viernes, 14 de diciembre de 2012

El cometa


Raúl Mendoza Cánepa

Para adornar aquella ensalada sobrecargada de colorinches solo hacía falta un par de cerezas bañadas en bourbón. Las brumas sólidas de la noche me atraparon en medio de aquella gesta culinaria. Los niños correteaban, bulliciosos, en las tinieblas nocturnas del jardín. Cuando fui tras ellos, una neblina tenue me invadió. Laura irrumpió en la floresta, rauda, segura, para hurgar entre las malezas un viejo recuerdo que se le perdió entre las claridades, una joya que su madre le había traído desde París.
-Mañana -le dije, vencido por el sueño.
Ella continuó, sin pausa, sin auxilios, abrumada por los silencios y los rostros de los niños, que le eran esquivos. Escarbó entre los viejos maderos astillados de un comedor en desuso al costado del jardín. De pronto, un astro excesivamente luminoso, irradió la noche. A decir verdad, siempre estuvo allí y fueron mis ojos los que se percataron tardíamente de su existencia. Me pregunté sobre la extensión de ese espacio inabarcable, sobre cuán infinitesimales somos en medio de un seguidilla de galaxias cuyas medidas no éramos capaces de calcular. Piojos, dijo, Francisco, mientras huía de su hermano en medio de esa oscuridad perturbadora. El candil amarillo, a lo lejos, era la única fuente de iluminación y mis ojos los vigías de esa travesía nocturna y quieta en medio de mi floresta.  
¿Y si ese astro inmóvil fuera un cometa raudo y remoto rumbo a la tierra? -Me pregunté.  
Un escalofrío ganó mi epidermis, una gota de sudor frío trazó una línea húmeda sobre mi frente. Mientras me extraviaba entre interrogantes irremediablemente irresueltas, Francisco corrió agazapado entre los cedros hasta tocar la cerca. No había más, aunque ese astro misterioso recorriera infinidad de kilómetros para trizar la tierra como a un vidrio y sumergirnos en el polvo estelar, era poco lo que un cocinero absorto podía hacer.  
Derrotado, torné sobre mis pasos. Envolví el pescado y lo escondí en el freezer. Cercené un ala al pollo y la rocié de ají panca. Dorada, soberana al tacto, portentosa al gusto, me engullí sus tostados contornos. Laura permanecía, atracada en el trajín insensato de tantear una joya de escaso valor entre los desperdicios, sin comprender por qué aquella pulcra, pero insignificante ensalada me había capturado. Francisco había tomado la joya y llevado consigo en el viaje espectacular de su nave nodriza. Los geranios eran rutilantes estrellas y los jazmines constelaciones extrañas. Allí dio a parar el artilugio de detalles dorados y esmeraldas relucientes. Alguna vez mi madre me dijo que el cometa Halley (que hoy cruza y se aproxima) es como una esmeralda.   
El astro seguía allí, lejos de todo, aterrador para esta mente capaz de fabricar fantasmas y monstruos. La conjunción de todos estos acontecimientos, la presencia de la esmeralda, el cometa raudo y aún remoto solo puede ser una advertencia de los astros. El fin. Pero la muerte en ciernes no me iba a derrotar sin darle trajín. Eché la salsa sobre el tomate, cuidando el punto perfecto en el que el equilibrio reina y el sabor se vuelve magnífico. Si aquel cometa cayera mañana sobre la casa, al menos nada perturbaría el momento descomunal en el que este manjar agridulce tocara mi boca.

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