jueves, 17 de enero de 2013

The Whitehouse hotel


Juan Carlos Camacho


Arribé al aeropuerto de Newark  alrededor del medio día.  Ya en disposición de mi ligero equipaje me tomé una Budweiser mientras esperaba al vehículo que me conduciría al  hotel que tenía reservado en Manhattan. Del grupo que esperaba su traslado a diversos hoteles yo era el único que había separado alojamiento en el Whitehouse hotel. El conductor dejó deslizar un gesto suspicaz, cuando le mencioné el nombre y la dirección del establecimiento “third block, Bowery street” en el cual había hecho la reserva por medio del Internet hacía más de treinta días, desde el Perú. Escogí el hotel porque era el más económico de todos los hoteles y hostales que había encontrado en mi búsqueda en el Lower East Manhattan, zona de New York que me había propuesto fotografiar a fondo. Además me gustó la foto de su fachada con las banderas de varios países izadas en la azotea del edificio, lo que le daba un aire cosmopolita. Las sorpresas de las que sería testigo empezaron al ingresar al local, en el que, en vez de lobby,  encontré un ambiente en donde estaban dispuestas unas cinco o seis mesas  metálicas circulares  en las cuales  afroamericanos,  en su mayoría bastante mayores, estaban sentados revisando listas de apuestas de caballos, algunos con una botella disimulada en una bolsa de papel kraft de color café. Me dirigieron una rápida mirada y regresaron a su labor.  Luego de algunos segundos de indecisión, me di cuenta que, en la pared del fondo, había una ventana de vidrio blindado, como ésas que tienen los bancos, con una ranura en la parte de abajo para deslizar la bandeja de dinero o documentos.

Detrás de la ventana se encontraba la recepción atendida por un señor también afroamericano y de edad avanzada. Al consultar por mi reserva me la confirmó y me fue cobrada por anticipado la tarifa de setenta dólares la noche, incluidos impuestos; a cambio  me entregó una tarjeta magnética para abrir las puertas de acceso común y una llave para mi habitación; además  fui prevenido de ser cuidadoso con la llave, pues en caso de perderla debía pagar una multa de veinte dólares. Luego me entregó  un par de sábanas y una toalla, ambas de dudosa higiene y  un pequeño plano para ubicarme en los intrincados corredores y habitaciones dispuestas a ambos lados de cada uno de ellos.

Las habitaciones - aunque sería más propio  llamarlas cubículos- eran de un metro y medio de ancho por dos metros de largo (exactamente tres metros cuadrados), en los cuales entraba una estrecha litera, una silla y un cajón de madera para colocar mi cámara fotográfica y mi ligero equipaje, no había espacio para nada más.  Una cosa extraña era que no existían ni  cielo raso ni ventanas,  arriba solo se disponía de una magra celosía de madera y las divisiones entre los cuartos no eran más que tabiques de madera recubierta con pintura de color crema brillante en el interior y verde esmeralda  en el exterior. El piso contaba con dos o tres corredores, cada uno de los cuales, tendría unos cuarenta cubículos y un baño común, ubicado al fondo. Habiendo cuatro pisos,  yo calculaba más de trescientos cubículos ocupados casi al cien por ciento. Veintiún mil dólares diarios de ingresos brutos o más de siete millones y medio de dólares anuales, no estaban nada mal.  La delgadez de los tabiques y la carencia de cielo raso permitían que todos los ruidos provocados por los alojados –hasta los sonidos más íntimos-  se filtraran, despojando al huésped de toda privacidad. En mi caso, me tocó un anónimo e inubicable vecino que sufría frecuentes accesos de tos durante toda la noche,  provocados por una bronquitis mal curada o por el tabaquismo, vaya uno a saber,  que no me dejaban dormir.  La estrechez de las dimensiones, lo basto de los materiales y la ausencia completa de casi todo decorado, me hacían sentir claustrofóbico. A pesar de todos esos inconvenientes, llegaba en las noches tan cansado   que caía privado casi por completo, solo percibiendo, en turbio sueño,  los ecos desesperados de la tos asmática.

En aquel lugar siniestro todo era posible.  La cicatería de los propietarios era tal que no habían tomacorrientes en ninguno de los cubículos, lo cual era un fastidio  para la recarga de la batería de los celulares, cámaras y  laptops,  pero también un medio seguro para evitar incendios por si a alguien se le ocurría prender una cafetera eléctrica  dejando olvidado apagarla. Visto así el remedio era mejor que la enfermedad. Empecé a pensar cómo sería sufrir un incendio en aquel panal de cuartuchos de madera.  Cuando acabé de pensar en esas tétricas ideas empecé a cavilar  en las celdas computarizadas del Japón, casi nichos tech dispuestos verticalmente en las paredes,  en los cuales los usuarios, viajeros, turistas y trabajadores,  entran, se acuestan en su cama ergonómica y prenden el televisor tres D en un ambiente de un metro cuadrado, pero dotado de aire acondicionado perfumado.  En comparación yo disponía de tres metros cuadrados y podía pararme o sentarme, lo cual era una ventaja. El falso techo inexistente y la compañía de mis cien evidentes, pero invisibles, vecinos del piso era una presencia permanente, como si todos me observaran pero sin poder ver a nadie. Además tenía un baño en el corredor, con ducha, lo cual era un lujo. ¿Cómo se sentirían esos japoneses encerrados en sus nichos? Estoy seguro que todo lo habían contemplado y resuelto para beneficio del cliente y por supuesto de la industria del turismo. Pero la claustrofobia, ¿la habrían eliminado?  Había en mi hotel un hecho aún más escabroso, en las paredes pintadas al óleo, si las mirabas con detenimiento, veías o creías ver trazas de excrementos o huellas de sangre, en  brochazos al estilo de Pollock,  cuyo origen era incierto aunque predecible. Al leer el graffiti en inglés, escrito con marcador negro en la pared del baño,  recordé  el mismo verso coprolálico, que hace muchos años antes,  se podía leer en las paredes de los excusados del colegio militar en que había estudiado de adolescente en el Perú:

