martes, 28 de junio de 2016

Éstos, ¿no son hombres?

Rosario Sánchez Infantas


Aun cuando el deshielo continuaba, los siete nativos caminaban descalzos, apenas cubiertos por precarios taparrabos y un capote marino sobre los hombros. Aquella mañana del 31 de marzo de 1493, cuando comenzaba la primavera en Sevilla, Bartolomé, el niño de nueve años, no pudo evitar estremecerse. Lo deslumbró aquel séquito inaudito: unas enormes y coloridas aves exóticas, impresionantes máscaras de conchas de caracoles gigantes, aquellas plantas y frutas extrañas. Pero, la desnudez ajena le dejó ardiendo el rostro y el espíritu. Intuyó el pecado, la ignorancia, la inferioridad, la necesidad que tenían de ser conversos, de ser salvados aquellos indígenas de piel morena.

Ese mismo año su padre, Pedro Las Casas, y su tío, Francisco de Peñalosa, se embarcaron hacia el Nuevo Mundo en el segundo viaje de Cristóbal Colón. Tres años después, al regresar, su padre trajo un indio esclavo desde América; el adolescente Bartolomé se reafirmó en la idea, genuinamente bondadosa, de acercar esa alma impía a Dios. Reconoció en el nativo algunas manifestaciones de generosidad innata; de integridad que a él mismo le costaba conservar; y de inteligencia que se abría paso entre el desarraigo y la quiebra de lo que había sido su mundo originario. Sin embargo, el joven sevillano, era un ferviente y dogmático devoto de la verdad absoluta católica, romana y apostólica, aquella que excluía a los herejes, a quienes San Ignacio de Antioquía llamara fieras en forma humana. Además, el adolescente había sido educado en una religión que veía en el cuerpo y sus manifestaciones la mejor ocasión del pecado. Por todo ello, se reafirmó en la necesidad que tenían los cristianos de salvar a estas almas impías. 

Con la visión de Cristo como el señor del mundo entero, en 1500 participó en las milicias sevillanas que sofocaron la rebelión de los moriscos. En 1502 partía para América como un colono de los tantos que hubo, pues fue minero y luego encomendero en la isla La Española. No obstante que en 1507 regresó al Viejo Mundo y fue ordenado sacerdote en 1510, todavía el reino de este mundo era su prioridad, pues en 1512 vendió su hacienda y marchó como capellán de los conquistadores de Cuba, por lo cual recibiría una buena encomienda que atendió hasta 1514.

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Tras treinta y tres años de cerrada defensa de los indios americanos, en 1547 Fray Bartolomé de las Casas había decidido regresar a España para continuar su lucha por el bienestar de los indios desde la metrópolis. Corría 1553; el azar había permitido que, en su labor de investigación de lo que sería su "Apologética historia sumaria", coincidiera con Juanillo en la Biblioteca Colombina de Sevilla. Aquel muchacho provenía de la nobleza quechua y había sido enviado desde Perú a España, como parte de los súbditos al servicio de Francisca Pizarro Yupanqui, la hija del conquistador del Tawantinsuyo. La corona española quería poner a buen recaudo la herencia de Huayna Cápac, el soberano inca, abuelo de Francisca; y también resguardar el legado de su famoso padre extremeño.

—Cuánto debe haber cavilado usía en esos dos años de su vida, Fray Bartolomé —dijo reflexivo el joven moreno que compartía la mesa con el monje—. Habéis dicho que ya en diciembre de 1511 escuchasteis el sermón de adviento de Fray Antonio de Montesinos, allá en La Española. Pero, dos años más su merced recibió los tributos de esa pobre gente, humillada, oprimida, esclavizada, desarraigada. Dos años deben haber retumbado en vuestros oídos las palabras del fraile dominico: “Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre estos indios? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? Conociendo toda vuestra obra, quiero creer que pensasteis que conquistar Cuba era una nueva oportunidad de hacer bien las cosas, de armonizar la conquista con el trato bondadoso. O quizá, os tomó dos años aceptar que mis hermanos indios tenían alma. 

