Ruth Rosales
Mil quinientos likes en menos de quince minutos. Trescientos forwards
y los números siguen aumentando. Estoy pasmada, no sé qué hacer. El cuerpo
desnudo de Paulina está por convertirse en tendencia. Creo que voy a vomitar.
Mi mamá siempre decía que había heredado su inteligencia y la impulsividad
de un padre del cual no hablaba y cuya existencia descubrí apenas hace dos
años. Cuando se conocieron, ambos vivían con una familia de adopción temporal. Fue
ella quien ideó el plan para que los dos escaparan y pudieran realizar los
sueños que construían a partir de las historias que leían en los libros y
revistas que se robaban de las gasolineras. Tenían una debilidad por la lectura
y una imaginación desproporcionada a su realidad. Se creían protagonistas de
todas las novelas clásicas imitando el lenguaje y actitudes de los personajes
ya fueran de la realeza o de la clase burguesa.
Esperaron con paciencia la primavera y recolectaron durante abril y mayo
todas las plantas y raíces que encontraban a su paso cuando caminaban hacia la
escuela. Al parecer mi madre heredó de mis abuelas desconocidas la sabiduría
intuitiva de las plantas y, después de confirmar con su maestra de química y en
un sinnúmero de libros que sacó de la biblioteca el efecto somnífero que se
producía al combinar la flor de la amapola con la raíz de valeriana, logró
preparar una potente tintura con el vodka que mi padre se robó del sótano
«prohibido». Una noche en que el calor era sofocante y todos los huérfanos
junto con los señores de la casa estaban en el porche mendigando el escaso
viento del ocaso, la servicial pareja de adolescentes se ofreció a preparar té
helado «para que logremos conciliar el sueño en medio de este calor», habría
señalado de forma sarcástica mi madre en su papel de recién iniciada herborista.
Cuando el brebaje hizo efecto en todos los habitantes de la casa, mis padres tomaron
sin contratiempos las pocas pertenencias que tenían y escaparon del lugar. Jóvenes
como eran, no calcularon la dosis y días después se enteraron por las noticias
que tanto los huérfanos como los dueños del lugar habían ido a parar al
hospital por intoxicación. «Pareja de casa de adopción temporal es arrestada
después de someter a niños a drogas alucinógenas». Aprovechando el don que
tenía con el uso de las plantas, mi mamá empezó a realizar jabones, cremas,
infusiones y toda clase de menjurjes que vendía en el mercado, mientras mi papá
se obsesionaba con encontrar a su familia de sangre y recuperar lo que, según
él, le correspondía. Porque resulta que el hermano de mi abuelo hizo unas
transas en la empresa familiar y se las arregló para culpar a mis tíos,
meterlos a la cárcel, enfermar al viejo y quedarse con todo el emporio.
Después de entrar al corporativo como chofer de mi tío abuelo, mi padre
empezó a escalar poco a poco en la organización, siempre entre las sombras,
maquinando junto con mi madre el siguiente movimiento para ganarse la confianza
del patrón, hasta que lo consiguieron. No les costó trabajo adaptarse a su
nueva vida, al contrario, sus dotes histriónicas, que tanto practicaron de
adolescentes en la casa de adopción, los ayudaron a transformarse en una pareja
fina y enigmática.
Mi mamá se hizo amiguísima de la esposa del tío de mi papá quien la
introdujo al círculo selecto de las señoras de los ejecutivos de la empresa. Juntas
organizaban tardes de té al estilo inglés, en donde mi madre ponía unas
tinturas a base de barbitúricos y ginseng dentro de sus bebidas. Pronto las
mujeres se sentían relajadas y confundidas y empezaban a soltar los secretos
que sus maridos les decían entrepernados en la intimidad de la cama. Otras
veces les leía el tarot en forma de juego y, entre oráculos y supuestas
maldiciones, terminó por enterarse de los amantes compartidos en la
clandestinidad, de los amores escondidos detrás del clóset y hasta de las
distintas formas en que eran golpeadas por sus hombres sin que les dejaran
marca alguna en sus cuerpos. Para todas estas vicisitudes también tenía
remedios que calmaban el alma atormentada de sus queridas amigas.
Con todos estos «trapitos sucios» en la bolsa, mis padres idearon
chantajes dignos de películas de Hollywood y, en una reunión de socios, se ganó
el voto unánime para ser el presidente con posibilidad de acceso a las acciones
del consorcio. El tío empezó a sentirse amenazado con su presencia, pero mi
madre llevaba tiempo drogándolo con polvo de uñas y bulbos de narciso que
inyectaba en las botellas de vino que semanalmente enviaba a su oficina,
lo cual derivó en graves problemas gastrointestinales generándole un
cáncer que acabó con su vida al año siguiente.
