miércoles, 22 de junio de 2016

Cosas que el silencio no permite esconder

Néstor Caballero


Cuando le propongo a Yoko fugarnos antes de que termine el primer recreo ella acepta de inmediato.
De todas formas no entiendo nada de lo que explica la vieja de química me asegura como si necesitara alguna justificación.
 En los portones nadie nos detiene. Con más de dos mil alumnos bajo su responsabilidad, las autoridades del colegio se dan por satisfechas si sus pupilos no se acuchillan ni drogan dentro del predio de la magna casa de estudios.
Marchamos juntos algunos pasos pero enseguida Yoko se adelanta. Siempre camina de prisa como si estuviera llegando tarde a su destino. Aprovecho que no me ve para examinarla. Está lejos de ser una belleza, es bajita y le sobra carne en las nalgas y en el abdomen. Además se tiñe el cabello de un color rosa fosforescente que aleja la atención de un rostro ya de por sí ordinario. Hoy viste unos jeans azules desteñidos que le quedan grandes y una remera blanca que en el centro tiene dibujado un signo de exclamación también rosado. Tampoco camina de un modo muy femenino, ya que pisa primero con el pie derecho y luego con el izquierdo.
Dejá de mirarme el culo, Roberto.
En realidad estoy pensando en otra cosa.
Mis padres la detestan y si tienen la oportunidad se lo demuestran sin ambages. Llama a casa y mamá le dice que no estoy y que no estaré nunca. En el rostro de papá se dibuja un rictus de asco cada vez que posa la mirada sobre su colorida cabellera.
Sin embargo a mí no me dicen nada, así que puedo llevarla a casa cuando se me da la gana.
En realidad, ahora que lo pienso, entre ellos tampoco se dicen nada.
 Todos sus intercambios se limitan a unas interpelaciones sobre la disponibilidad de las comidas (papá) o del dinero para los gastos de la casa (mamá). No puedo recordar una cena en la que no haya imperado un silencio glacial mitigado únicamente por el sonido de la omnipresente televisión.
Estoy casi seguro que tampoco cogen desde que me concibieron pero Yoko no lo cree así.
Es muy probable que lo hagan los domingos a la noche con la luz apagada, la tele encendida y sin decirse nada. Te apuesto que si te acercas a su puerta lo único que vas a escuchar van a ser los gruñidos de tu papá y la respiración ansiosa de tu vieja.
A Yoko sí que le gusta coger. No tiene reparos para hacerlo cuando le vienen las ganas sin importar el lugar en el que se encuentre. Es realidad me parece que le excitan más los lugares públicos, sobre todo los cines. En los seis meses que andamos juntos, creo que no pudimos completar una sola película, aunque esto no importa ya que se trata de películas muy malas o que ya están saliendo de cartelera y que por lo tanto atraen a una minoría, lo que hace que sólo haya dos o tres parejas más en la sala, y estoy casi seguro de que ninguna de ellas está ahí para disfrutar del film.
Ahora mismo iríamos al cine pero las funciones matutinas sólo se ofrecen los sábados y como a esta hora mamá enseña en un colegio muy parecido al nuestro y papá arredra a sus subalternos en la comisaría, decidimos hacer nuestras porquerías en mi casa, y más específicamente en el cuarto de mis viejos.
La primera vez que estuve en casa con Yoko cogimos en mi cuarto, y realmente fue muy incómodo porque mamá dormía en el suyo, que queda enfrente, así que no podíamos hacer ruido. Además apenas cabíamos en la cama, por lo que nos limitamos a hacer la misionera hasta que el soporte de la base cedió. Tras el grito que nos fue imposible sofocar, permanecimos en silencio unos minutos, rogando que a mamá no le diera curiosidad. Escuchamos que su puerta se abría, aunque probablemente lo pensó mejor porque enseguida la cerró de nuevo.
Es por ello que, si tenemos la oportunidad, usamos la cama de mis viejos, capaz de soportar cualquier movimiento brusco así como también los constantes choques de su cabecera contra la pared.
Además, cualquier psicólogo afirmaría que hacerlo en la cama queen size de tus padres constituye un sacrilegio extremadamente afrodisíaco.
Entramos a casa, y tan pronto como llaveo la puerta ella entrelaza su lengua con la mía. Estoy toda mojada por tu culpa me susurra mientras me baja el cierre del pantalón y con su mano derecha empieza a hacerme una paja.
Olvido el cabello exótico, el sobrepeso y la manera machona de caminar. Me excita tanto que sólo quiero estar dentro de ella. No me considero un gran amante, no sé muchas posiciones y algunas veces termino demasiado rápido pero con ella eso no importa porque es ella la que dirige todo, la que me dice qué tengo que hacer y cómo hacerlo.
Ya en el cuarto de los viejos, un último atisbo de razón me recuerda que debo buscar la caja de preservativos de mi dormitorio pero Yoko me dice que ya no hay tiempo. Quiero que me la metas ahora mismo, no te preocupes, sabés que me cuido. Se la meto con rabia, como más le gusta, y ella entonces empieza a gemir por lo que tengo que desviar mi mente hacia otra cosa, cualquier cosa, porque sus gemidos y susurros me excitan en demasía y temo largar antes de tiempo.
Se da vuelta y apoya las manos sobre la cabecera de la cama, ofreciéndome un culo que la calentura convierte en la visión más hermosa del mundo. Pongo mis manos en sus caderas y la penetro mil veces hasta que termino dentro. Nos quedamos un buen rato en esa posición, con mis brazos rodeando su cuerpo, sintiendo cómo el ritmo de nuestra respiración se va apaciguando.
Antes de Yoko, había cogido con otras dos chicas y cada vez que terminábamos sentía una urgencia irreprimible por escaparme de ellas al instante. Al segundo de haber largado ya quería estar en otro lugar, en otro universo. Con Yoko es distinto. Me gusta relajarme a su lado, recorrer con mi dedo su espalda, escuchar su evaluación de mi performance.
Mejoraste mucho pero todavía te falta trabajar en la duración.
Yo consulto el reloj de mi celular y advierto apesadumbrado que tan solo pasaron diecisiete minutos desde que cruzamos la puerta de casa.
No importa me asegura con tono conciliatorio lo que más me gusta de vos no es cómo coges se interrumpe como si estuviera buscando las palabras correctas sino cómo me siento cuanto estoy contigo.
De inmediato detengo mis caricias sobre su espalda y la miró intrigado. Si la leyera en una novela, me parecería una declaración tan cursi y trillada que la desecharía de inmediato. Pero por la situación en que nos encontramos y el tono con el que me lo dice, no puedo evitar que la emoción me embargue.
—Bueno… —continúa diciendo, cada vez más insegura— sé que voy a sonar como una de esas pelotudas de las telenovelas, pero creo que estoy completamente enamorada de vos.
Justo en ese momento, escuchamos la puerta del vestíbulo que se abre y a continuación la voz de papá preguntando si hay alguien en casa.
Sin pensarlo salto de la cama, recojo nuestras ropas y un segundo después entramos corriendo a mi pieza; en ese instante Yoko me susurra que en el montón no está su corpiño, así que regreso al cuarto de los viejos, echo una mirada desesperada pero el puto corpiño no está por ningún lado. Entonces escucho los pasos de papá y de alguien más subiendo por la escalera. Justo en ese momento veo que el corpiño está colgando de una de las aspas del ventilador de techo. Lo recojo, me vuelvo hacia la puerta y debido a que los pasos ya se escuchan desde el pasillo no me queda más remedio que esconderme en el ropero que está frente a la pared sur del cuarto.
Mmm, raro que Doris no arregló la cama refunfuña papá tan pronto como ingresa en su dormitorio. Dentro del ropero, estoy en la oscuridad más profunda.
¿Cuándo vas a dejar a esa vieja chota? pregunta la otra voz, y lo que más me asusta, lo que me aterra, es que se trata de una voz masculina, una que conozco muy bien.
¿Por qué no te callás un rato y me das un beso? le contesta papá con un dejo juguetón que me cuesta reconocer en él.
Y entonces llega a mis oídos el inconfundible sonido de labios que se unen y se separan, se unen y se separan, se unen y se separan…
Luego escucho (o tal vez solamente imagino) risas y susurros, ropas que caen al suelo y gemidos masculinos.
Empiezo a sentir náuseas, el interior del ropero parece encogerse, no puedo respirar. El sudor baña mi cuerpo en un instante.  Trato de pensar en algo que me lleve a otro lugar, lejos, muy lejos de esa habitación, pero no se me ocurre nada. El vómito sale sin que tenga oportunidad siquiera de pensar en lo que estoy haciendo.
No puedo dejar de vomitar, sobre todo porque el olor es tan fuerte que me provoca todavía más náuseas.
Entonces una luz me golpea los ojos.
La luz es casi cegadora aunque me permite distinguir la figura de mi tío José, mi padrino, el mejor amigo de mi padre y además su subcomisario, que me mira con ojos incrédulos, la boca abierta y el pene todavía erecto.
¡Pero Robertito, que puta estás haciend...!
Escucho una detonación y al mismo tiempo la luz blanca que casi me enceguece, se tiñe de rojo. El chorro me salpica la cara. Frenético, me limpio los ojos y mientras lo hago escucho un ruido seco que probablemente sea el de mi tío cayendo al suelo. Cuando recupero la visión alcanzo a verlo acostado boca arriba. En su frente advierto un hueco enorme. Luego veo a mi padre, con su pistola reglamentaria apuntándose las sienes.
            —Lo siento tanto, hijo mío.
Dispara.
Algunos minutos después Yoko llama a la policía. Me viste y cubre los cuerpos con unas mantas. Cuando llegan los oficiales, nos encuentran sentados en un rincón de la habitación donde están los cuerpos. Ninguno emite palabra, aunque sabemos que es inútil callar. Hay cosas que el silencio no permite esconder.

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