El sacerdote se abstrajo de lo que decía el muchacho, recordó cómo en 1511 los sacerdotes dominicos no se había amilanado ante las protestas de los encomenderos españoles por el mencionado sermón ni ante el pedido del propio gobernador Diego Colón de expulsar a Fray Antonio de Montesinos. Los sucesivos mensajes de los dominicos le habían producido una disonancia cognitiva que le robó la paz. De no restituirse los bienes de los indígenas no tendrían absolución, habían dicho los monjes; y él seguía con su doble rol: predicador y encomendero. Pese a ello, de las Casas aún creía que podría evangelizarse y extender el reino de Dios en Cuba. Es así que avanzaban conquistando pueblos, cristianizándolos y extendiendo el dominio de dios y de España. Él siempre enviaba a un indio amigo a parlamentar con los indios, por lo cual era llamado el  behique bueno. Estos logros se sucedían con violentas arremetidas de los conquistadores, tras las cuales se requería a Las Casas para buscar la reconciliación entre ambos bandos. Sintió un nudo en la garganta cuando recordó el banquete con el que fueron recibidos en 1513 por los nativos de la localidad de Caonao. Abruptamente, los españoles habían creído que iban a ser atacados y comenzaron a matar indios con sus espadas; él había intentado detener la matanza sin éxito. El sudor frío corrió por su rostro cuando recordó a un pequeño niño correr a abrazar a su hermano, un hermoso joven moreno, que caía apuñalado por un soldado español. El pequeño, con el llanto mojando su delicado rostro, había mirado al cielo y exclamado en su lengua nativa. Fray Bartolomé sintió como un latigazo en el rostro cuando el indio lengua tradujo lo que el niño había preguntado: ¿esto es lo que quieres Dios nuevo? La palabra cómplice había estremecido la conciencia del sacerdote y lo haría renunciar a su hacienda y emprender la cerrada defensa de los indios.

Lo que vuestros múltiples viajes, cerradas e incomprendidas defensas de los nativos de Las Indias, proyectos de conquista pacífica, febriles escritos testimoniales y las  logradas Nuevas leyes de Indias dejaron sin remozar fue la fe ciega en el dios cristiano —decía su interlocutor en ese momento que Fray Bartolomé volvía al presente—. Nunca entendisteis nuestro derecho a la libre conciencia. Cuestionabais las prácticas de los invasores pero vuestras gentiles formas dejaron intacta la creencia de que era el supuesto dios, verdadero y superior, quien había dispuesto conquistar estas tierras para el engrandecimiento de su reino y nombre. 

Dice su merced que no es civilizado ser profuso en dioses, mas deseaba fervientemente reinara vuestro dios en nuestra religiosidad fecunda. ¿Fecunda pero mal orientada dice usía? Que, ¿cómo adoramos a la tierra, al sol, a la luna, al relámpago, si solo hay un dios verdadero? Fray Bartolomé, sois muy inteligente y bien intencionado; pero es preciso que abra el ojo a la esencia. Sí, a la esencia, a lo que está más allá de lo aparente: ¡nosotros nunca necesitamos dioses! Vosotros aceptaron, nosotros conocimos. Honraron la fe, nosotros honramos la realidad.

Un anciano, padre del hijo, sin necesidad de una madre. Un hijo concebido, sin que lo sepa su carpintero padre. Un pajarillo fecundador de esposa ajena, madre y virgen. ¡Uf! En la pacha todo existe o ha existido, con su sombra, masa y peso específicos. No creemos en arcángeles de bordados faldellines, botines militares, y complicaciones para dormir: ¿dónde duermen los humanos alados, en una cama o en un palo como vuestras gallinas? Nosotros experimentamos los principios cósmicos: El principio ordenador: Wiracocha. La sabiduría y la capacidad cósmica de enseñar: Pachayachachic. Pachacamac es el principio que opera el cosmos. Y el principio de la reproducción cósmica es la Pachamama. Entonces ¿Cuáles dioses Fray Bartolomé? ¿Por qué nos llaman herejes? ¿Dónde está la idolatría? No necesitamos de un anciano quitándole la costilla a nadie para crear otro ser. Nosotros disfrutamos cuando, de a dos, decidimos hacer un hijo. ¡Habrá de perdonar la austeridad su merced!

Fray Bartolomé de las Casas sonrió; por un instante se abstrajo  de su cosmovisión fundamentalista y teocrática, y entendió la forma de razonar de Juanillo. Pero inmediatamente se repuso: era el enemigo el que había hablado por el muchacho. No pudo sin embargo, dejar de apreciar la fluidez con la que se expresaba en español, su impecable lógica, y la profundidad de sus análisis. Como hijo de un cacique indiano había recibido una buena educación, pero eran otras características personales las que, a pesar del choque de las dos civilizaciones y la necesidad de declinar toda su cosmovisión, le permitían al muchacho mantener la dignidad.

De pronto Fray Bartolomé de las Casas recordó el citado sermón que Fray Antonio de Montesinos pronunciara en 1511 en La española, en defensa de los indios. ¿Éstos, no son hombres? Había dicho. Miró los ojos vivaces e inteligentes de Juanillo.

—¡Perdón! —dijo, desde el fondo de su alma, el hombre mayor.

—¡Gracias! —dijo el muchacho, luego del desconcierto inicial.

Recién se encontraban los dos mundos.

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