Mis papás llegaron a formar parte del círculo más influyente del país. Eran
una pareja de ensueño, no les faltaba nada. Le compraron la casa a la viuda del
tío y la transformaron en un castillo rodeado de lagos artificiales. Se crearon
su propio cuento de hadas sacado de las muchas historias que leyeron cuando
jóvenes. Hacían fiestas temáticas casi todos los fines de semana y mi madre
mandó hacer un laberinto formado de hermosos arbustos que contenían todas las
distintas plantas que tanto amaba. Mi padre le regaló un invernadero donde
pasaba horas experimentando con las flores, raíces y diversos hongos, mientras
él se dedicaba a hacer más dinero y seguir escalando eslabones sociales y
políticos de influencia nacional e internacional. Todo parecía perfecto hasta
que mi mamá sintió la cosquilla de la maternidad revolotear en su vientre.
Empezó comprando toda clase de artículos para bebés. Después se
obsesionó con el conteo hormonal y cuidaba su alimentación al extremo. Hacía
yoga prenatal, seguía un riguroso calendario lunar para seducir a mi padre y
quedar embarazada, pero él estaba tan enfocado en hacer más dinero, asistir a
inauguraciones de exposiciones de arte, estrenos de obras de teatro, conciertos
de música de todo tipo, eventos deportivos y ser encantador con las mujeres,
que en lo último que pensaba era en convertirse en un hombre de familia.
Se supone que mi madre aquí era la experta en hierbas, astros y demás
prácticas esotéricas, pero mi papá se encomendó a un santo más poderoso que le
susurraba al oído que se saliera del cuerpo de mi madre cuando iba a eyacular, dejándola
ahogada en el deseo frustrado de traer un hijo al mundo. Esto la puso muy
triste y cayó en una depresión profunda. Se encerraba horas enteras en el
cuarto del bebé para entonar canciones de cuna, referirle cuentos y jugar con
él. Dejó de acompañar a mi padre a los eventos sociales, ya no recibía a sus
amigas para hacerles lecturas de tarot, su pelo se le puso blanco y adelgazó
hasta quedar casi en los huesos. Sus plantas dejaron de dar frutos y el
laberinto de arbustos se secó por completo. Por más que pasaban doctores,
psiquiatras, chamanes y toda clase de sanadoras holísticas por la casa, no mejoraba.
Siempre estaba ausente, como si viviera en otra dimensión.
Años después, cuando me enteré de lo que había vivido en esa época, me
sentí atraída por ese túnel onírico en el que había caído, pero el sueño que la
terminó despertando, se sintió como un balde de agua fría para mí. No hay en el
mundo peor traición que la del ser amado y sucedió un día en que soñó que
nadaba en un río. Había muchos peces pequeños pasando entre sus brazos y
piernas, mientras el agua templada acariciaba su piel. El cielo estaba
despejado y los rayos del sol iluminaban su cabellera plateada. Un águila
volaba entre las nubes dando vueltas con tranquilidad, cuando de repente una
ola gigante levantó su cuerpo y lo incrustó en las garras del ave mientras
miles de peces se introducían en su vagina. Sintió el peso del animal en su
pecho y la potencia del líquido acuoso viajando en su interior. No podía
respirar, se estaba asfixiando. Despertó y vio a su violador encima. Olía a
coñac, tenía sus ojos torcidos y el cuerpo de mi padre temblaba ahogado en un
éxtasis que lo vació dentro de ella por completo.
Mi madre nunca le perdonó que la hubiera poseído sin su consentimiento y
le dejó de hablar. Él, cansado de ella, la encerró en una «casa de descanso» y
se entregó libremente a los placeres de la vida. Cambiaba de mujer como de
corbata y nunca volvió a visitarla. Tenía programados los pagos y no se molestó
por contestar las llamadas procedentes de ese lugar, así que nunca se enteró de
que su querida esposa quedó embarazada de mí.
Como las aportaciones de mi padre eran tan generosas y dejó
instrucciones de que cualquier cosa que necesitara su mujer le fuera concedida
(obviamente con su respectivo «cargo adicional por gastos extraordinarios»), el
prestigiado recinto consintió que yo creciera entre los frondosos jardines y
lagos que rodeaban el lugar. Tenía clases particulares de música, historia,
idiomas, matemáticas, filosofía, pero las que más disfrutaba eran las que me
daba mi mamá. Me enseñó el secreto de las plantas y los misterios de la tierra,
al tiempo en que me entrenaba en el manejo de los números y las finanzas. Ella
siempre me repetía que tenía que estar lista para recuperar lo que era mío.
