viernes, 30 de noviembre de 2012

Miedo


Susana Arcilla


I
Disfrutábamos Buenos Aires con mi marido. El asistía a un congreso y yo había ido a acompañarlo. Recorrer esa ciudad tan maravillosa era una de mis tareas favoritas por esos días. Era febrero y el calor húmedo tomaba todos los espacios, ahogaba la piel y sofocaba los ánimos. Yo atravesaba mi segundo embarazo, se debían tomar precauciones médicas ya que había perdido el primero en el tercer mes de gestación.
II
Tenían  que darme una inyección cada viernes a fin de evitar una nueva pérdida. Fiel a las indicaciones del ginecólogo fui a una farmacia -cerca del hotel- a comprar el remedio, convencida de que ahí me solucionarían el problema. La empleada me dijo que el enfermero vivía a la vuelta, en un edificio de departamentos, y me dio un  papelito con las indicaciones: calle, número, piso y departamento.

Salí de la farmacia sin pensar y fui directamente al edificio indicado con el remedio en la mano, estaba cursando el tercer mes de embarazo y me sentía muy bien, estaba feliz. No pensaba en nada más que en sacarme el calor del verano de encima y en la atrapante ciudad que me invitaba a caminar y sorprenderme a cada paso: vidrieras, librerías, cines, teatros. Mi cabeza volaba. Llego a la puerta y toco el timbre, piso siete, departamento E. Quería cumplir con el trámite para después tener  todo el día y así encontrar nuevos lugares para visitar.

-¿Quién es? -pregunta una voz grave y masculina desde arriba.

- Necesito darme una inyección -dije con voz baja y vacilante; pensé en decir “soy una paciente” o “soy una clienta” pero los descarté de plano- me mandan de la farmacia de acá a la vuelta.

- Pase -contesta la misma voz y suena el chirrido del portero eléctrico. Abro la puerta pesada de hierro y vidrio. Los edificios antiguos de Buenos Aires son verdaderas reliquias de un pasado de riqueza, que parece que no volverá.

Voy al ascensor, subo y marco el piso siete, se cierran las puertas y yo sin pensar todavía. La madera labrada de la caja que me transportaba hacia arriba era una verdadera exquisitez de tallado. Toco el timbre del departamento y de repente aparece un hombre joven y morocho en bata corta de seda -con diseños búlgaros- en bordó y azul. Parecía que debajo no tenía ropa, se veía su pecho peludo y sus piernas desnudas. Perdí la voz y la compostura relajada que traía en un golpe de vista.

-Pasá, querida -dijo sonriente. ¡¡Ah!! Recién caí en la cuenta de mi situación real. Era tarde para volver atrás pero tampoco podía avanzar. ¿Qué hacer en un caso así? Me temblaban las rodillas y la transpiración empezó a mojarme desde las axilas hacia abajo. Sentí una gota fría que caía en mi cintura ¿Cómo quedaría si me iba? ¿Qué pasaría si me quedaba?

- Permiso -la voz apenas me salía de la garganta, bajé la vista y entré despacito midiendo cada movimiento y pensando a la vez, me agarraba la panza con las dos manos como en un intento precoz de  defensa.

Había un sofá cama -contra la pared del fondo- en medio de una decoración muy cálida: verdes, marrones y amarillos. Se notaba que era un departamento de un hombre solo por las pequeñas dimensiones o me parecía… no sé. Un tono de luz bajo -casi oscuro- daba un marco tétrico a mi cuerpo parado allí mientras mi mente cabalgaba a mil kilómetros por hora preguntándome qué hacía en ese lugar y cómo podría evitar que algo malo me pasara.

-Acostate ahí, querida, boca abajo, que yo me voy a cambiar -me dijo y miró mi estado petrificado. No sé si el miedo se notaría mucho, pero él hizo como que no.

