viernes, 29 de mayo de 2015

Amor

Cristina Navarrete 


En esta época del año la ciudad se despierta sumida en una pesada neblina, a la que una ligera y permanente llovizna acompaña durante todo el día, mojando las estrechas calles y aceras. Una marea de personas vestidas con largas gabardinas, gorros térmicos, botas y coloridos paraguas se desplaza apuradamente para llegar a su destino.

Amelia, como casi siempre en invierno, se levanta muy tarde, se mete a la ducha, y abre el agua caliente para descongelar todas las articulaciones de su cuerpo, mientras piensa en sus planes del día.  Cuando está vistiéndose no puede evitar mirar a través de la ventana, ve a la gente corriendo sin sentido, la garúa que moja los cristales y una gran nube negra a lo lejos, que anuncia que ésta se convertirá pronto en una fuerte tormenta. Busca ropa aún más abrigada de la elegida inicialmente.

—Este año el frío está insoportable, quisiera que siempre fuera verano —pensaba mientras limpiaba su nariz, y continuaba vistiéndose.

Al salir, se miró por última vez en el espejo colgado junto a la puerta de calle. A pesar de su belleza, notó claramente sus profundas ojeras y los pómulos cada vez más pronunciados. Su delgadez era notoria, ni siquiera el grueso abrigo turquesa de tela polar o la colorida y voluminosa bufanda de lana ocultaban la notable pérdida de peso. Aunque han pasado los años, aún no logra superar el inmenso dolor de haber perdido a su madre de manera tan súbita e inexplicable.

Salió corriendo igual que todos los demás y se volvió parte de esa imponente corriente humana que iba camino a la estación del autobús.

—¡Amelia, espera! —gritó una voz a lo lejos.

En medio de la multitud, distinguió un rostro familiar y sonriente, que no veía hace mucho tiempo. Ella se abrió paso entre los paraguas, las prisas y los rostros sin nombre.

—¡Han pasado tantos años! Debiste avisarme que llegabas, hubiera preparado algo especial —le decía mientras lo abrazaba como si quisiera fundirse en su pecho.

—¡Te he extrañado tanto! Ya no recordaba lo hermosa y dulce que eres —dijo mientras la tomaba de la mano y empezaban a caminar alejándose de la multitud.

Amelia, faltó a trabajar ese día. A pesar de la lluvia y la crudeza del clima, ya no sentía frío, el dolor de su inmensa soledad se desvanecía mientras caminaban juntos.

Llegaron a una pequeña cafetería muy acogedora y rústica, los colores tierra de su decoración, la tenue iluminación y el intenso aroma de café pasado con una mezcla de fragancias, emitidas por los frutos dulces y ácidos de una gran variedad de postres, además de la calidez del ambiente, la hacían el sitio perfecto para el tan esperado reencuentro.

—¡Ay Marco, Marco! Me has hecho tanta falta, tengo millones de cosas que contarte —decía Amelia, tocando el  tibio y varonil rostro del joven— no te he visto desde el funeral de mamá.

—Sí, lo sé. Lo siento hermanita querida, perder a mamá, fue muy duro y no supe cómo afrontarlo, mi única salida a tanto dolor fue mi mochila, la distancia y mucha soledad.

—Eso ya es pasado, lo importante es que estás aquí, y espero que para quedarte.

Marco, un espíritu nómada y soñador, no respondió a la implícita pregunta de Amelia sobre la duración de su estancia y empezó a contarle animadamente sobre sus aventuras, viajes, nuevas amistades y amores, mientras le mostraba increíbles fotografías que hacían más vívidas las historias;  ella sin decir una palabra tomaba lentamente su café, actividad que se veía interrumpida por una tos seca y constante que la dejaba sin respiración por momentos.

—¿Estás bien? —preguntó Marco mirándola fijamente a los ojos.

—Sí, claro, no te inquietes… un simple resfriado combinado con mis alergias, ya me conoces, mi cuerpo y yo odiamos el invierno —dijo sonriendo despreocupadamente.

Aunque él continuó con su relato, no se quedó muy satisfecho con la explicación de su hermana, pues a pesar de la distancia y el tiempo, la notaba claramente desmejorada y muy delgada, no era ni la sombra de la chica ágil y llena de vida que recordaba.

Ya anochecía, y los dos caminantes emprendieron el regreso a casa de Amelia.

Esa mañana, Amelia se despertó a tiempo y con una energía que no tenía hace meses. Se sentía como nueva. Saltó de la cama, se metió a la ducha, se vistió rápidamente. Un delicioso olor a desayuno hecho en casa, leche recién hervida, huevos revueltos y tocino,  la llevó casi flotando hasta la cocina, mientras los olores se hacían más fuertes y la trasladaban a las memorias de su infancia, a una gran cocina adornada por los hermosos colores de las frutas frescas y perfumada por la fragancia del pan recién horneado, una época feliz, llena de alegrías y momentos compartidos, con una familia entusiasta y unida de la que ahora solo quedaban los recuerdos y su hermano, a quién amaba con todo el corazón.

—¡Sorpresa! Al puro estilo de mamá, espero que lo disfrutes —le dijo sirviéndole un enorme vaso con jugo de naranjas frescas, que Amelia tomo casi sin respirar.

—Cuanta falta le hacía a esta casa, un toque de hogar —suspiro, anhelando que Marco jamás se fuera, y hasta pensó que su amor era todo lo que necesitaba para arreglar su abatido corazón.

En estas circunstancias, decidió tomar las tan esperadas vacaciones que había postergado durante tres años. Así pasaron los días, llenos de diversión, memorias felices y paseos interminables. Ella fotografiaba todo, como buscando inmortalizar cada minuto que pasaba junto al único ser en este mundo que la extrañaría.

Esa noche empacaban entusiasmados, pues a la mañana siguiente debían salir muy temprano para el aeropuerto, irían a Antigua, a pasar algunos días descansando bajo el sol.

Aunque Amelia procuraba disimular, la tos se había hecho más frecuente, esa noche se sentía especialmente fatigada, sus pies estaban inflamados y tenía un extraño dolor en el pecho.

—Creo que me he esforzado demasiado estos días —pensó— no dejaré que nada arruine este viaje.

—¡Nena! La merienda está lista, apúrate que se enfría —gritó Marco alegremente, mientras servía un humeante espagueti a la boloñesa.

Pasaron varios minutos y no hubo respuesta. —¡Amelia! A comer, no te hagas la graciosa —nadie respondió.

Marco sintió que su corazón le dio un vuelco dentro del pecho, se dirigió a la habitación de su hermana apresuradamente, al llegar a la puerta se detuvo, como dudando giró la cerradura lentamente y la abrió de golpe.

—¡Amelia! ¡Hermosa despierta por favor! —gritaba mientras la levantaba del piso, donde yacía como dormida.

La ambulancia llegó pocos minutos más tarde. Ella seguía inconsciente, y aún con la mascarilla de oxígeno y todas las agujas que ahora traspasaban su piel, se veía pacífica y bella, Marco sentía una angustia indescriptible, ella era la única familia que le quedaba. Subió al vehículo junto a su hermana y se marcharon del lugar.

Durante todo el camino no pudo dejar de mirarla, se preguntaba qué pudo haber pasado, qué es lo que con tanto celo le había ocultado.

—¡Lo sabía! Eso no era una simple gripe, ¿por qué no confiaste en mí? —susurraba Marco mientras las lágrimas rodaban sin control por sus mejillas.

Los paramédicos la bajaron inmediatamente, y desaparecieron tras una gran puerta blanca de vaivén cuyos cristales no permitían mirar al otro lado. Mientras tanto, su hermano resolvía los ya conocidos trámites burocráticos del sistema de salud, aunque solo quería correr junto a su ser amado.

—¿Algún familiar de Amelia Kafkis? —preguntó una dulce voz que hizo que el angustiado joven se levantará automáticamente de su lugar.

Una mujer alta, de rostro redondo, con un largo y ondulado cabello rojizo, buscaba apuradamente, con sus profundos ojos azules a la persona indicada, sosteniendo una de esas tablitas apoya - manos donde los hospitales colocan la información de sus pacientes. Marco se acercó sin decir una palabra, y la miró fijamente.

—Amelia, ha sido muy fuerte, ha estado encabezando la lista de espera pero no hemos conseguido un donante compatible…

—¿Donante? —interrumpió Marco agitadamente— no sé de qué me está hablando.

—Ah… no lo sabía, lo siento —dijo la doctora desconcertada— Amelia sufre de insuficiencia cardíaca, probablemente congénita, y empezó a presentar los síntomas hace tres años aproximadamente, creemos que uno de los factores desencadenantes fue la extrema tensión que sufrió a raíz de la muerte de su madre.