Aunque nunca me aclaró a qué se refería con eso.
Cuando cumplí dieciséis años, empecé a interesarme por las labores de
las secretarias. Un día la encargada de las compras se enfermó y me pidieron
que acompañara a una de las administradoras del lugar para ayudarle con el
surtido de la semana. Por primera vez traspasé la gran extensión de terreno
para encontrarme con una mancha gris que sostenía grandes bloques de acero y
vidrio que me hicieron sentir pequeñita. Del concreto que cubría la tierra, se
escapaban los olores de toda la humanidad concentrada. Yo iba del brazo de la
señora sin dejar de apretarlo. «Muchacha me vas a destruir los músculos» me
decía con una gran sonrisa. De todas las mujeres que me criaron durante mi
niñez, ella era la más cariñosa. Me explicó con paciencia qué era todo lo que
estaba viendo y desde el primer día me advirtió sobre los peligros que podría correr
en la gran ciudad.
Estas excursiones se convirtieron en mi más grande ilusión. Durante la
semana me levantaba más temprano para estudiar y hacer mis deberes, para
después pasar la tarde en las oficinas interrogando a todas las señoras sobre
su vida en ese espacio de asfalto. Me contrariaba pensar que nunca se me había
ocurrido que había un mundo más allá de esa casa en medio del campo. Pasaba las
noches imaginando que era una de esas muchachas alegres que veía caminar por
las calles. Parecían tan seguras, fuertes y libres, mientras que yo seguía
viviendo en mi pequeño entorno de ensueño que ahora se asemejaba más a una
prisión.
Un día en que estaba ayudando a catalogar viejos archiveros, me topé con
la historia clínica de mi mamá. No tenía nada, sólo había un sello en la parte
de arriba que decía «patrocinio». Le pregunté a la administradora sobre su
significado y se puso muy nerviosa, no supo que decir. Cuando quise regresar al
archivo para indagar más sobre esa nota, todos los folders antiguos habían
desaparecido. Esperé a que se hiciera de noche para colarme en la oficina principal
y buscar en su computadora algo que me dijera lo que estaban ocultando, pero
justo después de la cena, mi madre tuvo un ataque de nervios y empezó a
destruir el comedor. Era como si el demonio la hubiera poseído. A partir de ese
día, era difícil controlarla, vivía en una paranoia constante y había ocasiones
en que le costaba reconocerme. Para calmarla, le empezaron a inyectar sedantes
que la mantenían atontada y adormilada casi todo el tiempo.
Yo me sentía muy sola sin ella. Antes del incidente, nunca me había
puesto a pensar el por qué vivíamos ahí. ¿Qué era lo que había hecho mi madre
para estar encerrada en ese lugar? ¿Quién era mi padre? ¿Tenía otra familia que
no fueran las enfermeras y administradoras? ¿Por qué su folder estaba en blanco
y sólo tenía la palabra «patrocinio»?
La noche en que mi mamá murió, soñé que ella estaba sentada debajo de
uno de nuestros árboles favoritos viéndome jugar. Yo tendría unos diez u once
años y lanzaba burbujas de jabón con un aro gigante. Ella sonreía mientras
hacía un hueco en la tierra y ponía un libro dentro de él. Después me veía, y ¡juro
que sentí todo su amor tocando cada célula de mi cuerpo! Me despertaron los
toquidos en mi puerta para anunciarme su suicidio, pero yo en lugar de ir a su
habitación, corrí hacia el árbol de mi sueño, escarbé y saqué varios cuadernos
enterrados que contenían sus pensamientos y secretos más profundos. Uno de
ellos estaba en blanco con excepción de la última página que tenía la
fotografía de un hombre y escrito en una delicada caligrafía: «Tu padre».
Construyeron una capilla hermosa para enterrarla, y por primera vez me
pregunté quién pagaba tantas comodidades. Ahora que conocía la ciudad, me daba
cuenta de las diferencias entre el mundo limpio y lleno de lujos en el que
vivía, contrario a las casas de la ciudad que iban desde pequeños cuartos unos
encima de otros hasta casitas diminutas sin espacio para el jardín. Ahora todo
se veía diferente. Sentía que me ahogaba dentro de una burbuja ilusoria que se
asemejaba a los Campos Elíseos. Pasé noches enteras releyendo los diarios de
una mujer que nunca conocí. Esa figura suave, sonriente y tranquila no era la
misma que se proyectaba entre verbos y adjetivos que creaban un personaje ciego
de amor por un hombre inexistente para mí. La historia de mis padres se me
antojaba lejana. No podía creer que era hija de unos cazafortunas.
