bebé, eso explica mis kilos de más. ¡Está hermoso! El doctor estaba muy preocupado, verás, soy de esos casos raros donde no siento dolor. ¡Me hubiera muerto si perdía a mi bebé! Mi esposo estaba como loco de angustia.

Moría de envidia por dentro, mientras la escuchaba. ¿Por qué no podía ser yo esa mujer? Para calmar mi conciencia sonreí y la felicité. Para ella fue una señal de que siguiera adelante.

—Jaime, mi esposo, trabaja aquí. Estaba muy ocupado por lo de una campaña, ¿teléfonos?, ya no recuerdo de qué era el tema. Ama mis visitas sorpresa.
Mis oídos no daban crédito a lo que oía pero seguro en esta compañía debería haber más de un Jaime. Inhalé para tomar valor.

—¿Cómo dices que se llama tu esposo? —pregunté cuando una voz salió de la nada.

—Señora Mondragón, puede pasar.

—No te asustes —dijo disimulando su risa— el interfono está junto a la puerta. Yo también me sorprendí la primera vez que vine.

Sin más se puso en pie y salió con el mismo entusiasmo de cuando entró.

Pasaron los minutos y empecé a desesperarme. Me acerqué al escritorio para asomarme por un costado. Ahí estaba la perfecta asistente muy atenta en la computadora.

—Disculpe. ¿Sabe si tardará mucho el señor Mondragón en recibirme?

—No lo sé. Está con su esposa y quizá solo pueda recibirla un instante antes de salir a comer.

Me quedé fría. Mi temor se había confirmado.

—¿Sabe? No lo puedo esperar más. Solo dígale que Laura Castillo estuvo aquí y que no se preocupe por el proyecto. Veré que todo se haga según sus instrucciones.

La secretaria tomó nota de cada una de mis palabras y tras despedirnos me fui.

Llegué a casa destrozada. Me metí directo a mi recámara sin importarme quien podía verme o no. Mi cuarto mantenía un aire aniñado, pintado todo de rosa y con muebles blancos que simbolizaban mi poco interés en madurar. Me tiré sobre la cama, lloré mucho. Fue hasta después de un rato que el llamado a mi puerta me obligó a reaccionar. Tratando de controlar la voz autoricé el acceso.

—Hija, ¿qué tienes? —preguntó mi abuela como cuando yo era una niña y lloraba por algo.

No contesté nada. No podía hablar. Por primera vez entendía a todas esas mujeres que querían morirse por culpa de un hombre. De hecho eso es lo que quería hacer: matarme. Siempre me había jactado de alta moral y ahora estaba en una situación vergonzosa para mi familia. La abuela se me acercó lo más que pudo para tomarme la mano.

—Mira, Laura. Creo saber lo que te pasa, a una vieja como yo no puedes engañarla. Por tu llanto veo que las cosas no salieron como lo esperabas.

A duras penas le conté lo mejor que pude todo lo que había pasado, lo avergonzada que estaba y hasta mi idea de solucionar las cosas de una manera violenta.

—Ya lo decidí. Me desharé de la creatura, no voy a ser madre soltera.

—Laurita, Laurita. Has vivido muy cuidada y no te he ayudado a madurar, lo reconozco. Mira, mi niña, no puedo corregir las ideas con las que te eduqué. Te formé como crie a tu mamá pero ahora son otras épocas y ella ya no está para aconsejarte. Cuando murieron tus padres no quise que sufrieras más pero tienes que saber, no eres la primera ni serás la última. Lo único que puede hacerte diferente es la manera en que soluciones esta situación.

Se quedó a mi lado en silencio. Lloramos juntas, yo por la desgracia que creía estar viviendo y ella porque el mundo irreal en el que me educó se acababa de terminar. Cuando estuve más tranquila salió de mi cuarto sin decir nada más.

Falté al trabajo un par de días. Traté de reunir las fuerzas para mi reunión final con el galeno. Mi teléfono móvil sonó y supe que eras tú.

—Dime.

—Hola, bombón. Recibí tu recado. Qué bueno que me libraste de acompañarte. Eso es un fastidio. ¿Nos vemos en la tarde?

Tururú, tururú. El aviso de una nueva parada estaba ahí otra vez.

—No puede ser. ¡Qué distraída!

Salí corriendo del vagón. Me perdí en mi pasado y en el tiempo. Mi bajada estaba tres estaciones atrás. Ni modo tendría que tomar el tren de regreso. Me reía para mí misma pensando lo divertido que le parecería esto a Andrés cuando se lo contara. Lo llamé así en honor a mi padre. Nunca conocería a sus abuelos pero le encantaba estar con su bisabuela. La última vez que hablé sobre el tema con mi cuidadora de toda la vida, me preguntó.

—¿Se lo dirás algún día?

—Hasta ahora no ha mostrado mucha curiosidad sobre su padre. La verdad es que no sé que hacer. He pensado muchas cosas pero ese puente lo cruzaré cuando llegue a él.

—No, Laura. ¿Se lo dirás a Jaime alguna vez?

Había entendido la pregunta desde el inicio pero no quise contestar. Te engañé muy fácil sobre el aborto pero cuando te conté que conocí a tu esposa, eso sí te importó. Perdiste el interés en mí rápidamente.  No sé si alguna vez te diré que tienes un hijo. Solo el futuro lo dirá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario