jueves, 28 de mayo de 2015

Veneno

Caty Sánchez


Mendigo Castigo supo lo que es la angustia en el pecho por el seco golpe en el frío piso cerámico cuando Fender se desplomó por los fuertes mareos que sentía desde ayer.

–¡Algo ha comido ese pulgoso! –gritó mamá desde la lavandería mientras  limpiaba y desinfectaba el rastro de heces líquidas zigzagueantes que Fender  había dejado.

Con un esfuerzo más allá de sus instintos de preservación, se había levantado para salir de su casita de madera y una pata la vez, caminó debajo de la ropa recién tendida en esos delgadísimos  y chuecos alambres amarrados de pared a pared cuyas sombras  a veces le invitan a jugar. Dejó atrás el olor a detergente que siempre le hace estornudar y esta vez no se entretuvo con el tacho de la basura que está al costado de la puerta que conecta la lavandería con la cocina. Avanzó tropezándose con las  patas de las sillas del comedor de diario y se detuvo frente a la sala que  insistía en dar giros. La suavidad de la gran alfombra que estaba debajo de los muebles en la que tantas veces había marcado su territorio cuando nadie estaba en casa, le rogaba que se entregue a ella, que con tanta confidencialidad había callado cada travesura biológica embarrada entre sus tejidos.  En medio de esa breve seducción, no pudo evitar que el hiriente brillo del sol cruce la cortina que estaba deshilachada aquí y allá por cada vez que se había subido al mueble para asomarse por la ventana y ladrarle con todas sus fuerzas a esos que de lejos huelen mal. Recital que siempre era interrumpido por los escobazos y maldiciones histéricas de la mejor calidad femenina que le deseaban el peor de los finales por resaltar con sus ladridos la vergüenza de tener un perro loco en la cuadra.  A punto de ceder a la comodidad de la alfombra,  el humor de su amo surcaba a raudales y en silencio el pequeño pasadizo que  aproxima sala y dormitorios, haciendo que su nariz gire a la izquierda  donde estaba el dueño de su fidelidad, durmiendo profundo como siempre  cuando se pierde en una de esas amanecidas que solicitan una  vigilia canina, en la que hay que estar  recostado al lado de la puerta azul que da a la calle hasta que faltando algunas cuadras para que llegue,  lo percibe. Le menea la cola alegremente desvelada y  lo sigue hasta su cuarto, prepara sus oídos para soportar la torpeza con la que  acomoda las guitarras y aunque el ritual varia de cuando en vez, el sonido del colchón entre aliviado y presionado al recibir como sorpresa a un cuerpo trasnochador, es la señal para volver por el pasadizo a la cocina, y de ahí a la lavandería donde es necesario hacer una pausa para tomar  valor y apresurar el paso para sortear  el frío de la ropa colgada que pálidamente ilumina el senderito hasta la casita de madera.

 Con las arcadas obstruyendo su olfato se dirigió a la entreabierta puerta que dejaba escapar  el olor de quien le ama, pero no la cruzó porque sus fuerzas anunciaron el hasta aquí no más.

 –¡Ya era hora de que ese perro pague por andar ensuciándome la casa!

Al no recibir respuesta a las amenazas  contra la vida del perro  cuando  trata de sacudir en algo la escurridiza responsabilidad de su hijo, mamá se preocupó. Ellos no perdían la oportunidad  para aderezarse  la mañana discutiendo por espontaneas  tonterías en cualquier lugar de la casa.  Mamá prefería el cuarto de Mendigo porque allí estaban todas las evidencias que necesitaba para inculparlo: la cama sin tender desde hace varios meses, las ventanas llenas de calcomanías y polvo, el rock que suena y suena enmudeciendo los llantos y reproches de la novela de la tarde, las guitarras recostadas sobre la pared al lado de la puerta del closet vacío porque el suelo del cuarto está tapizado con  ropa limpia y sucia que este músico astuto deja  caer cuando el cansancio de vivir sus fábulas en la vida real lo derriba.

