Rocío Ávila
Cinco
pesos. Siempre me ha asombrado lo lejos que puedo llegar con tan poco dinero.
Eso es lo que cuesta un boleto de metro en la ciudad donde vivo y me permite,
si quiero, ir hasta el otro extremo de la ciudad. Si lo pienso bien resulta una
ganga, no solo por la distancia sino por la gama de experiencias que se viven
en este transporte. El número de viajeros ha aumentado tanto que sin importar
la hora en que lo uses tus pulmones se impregnan de un denso humor corporal que
te hace consciente, quieras o no, de lo imperfecta que es la naturaleza humana.
El aire caliente, los incesantes murmullos de quien logra platicar mientras
camina así como los choques involuntarios de los pasajeros con prisa contra los
que no la tienen hacen, sin lugar a duda, que uno recapacite sobre el momento
de vida que te lleva a estar ahí.
En mi
caso, fue la necesidad de llegar a tiempo a una cita de trabajo. A la ida iba
tan preocupada por la propuesta que quería mostrar, que no me percaté de nada.
Resultó una reunión de diez minutos que no me aportó nada que no hubiera podido
proporcionarme una llamada telefónica. Ni modo de quejarme, trabajo es trabajo.
El
regreso fue más tranquilo. Entré al metro y me dirigí al andén, a los primeros
vagones, aquellos destinados a las mujeres. Por suerte no había mucha gente así
que, al ingresar, alcancé a sentarme en uno de esos asientos individuales donde
vas perpendicular al andén. Los asientos de plástico, duros y resbaladizos, son
muy cotizados en los horarios pico. Uno no puede dejar de aferrarse a los fríos
tubos metálicos que, fijos de piso a techo, hacen de barandal para que uno
pueda apoyarse y no acabar en el piso cuando el conductor frena de manera
brusca. La sensación del piso pegajoso, el sonido de la voz rasposa anunciando
las paradas y el interminable murmullo de conversaciones me transportaron a cuando
yo tenía catorce años. En esa época utilizaba este transporte tanto por
seguridad como porque mi madre podía controlar mis traslados mejor que en otros
medios de comunicación. Me vi sentada en el mismo lugar pero con un piso más
limpio, los letreros de las estaciones casi nuevos, en un vagón mixto donde no
había que separar hombres de mujeres ni asfixiarse por el mal olor. En ese
entonces el mundo era mío. Ahí no existían novios infieles ni con falsas
pretensiones, todo era prometedor.
Suspirando
miré mis manos en un gesto nostálgico. Cuando levanté la cara hice un breve
recorrido por el vagón. Una chica joven y ensimismada mantenía la mirada
perdida hacia el exterior de la ventana. Difícilmente se ve algo a través de
ellas. Solo se puede observar el muro que forma el túnel por el que pasa el
convoy. No descubrí lo que ella observaba pero sí te vi a ti, como hace mucho
tiempo, esperando por mí. Vi tu prometedora sonrisa con la que me jurabas amor
eterno, me observé a mí misma salir corriendo, besarte en la mejilla mientras
te daba un abrazo apretado. Siempre me gustó que al estrecharte tu ropa se
sintiera suave y perfumada. Me gustaba jugar con los botones metálicos de tu
saco y el leve ruido que hacían cuando los golpeaba ligeramente. Ese día, esas
diminutas campanas anunciaban nuestro gran momento, aquel que guardaríamos en
secreto menos de lo que habíamos planeado. Ya no era una adolescente y tenía
miles de planes para nosotros.
Tururú,
tururú. Ese sonido tan característico, cada vez que las puertas del tren se
abren, me regresa a la realidad. Suben varias mujeres y frente a mí se acomoda
una chica que, por su figura, puedo decir que falta cosa de nada para que dé a
luz. Me parece que no debería estar viajando en transporte público debido a su
avanzado embarazo y sin proponérmelo mi expresión me delata.
—Es mi
última salida a la calle —me dice cómo justificándose mientras se soba el
vientre en ese gesto tan propio de las gestantes. —Mañana me van a internar.
¿Sabe? El doctor teme se pase el parto porque no siento dolor.