Él la miraba atónito, sin lograr articular ni una sola palabra, solamente pensaba en su abandono, ¿cómo pudo huir de esa manera? Si no se hubiera marchado, a lo mejor todo sería diferente.

La mano de la mujer en su hombro interrumpió sus pensamientos.

—Lo siento, ahora solo podemos esperar. No le voy a mentir, ella está muy débil.

Marco aún en silencio, la miró nuevamente, y en un tono casi suplicante dijo:

—Por favor déjeme verla, sé que podrá oírme, quiero acompañarla, soy lo único que tiene.

La facultativa, lo miró, y en sus ojos se notaba una profunda ternura, después de pensarlo, asintió con la cabeza, y lo guió hacia el ala de terapia intensiva.

Marco, permaneció sentado junto a la cama de su hermana, durante una semana sin tener ninguna respuesta a sus continuos relatos sobre sus memorias y viajes; aunque hacía cortos recesos para lavarse, ir al baño o comer algo ligero, procuraba permanecer atento a cualquier reacción y separarse de ella lo menos posible.

—No me digas que ya te olvidaste de aquella tarde que jugando en el jardín de la Quinta de los abuelos encontramos a esos pajarillos recién nacidos junto al cuerpo de su madre, la pobre había muerto a manos de ese odioso gato de la vecina, de cómo los escondimos en el armario y de la cara de mamá cuando los descubrió —relataba Marco sin soltar la mano de su hermana— Ojalá el tiempo se hubiera detenido en esos días, cuando éramos inocentes, felices y contábamos con la protección y el cuidado de mamá y los abuelitos.

Finalmente, exhausto por la falta de sueño y el dolor se quedó dormido junto a ella, cuando una suave caricia en su cabello lo despertó.

—¡Hermosa! Sabía que no me ibas a dejar solito —dijo alegremente, y una gran sonrisa se dibujó en su rostro— ¿Por qué no me dijiste lo que te pasaba?

—No quería asustarte, sabía que con lo de mamá habías tenido suficiente. Además, no había mucho que pudieras hacer y no iba a echar a perder tu sueño de viajar y captar la belleza del mundo con tu cámara. No hablemos del pasado, ahora debemos discutir el presente, tú presente —susurró Amelia respirando con dificultad.

—¡No digas tonterías! Ya verás que pronto conseguimos a un donante perfecto e iremos corriendo a tomar ese avión destino: Antigua.

Ella sonrió dulcemente asintiendo con la cabeza, acarició su rostro con suavidad y ternura.

—Ahora debes ir a descansar, por mí y por ti, todo va a estar bien, yo también quiero dormir un poco.

Marco cumplió los deseos de su hermana a regañadientes, cuando iba saliendo se encontró nuevamente con la doctora que tan dedicadamente había acompañado a sus hermana en esta travesía, y se había convertido en su entrañable amiga.

—No te preocupes, yo me quedo acompañándola en tu ausencia, descansa y vuelve mañana. Soy Gabriela —le dijo, mientras Marco apuntaba en un papelito su número celular y se lo entregaba.

—Muchas gracias por tu ayuda. Llámame si se presenta cualquier emergencia —respondió esbozando una ligera sonrisa.

Al llegar a casa de su hermana, sintió un espeluznante y frío silencio. Ya se estaba quedando dormido, cuando el timbre de su celular lo despertó, era un número desconocido, se levantó exaltado y se demoró en contestar, como si esa demora retrasará la noticia que tenía tanto miedo de recibir.

Escuchó sin decir una palabra, al cerrar el teléfono su rostro estaba desfigurado, el dolor y la rabia se podían leer en sus ojos. Tomó su vieja chaqueta marrón, y salió corriendo rumbo al hospital.

Entró violentamente al cuarto donde descansaba su hermana, Gabriela sostenía su mano con delicadeza, pues no se había despegado de ella desde que Marco se retiró a descansar.  El rosto de Amelia se veía más bello que nunca, la paz que emanaba era mágica, sobrehumana. Sin decir una palabra lo miró y él se acercó rápidamente.

—Estas semanas han sido la mejor parte de mi vida, el mejor recuerdo, ¡te amo!, vive intensamente, sin remordimientos ni rencores —musitó en su oído, y una última exhalación se llevó su espíritu.


Marco cayó al piso de rodillas, Gabriela lo abrazó en silencio y el ambiente se inundó de insoportable dolor.

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