El día de mi cumpleaños me desperté con la certeza de no volver a dormir
en mi cama. Sin pensarlo dos veces (porque después me arrepentiría) me
introduje en la oficina de la administradora y busqué en su computadora algo
que pudiera indicarme el paradero de mi padre. No fue difícil encontrarlo,
bastó con poner el nombre de mi madre y múltiples archivos aparecieron en la
pantalla, casi todos eran fichas de depósito con altas cantidades de dinero
provenientes de una empresa muy famosa del país. Hasta yo que vivía en un
capullo sabía del poder que tenía ese grupo empresarial. Escribí la dirección
que mostraba el documento en un papel y lo puse en mi pantalón. Tomé unos
billetes que estaban en el cajón del escritorio, y salí decidida a conocer al
hombre que encerró a mi madre y la dejó podrirse en el olvido.
Al contrario de mis padres yo no planeé el encuentro con el hombre que
nos traicionó y abandonó. Me planté afuera de las oficinas donde se supone él
trabajaba con la firme convicción de hacer guardia los días que fueran
necesarios hasta encontrármelo, pero unos miembros del personal de seguridad del
edificio me pidieron con amabilidad que me retirara de la entrada después de
haber estado inmóvil durante tres horas observando a cada persona que entraba o
salía del lugar. Con los billetes que tomé del escritorio de la administradora,
entré en un café que estaba enfrente para pedir algo de comer, y entonces vi
por primera vez su sonrisa. Paulina se carcajeaba de un comentario hecho por un
cliente, mientras me decía con una voz profunda y pausada «¡Hola, cariño! ¿Qué
vas a tomar hoy?».
Terminé trabajando en la cafetería. Paulina resultó ser la dueña y me
tomó como su protegida en cuanto supo que mi madre acababa de morir y que no
tenía donde vivir. Me empleó como cajera y me permitió dormir en la trastienda
mientras conseguía otro lugar más decente. De esta manera podría vigilar día y
noche la entrada del edificio. Por supuesto había muchas veces en que el
trabajo no me permitía poner mucha atención, pero aun así estaba cerca y sabía
que tarde o temprano se me presentaría la oportunidad. Mientras tanto, me
adapté con rapidez a la dinámica del negocio y para mi sorpresa me descubrí
disfrutando cada vez más lo que hacía.
Empecé haciendo experimentos con las tisanas de hierbas y los diferentes
granos de café. Todos los conocimientos que mi madre me había transmitido los
apliqué en cada una de mis creaciones. Paulina era la primera en probar las
bebidas y daba su visto bueno o comentarios de mejora para después ser
incluidas en el menú. Entre las dos diseñábamos las estrategias de venta y
promociones dependiendo la época del año. Nos quedábamos hasta la madrugada
conversando de los nuevos productos o lanzamientos aplicando sus conocimientos
sobre marketing digital. Tenía casi quinientos mil seguidores en redes
sociales. Era toda una influencer y amaba subir historias de todo
lo que hacía en su día. La gente le tenía aprecio y siempre elogiaban su buen
gusto. Gozaba de una fama de niña intachable y para ella eso era lo más
importante. Cuidaba cada detalle de lo que publicaba mostrando lo perfecta y
buena ciudadana que era. Y, aunque éramos muy dedicadas en el trabajo, nunca
faltaba tiempo para reírnos de cualquier payasada que se nos ocurriera y
siempre demostrábamos nuestro cariño a través de fotos y publicaciones online.
Era mi amiga, mi hermana, mi confidente, pero nunca fue lo suficientemente
cercana como para hablarle de mi padre.
Había pasado casi un año y faltaba una semana para mi cumpleaños.