Caga el Papa, caga el cura,
caga el obispo y su gente
caga el hombre más valiente
y hasta la hembra más guapa.
Porque en este mundo de mierda
de cagar nadie se escapa.

Entre las pocas facilidades  ofrecidas por  el hotel, se disponía de una lavandería, ubicada en los sótanos, con sus máquinas lavadoras y secadoras de ropa para el uso de los viajeros, previa  compra de fichas en la recepción.   Era extraño,  pero en esos ambientes amplios y llenos de lavadoras modernas en las cuales por unos pocos dólares  podías lavar y secar toda tu ropa de hobo,  acumulada durante semanas de viajes no encontré huéspedes, sería porque a la gente alojada no le importaba la limpieza de la vestimenta o porque ya estaban al límite del presupuesto de viaje y no podían permitirse esa comodidad.  Sin embargo,  ocurrió que una vez, estando en  la lavandería,  vi o creí ver como en sombras chinescas,  dos figuras una de las cuales tenía un sello de inconfundible oriental por el corte de cabello y lo esmirriado de la figura,  la otra era normal y se encontraba recibiendo un paquete de reducidas dimensiones.  Esa noche no le di mayor importancia, pero me intrigó el contenido del paquete recibido.  Al día siguiente,  me desperté hambriento y  me preguntaba por qué el hotel no disponía de  servicio de comidas de ningún tipo.  Afuera, a pocos pasos,  en un local vecino seguramente de propiedad de cubanos,  pues se exhibían en tavola calda,  platos de la isla,  la mayoría a base de frijoles, exclusivamente  para llevar  pero  a precios muy razonables y para comerlos en las mesas metálicas del hotel o si lo preferías en tu cuarto. Hice la compra necesaria y de pronto me vi compartiendo con los afroamericanos, probablemente jubilados que vivían de su módica pensión, un desayuno rutinario para ellos pero para mí casi exótico.

Toda la sordidez del hotel quedaba compensada con la fortaleza de su ubicación. A tres cuadras del SoHo y  también muy cerca de Chinatown y de Little Italy. Al apreciar la arquitectura de los edificios de la zona se viajaba en el tiempo a las calles del film “The Gangs of New York” de Scorcese.   La calle Bowery tenía su historia, tiempo después me enteré de que Ginsberg la mencionó en su gran poema The Howl:

who ate the lamb stew of the imagination or digested 
the crab at the muddy bottom of the rivers of 
Bowery”

Manhattan me atraía como la fuerza de gravedad de un agujero negro, y en especial la zona circunvecina, allí se habían alojado  los inmigrantes venidos de toda Europa en el siglo XIX, pagando  por ello unos pocos centavos la noche a cambio de un metro cuadrado de piso o banca  de madera. Allí,  los propietarios de esos locales hicieron un pingüe negocio  con ese tipo de alojamientos.  Allí,  después de la segunda gran guerra los soldados que, por miles, retornaban a New York se alojaron transitoriamente por unos pocos dólares, a cambio de los cuales contaban con una cama y un baño común y en la noches gozaban del ambiente en bares, teatros y burdeles de mala muerte, bailando con el Salt Peanuts de Dizzy Gillespie y Charlie Parker. También era una de las zonas más peligrosas de toda la ciudad de New York.

Al salir, por las tardes, tenía al  Bowery solo para mí y mi cámara;  con la adrenalina a flor de piel, daba unas vueltas por los alrededores, disparando al azar. Los escenarios de los edificios de ladrillo rojo con sus típicas escaleras de incendio de fierro fundido  me traían recuerdos de lecturas o películas.  Esa tarde, paseando por el Central Park West,  divisé un edificio de diseño gótico, el cual cambiaba de forma a medida que pasaba el tiempo –medido en segundos- y la luz acentuaba los tonos grises dándole una tonalidad cada vez más dramática. Me sentí transportado al castillo de Chinon en pleno siglo XI a orillas del Loire.  Increíblemente no pude disparar una sola foto. La visión me paralizó, cuando reaccioné y apunté la cámara ya había pasado el momento del esplendor.  Tomé el metro para el regreso,  cuando llegué a la estación de Canal St. Ingresé a Chinatown, donde me sumergí en un exotismo oriental de hombres y mujeres hablando cantonés o mandarín, que caminaban apresurados haciendo sus últimas compras en establecimientos que habían sacado su mercadería y la lucían en cajas de cartón y plástico dispuestas en la calle. Arriba, los toldos de colores y  los letreros en  ideogramas chinos,  algunos traducidos al inglés. Vendían pescado, pan, vegetales y todo tipo de artículos de vivos colores, más allá vacas voladoras, vitrinas con patos y gansos  dorados  y costillas de cerdo colgados en exhibición para la venta. Disparo la cámara en automático, sin encuadrar, solo con la idea de captar la totalidad de colores y formas. Resonaba el eco del chino cantonés con su peculiar cantado, el mismo que había escuchado en mis visitas a la calle Capón en Lima.