Sin
mayor comentario me puse de pie para cederle el lugar. Su panza me rozó en ese
baile involuntario con el que nos acomodamos en el lugar de la otra. Me sentí
un poco incómoda pero ella, en agradecimiento empezó a parlotear. ¡Qué suerte
la mía para que las embarazadas me contaran sus vidas! Suspiré pero no escuché
lo que me decía porque mi mente voló a ese instante en que la dicha no cabía en
mí y moría por compartir contigo la gran noticia.
Nuestro
punto de reunión fue un hermoso restaurante de comida china. Decorado con
alfombras finas y largas cortinas de terciopelo, el ambiente olía a comida. Un
intenso olor a cordero, cebolla y jengibre lograron que mi boca se hiciera agua
al instante. Las sillas eran de madera, altas, barnizadas en un tono oscuro con
cojines que hacían un placer estar sentada ahí. Te esperé nerviosa pero con
gusto. La música melodiosa y suave ayudó a relajarme. Cuando llegaste me
besaste en la mejilla, lo sentí raro pero nunca fuiste de grandes
demostraciones públicas así que lo dejé pasar.
—Corazón,
te tengo una gran noticia. No puedo esperar más para decírtelo —le dije apenas
tomó su lugar en la mesa.
—Pues,
¡espero que en verdad sea buena! El idiota de mi jefe me acaba de amenazar con
quitarme el empleo si no logro la cuenta de publicidad de la compañía
telefónica.
—Entonces
esto te va a encantar. ¡Estoy embarazada!
Nunca
pensé que reaccionarías así. Te pusiste tan mal que pensé irías al baño a
vomitar. No sabía que decirte, no habíamos hablado de tener hijos pero tampoco
era tan malo, ¿o sí?
—¡Estás
loca! Yo no quiero hijos. Lo bueno es que no has de llevar mucho. Seguro puedes
ir a una clínica y deshacerte de eso de una vez. ¿Tienes dinero? Si quieres yo
te presto y luego me pagas. ¡Mira nada más! Yo con mis preocupaciones y tú me
sales con esas cosas.
No lo
podía creer. Mi cabeza quería explotar, al final la que tuvo que salir
corriendo al tocador fui yo.
—¿Se
siente bien? —me pregunta la futura madre con tono preocupado.
—Sí,
todo está bien. —respondí con mi sonrisa falsa y ella siguió hablando.
La
joven se bajó dos estaciones después. Por fortuna fue justo antes de que yo le
pidiera guardar silencio. Mi destino estaba a cinco estaciones pero en aquel
entonces mi destino nunca me había parecido tan lejano.
Tomé mi
lugar de nuevo para sentarme con gran alivio. Esa mezcla de olores que volvían
el aire tan pesado me estaba haciendo sentir mal. Aspiré varias veces y poco a
poco recuperé el ánimo. Recuerdo que me derrumbé. Yo te amaba y creía que
podíamos tener un futuro juntos. En mi ingenuidad decidí darte oportunidad de
pensar mejor las cosas y te mentí. Pensé que cambiarías de opinión y te
sentirías tan feliz como yo. Cuando compartí mis pensamientos te enojaste aún
más.
—¡Eres
una estúpida! ¿Qué parte de lo que te dije no quedó clara? ¡Todo lo tengo que
hacer yo! ¿Quieres que te lleve yo mismo?
¿No ves
que no quiero deshacerme de este bebé? ¿Por qué eres tan intolerante conmigo?
Esas y otras preguntas similares se atoraban en mi garganta. No me atrevía a
compartir con nadie por lo que estaba pasando por todo el prejuicio que había en
mi mente, por el miedo y la soledad que reinaba en mi pequeño cuento hecho
pedazos.
—Está
bien Jaime. No quiero que sigamos peleando. Te amo, si es lo que quieres, lo
haré. Ya podremos tener hijos más adelante.
Con
esos comentarios mi amado novio volvió a ser el que era antes pero yo no. Me
presenté en un sanatorio donde sabía que una amiga mía se había hecho un aborto.
Todo era tan tranquilo y silencioso en ese lugar que nunca hubiera sospechado
lo que ahí pasaba. El olor a yodoformo me envolvió mientras solicité una consulta.