Paulina llevaba un mes planeando una serie de actividades sorpresa para mí y decoró
la cafetería con plantas. Decía que quería que me sintiera en el lugar en donde
había crecido. El olor que desprendían las flores se mezclaba con el aroma
cítrico de su perfume y me hizo recordar a mi madre, así que decidí que era
momento de visitarla. Dejé una nota sobre mi cama y salí del café en la
madrugada. En el edificio de enfrente había una camioneta negra con las luces
encendidas. Empecé a cruzar la calle en automático. Llevaba meses sin
preocuparme por los movimientos de aquel lugar y ahora estaba ahí, hipnotizada
por el momento, viendo cómo una silueta se subía al vehículo que arrancó sin
aviso para estrellarse justo en mi cuerpo. Cuando desperté, vi su cara
ensangrentada tocando mi rostro. Era como verme en un espejo. Había heredado
los ojos de mi padre.
Nos llevaron al hospital. Él, con una herida profunda que se hizo en la
cabeza al estrellarse en la ventana cuando el coche me pegó, y yo con golpes en
todo el cuerpo y varios órganos internos dañados. Mis riñones fueron los más
afectados y uno de ellos dejó de funcionar mientras que al otro no le daban
muchas esperanzas de componerse. Le dijeron a mi padre que lo único que podría
salvarme sería un trasplante, pero que la lista de espera era muy larga. Tal
vez lo hizo por miedo a que lo metieran a la cárcel o quizá fue porque escuchó el
llamado de la sangre, la cuestión fue que le dijo al doctor que le hiciera las
pruebas para ver si uno de los suyos podría servir. La compatibilidad resultó
ser del 98.99 por ciento y, sin pensarlo mucho, programó la cirugía.
Como yo era menor de edad, mi papá utilizó sus influencias e hizo que
apareciera en los registros del hospital como mi padre adoptivo. Pasé dos
semanas en recuperación y cuando me dieron de alta, me llevó a su casa e inició
los trámites para que legalmente fuera su hija. Ni se molestó en preguntarme,
lo hizo sin mi consentimiento y en menos de lo que canta un gallo ya tenía acta
de nacimiento oficial y todo. Tiempo después me confesó que cuando me vio
tirada en la calle toda golpeada, la silueta de una mujer le susurró al oído «cuídala».
Cuando me lo dijo sus ojos estaban húmedos y yo casi estuve segura de que se
refería a mi madre. Sea lo que sea, me gusta creer que ella nunca dejó de
cuidarme y logró que nosotros nos encontráramos. Sí, sé que suena a telenovela
barata, pero es bonito pensar que así fue.
Paulina estaba muy preocupada por mí. Puso letreros de «Se busca» por
toda la ciudad. Hizo viral un flyer con una foto mía en redes sociales,
solicitando ayuda para localizarme. Todos sus seguidores se movieron para que
su petición llegara hasta el último rincón del mundo. Así fue como mi padre la
contactó y la trajo a casa. Cuando entró a mi cuarto, lo primero que me dijo
fue: «¡Qué guapo está tu nuevo papá!». Entonces sentí esta sensación caliente
que justo en estos momentos recorre mi cuerpo. Es una mezcla de adrenalina,
enojo y miedo. La volteé a ver con rabia y tristeza al mismo tiempo y le
escupí. Disfracé mi reacción pidiendo perdón por los efectos secundarios de las
medicinas. Ella soltó una carcajada y me dijo que no pidiera disculpas, que, al
contrario, estaba feliz de verme enterita e instalada en un lugar tan lindo
como era la residencia del «señor guapo».
Los siguientes días fueron una montaña rusa de emociones. Mi padre se
portaba muy lindo conmigo. Me llevaba a todos los eventos sociales y me
presentaba con orgullo como su hija. Cuando le preguntaban por la madre él
respondía que yo había llegado al mundo a través de una herida que se hizo en
su cabeza. El lugar entero soltaba la carcajada y celebraba su ocurrente
comentario. Después remataba diciendo que compartíamos riñones y la audiencia
aplaudía su buen corazón y se llenaba de elogios. Mi papá es así. El alma de las fiestas. Su
encanto es una mezcla de sonrisas cautivadoras, olores frescos y movimientos elegantes.
Aunque esté tomando alcohol, nunca pierde la compostura. Siempre tiene el
comentario justo en los momentos correctos e impresiona la cantidad de
información que su cerebro maneja, ya que puede hablar desde temas culturales e
históricos hasta los últimos avances científicos y tecnológicos. Se podría
decir que es todo un lord, alguien que todos admiran y respetan, pero tiene
un defecto, uno muy grande que ha sabido ocultar y manejar en la clandestinidad
a la perfección: su debilidad por las jóvenes.