-Tengo un embarazo de riesgo -dije balbuceando mientras miraba por la ventana hacia abajo -se veía un patio interno distante siete pisos que parecía un embudo- y decidiendo que por ahí no me iba a escapar. Observé la puerta, por la que había entrado al departamento como otra opción y la vi cerrada herméticamente. ¿Qué sentido tenía escaparse? Por más que lo quería hacer mis piernas no me respondían y mi decisión estaba empantanada en el miedo. Podía observarlo -en la cocina- ya cambiado con un ambo de enfermero beige clarito, cargando el remedio en la jeringa. Podía mirar, pensar y sufrir al mismo tiempo, tratando de anticiparme a cualquier situación que se produjera, pero inmóvil. Mi mente  desdoblada y mi cuerpo pétreo.

-Esta inyección es mejor darla en la cola -dijo en forma natural y acercándose con la mano en alto. Yo sólo miraba la aguja y las gotitas que caían levemente de la punta.

Era verdad lo que decía, con la diferencia de que en mi ciudad yo conocía a la enfermera que me atendía siempre y ahora me encontraba ante un desconocido -varón- en un piso siete y a solas. Además estábamos en una de las megalópolis más importantes del planeta. Todos estos datos me jugaban en contra. Me acosté boca abajo, me bajé un poquito el pantalón, apenas, él me corrió la bombacha hasta encontrar el mejor lugar para dar el pinchazo intramuscular. Más tensa no podía estar, y se notaba mucho parece.

-Aflojáte -me decía- si no, te va a doler más. Me daba palmaditas repetidas cerca del lugar donde iba a penetrar la aguja, creo que era para tratar de que yo llevara a otro lado mi atención.

-¿De cuánto estás? -me hablaba para distraerme antes del pinchazo.

- Cuatro meses -le mentí porque pensé que ese dato me ayudaría, yo esperaba lo peor y a la vez rezaba en silencio- es mi primer hijo…

-Bueno ya está; son diez pesos, linda -ahora ya podía reparar en su cara y sus facciones; creía que había pasado el peor momento. Si hubiera querido hacer algo malo ya lo habría hecho. Me subí el pantalón y me apuré para salir cuanto antes, después de pagarle.

Bajé en el ascensor con el corazón a mil revoluciones por minuto; no dejaba de pensar por qué no había tomado precauciones, por qué no había pensado antes de subir… ¡Con qué necesidad vivir ese estado de nervios que seguramente le afectaron al bebé! Pero… también hay gente buena en todas partes, después de todo… ¿No? La confusión era grande, tenía la boca seca y el corazón no paraba de galopar.

Caminé sin ningún interés por observar la ciudad, llegué al hotel y vomité, luego me acosté; no se me iba el temor que había sentido allá arriba. Sí, ya había pasado, pero… la adrenalina estaba recorriendo todas las venas de mi cuerpo, y la cabeza no paraba de pensar; iba a tardar para relajarme. Empecé a respirar profundamente en forma pausada para salir de los pensamientos negativos.

Cuando llegó mi marido y me vio tirada en la cama como una piltrafa humana, me miró sorprendido. No era una hora para que yo estuviera reposando, a juzgar por su cara.

-¿Qué te pasa? ¿Todo bien? -me dijo desde el pie de la cama, con sus manos en la cintura, preocupado. El fantasma de la pérdida del bebé anterior nos rondaba a los dos.

-¡No sabés! ¡Qué momento pasé! ¡Por Dios! -empecé a hablar sin parar.

III

-¡Adiós, bonita! ¿Cómo se porta ese bebé? -me gritó el enfermero en la vereda de la farmacia. Apenas respondí, con un gesto leve en mi rostro, me quedé estática.  Iba acompañado por un joven muy apuesto que lo tenía abrazado y a quién el enfermero dio un largo beso en el cuello apenas pensaron que ya no los veía. Dentro de mi asombro intenté comprender qué parte no había visto con claridad, allá arriba, en el departamento… De nuevo mi mente trataba de decodificar toda la situación y mi cuerpo inmóvil. ¿Cómo pude ser tan… tan… tan… tarada?

Hoy, que han pasado veintisiete años ya, al volver a ver la misma farmacia -donde aquella vez compré el remedio- resucité en mi cuerpo y en mi mente toda la experiencia vivida. La adrenalina volvió a hacer su trabajo sucio.

2 comentarios:

  1. Excelente. Cómo una historia tan sencilla puede llegar a cautivar tanto.

    Felicidades.

    Anthony Velarde Arriola

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  2. gracias Anthony...

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