miércoles, 2 de julio de 2025

El último hombre

Doris Verónica Martínez Méndez


La pequeña Lua se encontraba en cuclillas en el patio exterior del centro de formación al que asistía. Sus ojos eran dos agujeros negros absorbiendo la imagen de un par de hormigas aladas que parecían tener una especie de lucha. Eran mucho más grandes que aquellas que solían colarse entre sus calcetines cuando atravesaba el campo cercano al Instituto donde trabajaba su madre. Con un delicado movimiento de pinza, las llevó a la palma de su mano para apreciarlas mejor: sus vientres parecían estar pegados entre sí, como si ahora fueran un mismo cuerpo.

—¿Qué haces? —preguntó una de sus compañeras al acercarse y bajó la voz—. ¿Pelean?

—No, no se muerden —reconoció Lua con una expresión contemplativa—, es... otra cosa... están...

—¿Qué hacen ustedes dos aquí? —regañó una tercera niña con sus manos en la cintura—. ¡Qué asco! ¡Son cucarachas!

—Son hormigas —instruyó Lua sin apartar su mirada de ellas y amplió una sonrisa—. ¡Mira, Sefi, se han separado!

—He llamado a la maestra para que las castiguen...

Una de las hormigas salió volando. Un nudo se formó en la garganta de Lua al reconocer la agonía de aquella que ya no pudo irse. Por primera vez comprendió lo efímero de la vida y lo solitario de la muerte.

—La... mató... —balbuceó, sorprendida.

—Lua, Sefi —llamó una mujer de cuerpo larguirucho vistiendo un mono de una pieza que apenas le hacía notar la cintura—, ¿otra vez escapándose de clases?

—Estaban jugando con cucarachas —acusó su compañera.

Lua cerró el puño y escondió su mano detrás de la espalda.

—Vamos, todas adentro —apuró la maestra cubriendo su rostro del fuerte resplandor del sol.

Lua dio un último vistazo al lugar donde encontró a la naturaleza por fuera de los libros de hojas censuradas que había en la biblioteca. Pasó el resto de la mañana escuchando las mismas doctrinas del nuevo orden, este que sobrevino después del colapso de la civilización a manos del «Hombre».

En medio de las doctrinas políticas, Lua recordaba la voz susurrante de su madre relatando la historia escondida en el olvido: que la humanidad había agotado los recursos naturales y, con ello, el planeta sufrió catástrofes climáticas que propagaron enfermedades devastadoras. Miraba junto a ella viejos recortes de papel con los detalles de una guerra nuclear, producto del delirio humano. Las fechas y los culpables no le importaban, su estupor había quedado en el titular de una fotografía gris de un mundo pulverizado: «Polvo eres y al polvo volverás».

El hombre de la posguerra se sumió en una crisis postraumática y no supo liderar más. La fragilidad de las generaciones jóvenes, en su desvarío mental, condenó a la masculinidad como un crimen. Con la implementación de la ideología de género, el feminismo radical y el enorme resentimiento ante la crisis, la apología eugenésica se volcó hacia el exterminio del hombre y su intervención en el nuevo orden social, incluyendo su participación en la continuidad de la especie humana.

«La única utilidad del hombre resultó ser una sola costilla de donde se supone se creó a la mujer», dijo la senadora Márquez al tomar las riendas de una sociedad mancillada.

Tras el desarrollo del nuevo régimen, con la recuperación de herramientas tecnológicas y científicas, se estableció la ley sobre la aplicación de ingeniería genética avanzada para la mejora cualitativa y biológica de la población remanente. Se autorizó la castración química y el cambio irreversible de género en los últimos hombres y niños varones. La asignación de progenie únicamente se haría por diseño genético en el laboratorio con el fin de controlar las tasas de natalidad y aprovechar los limitados recursos del planeta. La guerra ideológica escaló a la persecución y total erradicación de la familia tradicional.

Lua esperaba afuera del edificio de estructuras prefabricadas, comunes en todos los inmuebles construidos después de la guerra. Al horizonte, por detrás de la densa capa de esmog, se miraban las siluetas negras de lo que alguna vez fueron rascacielos. Sus esqueletos soportaban el paso del tiempo como ruinas silenciosas, testigos inertes de la caída definitiva de la era del hombre. A las tres de la tarde, todas las niñas eran recogidas en vehículos híbridos de conducción automática y enviadas a las diversas cooperativas encargadas de su crianza. Estos modelos estructurales tenían la finalidad de proporcionar un ambiente comunitario sustituto de la familia.