Paulina cayó cautivada por la maldición de mi padre. Empezó a comportarse
de forma extraña conmigo, ahora todo era competencia. Si yo me vestía de una
manera, ella buscaba algo mejor o similar. Cuando me veía leyendo algún libro,
se apresuraba a comprar todas las publicaciones de ese autor y buscaba entablar
conversaciones intelectuales con mi padre. Quería estar presente cuando se
organizaban reuniones en la casa y trataba de ser incluida en los viajes o
evento sociales a los que éramos invitados. Siempre jugaba la carta de «la
mejor amiga de “la nueva hija”», y de repente tenía desplantes sobreprotectores
o castrantes de madre hacia mí. Nunca sentí que él le hiciera caso o la viera
diferente, incluso me parecía divertido observar cómo ella se convertía en un
perrito chihuahua moviéndose a su alrededor cuando sólo tenía ojos y oídos para
mí. Pensé que me tenía envidia y que deseaba intercambiar lugares. ¡Qué ilusa
fui! ¡Ella no buscaba mi puesto!
Cuando mi mamá cumplió dos años de muerta, fui a visitar su capilla. Las
mujeres del lugar se alegraron mucho al verme y se sorprendieron por mi
elegancia, aunque después comentaron que era igual de sofisticada como mi mamá.
No les dije nada sobre mi vida, me limité a sonreír y preguntar por los cambios
y las viejas internas. Cuando llegué a su tumba admiré su limpieza y adornos
florales. Le pregunté a la administradora sobre su mantenimiento y me contestó
que el viento la conservaba libre de hojas y las rosas se hacían camino por sí
solas, lo que facilitaba el trabajo del jardinero. Entonces escuché la voz de
mi madre entonar mi nombre entre los silbidos melodiosos del atardecer. Pude reconocer
la fragancia floral de su cuerpo y se me hizo insoportable estar un minuto más
ahí. Me fui lo más rápido que pude.
Algo en mi pecho me empezó a molestar. Tenía un presentimiento y sentía
que me ahogaba. Había dicho en casa que pasaría el fin de semana fuera, tenía
la intención de quedarme allá un par de días, pero me fue imposible. En cuanto
crucé la puerta de entrada de mi ahora hogar, olí ese perfume cítrico de la cafetería
que fue mi refugio por un año y volví a sentir la invasión de este calor interno
incontrolable. Mis manos empezaron a sudar y mi corazón latió como un tambor
africano. Subí las escaleras despacio, no quería ver lo que mi mente ya había
visto. Vi la luz de la habitación de mi padre encendida. Caminé sin hacer
ruido, la puerta estaba entrecerrada y me asomé con delicadeza. Ahí estaba
ella, cual ninfa griega moviendo sus caderas encima de mi padre. Mi Paulina, mi
hermana, mi mejor amiga. Saqué el celular y empecé a tomar fotos. Tomé miles,
como poseída, todas enfocándola a ella. Le hice zoom al perfil de sus pezones, a
la redondez de sus nalgas, a la media silueta de su cintura, toda su desnudez
del lado derecho quedó registrada en la memoria de mi teléfono.
Me vine a mi habitación ardiendo por dentro. Abrí mis redes sociales y
subí el perfil desnudo de Paulina etiquetándola a ella, a la cafetería y a las
empresas de mi padre. Ahora estoy aquí, viendo como suben los números de views
y me arrepiento por lo que hice. Acabo de borrar la fotografía, pero ya ha sido
compartida por trescientas cuentas. Fue impulsivo, no lo pensé. Oigo sonar el
celular de Paulina, escucho cómo sus gritos se transforman en llanto. La voz de
mi padre se me antoja, ¿nerviosa? No lo sé. Las luces del pasillo se encienden.
Yo sigo estando a oscuras. Los pasos se acercan a mi habitación y su voz dulce
me llama. La puerta se abre y entre sollozos me pregunta: «¿Qué hiciste?». Él
detrás de ella me mira avergonzado. De mi boca salen palabras que no son mías. «Nací
en una casa de descanso ubicada al sur de la ciudad, ¿la ubicas? Hace dieciocho
años, ¿puedes hacer cuentas? ¿Para esto abandonaste a mi madre? ¿Para acostarte
con jovencitas?». Su cara ahora pasa de la vergüenza a la incredulidad. Paulina
está mirando los comentarios de sus redes sociales y solloza con múltiples
suspiros como una niña pequeña. La veo acercarse a la ventana. La abre. Mi papá
me está viendo y sus ojos empiezan a entender, sonidos guturales que salen de
su boca terminan en un: «¿Hija?». Ella se trepa a la ventana, voltea a observarnos
y, exhalando un último aliento, se deja caer.
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