Este cuadro revuelve el corazón de mamá como una caldera hirviendo con ingredientes amargos y sabrosos de su pasado,  inflamándola para dar inicio a  la tradición de  recordarle a su hijo  el  porqué de su nombre: Mendigo, porque eso era  tu padre, un mendigo de la calle y me engañó cuando le extendí  la mano; Castigo para que yo nunca me olvide de que los errores se pagan eternamente ¡Así que para errores una vez y para pagar, una eternidad!

Mientras aún vociferaba, sus siniestras y delicadas pisadas se acercaron hasta detenerse detrás  del lomo  del jadeante perro.

–Oye, este animal se va a morir ¿Qué vas a hacer?

–¡No sé mamá! ¡Él es mi amigo! ¡Yo lo amo!  –achina los ojos  y las lágrimas aparecen mientras se inclina para frotar su barriga.

–¿Amas? Tú amas todo lo que se te cruza en el camino. Amas como un loco furioso y después se te olvida dejando todo tirado como segurito que ya quieres hacer con el perro ahorita ¿Ya estás pensando cómo hacerte el loco no? Para que yo me enchufe este asunto y tú, como tu padre, el desastre ese, haciéndote el indefenso hasta que yo lo solucione. A ver pues, ¿Por qué no le dices a la mugrosita de tu novia que te ayude con este perro moribundo?

En el pequeño jardín escondido que todos tenemos en el alma, donde se mantienen vivas las mentiras con las que nos engañaron  los que nos rompen vez tras vez  el corazón,  mamá está orgullosa de que Mendigo sea aún más hermoso que su padre: no tan alto como para parecer un fenómeno de circo, con los brazos bien formados, esos que son dados por la naturaleza, sin esfuerzo, el cabello castaño oscuro y suave con armoniosas ondas grandes, cejas pobladas y varoniles ¡Y la barba! Cuando la navaja no ha pasado por sus mejillas rudas, una sombra tosca y elegante las envuelve de un no sé qué interesante que la hechiza y ablanda. Y ahí es cuando comete el error de hacerse cargo de cada tarea de la vida que debiera enfrentar  el  muchacho ¡Pero la preciosa cara de mi hijo cambia a la de un idiota cuando esta chiquita, esta culebrita de terrales se aparece! Mi Mendigo hace honor a su nombre y empieza a estirar la mano para que le corresponda. Es que todavía estoy pagando ese error ¿Hasta cuándo Dios?

–No es mi novia todavía. Tampoco es mugrosa mamá, ya te he dicho– le contesta como suplicando– está aprendiendo a estar entre nosotros, a vivir diferente.

–Esa es como tu padre. Una lobita. A esas yo las huelo de lejos. Lo bueno es que a ti no te puede quitar nada porque no tú tienes nada, todo es mío ¡Encárgate de ese perro ahorita!

Mendigo se vistió con los jeans y la camiseta negra que olían al cigarro del concierto de la amanecida. El que mamá mencionara a Patricia le recordó que con ella se siente como el enfermo del suelo, agonizando, pero de amor frente a esos ojos pardos indiferentes  ¡Así! Así me ve morir de amor por ella, como tú Fender, pero no reacciona. Me dice que la deje en paz ¡Pero yo la amo Fender! ¡La amo con todo mi corazón! Ella me está matando, así como tú te estás muriendo así estoy yo, todo el tiempo desde ese hermoso día que casi la mato con la bicicleta.

 Se vestía combinando el apuro de salvar a su adolorido amigo  con el letargo de un amor no correspondido. ¿Ella te invitó algo ayer, no? Te dio unas galletitas creo ¿Te habrá envenenado? No sé si preguntarle ¿Y qué tal si me equivoco y después ya no quiere verme más? ¡Es que te odia porque siempre le ladras! Eres un espeso también tú ¿Por qué le ladras tanto?