Cada década se realizaba la asignación de nuevos embriones a grupos cuidadosamente seleccionados por la regencia, siendo indispensable una figura política que perpetuara la doctrina social que empezaba a debilitarse. A solo un año de una nueva generación in vitro, muchas cooperativas se habían reestructurado debido al incremento de las tasas de suicidio, adicciones, agresiones domésticas y enfermedades crónicas incapacitantes. Lo espiritual se había extinguido como algo retrógrado, fruto del hombre en su papel del favorito de Dios.

Mientras esperaba, Lua miraba con curiosidad cómo unas máquinas antiguas vertían brea caliente en una de las calles para repararla. El olor a humo saturaba el aire. Una mujer de cuerpo ancho y robusto mezclaba el líquido viscoso mientras otra, de mayor corpulencia, cargaba un saco enorme sobre sus hombros y espalda ancha. Su rostro estaba cubierto por una pañoleta roja, pero Lua notó los rasgos toscos en sus cejas gruesas y una prominencia frontal distinta a la del promedio. Aquella mujer descargó la grava con facilidad, levantando una nube de polvo gris sobre la brea caliente, mostrando la musculatura de sus gruesos brazos al empujar el azadón y extender el material sobre la calle. La niña se preguntó si aquella figura andrógina pudiera ser uno de los últimos transgénero que sobrevivieron la purga al final de la guerra.

—¿Nadie ha venido por ti tampoco? —preguntó Sefi, preocupada, y se sentó a su lado.

Eran las cinco de la tarde, el castigo había consistido en limpiar los salones al terminar la jornada. Lua apretó sus labios y miró alrededor para ubicar algún vehículo que estuviera varado por falta de electricidad. Los apagones eran comunes en ciertos lugares de la ciudad, pese al uso de energía solar y eólica. El mantenimiento de los aerogeneradores era complicado sin las maquinarias especializadas y los cambios climáticos seguían siendo impredecibles, haciendo difícil la recolección de energía. Las mujeres asignadas a este tipo de trabajo eran propensas a sufrir lesiones y accidentes, lo cual afectaba el desarrollo de la comunidad.

—¿Te puedo mostrar algo? —continuó Sefi en voz baja y sacó de su pantalón un papel amarillento y desteñido: el dibujo de una mujer en un vestido de pliegues elegantes bailando en brazos de otra de cuerpo distinto, más neutro, usando pantalones, corbata al cuello y vello facial: un hombre.

—¡No, Sefi! Que nadie te vea con eso —advirtió Lua en un susurro y dobló aquel papel con rapidez para esconderlo.

—Aquí están —llamó una mujer de mediana edad, vistiendo un overol negro y zapatillas grises de suela alta.

—¡Mamá! —reconoció Lua y de inmediato se cubrió la boca.

—¿Mamá? —preguntó Sefi, pues era la primera vez que escuchaba esa palabra.

—Vamos, vamos, ya se hace tarde —apuró aquella mujer y se agachó para acercarse a Sefi—. Vendrás con nosotros hoy, Sefi. Pasó algo con tu cooperativa.

Un antiguo monasterio se erigía majestuoso entre la vegetación al pie de la montaña. Sefi se sintió intimidada entre los gélidos muros hechos de bloques gigantes de piedra caliza y granito. Sus cortos pasos sobre el mármol hacían eco en lo alto de la bóveda del techo donde el viento susurraba, en silbidos intermitentes, los antiguos cantos gregorianos. El aire frío traía el olor metálico y medicinal de la ciencia mezclada al aroma del incienso y las velas de siglos pasados. Lua caminaba junto a su madre con naturalidad, mientras que Sefi tenía la sensación de que alguien la miraba secretamente en algún rincón y daba cada paso con reverencia en aquel Instituto de Investigación Genética y Reproductiva.

La madre de Lua era una médica del programa de castración química y control poblacional y la encargada de la generación de embriones. Lua disfrutaba mucho pasar las tardes junto a ella en el laboratorio; su curiosidad y fascinación por la ciencia la había convertido en una excelente aprendiz. Esa tarde se esmeró en mostrarle a Sefi todas las maravillas que se contenían en los rincones en los que se le permitía el acceso: los huertos clonales en el refectorio y la biblioteca que contenía más libros de los que jamás había visto, la mayoría encadenados a un atril. Aquel aroma resinoso se convertiría en un vicio incurable para toda su vida.

Sefi terminó agotada por todos los acontecimientos del día. Se acomodó en el pequeño dormitorio que compartía Lua con su madre en lo que alguna vez fuera el presbiterio de la iglesia del monasterio. La regencia había accedido a utilizarse como residencia, lo cual mostraba el alto grado de confianza que la científica gozaba en la sociedad.  

—Tuviste mucha suerte. Lo que viste se llama copulación, cuando un macho y una hembra unen sus partes genitales con el fin de crear nueva vida —explicó aquella científica apenas en un susurro—. Alguna vez nuestra especie hacía lo mismo.

