martes, 25 de diciembre de 2012

La magia de los relojes


Raúl Mendoza Cánepa


Diciembre 10 de 1975. Aquel muchacho esmirriado nos hizo una venia y se acomodó junto a  la vitrina en el muro para leer los resultados de los Juegos Florales de poesía. Tenía la mirada ansiosa y una mano prendida en el envoltorio crepitante de un caramelo apenas carcomido que luego se llevó a la boca. María lo conocía más que yo. Habían hablado antes de una manera casual en la cafetería de Derecho, donde él solía beber jugos densos y rojizos y recitar muy despacito los últimos versos de la vanguardia poética de Lima y luego en el local vetusto al final de Espaderos, donde solíamos contratar los servicios de un viejo digitador.

Aquella tarde, María hurgaba un sitio para leer sus notas sobre Yerovi, le urgía corregirlas, esbozar una introducción y correr hacia la calle para buscar una máquina de escribir. Diego Carranza, el joven poeta, la observaba con atención y la siguió observando cuando ella se sentó a escribir nerviosamente mientras cotejaba datos con un libro de tapa lustrosa, rosáceo, la más antigua versión de la poesía reunida de aquel viejo poeta que había descubierto maravillada con el profesor Treviño al pie del antiguo monumento a la libertad que se erguía magnífica en el centro de aquella plaza silenciosa en el exterior de la universidad.

La Plaza Francia había sido por años el centro de una prodigiosa actividad intelectual. Había reunido a poetas y trovadores y, especialmente, a inquietas parejas que, desde el amable canto de los pájaros y de las espesas frondas de sus árboles, solían aventurar sus planes de amor al infinito. María corrigió sus notas. Formuló algunas disquisiciones con su lápiz, tachoneó párrafos y ubicó los acentos y las comas faltantes. Diego persistía en mirarla como quien observa con minuciosidad un insecto en un frasco. Cuando la joven atravesó la plaza, Diego fue tras ella con sigilo. La siguió por la estrecha extensión de los jirones hasta el viejo local de Sigisfredo. La Remington del viejo golpeteaba el papel con fuerza, armónicamente, sin tregua.

- En una hora tengo listo su encargo, señorita– dijo.

Desde la galería, Carranza la siguió observando. María reía como un ángel. Tenía la piel de la porcelana, los ojos esmeraldinos y extraños. Las comisuras de los labios encendidos apuntaban como una U ligera hacia el firmamento.

Se acercó más para descubrir aquella voz que a la distancia trinaba con un dulzor que encantaba. María reparó en él.

- ¿Me está persiguiendo? –preguntó.

- No, solo veía que tiene el libro sobre Yerovi. Lo he buscado por semanas –dijo Diego, tratando de dominar los nervios.

- Está en la biblioteca.

Diego musitó algunas palabras y se alejó sigilosamente. La siguiente vez, el joven abordó a María en una de las bancas de la plaza. Conversaron sobre la literatura de la generación del 27 en España y particularmente sobre el cuento con el que ella acababa de ganar los juegos florales. Desde entonces la tornó en un objeto esencial de su existencia. Leyó y releyó su cuento tratando de descifrar el enigma de su victoria. La odiaba y la amaba a la vez. Ella admiraba la musicalidad traviesa de Lorca, por lo que en el tercer encuentro, Diego le alcanzó una edición antigua de aquellos versos magníficos del granadino que le recitó muy bajito, para que solo ella oyera la lírica descomunal. Aunque la voz de Diego ejercía sobre ella una gran fascinación, las fachas de aquel muchacho, las ropas raídas y moteadas, la escasa armonía de su rostro le provocaban una inconfesa repulsa. Fueron dos o tres las veces en que María rechazó las propuestas de amor de Carranza, aunque había aceptado su amistad con una ligera conmiseración. La tarde en la que él la besó a la fuerza fue la última vez que la vio. Nadie supo del destino de aquella muchacha. La Policía reportó el caso como una desaparición. La familia la lloró en cuerpo ausente, así fue velada, una fotografía y unos cirios azules.
Aquel sujeto delgado como una página llegó al restaurante al filo de las nueve. Decía ser un joven escritor y apellidarse Carranza. Se lamentaba de la desaparición, fuga o transmutación de su amada. Fueron diversos los términos con los que pretendió explicar el extraño destino de una joven estudiante de literatura, precisamente aquella cuya fotografía apareció hace varios días en el diario y cuyos ojos me era arduo olvidar. Soy solo un mozo, a la usanza de los viejos, formales, corbatita negra, botones. Me retiro a las diez, es una disciplina que adquirí con los años. Cerrar en punto es una regla como lo es invitar a los clientes más reacios a abandonar el local. En ocasiones recurro a mis artilugios, a una magia que no me es conveniente precisar. El sujeto me mira lánguido. Decía que había abandonado la idea de seguirla. Durante días bebió del trago amargo del desdén. Era todo. Mientras cortaba el limón para la salsa, decidí cortar el tramo de su pena.

Qué mejor que en las crisis confluyan diversas posibilidades, la de un rapto, la desmaterialización abrupta. Era lo propio. El hombre quería difuminarse. El plato humeaba y la mesa cinco debía ser deshabitada. No era hora de lamentaciones sino de dejarse arrobar por el sueño que presionaba ya sobre mis párpados.

- Señor, es hora de cerrar - le dije sin atisbo de piedad.

El sujeto dejó caer una lágrima sobre el sopón humeante.

- Todos hemos tocado nuestras propias fibras por alguna pena descomunal, algún adiós inoportuno o lo que fuera - Le dije. Tornemos al tiempo, quebremos la ley de los relojes:

Diciembre 10 de 1975. Parado tras la vitrina, Carranza aguardaba el resultado de aquellos Juegos Florales que habría de elevarlo a las cumbres de la literatura nacional. Don José se acercó con un pliego de papel en las manos. El tintineo de sus llaves nos advirtió que abriría aquella vitrina y nos revelaría, por fin, el tan esperado resultado de una lid que había convocado a cientos de estudiantes de las diversas facultades. El joven batalló por una mejor ubicación frente a esa muchedumbre agolpada en uno de los pasadizos de Letras. El viejo colocó el papel meticulosamente, lo sujetó entre cuatro tachuelas doradas en los vértices. Las letras eran pequeñas y en medio de aquel conjunto de líneas extrañas y explicaciones abstrusas sobre el proceso de selección, Carranza pudo leer:

“El Jurado concede el premio al mejor poeta de la Pontificia Universidad Católica del Perú al concursante Diego Carranza de La Colina”.

Al lado, los ojos de María de Armenteros parecían desolados, apenas animados por un brillo criminal…

Aquella tarde en la que ella lo besó a la fuerza fue la última vez que lo vio. Nadie supo del destino de aquel poeta. La Policía reportó el caso como una desaparición. La familia lo lloró en cuerpo ausente, así fue velado, una fotografía y unos cirios azules...

Aquella dama, delgada como una página llegó al restaurante al filo de las nueve. Decía ser una joven escritora y apellidarse Armenteros...

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