Al llegar a la veterinaria,  el débil can temblaba del dolor en los tatuados brazos de su amo. No podía hacer su acto de rebelión que acompaña la desparasitación a la que debe someterse cada tres meses, requisito indispensable para  seguir viviendo en casa. La última vez rompió los vidrios de los estantes donde estaban las jaulas de los hamsters porque entre ladridos, desobediencias y fieros movimientos se enredó con las correas que están a la venta cuando con su hocico jaló una para que cualquier alma bondadosa allí presente se ofrezca a darle un paseo.  Pero esta vez, al tratar de pasar el examen de rigor, no pudo sostenerse de pie en la balanza, así que no lo llevaron a la salita turquesa decorada con dibujos de perritos y gatos felices  de todas las razas y colores, sino a un cuarto de mayólicas blancas y franjas grises lleno de amontonadas jaulas en las que silenciosamente esperaban otros desafortunados  que la medicina los auxilie.  Al entrar gruñó como un suave saludo y entendimiento del común temor.

–¿Qué ha comido este amiguito? –preguntó el veterinario con una voz de compasión.

–Sus galletas creo. No sé. Mi mamá ve eso de que coma.

–Trate de averiguar qué comió. Haremos todo lo posible para que el perrito se ponga bien, pero no aseguramos nada. Es necesario saber si es una indigestión o si comió algo con veneno. Este amiguito es de raza mixta,  ellos son más resistentes a este tipo de percances.

–¡No le diga eso por favor! Él cree que es labrador.

 Conteniendo el llanto con dificultad, Mendigo salió de la veterinaria y se apoyó sobre la pared al lado de la puerta.  No sabía que era lo que más le ajustaba las tripas; que Fender esté muriendo o la posibilidad de que su adorado tormento lo haya envenenado.

¡Una loca! ¡Eso es! Astuta como una serpiente y mala. Mala porque por momentos es tan buena que todo alrededor de ella se vuelve un paraíso y mala, porque me doy la vuelta y envenena a mi perro. Con el pretexto de tener un pasado que solo se lo ha contado  al siquiatra porque nadie tiene la mente tan fuerte para entenderlo y que por eso su corazón no puede recibir ni dar cariño, se da el lujo de hacer estas cosas ¡Entonces yo también me la doy de loco con la niñez atrofiada y me pongo a degollar pollos en medio de las tocadas y los vendo al día siguiente en el mercado! ¡No pues!  Es una culebra enroscada en un traje de oveja ¿Por qué no pienso así cuando la tengo cerca? Me tiene loco ¡Para colmo miente!  Nunca sé cuándo está diciendo la verdad.

–Hola.

–Hola ¿Qué pasa? –Patricia contesta el celular con esa dulce voz cortante que la vuelve apetecible.

–Fender está enfermo y el veterinario me dice que necesita saber qué comió ayer –con un tono tembleque y profundo trata de no incomodarla–  cuando estabas en mi casa ensayando ayer vi que le diste algo ¿Qué era?

–Veneno.

¡Esas eran las cosas que lo traían loco! Sus respuestas a secas servidas con genialidad y un  toque oscuro  que pocos cerebros saben digerir.  Quería tenerla cerca para abrazarla y besarla por  esa respuesta y a la vez dar un grito desesperado por el envenenamiento del  pobre perrito. Tratando de seguir su ritmo, con la misma voz  ecuánime y equilibrada que ella usó, Mendigo pregunta:

–¿Y qué marca era el veneno?

–Marca: Veneno para perros.

–Por favor –empezaba a quebrarse–  necesito saber el nombre del veneno para que el veterinario pueda hacer algo.

–¡Uy! Lamento no poder ayudarte. Si el perrito hasta aquí llega, iré a verte. Avísame si necesitas ayuda para  buscar dónde enterrarlo.

Mendigo soñaba despierto con abrazarla y reposar su cabeza en la de ella ¡Todo lo que había hecho para tenerla cerca! Desde invitarla a ensayar en su casa y dejar que ella y su banda utilicen sus sagradas guitarras hasta prestarle a su mamá el jardín  para una actividad pro fondos para las clases de inglés de su hijo menor, donde hubo música de la peor y participantes sacados de esa realidad que los dueños de casa siempre quieren ignorar.