El médico me explicó en qué periodo de gestación me encontraba. Recomendó
aprovechar que todavía no llegaba a las seis semanas. Me mandó a hacer unos
estudios y me despedí de él. Esa visita fue muy reveladora pero más que nada
sobre mí. Habiendo puesto mis ilusiones en la familia feliz que no tendría, me
olvidé de lo importante. No había ido al ginecólogo, ni siquiera para confirmar
el embarazo, pero permití que un hombre frío e indiferente, que podía acabar
con mi bebé fuera mi primer contacto con él. Salí tan desolada que solo pude
pensar en Jaime así que en automático me dirigí a su oficina.
Nunca
había entrado a la empresa donde trabajaba. No era un edificio imponente sino
una casa enorme en una de las mejores colonias de la ciudad. Para llegar a la
entrada tenía que cruzar un jardín perfectamente cuidado. Cuando llegabas a la
entrada te esperaban unas puertas de vidrio que permitían ver un pequeño
pasillo y dos salas de espera de cada lado. Al tocar el timbre noté que como
remate al pasillo se encontraba un escritorio de encino demasiado grande para
mi gusto. Tras de él salió una mujer de caminar orgulloso, cubierta de un aroma
azucarado, quizá como resultado de esas combinaciones florales de los perfumes que
tanto anuncian en las tiendas, una voz modulada y seductora. Sabía que las visitas
personales estaban prohibidas así que me presenté como parte del equipo de
trabajo de un cliente del que Jaime siempre hablaba.
—Espere
en la sala de la derecha. Le avisaré cuando pueda pasar.
Obediente
hice lo que me indicó. Me senté en la habitación recargada de adornos y cámaras
de seguridad. Los sillones se sentían demasiado duros, la alfombra incómodamente
esponjosa y los muros tenían tapiz azul con detalles dorados. La música
instrumental que salía de pequeñas bocinas hacía juego con el perfumado
ambiente. Todo era muy recargado para mi gusto pero qué iba a saber yo.
Tras
unos minutos llegó una mujer morena, menos alta que yo, con una figura extraña.
A primera visto no pude saber si era delgada o no. Me regañé por juzgar a una
desconocida. Mientras la veía hablar con la recepcionista, crucé las piernas y
los brazos. Rogué en mi interior para que no la mandaran a esperar junto a mí,
no tenía ganas de estar con nadie. La suerte no estuvo a mi favor. La chica
entró derrochando jovialidad y energía. Se sentó en el sillón de enfrente.
—Hola.
¡Qué calor! ¿No te parece? ¿O hace frío? Con esto de las hormonas ya no sé.
¿Tienes hijos? Yo acabo de tener un bebé, eso explica mis kilos de más. ¡Está
hermoso! El doctor estaba muy preocupado, verás, soy de esos casos raros donde
no siento dolor. ¡Me hubiera muerto si perdía a mi bebé! Mi esposo estaba como
loco de angustia.
Moría
de envidia por dentro, mientras la escuchaba. ¿Por qué no podía ser yo esa mujer?
Para calmar mi conciencia sonreí y la felicité. Para ella fue una señal de que
siguiera adelante.
—Jaime,
mi esposo, trabaja aquí. Estaba muy ocupado por lo de una campaña, ¿teléfonos?,
ya no recuerdo de qué era el tema. Ama mis visitas sorpresa.
Mis
oídos no daban crédito a lo que oía pero seguro en esta compañía debería haber
más de un Jaime. Inhalé para tomar valor.
—¿Cómo
dices que se llama tu esposo? —pregunté cuando una voz salió de la nada.
—Señora
Mondragón, puede pasar.
—No te
asustes —dijo disimulando su risa— el interfono está junto a la puerta. Yo
también me sorprendí la primera vez que vine.
Sin más
se puso en pie y salió con el mismo entusiasmo de cuando entró.
Pasaron
los minutos y empecé a desesperarme. Me acerqué al escritorio para asomarme por
un costado. Ahí estaba la perfecta asistente muy atenta en la computadora.
—Disculpe.