De  regreso al hotel,   tuve que recorrer un dédalo de corredores y cuartos, hasta ubicar el mío. Una vez en él  me acosté  en la litera, con el cuerpo molido por la caminata de varias horas. De nuevo  la somnolencia  apenas disturbada por la tos, ahora ligera que,  de cuando en cuando,  atravesaba las puertas y los paneles de madera pintada con óleos chillantes en las cuales figuras de músicos e instrumentos de jazz, en improvisados diseños hechos al vuelo servían como únicos  elementos decorativos.

Una tarde fui al Tribeka Film Festival,  creado tres años antes por Robert De Niro, vi una película francesa que me encantó. “Kirikú et la sorcière” tocaba el tema de la inocencia y el mal y de cómo las cosas no son lo que parecen. Al salir del festival pasé por la zona de Ground Zero y divisé la inmensa explanada en la que una vez se habían levantado las Torres Gemelas,  leo y veo las fotos colocadas en paneles in memoriam de las miles de víctimas.

Esa noche regreso  y en la entrada del hotel encuentro a un espigado joven rubio, de unos veinte años,  que me pregunta con marcado acento británico:

-¿Te estás alojando aquí? ¿Qué tal te parece este sitio?  Mi nombre es Paul - me pregunta, aguzando sus ojos celestes.

Le digo lo que pienso del hotel, pero hago hincapié en lo ventajoso de su ubicación que me convenía, como fotógrafo.

-Yo vengo de Londres y soy modelo, hoy llegué en la tarde y actualmente estoy buscando trabajo en Manhattan- me confiesa. Cuando bajo la mirada me percato que calzaba flip flops de color rosado y vestía de manera extremadamente informal, para ser modelo. También  observo que  estaba fumando  como esperando algo o a alguien, al lado de sus pies, en la vereda, había probablemente una docena de colillas de cigarrillos. Acabamos la conversación y nos despedimos quedando en vernos al día siguiente.

Esa noche,  antes de acostarme, fui al baño común al fondo del corredor y al regresar a mi habitación,  en una esquina, escuché unas voces con tono de recriminación;  reconocí a lo lejos al chico inglés discutiendo con un hombre de rasgos asiáticos. Escuché que el oriental levantó la voz amenazadoramente.  No sé que  me impulsó a regresar a mi cuarto y sacar la cámara, lo hice, y escondido en el panel de la esquina, como un cazador que apunta a la presa, disparé la cámara sin flash. Agitado, me precipité de nuevo en mi habitación, me senté en la litera y vi la foto recién tomada. El hombre asiático tenía un  rostro duro, inescrutable, peinado con un pequeño moño sobre la frente y mirada cruel. Vestía un sobretodo gris. La foto era pasable.

Rendido por las emociones del día, dormí con profundo sueño hasta el amanecer en que los fuertes espasmos me hicieron recordar dónde me hallaba.  Me levanté a eso de las once de la mañana y en el baño me encuentro con Paul que solo tenía una toalla cubriéndole la cintura para tomar una ducha.  No pude dejar de fijarme en las manchas azules en la parte anterior de sus brazos, propias de los adictos a la heroína. Entré a la ducha y al salir Paul ya no estaba.  Me dirigí a Penn Station para familiarizarme con el horario de los trenes a Long Island a donde viajaría el domingo temprano para visitar a un conocido. En la estación almorcé y estaba de regreso al hotel a media tarde. Cerca del hotel tuve un mal presentimiento cuando escuche el aullido de unas sirenas policiales y vi las luces de emergencia de varios patrulleros de la policía.  A lo lejos divisé la zona frente al hotel rodeada con una cinta plástica amarilla que decía “Crime Scene, do not cross” en forma repetitiva. En medio de la demarcación y rodeado de policías pude ver de lejos el cuerpo de Paul, inerme, tirado en posición cúbito dorsal, descalzo.

Esa noche no pude conciliar el sueño y salí a las diez de la mañana con destino a Long Island.  Apenas tenía tiempo de llegar a Penn Station.   Llegué a las justas, pero me las ingenié para dejar previamente, en una estación de policía,  debajo de la puerta principal la copia de la foto con la siguiente nota: “Bowery’s Whitehouse hotel, Crime Scene” y subí rápidamente al vagón del Amtrak.

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