¿En qué momento me volvió loco esta chica? ¿Qué quiere de mí? ¡Ya me está gustando la idea de que se muera el perro para tener una  excusa para que venga a verme y me abrace por el pésame!

–Ok. Yo te aviso cualquier novedad que tenga –contestó Mendigo con tristeza. No por  su moribundo compañero, sino por él mismo y sus rasgos sicópatas.

Frustrado y confundido,  vuelve a la veterinaria:

–Pregunté. No tengo respuesta, no sé qué habrá comido.

–Su amiguito está mal –el veterinario dijo con lástima mirando a Fender, que respiraba cada vez más lento sobre la fría y plateada mesa de cuidados intensivos.

Llorando con un estilo firme y tierno,  se tapaba la boca con el puño izquierdo  y con la mano derecha en el bolsillo del jean, apretaba con fuerza el celular, como quien quiere llamar de nuevo a  Patricia para rogarle por última vez que le diga la marca del veneno o para decirle que puede venir a la casa porque Fender murió. Pensó por un momento preguntarle a mamá sobre lo que el perro había comido un día antes, pero una especie de angustia eléctrica le quemaba el esternón  porque la respuesta de mamá aclararía todas las dudas y sería posible que se salve la mascota agonizante, pero Patricia no vendría a verlo porque no se celebraría ningún velorio. Asustado por la frialdad de sus deseos hacia Fender y su ansias descomunales para poder llamar a Patricia y contarle del deceso del perro,  se imaginaba recibiéndola en casa y disfrutando de su consuelo. Entonces con el corazón a oscuras prefirió no preguntar a mamá sobre la comida de Fender. Lo  había asesinado  en su corazón por pasar unos minutos con Patricia.

–Cuénteme algo especial que recuerde de este amiguito –le pidió el veterinario acariciando  el pelaje  áspero de tono caramelo de la fiel mascota mientras trataba de buscar el mejor momento para hacer la sugerencia de  la eutanasia canina.

–Somos veganos – dijo Mendigo con una pequeña sonrisa de lado y con mucho orgullo tratando de que su voz no interrumpa el torpe compás de la débil respiración del casi difunto– Yo decidí ser vegano antes que él, pero hace unos días me comunicó su decisión compartiendo conmigo una ensalada.

–Los perros son carnívoros joven –el veterinario aclaró.

–Yo sé que sí, pero Fender  y los tomates se llevaron muy bien.  Y nos comimos las uvas de mi mamá de postre –Mendigo sonrío por el recuerdo de esa tarde cuando mamá quiso botarlos de la casa porque sus uvas habían desaparecido.

–¡Joven, usted ha envenenado al perro!  –exclamó el veterinario– ¡Tomates y uvas: veneno para perros! –dijo un poco alborotado buscando las medicinas e inyecciones  que salvarían a Fender.

De repente un vacío invadió sus entrañas por el miedo a la reacción de Patricia por haberla acusado de envenenar a Fender, ¡Sólo la loca Patricia podía ocasionar esto! ¡Que una buena noticia sea una exquisita mixtura de alegría y frustración! ¿Y ahora?

–¿Y? ¿Murió el perrito? –Patricia preguntó con tanta ternura que Mendigo sintió miedo y atracción a la vez.

–¿Puedes venir? –le pidió suavemente.

–Esta vez no.  Lo siento. Tengo unos loritos que envenenar hoy –delicadas chispas de sarcasmo acompañaron su respuesta.

–Perdóname por acusarte –avergonzado, suplicó tímidamente.

–Tranquilo. Cuando estás desesperado  y se necesita una respuesta, cualquier hipótesis se asoma. No te preocupes, nos pasa a todos. Hablamos luego. Un besito.

Se despidió con tanta serenidad que Mendigo pudo dormir esa noche con la tranquilidad de haber sido perdonado.


En su escasa bondad,  Patricia le regaló una noche de paz  porque ya había sido difícil tener a su mascota al borde de la muerte ese día. Pero cinco meses de una torturada ausencia  le enseñarían a Mendigo que Patricia se parece a mamá: para error  una vez  y para hacer que lo pague, una eternidad.  

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