¿Sabe si tardará mucho el señor Mondragón en recibirme?
—No lo
sé. Está con su esposa y quizá solo pueda recibirla un instante antes de salir
a comer.
Me
quedé fría. Mi temor se había confirmado.
—¿Sabe?
No lo puedo esperar más. Solo dígale que Laura Castillo estuvo aquí y que no se
preocupe por el proyecto. Veré que todo se haga según sus instrucciones.
La
secretaria tomó nota de cada una de mis palabras y tras despedirnos me fui.
Llegué
a casa destrozada. Me metí directo a mi recámara sin importarme quien podía
verme o no. Mi cuarto mantenía un aire aniñado, pintado todo de rosa y con
muebles blancos que simbolizaban mi poco interés en madurar. Me tiré sobre la
cama, lloré mucho. Fue hasta después de un rato que el llamado a mi puerta me
obligó a reaccionar. Tratando de controlar la voz autoricé el acceso.
—Hija,
¿qué tienes? —preguntó mi abuela como cuando yo era una niña y lloraba por
algo.
No
contesté nada. No podía hablar. Por primera vez entendía a todas esas mujeres
que querían morirse por culpa de un hombre. De hecho eso es lo que quería
hacer: matarme. Siempre me había jactado de alta moral y ahora estaba en una
situación vergonzosa para mi familia. La abuela se me acercó lo más que pudo
para tomarme la mano.
—Mira,
Laura. Creo saber lo que te pasa, a una vieja como yo no puedes engañarla. Por
tu llanto veo que las cosas no salieron como lo esperabas.
A duras
penas le conté lo mejor que pude todo lo que había pasado, lo avergonzada que
estaba y hasta mi idea de solucionar las cosas de una manera violenta.
—Ya lo
decidí. Me desharé de la creatura, no voy a ser madre soltera.
—Laurita,
Laurita. Has vivido muy cuidada y no te he ayudado a madurar, lo reconozco.
Mira, mi niña, no puedo corregir las ideas con las que te eduqué. Te formé como crie a tu mamá pero ahora son otras épocas y ella ya no está para aconsejarte. Cuando
murieron tus padres no quise que sufrieras más pero tienes que saber, no eres
la primera ni serás la última. Lo único
que puede hacerte diferente es la manera en que soluciones esta situación.
Se
quedó a mi lado en silencio. Lloramos juntas, yo por la desgracia que creía
estar viviendo y ella porque el mundo irreal en el que me educó se acababa de
terminar. Cuando estuve más tranquila salió de mi cuarto sin decir nada más.
Falté
al trabajo un par de días. Traté de reunir las fuerzas para mi reunión final
con el galeno. Mi teléfono móvil sonó y supe que eras tú.
—Dime.
—Hola,
bombón. Recibí tu recado. Qué bueno que me libraste de acompañarte. Eso es un
fastidio. ¿Nos vemos en la tarde?
Tururú,
tururú. El aviso de una nueva parada estaba ahí otra vez.
—No
puede ser. ¡Qué distraída!
Salí
corriendo del vagón. Me perdí en mi pasado y en el tiempo. Mi bajada estaba
tres estaciones atrás. Ni modo tendría que tomar el tren de regreso. Me reía
para mí misma pensando lo divertido que le parecería esto a Andrés cuando se lo
contara. Lo llamé así en honor a mi padre. Nunca conocería a sus abuelos pero
le encantaba estar con su bisabuela. La última vez que hablé sobre el tema con
mi cuidadora de toda la vida, me preguntó.
—¿Se lo
dirás algún día?
—Hasta
ahora no ha mostrado mucha curiosidad sobre su padre. La verdad es que no sé
que hacer. He pensado muchas cosas pero ese puente lo cruzaré cuando llegue a
él.
—No,
Laura. ¿Se lo dirás a Jaime alguna vez?
Había
entendido la pregunta desde el inicio pero no quise contestar. Te engañé muy
fácil sobre el aborto pero cuando te conté que conocí a tu esposa, eso sí te
importó. Perdiste el interés en mí rápidamente. No sé si alguna vez te diré que tienes un
hijo. Solo el futuro lo dirá.
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