—¿Acaso el hombre moría por eso? —preguntó Lua, afligida.

—No, no era así —respondió sin negarle una sonrisa enternecida y miró hacia la cama donde estaba Sefi—. Ahora que Sefi estará con nosotras, debemos ser cuidadosas, ¿de acuerdo?

—¿Cuántos días se quedará aquí?

—No te puedo mentir, cariño. Ocurrió una tragedia en su cooperativa. Sefi tuvo suerte de estar castigada contigo esta tarde. Dependerá de la regencia su reasignación.

Pasó un año y la nueva asignación de embriones se vio afectada a causa de nuevas mutaciones genéticas por incompatibilidad cromosómica. Lua y Sefi pertenecían a la última generación viable. Habían pasado treinta y tres años desde entonces y no todas llegaron a la edad adulta. El ministerio de obras públicas echaba de menos a aquellos últimos hombres sometidos a transición química. La terapia de reemplazo hormonal había causado enfermedades incapacitantes: osteoporosis y tumores cancerígenos en su mayoría, afectando su desempeño físico en labores de fuerza. La nueva juventud, además, empezaba a añorar aquello que se convertía en un mito: la maternidad. Había un silencio que no volvería a llenarse con el llanto o las risas de un niño. En esa agonía se desbarataba la idea de una sociedad perfecta.

Lua había crecido bajo la tutela protectora de su madre. Sus ojos negros almendrados estaban delineados por tupidas pestañas, sus cejas rectas eran pobladas por un vello grueso y oscuro que ceñía su mirada. Tenía un rostro ovalado, pómulos elevados, una nariz recta y labios delgados. Esa androginia no era común, y su madre lo sabía.

Sefi, por el contrario, se había volcado a una moda más creativa y femenina, usando cinturones que marcaban su silueta como un reloj de arena, levantando el busto y exponiendo sus clavículas desnudas en escotes más pronunciados. El tiempo había debilitado el régimen, permitiendo la libertad de elección en el vestuario y la creación de prendas más atrevidas, regresando la fascinación por las faldas y los vestidos a la rodilla. La última generación buscaba un mundo más diversificado, con roles más equilibrados. Anhelaban, en secreto, una masculinidad que protegiera su fragilidad desgastada por el paso del tiempo.

Lua era ahora la nueva responsable del programa de reproducción controlada tras el lamentable fallecimiento de su madre, apenas unos años atrás. Había realizado varios estudios para resolver los problemas de compatibilidad cromosómica. En contra de las normativas políticas existentes, empezó a experimentar con células embrionarias y cigotos creados con óvulos y espermatozoides rescatados de una época anterior a la castración química. Pero llevaban tanto tiempo congelados que, con los apagones y alteraciones de la cadena de frío, mucho de su código genético se había rasgado y no lograba reparar las cadenas rotas y parchar con nuevo material, los huecos existentes. Tampoco había logrado revertir la infertilidad de los castrados químicamente.

Sefi, por otro lado, había avanzado mucho en la tecnología digital, recuperando lo que alguna vez fue conocida como una red global de comunicaciones, prohibida durante la instauración del régimen para ocultar toda la información del pasado. Su fascinación nació al conocer, por primera vez, la impresionante caja sonora que se utilizaba en el laboratorio para comunicarse a distancia: la radio. Tenía una mente brillante y perspicaz, atributos otorgados por diseño genético y elementos de crianza que le diera su madre adoptiva.

—Estaremos esperando los resultados de sus nuevos estudios —finalizó una de las ejecutivas en la videoconferencia que presidía Lua en una de las celdas que utilizaba como oficina.

El eco de algo parecido a un fino martillar resonó en el corredor y Lua reconoció la figura de Sefi caminando a prisa en unos zapatos que elevaban su altura sobre una especie de cono bajo el calcañar.

—¿Qué sucede, Sefi? —preguntó al cortar la transmisión—. ¿Qué son esos zapatos?

—Tú sabrás de cromosomas, Lua, pero yo sé de moda —respondió sin lograr disimular el tono nervioso de su voz—. Tenemos que hablar.

—Espera —detuvo Lua al escuchar una notificación en su computadora—, ya están los resultados del laboratorio.

Lua revisó los datos en la pantalla. Su mascarilla no dejaba ver su expresión, pero Sefi notó una sombra de tristeza en sus ojos.

—¿No son viables?

—Todos muestran la misma mutación de proteínas, los segmentos de ADN que se han reciclado provocan un cuello de botella —explicó Lua con un suspiro—. Mamá tenía razón. Las posibilidades no son infinitas, no sin material genético puro. No podemos forzar las cadenas de ADN a nuestro antojo... El último intento ha fallado.

—Eso sería el fin de nuestra especie.

—Ese reloj empezó a correr hace mucho, Sefi, con la última guerra, la contaminación nuclear, la manipulación climática y, sobre todo, con las ideologías radicales —resumió Lua y se acercó un poco más a ella, absteniéndose de rozar su rostro—. Creímos que podríamos ganarle a Dios en su juego, pero Él siempre nos llevó la delantera.

—Nadie cree en Dios.

—Cuando te esmeras en querer ser como Dios, ya crees en Él: «Tendrás el conocimiento del bien y del mal y serán como Dios». ¿No fue así como empezó todo?

En una de las visitas clandestinas a la biblioteca, siendo niñas, Lua y Sefi habían encontrado un antiguo libro de la extinta civilización en el cual conocieron, por primera vez, la idea de la creación por un ser omnipotente en solo cinco días, atreviéndose en el sexto a arriesgarlo todo dándole vida al hombre.

Sefi bajó la cabeza sin poder contener sus lágrimas y disintió.

—No —respondió y, dándole una mirada agresiva a Lua, se acercó—. «Dios creó al hombre a su imagen… Hombre y mujer los creó…»

—Sefi —murmuró Lua mientras miraba en todas direcciones.

Sefi retiró con suavidad su mascarilla. Sus ojos se encontraron en una creciente fuerza magnética que acercó inevitablemente sus cuerpos.

—Deja la farsa un momento y escúchame…

—Alguien nos puede ver —murmuró Lua con una voz más grave.

—Mamá hizo todo por protegerte y ahora sé que sabía lo que hacía.

—¿Hay más como yo? —preguntaba una Lua adolescente, cuando su madre inyectaba los medicamentos en su brazo de hueso largo.

—No, por eso debemos esconder algunos rasgos… Estás creciendo... muy rápido.

—Yo puedo ayudar —propuso Sefi y fue a buscar sus pinturas en polvo y ungüentos para el rostro.

Lua se mantuvo quieta mientras Sefi le aplicaba el maquillaje. Le atraía el brillo de sus ojos claros y la manera en que fruncía sus labios rojos cuando se concentraba. Una electricidad inquietante recorrió su cuerpo por primera vez al sentir el roce de sus dedos sobre su piel.

Esa misma sensación de años atrás la hizo temblar cuando Sefi limpió el colorete rojo de sus labios.

—Tal vez no todo esté perdido. Puede haber un milagro…

Lua se alejó y se reclinó sobre un escritorio, dándole la espalda.

—¡No somos dioses, no hay milagros! No uno que pueda hacer yo, al menos. No seré quien devuelva al hombre su dignidad como creyó mamá —lamentó con una risa herida y deslizó su mano en su rostro y su cabello—. Mírame… No la he tenido para conmigo mismo. Fue una soberbia suya querer rescatarnos de nuestra merecida extinción.

—¿De allí nací yo? —preguntó de niña cuando acompañaba a su madre a supervisar los embriones empacados en bolsas sintéticas, llenas de agua clara.

—No… —respondió su madre y se acercó a su oído en un susurro—, tú estuviste en mi vientre… como solía hacerse hace mucho tiempo… Quise sentir en carne propia el milagro de la vida.

—¿Eres como una hormiga reina?

—Se puede decir —bromeó y continuó su trabajo en el laboratorio.

—Fue una valentía suya… —continuó Sefi, sacándola de sus recuerdos, y retiró las prótesis falsas de su rostro—, y no ha sido en vano.

—Quizás la Tierra tenga mejores probabilidades sin nuestra especie. Tal vez extinguirnos sea el propósito de todo esto. Si hay un Dios, puede hacer todo nuevo; tardaría otros cinco días, sin nosotros al sexto para arruinarlo otra vez… Mamá decía: «La vida siempre encuentra un camino… si no la estorbas».

Lua no contuvo unos sollozos y arrancó el rebozo que escondía la protuberancia laríngea de su garganta. Desde la pequeña ventana se podía ver un horizonte más despejado en el que volaban aves de paso. Los rumores señalaban que la contaminación nuclear en la región del norte se había diluido, permitiendo la propagación de la vegetación en nuevos campos y bosques que revestían los esqueletos grises de antiguos rascacielos a los cuales llegaban los animales y, se especulaba, muchos expulsados por el régimen.

Sefi sonrió a la vez que sus lágrimas corrían por su rostro y se acercó a besarlo apasionadamente, como tantas otras veces en las que exploraron las diferencias y particularidades de sus cuerpos y caracteres, apretándose luego en un fuerte abrazo.

—Moisés… estoy embarazada.

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